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Catequesis 46-50

46. La fuerza de la creación se hace para el hombre fuerza de redención (29-X-80/2-XI-80)

1. Desde hace ya mucho tiempo, nuestras reflexiones se centran sobre el siguiente enunciado de Jesucristo en el sermón de la montaña: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (en relación a ella) en su corazón» (Mt 5, 27-28). Ultimamente hemos aclarado que dichas palabras no pueden entenderse ni interpretarse en clave maniquea. No contienen, en modo alguno, la condenación del cuerpo y de la sexualidad. Encierran solamente una llamada a vencer la triple concupiscencia, y en particular, la concupiscencia de la carne: lo que brota precisamente de la afirmación de la dignidad personal del cuerpo y de la sexualidad, y únicamente ratifica esta afirmación.

Es importante precisar esta formulación, o sea, determinar el significado propio de las palabras del sermón de la montaña, en las que Cristo apela al corazón humano (cf. Mt 5, 27-28), no sólo a causa de «hábitos inveterados» que surgen del maniqueísmo, en el modo de pensar y valorar las cosas, sino también a causa de algunas posiciones contemporáneas que interpretan el sentido del hombre y de la moral. Ricoeur ha calificado a Freud, Marx y Nietzche como «maestros de la sospecha» (1) («maitres du soupçon»), teniendo presente el conjunto de sistemas que cada uno de ellos representa, y quizá, sobre todo, la base oculta y la orientación de cada uno de ellos al entender e interpretar el humanum mismo. Parece necesario aludir, al menos brevemente, a esta base y a esta orientación. Es necesario hacerlo para descubrir, por una parte, una significativa convergencia y, por otra, también una divergencia fundamental con la hermenéutica que tiene su fuente en la Biblia, a la que intentamos dar expresión en nuestros análisis. ¿En qué consiste la convergencia? Consiste en el hecho de que los intelectuales antes mencionados, los cuales han ejercido y ejercen gran influjo en el modo de pensar y valorar de los hombres de nuestro tiempo, parece que, en definitiva, también juzgan y acusan al «corazón» del hombre. Aún más, parece que lo juzgan y acusan a causa de lo que en el lenguaje bíblico, sobre todo de San Juan, se llama concupiscencia, la triple concupiscencia.

2. Se podría hacer aquí una cierta distribución de las partes. En la hermenéutica nietzschiana el juicio y la acusación al corazón humano corresponden, en cierto sentido, a lo que en el lenguaje bíblico se llama «soberbia de la vida»; en la hermenéutica marxista, a lo que se llama «concupiscencia de los ojos»; en la hermenéutica freudiana, en cambio, a lo que se llama «concupiscencia de la carne». La convergencia de estas concepciones con la hermenéutica del hombre fundada en la Biblia consiste en el hecho de que, al descubrir en el corazón humano la triple concupiscencia, hubiéramos podido también nosotros limitarnos a poner ese corazón en estado de continua sospecha. Sin embargo, la Biblia no nos permite detenernos aquí. Las palabras de Cristo, según Mateo 5, 27-28, son tales que, aun manifestando toda la realidad, del deseo y de la concupiscencia, no permiten que se haga de esta concupiscencia el criterio absoluto de la antropología y de la ética, o sea, el núcleo miso de la hermenéutica del hombre. En la Biblia, la triple concupiscencia no constituye el criterio fundamental y tal vez único y absoluto de la antropología y de la ética, aunque sea indudablemente un coeficiente importante para comprender al hombre, sus acciones y su valor moral. También lo demuestran el análisis que hemos hecho ahora.

3. Aun queriendo llegar a una interpretación completa de las palabras de Cristo sobre el hombre que «mira con concupiscencia» (cf. Mt 5, 27-28), no podemos quedar satisfechos con una concepción cualquiera de la «concupiscencia», incluso en el caso de que se alcanzase la plenitud de la verdad «psicológica» accesible a nosotros; en cambio, debemos sacarla de la primera Carta de Juan 2, 15-16 y de la «teología de la concupiscencia» que allí se encierra. El hombre que «mira para desear» es, efectivamente, el hombre de la concupiscencia de la carne. Por esto él «puede» mirar de este modo e incluso debe ser consciente de que, abandonando este acto interior al dominio de las fuerzas de la naturaleza, no puede evitar el influjo de la concupiscencia de las fuerzas de la naturaleza, no puede evitar el influjo de la concupiscencia de la carne. En Mateo 5, 27-28, Cristo también trata de esto y llama la atención sobre ello. Sus palabras se refieren no sólo al acto concreto de «concupiscencia», sino, indirectamente, también al «hombre de la concupiscencia».

