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Catequesis 73-75

73. Virginidad o celibato como signo escatológico (10-III-82/16-III-82)

1. Comenzamos hoy a reflexionar sobre la virginidad o celibato «por el reino de los cielos».

La cuestión de la llamada a una donación exclusiva de sí a Dios en la virginidad y en el celibato, hunde profundamente sus raíces en el terreno evangélico de la teología del cuerpo. Para poner de relieve las dimensiones que le son propias, es necesario tener presentes las palabras, con las que Cristo hizo referencia al «principio», y también aquellas con las que El se remitió a la resurrección de los cuerpos. La constatación: «Cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25) indica que hay una condición de vida, sin matrimonio, en la que el hombre, varón y mujer, halla a un tiempo la plenitud de la donación personal y de la intersubjetiva comunión de las personas, gracias a la glorificación de todo su ser sicosomático en la unión perenne con Dios. Cuando la llamada a la continencia «por el reino de los cielos» encuentra eco en alma humana, en las condiciones de la temporalidad, esto es, en las condiciones en que las personas de ordinario «toman mujer y toman marido» (Lc 20, 34), no resulta difícil percibir allí una sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las condiciones de la temporalidad parece anticipar aquello de lo que el hombre será partícipe en a resurrección futura.

2. Sin embargo, Cristo no habló de este problema, de esta vocación particular, en el contexto inmediato de su conversación con los saduceos (cf. Mt 22, 23-30; Mc 12, 18-25; Lc 20, 27-36), cuando se refirió a la resurrección de los cuerpos. En cambio, había hablado de ella (ya antes) en el contexto de la conversación con los fariseos sobre el matrimonio y sobre las bases de su indisolubilidad, casi como prolongación de ese coloquio (cf. Mt 19, 3-9). Sus palabras conclusivas se refieren al así llamado libelo de repudio, permitido por Moisés en algunos casos. Dice Cristo: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo os digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera» (Mt 19, 8-9). Entonces, los discípulos que -como se puede deducir del contexto- estaban escuchando atentamente aquella conversación, y en particular las últimas palabras pronunciadas por Jesús, le dijeron así: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse» (Mt 19, 10). Cristo les da la respuesta siguiente: «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismo se han hecho tales por amor al reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 11-12).

3. Respecto a esta conversación referida por Mateo, se nos puede plantear la pregunta: ¿Qué pensaban los discípulos, cuando, después de haber oído la respuesta de Jesús había dado a los fariseos sobre el matrimonio y su indisolubilidad, hicieron la observación: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse»? En todo caso, Cristo creyó oportuna esa circunstancia para hablarles de la continencia voluntaria por el reino de los cielos. Al decir esto, no toma posición directamente respecto al enunciado de los discípulos, ni permanece en la línea de su razonamiento (1). Por tanto, no responde: «conviene casarse» o «no conviene casarse». La cuestión de la continencia por el reino de los cielos no se contrapone al matrimonio, ni se basa sobre un juicio negativo con relación a su importancia. Por lo demás, Cristo, al hablar precedentemente de la indisolubilidad del matrimonio, se había referido al «principio», esto es, al misterio de la creación, indicando así la primera y fundamental fuente de su valor. En consecuencia, para responder a la pregunta de los discípulos, o mejor, para esclarecer el problema planteado por ellos. Cristo recurre a otro principio. Los que hacen en la vida esta opción «por el reino de los cielos», no observan la continencia por el hecho de que «no conviene casarse», o sea, no por el motivo de un supuesto valor negativo del matrimonio, sino en vista del valor particular que está vinculado con esta opción y que hay que descubrir y aceptar personalmente como vocación propia. Y por esto, Cristo dice: «El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 12). En cambio, inmediatamente antes dice: «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado» (Mt 19, 11).

