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Catequesis 66-70

66. La resurrección de los cuerpos y la antropología teológica (2-XII-81/6-XII-81)

1. «Porque cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25). Cristo pronuncia estas palabras, que tienen un significado clave para la teología del cuerpo, después de haber afirmado, en la conversación con los saduceos, que la resurrección corresponde a la potencia del Dios viviente. Los tres Evangelios sinópticos refieren el mismo enunciado, sólo que la versión de Lucas se diferencia en algunos detalles de la de Mateo y Marcos. Para los tres es esencial la constatación de que en la futura resurrección los hombres, después de haber vuelto a adquirir sus cuerpos en la plenitud de la perfección propia de la imagen y semejanza de Dios -después de haberlos vuelto a adquirir en su masculinidad y feminidad-, «ni se casarán ni serán dados en matrimonio». Lucas en el capítulo 20, 34-35 expresa la misma idea con las palabras siguientes: «Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos».

2. Como se deduce de estas palabras, el matrimonio, esa unión en la que, según dice el libro del Génesis, «el hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (2, 24) -unión propia del hombre desde el «principio»- pertenece exclusivamente a «este siglo». El matrimonio y la procreación, en cambio, no constituyen el futuro escatológico del hombre. En la resurrección pierden, por decirlo así, su razón de ser. Ese «otro siglo», del que habla Lucas (20, 35), significa la realización definitiva del género humano, la clausura cuantitativa del círculo de seres que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, a fin de que multiplicándose a través de la conyugal «unidad en el cuerpo» de hombres y mujeres, sometiesen la tierra. Ese «otro siglo» no es el mundo de la tierra, sino el mundo de Dios, el cual, como sabemos por la primera Carta de Pablo a los Corintios, lo llenará totalmente, viniendo a ser «todo en todos» (1 Cor 15, 28).

3. Al mismo tiempo, ese «otro siglo», que según la Revelación es «el reino de Dios», es también la definitiva y eterna «patria» del hombre (cf. Flp 3, 20) es la «casa del Padre» (Jn 14, 2). Ese «otro siglo», como nueva patria del hombre, emerge definitivamente del mundo actual, que es temporal -sometido a la muerte, o sea, a la destrucción del cuerpo (cf. Gén 3, 19: «al polvo volverás»)- a través de la resurrección. La resurrección, según las palabras de Cristo referidas por los sinópticos, significa no sólo la recuperación de la corporeidad y el establecimiento de la vida humana en su integridad, mediante la unión del cuerpo con el alma, sino también un estado totalmente nuevo de la misma vida humana. Hallamos la confirmación de este nuevo estado del cuerpo en la resurrección de Cristo (cf. Rom 6, 5-11). Las palabras que refieren los sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) volverán a sonar entonces (esto es, después de la resurrección de Cristo) para aquellos que las habían oído, diría que casi con una nueva fuerza probativa y, al mismo tiempo, adquirirán el carácter de una promesa convincente. Sin embargo, por ahora nos detenemos sobre estas palabras en su fase «pre-pascual», basándonos solamente en la situación en la que fueron pronunciadas. No cabe duda de que ya en la respuesta dada a los saduceos, Cristo descubre la nueva condición del cuerpo humano en la resurrección, y lo hace precisamente mediante una referencia y un parangón con la condición de la que el hombre había sido hecho partícipe desde el «principio».

4. Las palabras: «Ni se casarán ni serán dadas en matrimonio parecen afirmar, a la vez, que los cuerpos humanos, recuperados y al mismo tiempo renovados en la resurrección, mantendrán su peculiaridad masculina o femenina y que el sentido de ser varón o mujer en el cuerpo en el «otro siglo» se constituirá y entenderá de modo diverso del que fue desde «el principio» y, luego, en toda la dimensión de la existencia terrena. Las palabras del Génesis, «dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne» (2, 24), han constituido desde el principio esa condición y relación de masculinidad y feminidad que se extiende también al cuerpo, y a la que justamente es necesario definir «conyugal» y al mismo tiempo «procreadora» y «generadora»; efectivamente, está unida con la bendición de la fecundidad, pronunciada por Dios (Elohim) en la creación del hombre «varón y mujer» (Gén 1, 27). Las palabras pronunciadas por Cristo sobre la resurrección nos permiten deducir que la dimensión de masculinidad y feminidad -esto es, el ser en el cuerpo varón y mujer- quedara nuevamente constituida juntamente con la resurrección del cuerpo en el «otro siglo».

5. ¿Se puede decir algo aún más detallado sobre este tema? Sin duda, las palabras de Cristo referidas por los sinópticos (especialmente en la versión de Lc 20, 27-40) nos autorizan a esto. Efectivamente, allí leemos que (los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos... ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Mateo y Marcos dicen sólo que «serán como ángeles en los cielos»). Este enunciado permite sobre todo deducir una espiritualización del hombre según una dimensión diversa de la de la vida terrena (e incluso diversa de la del mismo «principio»). Es obvio que aquí no se trata de transformación de la naturaleza del hombre en la angélica, esto es, puramente espiritual. El contexto indica claramente que el hombre conservará en el «otro siglo» la propia naturaleza humana, psicosomática. Si fuese de otra manera, carecería de sentido hablar de resurrección.