4. ¿Por qué estas palabras del sermón de la montaña, a pesar de la convergencia de lo que dicen respecto al corazón humano (2) con lo que se expresa en la hermenéutica de los «maestros de la sospecha», no pueden considerarse como base de dicha hermenéutica o de otra análoga? Y, ¿por qué constituyen ellas una expresión, una configuración de un ethos totalmente diverso?, ¿diverso, no sólo del maniqueo, sino también del freudiano? Pienso que el conjunto de los análisis y reflexiones, hechos hasta ahora, da respuesta a este interrogante. Resumiendo, se puede decir brevemente que las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 no nos permiten detenernos en la acusación al corazón humano y ponerlo en estado de continua sospecha, sino que deben ser entendidas e interpretadas como una llamada dirigida al corazón. Esto deriva de la naturaleza misma del ethos de la redención. Sobre el fundamento de este misterio, al que San Pablo (Rom 8, 23) define «redención del cuerpo», sobre el fundamento de la realidad llamada «redención» y, en consecuencia, sobre el fundamento del ethos de la redención del cuerpo, no podemos detenernos solamente en la acusación al corazón humano, basándonos en el deseo y en la concupiscencia de la carne. El hombre no puede detenerse poniendo al «corazón» en estado de continua e irreversible sospecha a causa de las manifestaciones de la concupiscencia de la carne y de la libido, que, entre otras cosas, un psicoanalista pone de relieve mediante el análisis del subconsciente (3). La redención es una verdad, una realidad, en cuyo nombre debe sentirse llamado el hombre, y «llamado con eficacia». Debe darse cuenta de esta llamada también mediante las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28, leídas de nuevo en el contexto pleno de la revelación del cuerpo. El hombre debe sentirse llamado a descubrir, más aún, a realizar el significado esponsalicio del cuerpo y a expresar de este modo la libertad interior del don, es decir, de ese estado y de esa fuerza espirituales, que se derivan del dominio de la concupiscencia de la carne.

5. El hombre está llamado a esto por la palabra del Evangelio, por lo tanto, desde «el exterior», pero, al mismo tiempo, está llamado también desde el «interior». Las palabras de Cristo, el cual en el sermón de la montaña apela al «corazón», inducen, en cierto sentido, al oyente a esta llamada interior. Si el oyente permite que esas palabras actúen en él, podrá oír al mismo tiempo en su interior algo así como el eco de ese «principio», de ese buen «principio» al que Cristo se refirió una vez más, para recordar a sus oyentes quién es el hombre, quién es la mujer, y quiénes son recíprocamente el uno para el otro en la obra de creación. Las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña no son una llamada lanzada al vacío. No van dirigidas al hombre totalmente comprometido en la concupiscencia de la carne, incapaz de buscar otra forma de relaciones recíprocas en el ámbito del atractivo perenne, que acompaña la historia del hombre y de la mujer precisamente «desde el principio». Las palabras de Cristo dan testimonio de que la fuerza originaria (por tanto, también la gracia) del misterio de la creación se convierte para cada uno de ellos en fuerza (esto es, gracia) del misterio de la redención. Esto se refiere a la misma naturaleza, al mismo substrato de la humanidad de la persona, a los impulsos más profundos del «corazón». ¿Acaso no siente el hombre, juntamente con la concupiscencia, una necesidad profunda de conservar la dignidad de las relaciones recíprocas, que encuentran su expresión en el cuerpo, gracias a su masculinidad y feminidad? ¿Acaso no siente la necesidad de impregnarlas de todo lo que es noble y bello? ¿Acaso no siente la necesidad de conferirle el valor supremo, que es el amor?