4. Como se ve, Cristo en su respuesta al problema que le planteaban los discípulos, precisa claramente una regla para comprender sus palabras. En la doctrina de la Iglesia está vigente la convicción de que estas palabras no expresan un mandamiento que obliga a todos, sino un consejo que se refiere sólo a algunas personas (2): precisamente a las que están en condiciones «de entenderlo». Y están en condiciones «de entenderlo» aquellos «a quienes ha sido dado». Las palabras citadas indican claramente el momento de la oración personal y, a la vez, el momento de la gracia particular, esto es, del don que el hombre recibe para hacer tal opción. Se puede decir que la opción de la continencia por el reino de los cielos es una orientación carismática hacia aquel estado escatológico, en que los hombres «no tomarán mujer ni marido»; sin embargo, entre ese estado del hombre en la resurrección de los cuerpos y la opción voluntaria de la continencia por el reino de los cielos y como fruto de una en la vida terrena y en el estado histórico del hombre caído y redimido, hay una diferencia esencial. El «no casarse» escatológico será un «estado», es decir, el modo propio y fundamental de la existencia de los seres humanos, hombres y mujeres, en sus cuerpos glorificados. La continencia por el reino de los cielos, como fruto de una opción carismática, es una excepción respecto al otro estado, esto es, al estado del que el hombre desde «el principio» vino a ser y es partícipe, durante toda la existencia terrena.

5. Es muy significativo que Cristo no vincula directamente sus palabras sobre la continencia por el reino de los cielos con el anuncio del «otro mundo», donde «no tomarán mujer ni marido» (Mc 12, 25). En cambio, sus palabras se encuentran -como ya hemos dicho- en la prolongación del coloquio con los fariseos, en el que Jesús se remitió «al principio», indicando la institución del matrimonio por parte del Creador y recordando el carácter indisoluble que, en el designio de Dios, corresponde a la unidad conyugal del hombre y de la mujer.

El consejo y, por lo tanto, la opción carismática de la continencia por el reino de los cielos están unidos, en las palabras de Cristo, con el reconocimiento máximo del orden «histórico» de la existencia humana, relativo al alma y al cuerpo. Basándonos en el contexto inmediato de las palabras sobre la continencia por el reino de los cielos en la vida terrena del hombre, es preciso ver en la vocación a esta continencia un tipo de excepción de lo que es más bien una regla común de esta vida. Esto es lo que Cristo pone de relieve, sobre todo. Que luego, esta excepción incluya en sí el anticipo de la vida escatológica, en la que no se da matrimonio, y propia del «otro mundo» (esto es, del estadio final del «reino de los cielos»), esto es algo de lo que Cristo no habla aquí directamente. De hecho, se trata, no de la continencia en el reino de los cielos, sino de la continencia «por el reino de los cielos». La idea de la virginidad o del celibato, como anticipo y signo escatológico (3), se deriva de la asociación de las palabras pronunciadas aquí con las que Jesús dijo en otra oportunidad, a saber, en la conversación con los saduceos, cuando proclamó la futura resurrección de los cuerpos.

Volveremos sobre este tema durante las próximas reflexiones.

(1) Sobre los problemas más detallados de la exégesis de este pasaje, cf., por ejemplo, L. Sabourin, II Evangelio di Matteo. Teologia e esegesi, vol. II, Roma, 1977, Ediciones Paulinas, págs. 834-836; The Positive Values of Consecrated Celibacy, en «The Way», Suplement 10, summer 1970, pág. 51; J. Blinzler, Eisin eunuchoi. Zur Auslegunng von Mt 19, 12, «Zeitschrift für die Neutestamentiliche Wissenschaft», 48, 1977, pág. 268 ss.

(2) «La unidad de la Iglesia también se fomenta de una manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos. Entre ellos destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1Cor 7, 7), para que se consagren a sólo Dios con un corazón que en la virginidad o en el celibato se mantien más fácilmente indiviso» (Lumen gentium, 42).

(3) Cf., por ejemplo, Lumen gentium, 44; Perfectæ caritatis, 12.