Resurrección significa restitución a la verdadera vida de la corporeidad humana, que fue sometida a la muerte en su fase temporal. En la expresión de Lucas (20, 36) citada hace un momento (y en la de Mateo 22, 30, y Marcos 12, 25) se trata ciertamente de la naturaleza humana, es decir, psicosomática. La comparación con los seres celestes, utilizada en el contexto, no constituye novedad alguna en la Biblia. Entre otros, ya el Salmo, exaltando al hombre como obra del Creador, dice: «Lo hiciste poco inferior a los ángeles» (Sal 8, 6). Es necesario suponer que en la resurrección esta semejanza se hará mayor: no a través de una desencarnación del hombre, sino mediante otro modo (incluso, se podría decir: otro grado) de espiritualización de su naturaleza somática, esto es, mediante otro «sistema de fuerzas» dentro del hombre. La resurrección significa una nueva sumisión del cuerpo al espíritu.

6. Antes de disponernos a desarrollar este tema, conviene recordar que la verdad sobre la resurrección tuvo un significado-clave para la formación de toda la antropología teológica, que podría ser considerada sencillamente como «antropología de la resurrección». La reflexión sobre la resurrección hizo que Santo Tomás de Aquino omitiera en su antropología metafísica (y a la vez teológica) la concepción filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo y se acercara a la concepción de Aristóteles. En efecto, la resurrección da testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo, en el conjunto del compuesto humano, no está sólo temporalmente unido con el alma (como su «prisión» terrena, cual juzgaba Platón), sino que juntamente con el alma constituye la unidad e integridad del ser humano. Precisamente esto enseñaba Aristóteles, de manera distinta que Platón. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la resurrección. Efectivamente, la verdad sobre la resurrección afirma con claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden ser entendidas como un estado del alma sola, separada (según Platón: liberada) del cuerpo, sino que es preciso entenderla como el estado del hombre definitiva y perfectamente «integrado», a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura definitivamente esta integridad perfecta.

Aquí interrumpimos nuestra reflexión sobre las palabras pronunciadas por Cristo acerca de la resurrección. La gran riqueza de los contenidos encerrados en estas palabras nos llevará a volver sobre ellas en las ulteriores consideraciones.

67. Espiritualización y divinización del hombre en la resurrección de los cuerpos (9-XII-81/13-XII-81)

1. «En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo» (Mt 22, 30, análogamente Mc 12, 25). «Son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).

Tratemos de comprender estas palabras de Cristo referentes a la resurrección futura, para sacar de ellas una conclusión sobre la espiritualización del hombre, diferente de la vida terrena. Se podría hablar aquí incluso de un sistema perfecto de fuerzas en las relaciones recíprocas entre lo que en el hombre es espiritual y lo que es corpóreo. El hombre «histórico», como consecuencia del pecado original, experimenta una imperfección múltiple de este sistema de fuerzas, que se manifiesta en las bien conocidas palabras de San Pablo: «Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23).

El hombre «escatológico» estará libre de esa «oposición». En la resurrección el cuerpo volverá a la perfecta unidad y armonía con el espíritu: el hombre no experimentará más la oposición entre lo que en él es espiritual y lo que es corpóreo. La «espiritualización» significa no sólo que el espíritu dominará al cuerpo, sino, diría, que impregnará plenamente al cuerpo, y que las fuerzas del espíritu impregnarán las energías del cuerpo.

2. En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo -y la simultánea subordinación del cuerpo al espíritu-, como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura; sin embargo, el hecho de que las energías del espíritu logren dominar las fuerzas del cuerpo, no quita la posibilidad misma de su recíproca oposición. La «espiritualización», a la que aluden los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) en los textos aquí analizados, está ya fuera de esta posibilidad. Se trata, pues, de una espiritualización perfecta, en la que queda completamente eliminada la posibilidad de que «otra ley luche contra la ley de la... mente» (cf. Rom 7, 23). Este estado que -como es claro- se diferencia esencialmente (y no sólo en grado) de lo que experimentamos en la vida terrena, no significa, sin embargo, «desencarnación» alguna del cuerpo ni, consiguientemente, una «deshumanización» del hombre. Más aún, significa, por el contrario, su «realización» perfecta. Efectivamente, en el ser compuesto, sicosomático, que es el hombre, la perfección no puede consistir en una oposición recíproca del espíritu y del cuerpo, sino en una profunda armonía entre ellos, salvaguardando el primado del espíritu. En el «otro mundo», este primado se realizará y manifestará en una espontaneidad perfecta, carente de oposición alguna por parte del cuerpo. Sin embargo, esto no hay que entenderlo como una «victoria» definitiva del espíritu sobre el cuerpo. La resurrección consistirá en la perfecta participación por parte de todo lo corpóreo del hombre en lo que en él es espiritual. Al mismo tiempo consistirá en la realización perfecta de lo que en el hombre es personal.