6. Bien considerada, esta llamada que encierran las palabras de Cristo en el sermón de la montaña no puede ser un acto separado del contexto de la existencia concreta. Es siempre -aunque sólo en la dimensión del acto al que se refiere- el descubrimiento del significado de toda la existencia, del significado de la vida, en el que está comprendido también ese significado del cuerpo, que aquí llamamos «esponsalicio». El significado del cuerpo es, en cierto sentido, la antítesis de la libido freudiana. El significado de la vida es la antítesis de la hermenéutica «de la sospecha». Esta hermenéutica es muy diferente, es radicalmente diferente de la que descubrimos en las palabras de Cristo en el sermón de la montaña. Estas palabras revelan no sólo otro ethos, sino también otra visión de las posibilidades del hombre. Es importante que él, precisamente en su «corazón», no se sienta solo e irrevocablemente acusado y abandonado a la concupiscencia de la carne, sino que en el mismo corazón se sienta llamado con energía. Llamado precisamente a ese valor supremo, que es el amor. Llamado como persona en la verdad de su humanidad, por lo tanto, también en la verdad de su masculinidad y feminidad, en la verdad de su cuerpo. Llamado en esa verdad que es patrimonio «del principio», patrimonio de su corazón, más profundo que el estado pecaminoso heredado, más profundo que la triple concupiscencia. Las palabras de Cristo, encuadradas en toda la realidad de la creación y de la redención, actualizan de nuevo esa heredad más profunda y le dan una fuerza real en la vida del hombre.

(1) «Le philosophe formé à l’école de Descartes sait que les choses sont douteuses, qu’elles ne sont pas telles qu’elles apparaissent; mais il ne doute pas que la conscience ne soit telle qu’elle apparait à elle-même...; depuis Marx, Nietzsche et Freud nous en doutons. Après le doute sur la chose, nous sommes entrés dans le doute sur la conscience.

Mais ces trois maitres du soupçon ne sont pas trois maitres de scepticisme; ce sont assurément trois grands «destructeurs». /... /

A partir d’eux, la compréhension est une herméneutique: chercher le sens, désormais, ce n’est plus épeler la conscience du sens, mais en déchiffrer les expresions. Ce qu’il faudrait donc confronter, c’est non seulement un triple soupçon mais une triple ruse /... /

Du même coup se découvre une parenté plus profonde encore entre Marx, Freud et Nietzsche. Tous trois commencent par le soupçon concernant les illusions de la conscience et continuent par la ruse du déchiffrage...» (Paul Ricoeur, Le conflit des interprétations, París 1969 (Seuil). págs. 149-150).

(2) Cf. también Mt 5, 19-20.

(3) Cf., por ejemplo, la característica afirmación de la última obra de Freud:

«Den Kern unseres Wesens bildet also das dunkle Es, das nicht direckt mit der Aussenwelt verkehrt und auch unserer Kenntnis nur durch die Vermittlung einer anderen Instanz zugänglich wird. In diesem Es wirken die organischen Triebe, selbst aus Mischungen von zwei Urkräften (Eron und Destruktion) in wechselnden Ausmassen zusammengesetzt, und durch ihre Beziehung zu Organen oder Organsystemen voeinander differenziert.

Das einzige Streben dieser Triebe ist nach Befriedigung, die von bestimmten Veränderungen an den Organen mit Hilfe von Obiekten der Aussenwelt erwartet wird» (S. Freud, Abriss der Psychoanalyse. Das Unbehagen in der Kultur. Frankfurt. M. Hamburgo 19554, (Fischer), págs. 74-75).

Entonces ese «núcleo» o «corazón» del hombre estaría dominado por la unión entre el instinto erótico y el destructivo, y la vida consistiría en satisfacerlos.

47. «Eros» y «ethos» en el corazón humano (5-XI-80/9-XI-80)

1. En el curso de nuestras reflexiones sobre el enunciado de Cristo en el sermón de la montaña, en el que El refiriéndose al mandamiento «No adulterarás», compara la «concupiscencia»; («la mirada concupiscente») con el «adulterio cometido en el corazón», tratamos de responder a la pregunta: ¿Estas palabras solamente acusan al «corazón» humano, o son, ante todo, una llamada que se le dirige? Se entiende que es una llamada de carácter ético; una llamada importante y esencial para el mismo ethos del Evangelio. Respondemos que dichas palabras son sobre todo una llamada.