74. Virginidad o celibato «por el reino de los cielos» (17-III-82/21-III-82)

1. Continuamos la reflexión sobre la virginidad o celibato por el reino de los cielos: tema importante incluso para una completa teología del cuerpo.

En el contexto inmediato de las palabras sobre la continencia por el reino de los cielos, Cristo hace un paralelo muy significativo; y esto nos confirma aún mejor en la convicción de que El quiere arraigar profundamente la vocación a esta continencia en la realidad de la vida terrena, abriéndose así camino en la mentalidad de sus oyentes. Efectivamente, enumera tres clases de eunucos.

Este término se refiere a los defectos físicos que hacen imposible la procreación del matrimonio. Precisamente estos defectos explican las dos primeras clases, cuando Jesús habla tanto de los defectos congénitos: «eunucos que nacieron así del vientre de su madre» (Mt 19, 12), como de los defectos adquiridos, causados por intervención humana: «hay eunucos que fueron hechos por los hombres» (Mt 19, 12). En ambos casos se trata, pues, de un estado de coacción, por lo tanto, no voluntario. Si Cristo, en su paralelo, habla después de aquellos «que a sí mismos se han hecho tales por amor al reino de los cielos» (Mt 19, 12), como de una tercera clase, ciertamente hace esta distinción para poner de relieve aún más su carácter voluntario y sobrenatural. Voluntario, porque los que pertenecen a esta clase «se han hecho a sí mismos eunucos»; sobrenatural, en cambio, porque lo han hecho «por el reino de los cielos».

2. La distinción es muy clara y muy fuerte. No obstante, es fuerte y elocuente también el paralelo. Cristo habla a hombres a quienes la tradición de la Antigua Alianza no había transmitido el ideal del celibato o de la virginidad. El matrimonio era tan común, que sólo una impotencia física podía ser una excepción para el mismo. La respuesta dada a los discípulos en Mateo (19, 10-12) es a la vez una revolución, en cierto sentido, de toda la tradición del Antiguo Testamento. Lo confirma un solo ejemplo, tomado del Libro de los Jueces, al que nos referimos aquí no tanto por motivo del desarrollo del hecho, cuanto por las palabras significativas que le acompañan, «Déjame que... vaya... llorando mi virginidad» (Jue 11, 37), dice la hija de Jefté a su padre, después de haber sabido por él que estaba destinada a la inmolación a causa de un voto hecho al Señor. (En el texto bíblico encontramos la explicación de cómo se llegó a tanto). «Ve, -leemos luego- y ella se fue por los montes con sus compañeras y lloró por dos meses sus virginidad. Pasados los dos meses volvió a su casa y él cumplió en ella el voto que había hecho. No había conocido varón» (Jue 11, 38-39).

3. En la tradición del Antiguo Testamento, por lo que se deduce, no hay lugar para este significado del cuerpo, que ahora Cristo, al hablar de la continencia por el reino de Dios, quiere presentar y poner de relieve a los propios discípulos. Entre los personajes que conocemos como guías espirituales del pueblo de la Antigua Alianza, no hay ni uno que haya proclamado esta continencia con las palabras o con la conducta (1). Entonces el matrimonio no era sólo un estado común, sino, además, en aquella tradición había adquirido un significado consagrado por la promesa que el Señor había hecho a Abraham: «He aquí mi pacto contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos... Te acrecentaré muy mucho, y te daré pueblos, y saldrán de ti reyes; yo establezco contigo, y con tu descendencia después de ti por sus generaciones, mi pacto eterno de ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti» (Gén 17, 4. 6-7). Por esto, en la tradición del Antiguo Testamento el matrimonio, como fuente de fecundidad y de procreación con relación a la descendencia, era un estado religiosamente privilegiado: y privilegiado por la misma revelación. En el fondo de esta tradición, según la cual el Mesías debía ser «hijo de David» (Mt 20, 30), era difícil entender la idea de la continencia. Todo hablaba en favor del matrimonio: no sólo las razones de naturaleza humana, sino también las del reino de Dios (2).