3. Las palabras de los sinópticos atestiguan que el estado del hombre en el «otro mundo» será no sólo un estado de perfecta espiritualización, sino también de fundamental «divinización» de su humanidad. Los «hijos de la resurrección» -como leemos en Lucas 20, 36- no sólo «son semejantes a los ángeles», sino que también «son hijos de Dios». De aquí se puede sacar la conclusión de que el grado de la espiritualización, propia del hombre «escatológico», tendrá su fuente en el grado de su «divinización», incomparablemente superior a la que se puede conseguir en la vida terrena. Es necesario añadir que aquí se trata no sólo de un grado diverso, sino en cierto sentido de otro género de «divinización». La participación en la naturaleza divina, la participación en la vida íntima de Dios mismo, penetración e impregnación de lo que es esencialmente humano por parte de lo que es esencialmente divino, alcanzará entonces su vértice, por lo cual la vida del espíritu humano llegará a una plenitud tal, que antes le era absolutamente inaccesible. Esta nueva espiritualización será, pues, fruto de la gracia, esto es, de la comunicación de Dios, en su misma divinidad, no sólo al alma, sino a toda la subjetividad psicosomática del hombre. Hablamos aquí de la «subjetividad» (y no sólo de la «naturaleza»), porque esa divinización se entiende no sólo como un «estado interior» del hombre (esto es, del sujeto), capaz de ver a Dios «cara a cara», sino también como una nueva formación de toda la subjetividad personal del hombre a medida de la unión con Dios en su misterio trinitario y de la intimidad con El en perfecta comunión de las personas. Esta intimidad -con toda su intensidad subjetiva- no absorberá la subjetividad personal del hombre, sino, al contrario, la hará resaltar en medida incomparablemente mayor y más plena.

4. La «divinización» en el «otro mundo», indicada por las palabras de Cristo, aportará al espíritu humano una tal «gama de experiencias» de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar en la vida terrena. Cuando Cristo habla de la resurrección, demuestra al mismo tiempo que en esta experiencia escatológica de la verdad y del amor, unida a la visión de Dios «cara a cara», participará también, a su modo; el cuerpo humano. Cuando Cristo dice que los que participen en la resurrección futura «ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25), sus palabras -como ya hemos observado antes- afirman no sólo el final de la historia terrena, vinculada al matrimonio y a la procreación, sino también parecen descubrir el nuevo significado del cuerpo. En este caso ¿es quizá posible pensar -a nivel de escatología bíblica- en el descubrimiento del significado «esponsalicio» del cuerpo, sobre todo como significado «virginal» de ser, en cuanto al cuerpo, varón y mujer? Para responder a esta pregunta, que surge, de las palabras referidas por los sinópticos, conviene penetrar más a fondo en la esencia misma de lo que será la visión beatífica del Ser Divino, visión de Dios «cara a cara» en la vida futura. Es preciso también dejarse guiar por esa «gama de experiencias» de la verdad y del amor, que sobrepasa los límites de las posibilidades cognoscitivas y espirituales del hombre en la temporalidad, y de la que será participe en el «otro mundo».

5. Esta «experiencia escatológica» del Dios viviente concentrará en sí no sólo todas las energías espirituales del hombre, sino que, al mismo tiempo, le descubrirá, de modo vivo y experimental, la «comunicación» de Dios a toda la creación y, en particular, al hombre; lo cual es el «don» más personal de Dios, en su misma divinidad, al hombre: a ese ser, que desde el principio lleva en sí la imagen y semejanza de El. Así, pues, en el «otro mundo» el objeto de la «visión» será ese misterio escondido desde la eternidad en el Padre, misterio que en el tiempo ha sido revelado en Cristo, para realizarse incesantemente por obra del Espíritu Santo; ese misterio se convertirá, si nos podemos expresar así, en el contenido de la experiencia escatológica y en la «forma de toda la existencia humana en las dimensiones del «otro mundo». La vida eterna hay que entenderla en sentido escatológico, esto es, como plena y perfecta experiencia de esa gracia (= charis) de Dios, de la que el hombre se hace partícipe mediante la fe, durante la vida terrena, y que, en cambio, no sólo deberá revelarse a los que participarán del «otro mundo» en toda su penetrante profundidad, sino ser también experimentada en su realidad beatificante.

Suspendemos aquí nuestra reflexión centrada en las palabras de Cristo, relativas a la futura resurrección de los cuerpos. En esta «espiritualización» y «divinización», de las que el hombre participará en la resurrección, descubrimos -en una dimensión escatológica- las mismas características que calificaban el significado «esponsalicio» del cuerpo; las descubrimos en el encuentro con el misterio del Dios viviente, que se revela mediante la visión de El «cara a cara».

68. La comunión escatológica del hombre con Dios (16-XII-81/20-XII-81)

1. «En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo» (Mt 22, 30, análogamente Mc 12, 25). «...son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).

La comunión (communio) escatológica del hombre con Dios, constituida gracias al amor de una perfecta unión, estará alimentada por la visión «cara a cara»: la contemplación de esa comunión más perfecta, puramente divina, que es la comunión trinitaria de las Personas divinas en la unidad de la misma divinidad.