Al mismo tiempo, tratamos de acercar nuestras reflexiones a los «itinerarios» que recorre, en su ámbito, la conciencia de los hombres contemporáneos. Ya en el precedente ciclo de nuestras consideraciones hemos aludido al «eros». Este término griego, que pasó de la mitología a la filosofía, luego al lenguaje literario y finalmente a la lengua vulgar, al contrario de la palabra «ethos», resulta extraño y desconocido para el lenguaje bíblico. Si en los presentes análisis de los textos bíblicos empleamos el término «ethos», familiar a los Setenta y al Nuevo Testamento, lo hacemos con motivo del significado general que ha adquirido en la filosofía y en la teología abrazando en su contenido las complejas esferas del bien y del mal, que dependen de la voluntad humana y están sometidas a las leyes de la conciencia y de la sensibilidad del «corazón» humano. El término «eros», además de ser nombre propio del personaje mitológico, tiene en los escritos de Platón un significado filosófico (1), que parece ser diferente del significado común e incluso del que ordinariamente se le atribuye en la literatura. Obviamente, debemos tomar aquí en consideración la amplia gama de significados, que se diferencian entre sí por ciertos matices, en lo que se refiere, tanto al personaje mitológico, como al contenido filosófico, como sobre todo al punto de vista «somático» o «sexual». Teniendo en cuenta una gama tan amplia de significados, conviene valorar, de modo también diferenciado, lo que está en relación con el «eros» (2), y se define como «erótico».

2. Según Platón, el «eros» representa la fuerza interior, que arrastra al hombre hacia todo lo que es bueno, verdadero y bello. Esta «atracción» indica, en tal caso, la intensidad de un acto subjetivo del espíritu humano. En cambio, en el significado común -como también en la literatura-, esta «atracción» parece ser ante todo de naturaleza sexual. Suscita la recíproca tendencia de ambos, del hombre y de la mujer, al acercamiento, a la unión de los cuerpos, a esa unión de la que habla el Génesis 2, 24. Se trata aquí de responder a la pregunta de si el «eros» connote el mismo significado que tiene en la narración bíblica (sobre todo en Gén 2, 23-25), que indudablemente atestigua la recíproca atracción y la llamada perenne de la persona humana -a través de la masculinidad y la feminidad -a esa «unidad en la carne» que, al mismo tiempo, debe realizar la unión-comunión de las personas. Precisamente por esta interpretación del «eros» (y a la vez de su relación con el ethos) adquiere importancia fundamental también el modo en que entendamos la «concupiscencia», de la que se habla en el sermón de la montaña.

3. Por lo que parece, el lenguaje común toma en consideración, sobre todo, ese significado de la «concupiscencia», que hemos definido anteriormente como «psicológico» y que también podría ser denominado «sexuológico»; esto es, basándose en premisas que se limitan ante todo a la interpretación naturalista, «somática» y sexualista del erotismo humano. (No se trata aquí, en modo alguno, de disminuir el valor de las investigaciones científicas en este campo, sino que se quiere llamar la atención sobre el peligro de la tendencia reductora y exclusivista). Ahora bien, en sentido psicológico y sexuológico, la concupiscencia indica la intensidad subjetiva de la tendencia al objeto con motivo de su carácter sexual (valor sexual). Ese tender tiene su intensidad subjetiva a causa de la «atracción» específica que extiende su dominio sobre la esfera emotiva del hombre e implica su «corporeidad» (su masculinidad o feminidad somática). Cuando en el sermón de la montaña oímos hablar de la «concupiscencia» del hombre que «mira a la mujer para desearla», estas palabras -entendidas en sentido «psicológico» «sexuológico» se refieren a la esfera de los fenómenos, que en el lenguaje común se califican precisamente como «eróticos». En los límites del enunciado de Mateo 5, 27-28 se trata solamente del acto interior, mientras que «eróticos» se definen sobre todo esos modos de actuar y de comportamiento recíproco del hombre y de la mujer, que son manifestación externa propia de estos actos, interiores. No obstante, parece estar fuera de toda duda que -razonando así- se deba poner casi el signo de igualdad entre «erótico» y lo que se «deriva del deseo» (y sirve para saciar la «concupiscencia misma de la carne»). Entonces, si fuese así, las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 expresarían un juicio negativo sobre lo que es «erótico» y, dirigidas al corazón humano, constituirían, al mismo tiempo, una severa advertencia contra el «eros».