4. Las palabras de Cristo señalan en este ámbito un cambio decisivo. Cuando habla a sus discípulos, por primera vez, sobre la continencia por el reino de los cielos, se da cuenta claramente de que ellos, como hijos de la tradición de la Ley antigua, deben asociar el celibato y la virginidad a la situación de los individuos, especialmente del sexo masculino, que a causa de los defectos de naturaleza física no pueden casarse («los eunucos»), y por esto, se refiere a ellos directamente. Esta referencia tiene un fondo múltiple: tanto histórico como psicológico, tanto ético como religioso. Con esta referencia Jesús toca -en cierto sentido- todos estos fondos, como si quisiera hacer notar: Sé que todo lo que os voy a decir ahora, suscitará gran dificultad en vuestra conciencia, en vuestro modo de entender el significado del cuerpo; de hecho, os voy a hablar de la continencia, y esto, sin duda, se asociará a vosotros al estado de deficiencia física, tanto innata como adquirida por causa humana. Yo, en cambio, quiero deciros que la continencia también puede ser voluntaria, y el hombre puede elegirla «por el reino de los cielos».

5. Mateo en el cap. 19 no anota ninguna reacción inmediata de los discípulos a estas palabras. Sólo la encontramos más tarde en los escritos de los Apóstoles, sobre todo en Pablo (3). Esto confirma que tales palabras se habían grabado en la conciencia de la primera generación de los discípulos de Cristo, y fructificaron luego repetidamente y de múltiples modos en las generaciones de sus confesores en la Iglesia (y quizá también fuera de ella). Desde el punto de vista, pues, de la teología -esto es, de la revelación del significado del cuerpo, totalmente nuevo respecto a la tradición del Antiguo Testamento, estas son palabras de cambio. Su análisis demuestra cuán precisas y sustanciales son, a pesar de su concisión. (Lo constataremos todavía mejor cuando hagamos el análisis del texto paulino de la primera Carta a los Corintios, capítulo 7. Cristo habla de la continencia «por» el reino de los cielos. De este modo quiere subrayar que este estado, elegido conscientemente por el hombre en la vida temporal, donde de ordinario los hombres «toman mujer o marido», tiene una singular finalidad sobrenatural. La continencia, aun cuando elegida conscientemente y decidida personalmente, pero sin esa finalidad, no entra en el contenido de este enunciado de Cristo. Al hablar de los que han elegido conscientemente el celibato o la virginidad por el reino de los cielos (esto es, «se han hecho a sí mismos eunucos»), Cristo pone de relieve -al menos de modo indirecto- que esta opción, en la vida terrena, va unida a la renuncia y también a un determinado esfuerzo espiritual.

6. La misma finalidad sobrenatural -«por el reino de los cielos»- admite una serie de interpretaciones más detalladas, que Cristo no enumera en este pasaje. Pero se puede afirmar que, a través de la fórmula lapidaria de la que se sirve, indica indirectamente todo lo que se ha dicho sobre ese tema en la Revelación, en la Biblia y en la Tradición; todo lo que ha venido a ser riqueza espiritual de la experiencia de la Iglesia, donde el celibato y la virginidad por el reino de los cielos ha fructificado de muchos modos en las diversas generaciones de los discípulos y seguidores del Señor.

(1) Es verdad que Jeremías debía observar el celibato por orden expresa del Señor (cf. Jer 16, 1-2); pero esto fue un «signo profético», que simbolizaba el futuro abandono y la destrucción del país y del pueblo.