2. Las palabras de Cristo, referidas por los Evangelios sinópticos, nos permiten deducir que los que participen del «otro mundo» conservarán -en esta unión con el Dios vivo, que brota de la visión beatífica de su unidad y comunión trinitaria- no sólo su auténtica subjetividad, sino que la adquirirán en medida mucho más perfecta que en la vida terrena. Así quedará confirmada, además, la ley del orden integral de la persona, según el cual la perfección de la comunión no sólo está condicionada por la perfección o madurez espiritual del sujeto, sino también, a su vez, la determina. Los que participarán en el «mundo futuro», esto es, en la perfecta comunión con el Dios vivo, gozarán de una subjetividad perfectamente madura. Si en esta perfecta subjetividad, aun conservando en su cuerpo resucitado, es decir, glorioso, la masculinidad y la feminidad, «no tomarán mujer ni marido», esto se explica no sólo porque ha terminado la historia, sino también -y sobre todo- por la «autenticidad escatológica» de la respuesta a esa «comunicación» del Sujeto Divino, que constituirá la experiencia beatificante del don de sí mismo por parte de Dios, absolutamente superior a toda experiencia propia de la vida terrena.

3. El recíproco don de sí mismo a Dios -don en el que el hombre concentrará y expresará todas las energías de la propia subjetividad personal y, a la vez psicosomática- será la respuesta al don de sí mismo por parte de Dios al hombre (1). En este recíproco don de sí mismo por parte del hombre, don que se convertirá, hasta el fondo y definitivamente, en beatificante, como respuesta digna de un sujeto personal al don de sí por parte de Dios, la «virginidad», o mejor, el estado virginal del cuerpo se manifestará plenamente como cumplimiento escatológico del significado «esponsalicio» del cuerpo, como el signo específico y la expresión auténtica de toda la subjetividad personal. Así, pues, esa situación escatológica, en la que «no tomarán mujer ni marido», tiene su fundamento sólido en el estado futuro del sujeto personal, cuando, después de la visión de Dios «cara a cara», nacerá en él un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios mismo, que absorberá completamente toda su subjetividad psicosomática.

4. Esta concentración del conocimiento («visión») y del amor en Dios mismo -concentración que no puede ser sino la plena participación en la vida íntima de Dios, esto es, en la misma realidad Trinitaria- será, al mismo tiempo, el descubrimiento, en Dios, de todo el «mundo» de las relaciones, constitutivas de su orden perenne («cosmos»). Esta concentración será, sobre todo, el descubrimiento de sí por parte del hombre, no sólo en la profundidad de la propia persona, sino también en la unión que es propia del mundo de las personas en su constitución psicosomática. Ciertamente ésta es una unión de comunión. La concentración del conocimiento y del amor sobre Dios mismo en la comunión trinitaria de las Personas puede encontrar una respuesta beatifica en los que llegarán a ser partícipes del «otro mundo», únicamente a través de la realización de la comunión recíproca proporcionada a personas creadas. Y por esto profesamos la fe en la «comunión de los Santos» (communio sanctorum) y la profesamos en conexión orgánica con la fe en la «resurrección de los muertos». Las palabras con las que Cristo afirma que en el «otro mundo... no tomarán mujer ni marido», constituyen la base de estos contenidos de nuestra fe y, al mismo tiempo, requieren una adecuada interpretación precisamente a la luz de la fe. Debemos pensar en la realidad del «otro mundo» con las categorías del descubrimiento de una nueva, perfecta subjetividad de cada uno y, a la vez, del descubrimiento de una nueva, perfecta intersubjetividad de todos. Así, esta realidad significa el verdadero y definitivo cumplimiento de la subjetividad humana y sobre esta base la definitiva realización del significado «esponsalicio» del cuerpo. La total concentración de la subjetividad creada, redimida y glorificada, en Dios mismo no apartará al hombre de esta realización, sino que, por el contrario, lo introducirá y lo consolidará en ella. Finalmente, se puede decir que así la realidad escatológica se convertirá en fuente de la perfecta realización del «orden trinitario» en el mundo creado de las personas.

5. Las palabras con las que Cristo se remite a la resurrección futura -palabras confirmadas de modo singular por su resurrección- completan lo que en las reflexiones precedentes solíamos llamar «revelación del cuerpo».

Esta revelación penetra de algún modo en el corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es, sobre todo, el hombre, su cuerpo, el cuerpo del hombre «histórico». A la vez, esta revelación nos permite sobrepasar la esfera de esta experiencia en dos direcciones. Ante todo, en la dirección de ese «principio», al que Cristo hace referencia en su conversación con los fariseos respecto a la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-9); en segundo lugar, en la dirección del «otro mundo», sobre el que el Maestro llama la atención de sus oyentes en presencia de los saduceos, que «niegan la resurrección» (Mt 22, 23) Estas dos «aplicaciones de la esfera» de la experiencia del cuerpo (así se puede decir) no son completamente accesibles a nuestra comprensión (obviamente teológica) del cuerpo. Lo que es el cuerpo humano en el ámbito de la experiencia histórica del hombre, no queda totalmente anulado por esas dos dimensiones de su existencia, reveladas mediante la palabra de Cristo.