4. Sin embargo, hemos sugerido ya que el término «eros» tiene muchos matices semánticos. Y por esto, al querer definir la relación del enunciado del sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) con la amplia esfera de los fenómenos «eróticos», esto es, de esas acciones y de esos comportamientos recíprocos mediante los cuales el hombre y la mujer se acercan y se unen hasta formar «una sola carne» (cf. Gén 2, 24), es necesario tener en cuenta la multiplicidad de matices semánticos del «eros». Efectivamente, parece posible que en el ámbito del concepto de «eros» -teniendo en cuenta su significado platónico- se encuentre el puesto para ese ethos, para esos contenidos éticos e indirectamente también teológicos, los cuales, en el curso de nuestros análisis, han sido puestos de relieve por la llamada de Cristo al «corazón» humano en el sermón de la montaña. También el conocimiento de los múltiples matices semánticos del «eros» y de lo que, en la experiencia y descripción diferenciada del hombre, en diversas épocas y en diversos puntos de longitud y latitud geográfica y cultural, se define como «erótico», puede ayudar a entender la específica y compleja riqueza del «corazón, al que Cristo se refirió en su enunciado de Mateo 5, 27-28.

5. Si admitimos que el «eros» significa la fuerza interior que «atrae» al hombre hacia la verdad, el bien y la belleza, entonces en el ámbito de este concepto se ve también abrirse el camino hacia lo que Cristo quiso expresar en el sermón de la montaña. Las palabras de Mateo 5, 27-28, si son una «acusación» al corazón humano, al mismo tiempo son más aun una llamada que se le dirige. Esta llamada es la categoría propia de ethos de la redención. La llamada a lo que es verdadero, bueno y bello significa al mismo tiempo, en el ethos de la redención, la necesidad de vencer lo que se deriva de la triple concupiscencia. Significa también la posibilidad y la necesidad de transformar aquello sobre lo cual ha pesado fuertemente la concupiscencia de la carne. Además, si las palabras de Mateo 5, 27-28 representan esta llamada, significan, pues, que, en el ámbito erótico, el «eros y el «ethos» no divergen entre sí, no se contraponen mutuamente, sino que están llamados a encontrarse en el corazón humano y a fructificar en este encuentro. Muy digno del corazón humano es que la forma de lo que es «erótico» sea, al mismo tiempo, forma del ethos, es decir, de lo que es ético»

6. Esta afirmación es muy importante para el ethos y al mismo tiempo para la ética. Efectivamente, con este último concepto se vincula muy frecuentemente un significado «negativo», porque la ética supone normas, mandamientos e incluso prohibiciones. De ordinario somos propensos a considerar las palabras del sermón de la montaña sobre la «concupiscencia» (sobre el «mirar para desear») exclusivamente como una prohibición -una prohibición en la esfera del «eros» (esto es, en la esfera «erótica»). Y muy frecuentemente nos contentamos sólo con esta comprensión, sin tratar de descubrir los valores realmente profundos y esenciales que esta prohibición encierra, es decir, asegura. No solamente los protege, sino que los hace también accesibles y los libera, si aprendemos a abrir nuestro «corazón» hacia ellos.

En el sermón de la montaña Cristo nos lo enseña y dirige el corazón del hombre hacia estos valores.

(1) Según Platón, el hombre, situado entre el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas, tiene el destino de pasar del primero al segundo. Pero el mundo de las ideas no está en disposición, por sí solo, de superar el mundo de los sentidos: sólo puede hacerlo el eros, congénito al hombre. Cuando el hombre comienza a presentir la existencia de las ideas, gracias a la contemplación de los objetos existentes en el mundo de los sentidos, recibe el impulso de eros, o sea, del deseo de las ideas puras. Efectivamente, eros es la orientación del hombre «sensual» o «sensible» hacia lo que es trascendente: la fuerza que dirige al alma hacia el mundo de las ideas. En «El Banquete» Platón describe las etapas de tal influjo de eros: este eleva al espíritu del hombre de la belleza de un cuerpo singular a la de todos los cuerpos, por lo tanto, a la belleza de la ciencia, y finalmente a la misma idea de belleza (cr. El Banquete, 211, La República, 541).