(2) Es verdad, como sabemos por las fuentes extra bíblicas, que en el período intertestamentario el celibato se mantenía en el ámbito del judaísmo por algunos miembros de la secta de los esenios (cf. Flavio Josefo, Bell. Jud., II 8-2: 120-121; Filón Al. Hypothet., 11, 14); por esto se realizaba al margen del judaísmo oficial y probablemente no persistió más allá de comienzos del siglo II. En la comunidad de Qumran el celibato no obligaba a todos, pero algunos miembros lo mantenían hasta la muerte, poniendo en práctica sobre el terreno de la convivencia pacífica la prescripción de Deuteronomio (23, 10-14) sobre la pureza ritual que obligaba durante la guerra santa. Según las creencias de los qumranianos, esta guerra duraba siempre «entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas»; el celibato, pues, para ellos fue la expresión de estar dispuestos a la batalla (cf. 1 Qm 7, 5-7).

(3) Cf. 1Cor 7, 25-40; cf. también Apoc 14, 4.

75. Continencia evangélica y fecundidad sobrenatural en el Espíritu Santo (24-III-82/28-III-82)

1. Continuamos nuestras reflexiones sobre el celibato y la virginidad «por el reino de los cielos».

La continencia por el reino de los cielos se relaciona ciertamente con la revelación del hecho de que en el reino de los cielos «no se toma ni mujer ni marido» (Mt 22, 30). Se trata de un signo carismático. El ser humano viviente, varón y mujer, que en la situación terrena, donde de ordinario «tomas mujer y marido» (Lc 20, 34), elige con libre voluntad la continencia «por el reino de los cielos», indica que en ese reino, que es el «otro mundo» de la resurrección, «no tomarán mujer ni marido» (Mc 12, 25), porque Dios será «todo en todos» (1Cor 15, 28). Este ser humano, varón y mujer, manifiesta, pues, la «virginidad» escatológica del hombre resucitado, en el que se revelará, diría, el absoluto y eterno significado esponsalicio del cuerpo glorificado en la unión con Dios mismo, mediante una perfecta intersubjetividad, que unirá a todos los «partícipes del otro mundo», hombres y mujeres, en el misterio de la comunión de los santos. La continencia terrena «por el reino de los cielos» es, sin duda, un signo que indica esta verdad y esta realidad. Es signo de que el cuerpo, cuyo fin no es la muerte, tiende a la glorificación y, por esto mismo, es ya, diría, entre los hombres un testimonio que anticipa la resurrección futura. Sin embargo, este signo carismático del «otro mundo» expresa la fuerza y la dinámica más auténtica del misterio de la «redención del cuerpo»: un misterio que ha sido grabado por Cristo en la historia terrena del hombre y arraigado por El profundamente en esta historia. Así, pues, la continencia «por el reino de los cielos» lleva sobre todo la impronta de la semejanza con Cristo, que, en la obra de la redención, hizo El mismo esta opción «por el reino de los cielos».

2. Más aún, toda la vida de Cristo, desde el comienzo, fue una discreta, pero clara separación de lo que en el Antiguo Testamento determinó tan profundamente el significado del cuerpo. Cristo -casi contra las expectativas de toda la tradición veterotestamentaria- nació de María, que en el momento de la Anunciación dice claramente de Sí misma: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1, 34), esto es, profesa su virginidad. Y aunque El nazca de Ella como cada hombre, como un hijo de su madre, aunque esta venida suya al mundo esté acompañada también por la presencia de un hombre que es esposo de María y, ante la ley y los hombres, su marido, sin embargo, la maternidad de María es virginal: y a esta maternidad virginal de María corresponde el misterio virginal de José, que, siguiendo la voz de lo alto, no duda en «recibir a María..., pues lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Por lo tanto, aunque la concepción virginal y el nacimiento en el mundo de Jesucristo estuviesen ocultos a los hombres, aunque ante los ojos de sus coterráneos de Nazaret El fuese considerado «hijo del carpintero» (Mt 13, 55) (ut putabatur filius Joseph: Lc 3, 23), sin embargo, la misma realidad y verdad esencial de su concepción y del nacimiento se aparta en sí misma de lo que en la tradición del Antiguo Testamento estuvo exclusivamente en favor del matrimonio, y que juzgaba a la continencia incomprensible y socialmente desfavorecida. Por esto, ¿cómo podía comprenderse «la continencia por el reino de los cielos», si el Mesías mismo debía ser «descendiente de David», esto es, como se pensaba, debía ser hijo de la estirpe real «según la carne»? Sólo María y José, que vivieron el misterio de su concepción y de su nacimiento, se convirtieron en los primeros testigos de una fecundidad diversa de la carnal, esto es, de la fecundidad del Espíritu: «Lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).