6. Es claro que aquí se trata no tanto del «cuerpo» en abstracto, sino del hombre que es a la vez espiritual y corpóreo. Prosiguiendo en las dos direcciones indicadas por la palabra de Cristo, y volviendo a la consideración de la experiencia del cuerpo en la dimensión de nuestra existencia terrena (por lo tanto, en la dimensión histórica), podemos hacer una cierta reconstrucción teológica de lo que habría podido ser la experiencia del cuerpo según el «principio» revelado del hombre, y también de lo que el será en la dimensión del «otro mundo». La posibilidad de esta reconstrucción, que amplía nuestra experiencia del hombre-cuerpo, indica, al menos indirectamente, la coherencia de la imagen teológica del hombre en estas tres dimensiones, que concurren juntamente a la constitución de la teología del cuerpo.

(1) «En la concepción bíblica se trata de una inmortalidad ‘dialogística’ (resurrección), es decir, la inmortalidad no resulta simplemente del no poder morir de lo indivisible, sino de la acción salvadora del amante que tiene poder para hacer inmortal. El hombre no puede, por tanto, perecer totalmente, porque es conocido y amado por Dios. Si todo amor quiere eternidad, el amor de Dios no sólo quiere, sino que opera y es inmortalidad... Puesto que la inmortalidad en el pensamiento bíblico no procede del propio poder de lo indestructible en sí mismo, sino del hecho de haber entrado en diálogo con el Creador, debe llamarse resurrección (en sentido pasivo)...» (J. Ratzinger. «Resurrección de la carne - aspecto teológico, en Sacramentum Mundi, vol. VI. Barcelona, 1976, edit. Herder, págs. 74-75).

69. Los hijos de la resurrección (13-I-82/17-I-82)

1. «Cuando resuciten... ni se casará ni serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc 12, 25, análogamente Mt 22, 30). «...Son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).

Las palabras con las que Cristo se refiere a la futura resurrección -palabras confirmadas de modo singular con su propia resurrección-, completan lo que en las presentes reflexiones hemos venido llamando «revelación del cuerpo». Esta revelación penetra, por así decirlo, en el corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es, sobre todo, el hombre, su cuerpo: el cuerpo del hombre «histórico». A la vez, dicha revelación nos permite superar la esfera de esta experiencia en dos direcciones. Primero, en la dirección del «principio» al que Cristo se refiere en su conversación con los fariseos respecto a la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-8): luego, en la dirección del «mundo futuro», al que el Maestro orienta los espíritus de sus oyentes en presencia de los saduceos, que «niegan la resurrección» (Mt 22, 23).

2. El hombre no puede alcanzar, con los solos métodos empíricos y racionales, ni la verdad sobre ese «principio» del que habla Cristo, ni la verdad escatológica. Sin embargo, ¿acaso no se puede afirmar que el hombre lleva, en cierto sentido, estas dos dimensiones en lo profundo de la experiencia del propio ser, o mejor que de algún modo está encaminado hacia ellas como hacia dimensiones que justifican plenamente el significado mismo de su ser cuerpo, esto es, de su ser hombre «carnal»? Por lo que se refiere a la dimensión escatológica, ¿acaso no es verdad que la muerte misma y la destrucción del cuerpo pueden conferir al hombre un significado elocuente sobre la experiencia en la que se realiza el sentido personal de la existencia? Cuando Cristo habla de la resurrección futura, sus palabras no caen en el vacío. La experiencia de la humanidad, y especialmente la experiencia del cuerpo, permiten al oyente unir a esas palabras la imagen de su nueva existencia en el «mundo futuro», a la que la experiencia terrena suministra el substrato y la base. Es posible una reconstrucción teológica correlativa.

3. Para la construcción de esta imagen -que, en cuanto al contenido, corresponde al artículo de nuestra profesión de fe: «creo en la resurrección de los muertos»- contribuye en gran manera la conciencia de que hay una conexión entre la experiencia terrena y toda la dimensión del «principio» bíblico del hombre en el mundo. Si en el principio Dios «los creó varón y mujer» (Gén 1, 27), si en esta dualidad relativa al cuerpo previó también una unidad tal, por la que «serán una sola carne» (Gén 2, 24), si vinculó esta unidad a la bendición de la fecundidad, o sea, de la procreación (cf. Gén 1, 29), y si ahora, al hablar ante los saduceos de la futura resurrección, Cristo explica que en el «otro mundo» «no tomarán mujer ni marido», entonces está claro que se trata aquí de un desarrollo de la verdad sobre el hombre mismo. Cristo señala su identidad, aunque esta identidad se realice en la experiencia escatológica de modo diverso respecto a la experiencia del «principio» mismo y de toda la historia. Y sin embargo, el hombre será siempre el mismo, tal como salió de las manos de su Creador y Padre. Cristo dice: «No tomarán mujer ni marido», pero no afirma que este hombre del «mundo futuro» no será ya varón ni mujer, como lo fue «desde el principio». Es evidente, pues, que el significado de ser, en cuanto al cuerpo, varón o mujer en el «mundo futuro», hay que buscarlo fuera del matrimonio y de la procreación, pero no hay razón alguna para buscarlo fuera de lo que (independientemente de la bendición de la procreación) se deriva del misterio mismo de la creación y que luego forma también la más profunda estructura de la historia del hombre en la tierra, ya que esta historia ha quedado profundamente penetrada por el misterio de la redención.