Eros no es ni puramente humano ni divino: es algo intermedio (daimonion) e intermediario. Su principal característica es la aspiración y el deseo permanentes. Incluso cuando parece dar, eros persiste como «deseo de poseer» y, sin embargo, se diferencia del amor puramente sensual, por ser el amor que tiende a lo sublime.

Según Platón, los dioses no aman, porque no sienten deseos, en cuanto que sus deseos están todos saciados. Por lo tanto, pueden ser solamente objeto, pero no sujeto de amor (EI Banquete 200-201). No tienen, pues, una relación directa, con el hombre; solo la mediación de eros permite el lazo de una relación (El Banquete, 203). Por lo tanto, eros es el camino que conduce al hombre hacia la divinidad, pero no viceversa.

La aspiración a la trascendencia es, pues, un elemento constitutivo de la concepción platónica de eros, concepción que supera el dualismo radical del mundo de las ideas y del mundo de los sentidos. Eros permite pasar del uno al otro. Es, pues, una forma de huida más allá del mundo material, al que el alma tiene que renunciar, porque la belleza del sujeto sensible tiene valor solamente en cuanto conduce mas alto.

Sin embargo, eros es siempre, para Platón, el amor egocéntrico: tiende a conquistar y a poseer el objeto que, para el hombre, representa un valor. Amar el bien significa desear poseerlo para siempre. El amor es, por lo tanto, siempre un deseo de inmortalidad y también esto demuestra el carácter egocéntrico de eros (cf. A. Nygren, Eros et Agapé. La notion chrétienne de l’amour et ses transformations, I, París 1962, Aubier, págs. 180-200).

Para Platon, eros es un paso de la ciencia más elemental a la más profunda; es, al mismo tiempo, la aspiración a pasar de «lo que no es», y se trata del mal, a lo que «existe en plenitud», que es el bien (cf. M. Scheler, Amour et connaissance en Le sens de la souffrance, suivi de deux autres essais, París, Aubier, s.f., página 145).

(2) Cf., por ejemplo, C. S. I. Lewis «Eros» en The Four Loves, Nueva York. 1960 (Harcout, Brace), págs. 131-133, 152, 159-160; P. Chauchard, Vices des vertus, vertus des vices, París, 1965 (Mame), pág. 147).

48. Lo «ético» y lo «erótico» en el amor humano (12-XI-80/16-XI-80)

1. Hoy reanudamos el análisis que comenzamos en el capítulo anterior, sobre la relación recíproca entre lo que es «ético» y lo que es «erótico». Nuestras reflexiones se desarrollan sobre la trama de las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña, con las cuales se refirió al mandamiento «No adulterarás» y, al mismo tiempo, definió la «concupiscencia» (la «mirada concupiscente»), como «adulterio cometido en el corazón». De estas reflexiones resulta que el «ethos» está unido con el descubrimiento de un orden nuevo de valores. Es necesario encontrar continuamente en lo que es «erótico» el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del don. Esta es la tarea del espíritu humano, tarea de naturaleza ética. Si no se asume esta tarea, la misma atracción de los sentidos y la pasión del cuerpo pueden quedarse en la mera concupiscencia carente de valor ético, y el hombre, varón y mujer, no experimenta esa plenitud del «eros», que significa el impulso del espíritu humano hacia lo que es verdadero, bueno y bello, por lo que también lo que es «erótico» se convierte en verdadero, bueno y bello. Es indispensable, pues, que el ethos venga a ser la forma constitutiva del eros.