3. La historia del nacimiento de Jesús ciertamente está en línea con la revelación de esa «continencia por el reino de los cielos», de la que hablará Cristo, un día, a sus discípulos. Pero este acontecimiento permanece oculto a los hombre de entonces, e incluso a los discípulos. Solo se desvelará gradualmente ante los ojos de la Iglesia, basándose en los testimonios y en los textos de los Evangelios de Mateo y Lucas. El matrimonio de María con José (en el que la Iglesia honra a José como esposo de María y a María como de él), encierra en sí, al mismo tiempo, el misterio de la perfecta comunión de las personas, del hombre y de la mujer en el pacto conyugal, y a la vez el misterio de esa singular «continencia por el reino de los cielos»: continencia que servía, en la historia de la salvación, a la perfecta «fecundidad del Espíritu Santo». Más aún, en cierto sentido, era la absoluta plenitud de esa fecundidad espiritual, ya que precisamente en las condiciones nazarenas del pacto de María y José en el matrimonio y en la continencia «en el cuerpo»: precisamente la continencia «por el reino de los cielos».

4. Esta imagen debía desvelarse gradualmente ante la conciencia de la Iglesia en las generaciones siempre nuevas de los confesores de Cristo, cuando -justamente con el Evangelio de la infancia- se consolidaba en ellos la certeza acerca de la maternidad divina de la Virgen, la cual había concebido por obra del Espíritu Santo. Aunque de modo sólo indirecto -sin embargo, de modo esencial y fundamental- esta certeza debía ayudar a comprender, por una parte, la santidad del matrimonio y, por otra, el desinterés con miras al «reino de los cielos», del que Cristo había hablado a sus discípulos. No obstante, cuando El le habló por primera vez (como atestigua el Evangelista Mateo en el capítulo 19, 10-12), ese gran misterio de su concepción y de su nacimiento, le era complentamente desconocido, les estaba oculto, lo mismo que lo estaba a todos los oyentes e interlocutores de Jesús de Nazaret. Cuando Cristo hablaba de los que «se han hecho eunucos a sí mismos por amor del reino de los cielos» (Mt 19, 12), los discípulos sólo eran capaces de entenderlo, basándose en su ejemplo personal. Una continencia así debió grabarse en su conciencia como un rasgo particular de semejanza con Cristo, que permaneció El mismo célibe «por el reino de los cielos». El apartarse de la tradición de la Antigua Alianza, donde el matrimonio y la fecundidad procreadora «en el cuerpo» habían sido una condición religiosamente privilegiada, debía realizarse, sobre todo, basándose en el ejemplo de Cristo mismo. Solo, poco a poco, pudo arraigarse la conciencia de que por «el reino de los cielos» tiene un significado particular: esa fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre, que proviene del Espíritu Santo (Espíritu de Dios), y a la cual, en sentido específico y en casos determinados, sirve precisamente la continencia, y ésta es, en concreto, la continencia «por el reino de los cielos».

Más o menos, todos estos elementos de la conciencia evangélica (esto es, conciencia propia de la Nueva Alianza en Cristo) referentes a la continencia, los encontramos en Pablo. Trataremos de demostrarlo oportunamente.

Resumiendo, podemos decir que el tema principal de la reflexión de hoy ha sido la relación entre la continencia «por el reino de los cielos», proclamada por Cristo, y la fecundidad sobrenatural del Espíritu Santo.