4. En su situación originaria, el hombre, pues, está solo y, a la vez, se convierte en varón y mujer: unidad de los dos. En su soledad «se revela» a sí como persona para revelar simultáneamente, en la unidad de los dos, la comunión de las personas. En uno o en otro estado, el ser humano se constituye como imagen y semejanza de Dios. Desde el principio el hombre es también cuerpo entre los cuerpos, y en la unidad de los dos se convierte en varón y mujer, descubriendo el significado «esponsalicio» de su cuerpo a medida de sujeto personal. Luego el sentido de ser cuerpo y, en particular, de ser en el cuerpo varón y mujer, se vincula con el matrimonio y la procreación (es decir, con la paternidad y la maternidad). Sin embargo, el significado originario y fundamental de ser cuerpo, como también de ser, en cuanto cuerpo, varón y mujer -es decir, precisamente el significado «esponsalicio»- está unido con el hecho de que el hombre es creado como persona y llamado a la vida «in communione personarum». El matrimonio y la procreación en sí misma no determinan definitivamente el significado originario y fundamental del ser cuerpo ni del ser, en cuanto cuerpo, varón y mujer. El matrimonio y la procreación solamente dan realidad concreta a ese significado en las dimensiones de la historia. La resurrección indica el final de la dimensión histórica. Y he aquí que las palabras «cuando resuciten de entre los muertos... ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25) expresan unívocamente no sólo qué significado no tendrá el cuerpo humano en el «mundo futuro», sino que nos permiten también deducir que ese significado «esponsalicio» del cuerpo en la resurrección en la vida futura corresponderá de modo perfecto tanto al hecho de que el hombre, como varón-mujer, es persona creada a «imagen y semejanza de Dios», como al hecho de que esta imagen se realiza en la comunión de las personas. El significado «esponsalicio» de ser cuerpo se realizará, pues, como significado perfectamente personal y comunitario a la vez.

5. Al hablar del cuerpo glorificado por medio de la resurrección en la vida futura, pensamos en el hombre, varón-mujer, en toda la verdad de su humanidad: el hombre que, juntamente con la experiencia escatológica del Dios vivo (en la visión «cara a cara»), experimentará precisamente este significado del propio cuerpo. Se tratará de una experiencia totalmente nueva y, a la vez, no será extraña, en modo alguno, a aquello en lo que el hombre ha tenido parte «desde el principio», y ni siquiera a aquello que, en la dimensión histórica de su existencia, ha constituido en él la fuente de la tensión entre el espíritu y el cuerpo, y que se refiere más que nada precisamente al significado procreador del cuerpo y del sexo. El hombre del «mundo futuro» volverá a encontrar en esta nueva experiencia del propio cuerpo precisamente la realización de lo que llevaba en sí perenne e históricamente, en cierto sentido, como heredad y, aun más, como tarea y objetivo, como contenido del ethos.

6. La glorificación del cuerpo, como fruto escatológico de su espiritualización divinizante, revelará el valor definitivo de lo que desde el principio debía ser un signo distintivo de la persona creada en el mundo visible, como también un medio de la comunicación recíproca entre las personas y una expresión auténtica de la verdad y del amor, por los que se construye la communio personarum. Ese perenne significado del cuerpo humano, al que la existencia de todo hombre, marcado por la heredad de la concupiscencia, ha acarreado necesariamente una serie de limitaciones, luchas y sufrimientos, se descubrirá entonces de nuevo, y se descubrirá en tal sencillez y esplendor, a la vez, que cada uno de los participantes del «otro mundo» volverá a encontrar en su cuerpo glorificado la fuente de la libertad del don. La perfecta «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rom 8, 14) alimentará con ese don también cada una de las comuniones que constituirán la gran comunidad de la comunión de los santos.

7. Resulta demasiado evidente que -a base de las experiencias y conocimientos del hombre en la temporalidad, esto es, en «este mundo»- es difícil construir una imagen plenamente adecuada del «mundo futuro». Sin embargo, al mismo tiempo, no hay duda de que, con la ayuda de las palabras de Cristo, es posible y asequible, al menos, una cierta aproximación a esta imagen. Nos servimos de esta aproximación teológica, profesando nuestra fe en la «resurrección de los muertos» y en la «vida eterna», como también la fe en la «comunión de los santos», que pertenece a la realidad del «mundo futuro».