2. Estas reflexiones están estrechamente vinculadas con el problema de la espontaneidad. Muy frecuentemente se juzga que lo propio del ethos es sustraer la espontaneidad a lo que es erótico en la vida y en el comportamiento del hombre; y por este motivo se exige la supresión del ethos «en ventaja» del eros. También las palabras del sermón de la montaña parecerían obstaculizar este «bien». Pero esta opinión es errónea y, en todo caso, superficial. Aceptándola y defendiéndola con obstinación, nunca llegaremos a las dimensiones plenas del eros, y esto repercute inevitablemente en el ámbito de la «praxis» correspondiente, esto es, en nuestro comportamiento e incluso en la experiencia concreta de los valores. Efectivamente, quien acepta el ethos del enunciado de Mateo 5, 27-28,- debe saber que también está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones, que nacen de la perenne atracción de la masculinidad y de la feminidad. Precisamente esta espontaneidad es el fruto gradual del discernimiento de los impulsos del propio corazón.

3. Las palabras de Cristo son rigurosas. Exigen al hombre que, en el ámbito en que se forman las relaciones con las personas del otro sexo, tenga plena y profunda conciencia de los propios actos y, sobre todo, de los actos interiores; que tenga conciencia de los impulsos internos de su «corazón» de manera que sea capaz de individuarlos y calificarlos con madurez. Las palabras de Cristo exigen que en esta esfera, que parece pertenecer exclusivamente al cuerpo y a los sentidos, esto es, al hombre exterior, sepa ser verdaderamente hombre interior- sepa obedecer a la recta conciencia; sepa ser el auténtico señor de los propios impulsos íntimos, como guardián que vigila una fuente oculta; y finalmente, sepa sacar de todos esos impulsos lo que es conveniente para la «pureza del corazón», construyendo con conciencia y coherencia ese sentido personal del significado esponsalicio del cuerpo, que abre el espacio interior de la libertad del don.

4. Ahora bien, si el hombre quiere responder a la llamada expresada por Mateo 5, 27-28, debe aprender con perseverancia y coherencia lo que es el significado del cuerpo, el significado de la feminidad y de la masculinidad. Debe aprenderlo no sólo a través de una abstracción objetivizante (aunque también esto sea necesario), sino sobre todo en la esfera de las reacciones interiores del propio «corazón». Esta es una «ciencia» que de hecho no puede aprenderse sólo en los libros, porque se trata aquí en primer lugar del «conocimiento» profundo de la interioridad humana. En el ámbito de este conocimiento, el hombre aprende a discernir entre lo que, por una parte, compone la multiforme riqueza de la masculinidad y feminidad en los signos que provienen de su perenne llamada y atracción creadora, y lo que, por otra parte, lleva sólo el signo de la concupiscencia. Y aunque estas variantes y matices de los movimientos internos del «corazón», dentro de un cierto, límite, se confundan entre si, sin embargo, se dice que el hombre interior ha sido llamado por Cristo a adquirir una valoración madura y perfecta, que lo lleve a discernir y juzgar los varios motivos de su mismo corazón. Y es necesario añadir que esta tarea se puede realizar y es verdaderamente digna del hombre.

Efectivamente, el discernimiento del que estamos hablando está en una relación esencial con la espontaneidad. La estructura subjetiva del hombre demuestra, en este campo, una riqueza específica y una diferenciación clara. Por consiguiente, una cosa es, por ejemplo, una complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando el deseo sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo. Análogamente, por lo que se refiere a la esfera de las reacciones inmediatas del «corazón» la excitación sensual es bien distinta de la emoción profunda, con que no sólo la sensibilidad interior, sino la misma sexualidad reacciona en la expresión integral de la feminidad y de la masculinidad. No se puede desarrollar aquí más ampliamente este tema. Pero es cierto que, si afirmamos que las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 son rigurosas, lo son también en el sentido de que contienen en sí las exigencias profundas relativas a la espontaneidad humana.

5. No puede haber esta espontaneidad en todos los movimientos e impulsos que nacen de la mera concupiscencia carnal, carente en realidad de una opción y de una jerarquía adecuada. Precisamente a precio del dominio sobre ellos el hombre alcanza esa espontaneidad mas profunda y madura, con la que su «corazón», adueñándose de los instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo constituido por el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. En cuanto que este descubrimiento se consolida en la conciencia como convicción y en la voluntad como orientación, tanto de las posibles opciones como de los simples deseos, el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra espontaneidad, de la que nada, o poquísimo, sabe el «hombre carnal». No cabe la menor duda de que mediante las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28, estamos llamados precisamente a esta espontaneidad. Y quizá la esfera más importante de la «praxis» -relativa a los actos más «interiores» es precisamente la que marca gradualmente el camino hacia dicha espontaneidad.