8. Al concluir esta parte de nuestras reflexiones, conviene constatar una vez más que las palabras de Cristo referidas por los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) tienen un significado determinante no sólo por lo que concierne a las palabras del libro del Génesis (a las que Cristo se refiere en otra circunstancia), sino también por lo que respecta a toda la Biblia. Estas palabras nos permiten, en cierto sentido, revisar de nuevo -esto es, hasta el fondo- todo el significado revelado del cuerpo, el significado de ser hombre, es decir, persona «encarnada», de ser, en cuanto cuerpo, varón-mujer. Estas palabras nos permiten comprender lo que puede significar, en la dimensión escatológica del «otro mundo», esa unidad en la humanidad, que ha sido constituida «en el principio» y que las palabras del Génesis 2, 24 («el hombre... se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne»), pronunciadas en el acto de la creación del hombre como varón y mujer, parecían orientar, si no completamente, al menos, en todo caso, de manera especial hacia «este mundo». Dado que las palabras del libro del Génesis eran como el umbral de toda la teología del cuerpo -umbral sobre el que se basó Cristo en su enseñanza sobre el matrimonio y su indisolubilidad- entonces hay que admitir que sus palabras referidas por los sinópticos son como un nuevo umbral de esta verdad integral sobre el hombre, que volvemos a encontrar en la Palabra revelada de Dios. Es indispensable que nos detengamos en este umbral, si queremos que nuestra teología del cuerpo -y también nuestra «espiritualidad del cuerpo»- puedan servirse de ellas como de una imagen completa.

70. La antropología paulina de la resurrección (27-I-82/31-I-82)

1. Durante los capítulos precedentes hemos reflexionado sobre las palabras de Cristo acerca del «otro mundo», que emergerá juntamente con la resurrección de los cuerpos.

Esas palabras tuvieron una resonancia singularmente intensa en la enseñanza de San Pablo. Entre la respuesta dada a los saduceos, transmitida por los Evangelios sinópticos (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36), y el apostolado de Pablo tuvo lugar ante todo el hecho de la resurrección de Cristo mismo y una serie de encuentros con el Resucitado, entre los cuales hay que contar, como último eslabón, el evento ocurrido en ]as cercanías de Damasco. Saulo o Pablo de Tarso que, una vez convertido, vino a ser el «Apóstol de los Gentiles», tuvo también la propia experiencia postpascual, análoga a la de los otros Apóstoles. En la base de su fe en la resurrección que él expresa sobre todo en la primera Carta a los Corintios (capítulo 15) está ciertamente ese encuentro con el Resucitado, que se convirtió en el comienzo y fundamento de su apostolado.

2. Es difícil resumir aquí y comentar adecuadamente la estupenda y amplia argumentación del capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios en todos sus pormenores. Resulta significativo que, mientras Cristo con las palabras referidas por los Evangelios sinópticos respondía a los saduceos, que «niegan la resurrección» (Lc 20. 27), Pablo, por su parte, responde, o mejor, polemiza (según su temperamento) con los que le contestan (1). Cristo, en su respuesta (pre-pascual) no hacía referencia a la propia resurrección, sino que se remitía a la realidad fundamental de la Alianza veterotestamentaria, a la realidad de Dios vivo, que está en la base del convencimiento sobre la posibilidad de la resurrección: el Dios vivo «no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12, 27). Pablo, en su argumentación postpascual sobre la resurrección futura, se remite sobre todo a la realidad y a la verdad de la resurrección de Cristo. Más aún, defiende esta verdad incluso como fundamento de la fe en su integridad: «...Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana nuestra fe... Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15, 14, 20).

3. Aquí nos encontramos en la misma línea de la Revelación: la resurrección de Cristo es la última y más plena palabra de la autorrevelación del Dios vivo como «Dios no de muertos, sino de vivos» (Mc 12, 27). Es la última y más plena confirmación de la verdad sobre Dios que desde el principio se manifiesta a través de esta Revelación. Además, la resurrección es la respuesta del Dios de la vida a lo inevitable histórico de la muerte, a la que el hombre está sometido desde el momento de la ruptura de la primera Alianza y que, juntamente con el pecado, entró en su historia. Esta respuesta acerca de la victoria lograda sobre la muerte, está ilustrada por la primera Carta a los Corintios (capítulo 15) con una perspicacia singular, presentando la resurrección de Cristo como el comienzo de ese cumplimiento escatológico, en el que por El y en El todo retornará al Padre, todo le será sometido, esto es, entregado de nuevo definitivamente, para que «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28). Y entonces -en esta definitiva victoria sobre el pecado, sobre lo que contraponía la criatura al Creador- será vencida también la muerte: «El último enemigo reducido a la nada será la muerte» (1 Cor 15, 26).

4. En este contexto se insertan las palabras que pueden ser consideradas síntesis de la antropología paulina concerniente a la resurrección. Y sobre estas palabras convendrá que nos detengamos aquí más largamente. En efecto, leemos en la primera Carta a los Corintios 15, 42-46, acerca de la resurrección de los muertos: «Se siembra en corrupción y se resucita en corrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, también lo hay espiritual. Que por eso está escrito: El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Pero no es primero lo espiritual, sino lo animal: después lo espiritual».

5. Entre esta antropología paulina de la resurrección y la que emerge del texto de los Evangelios sinópticos (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36), hay una coherencia esencial, sólo que el texto de la primera Carta a los Corintios está más desarrollado. Pablo profundiza en lo que había anunciado Cristo, penetrando, a la vez, en los varios aspectos de esa verdad que las palabras escritas por los sinópticos expresaban de modo conciso y sustancial. Además, es significativo en el texto paulino que la perspectiva escatológica del hombre, basada sobre la fe «en la resurrección de los muertos», está unida con la referencia al «principio», como también con la profunda conciencia de la situación «histórica» del hombre. El hombre al que Pablo se dirige en la primera Carta a los Corintios y que se opone (como los saduceos) a la posibilidad de la resurrección, tiene también su experiencia («histórica») del cuerpo, y de esta experiencia resulta con toda claridad que el cuerpo es «corruptible», «débil», «animal», «innoble».

6. A este hombre, destinatario de su escrito tanto -en la comunidad de Corinto, como también, diría, en todos los tiempos-, Pablo lo confronta con Cristo, resucitado, «el último Adán». Al hacerlo así, le invita, en cierto sentido, a seguir las huellas de la propia experiencia postpascual. A la vez le recuerda «el primer Adán», o sea, le induce a dirigirse al «principio»« a esa primera verdad acerca del hombre y el mundo, que está en la base de la revelación del misterio de Dios vivo. Así, pues, Pablo reproduce en su síntesis todo lo que Cristo había anunciado, cuando se remitió, en tres momentos diversos, al «principio» en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19, 3-8; Mc 10, 2-9); al «corazón» humano, como lugar de lucha con las concupiscencias en el interior del hombre, durante el Sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27); y a la resurrección como realidad del «otro mundo», en la conversación con los saduceos (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36).

7. Al estilo de la síntesis de Pablo pertenece, pues, el hecho de que ella hunde sus raíces en el conjunto del misterio revelado de la creación y de la redención, en el que se desarrolla y a cuya luz solamente se explica. La creación del hombre, según el relato bíblico, es una vivificación de la materia mediante el espíritu, gracias al cual «el primer Adán... fue hecho alma viviente» (1 Cor 15, 45). El texto paulino repite aquí las palabras del libro del Génesis 2, 7, es decir, del segundo relato de la creación del hombre (llamado: relato Yahvista). Por la misma fuente se sabe que esta originaria «animación del cuerpo» sufrió una corrupción a causa del pecado. Aunque en este punto de la primera Carta a los Corintios el autor no hable directamente del pecado original, sin embargo, la serie de definiciones que atribuye al cuerpo del hombre histórico, escribiendo que es «corruptible.. débil... animal... innoble...», indica suficientemente lo que, según la Revelación es consecuencia del pecado, lo que el mismo Pablo llamará en otra parte «esclavitud de la corrupción» (Rom 8, 21). A esta «esclavitud de la corrupción» está sometida indirectamente toda la creación a causa del pecado del hombre, el cual fue puesto por el Creador en medio del mundo visible para que «dominase» (cf. Gén 1, 28). De este modo el pecado del hombre tiene una dimensión no sólo interior, sino también cósmica. Y según esta dimensión, el cuerpo -al que Pablo (de acuerdo con su experiencia) caracteriza como «corruptible... débil... animal... innoble»- manifiesta en sí el estado de la creación después del pecado. Esta creación, en efecto, «gime y siente dolores de parto» (Rom 8, 22). Sin embargo, como los dolores del parto van unidos al deseo del nacimiento, a la esperanza de un nuevo hombre, así también toda la creación espera «con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios... con la esperanza de que también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 19-21).

8. A través de este contexto «cósmico» de la afirmación contenida en la Carta a los Romanos -en cierto sentido, a través del «cuerpo de todas las criaturas», tratamos de comprender hasta el fondo la interpretación paulina de la resurrección. Si esta imagen del cuerpo del hombre histórico, tan profundamente realista y adecuada a la experiencia universal de los hombres, esconde en sí, según Pablo, no sólo la «servidumbre de la corrupción», sino también la esperanza, semejante a la que acompaña a «los dolores del parto», esto sucede porque el Apóstol capta en esta imagen también la presencia del misterio de la redención. La conciencia de ese misterio brota precisamente de todas las experiencias del hombre que no se pueden definir como «servidumbre de la corrupción»; y brota porque la redención actúa en el alma del hombre mediante los dones del Espíritu: «...También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23). La redención es el camino para la resurrección. La resurrección constituye el cumplimiento definitivo de la redención del cuerpo.

Reanudaremos el análisis del texto paulino de la primera Carta a los Corintios en nuestras reflexiones ulteriores.

(1) Los Corintios probablemente estaban afectados por corrientes de pensamiento basadas en el dualismo platónico y en el neopitagorismo de matiz religioso, en el estoicismo y en el epicureismo; por lo demás, todas las filosofías griegas negaban la resurrección del cuerpo. Pablo ya había experimentado en Atenas la reacción de los griegos ante la doctrina de la resurrección, durante su discurso en el Aréopago (cf. Act 17, 32).