Este es un tema amplio que nos convendrá tratar de nuevo, cuando nos dediquemos a demostrar cuál es la verdadera naturaleza de la evangélica «pureza de corazón». Por ahora, terminemos diciendo que las palabras del sermón de la montaña, con las que Cristo llama la atención de sus oyentes -de entonces y de hoy- sobre la «concupiscencia» («mirada concupiscente»), señalan indirectamente el camino hacia una madura espontaneidad del «corazón» humano, que no sofoca sus nobles deseos y aspiraciones, sino que, al contrario, los libera y, en cierto sentido, los facilita.

Baste por ahora lo que hemos dicho sobre la relación recíproca entre lo que es «ético» y lo que es «erótico», según el ethos del sermón de la montaña.

49. La redención del cuerpo (3-XII-80/7-XII-80)

1. Al comienzo de nuestras consideraciones sobre las palabras de Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28), hemos constatado que contienen un profundo significado ético y antropológico. Se trata aquí del pasaje en el que Cristo recuerda el mandamiento: «No adulterarás», y añade: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (o con relación a ella) en su corazón». Hablamos del significado ético y antropológico de estas palabras, porque aluden a las dos dimensiones íntimamente unidas del ethos y del hombre «histórico». En el curso de los análisis precedentes, hemos intentado seguir estas dos dimensiones, recordando siempre que las palabras de Cristo se dirigen al «corazón», esto es, al hombre interior. El hombre interior es el sujeto específico del ethos del cuerpo, y Cristo quiere impregnar de esto la conciencia y la voluntad de sus oyentes y discípulos. Se trata indudablemente de un ethos «nuevo». Es «nuevo» en relación con el ethos de los hombres del Antiguo Testamento, como ya hemos tratado de demostrar en análisis más detallados. Es «nuevo» también respecto al estado del hombre «histórico», posterior al pecado original, esto es, respecto al «hombre de la concupiscencia». Se trata, pues, de un ethos «nuevo» en un sentido y en un alcance universales. Es «nuevo» respecto a todo hombre, independientemente de cualquier longitud y latitud geográfica e histórica.

2. Este «nuevo» ethos, que emerge de la perspectiva de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña, lo hemos llamado ya más veces «ethos de la redención» y, más precisamente, ethos de la redención del cuerpo. Aquí hemos seguido a San Pablo, que en la Carta a los Romanos contrapone «la servidumbre de la corrupción» (Rom 8, 21) y la sumisión a «la vanidad» (ib., 8, 20) -de la que se hace participe toda la creación a causa del pecado- al deseo de la «redención de nuestro cuerpo» (ib., 8, 23). En este contexto, el Apóstol habla de los gemidos de «toda la creación» que «abriga la esperanza de que también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción, para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 20-21). De este modo, San Pablo desvela la situación de toda la creación, y en particular la del hombre después del pecado. Para esta situación es significativa la aspiración que -juntamente con la «adopción de hijos» (ib., 8, 23)- tiende precisamente a la «redención del cuerpo», presentada como el fin, como el fruto escatológico y maduro del misterio de la redención del hombre y del mundo, realizada por Cristo.

3. ¿En qué sentido, pues, podemos hablar del ethos de la redención y especialmente del ethos de la redención del cuerpo? Debemos reconocer que en el contexto de las palabras del sermón de la montaña (Mt 5, 27-28), que hemos analizado, este significado no aparece todavía en toda su plenitud. Se manifestará más completamente cuando examinemos otras palabras de Cristo, esto es, aquellas en las que se refiere a la resurrección (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36). Sin embargo, no hay duda alguna de que también en el sermón de la montaña Cristo habla en la perspectiva de la redención del hombre y del mundo (y precisamente, por lo tanto, de la «redención del cuerpo»). De hecho, ésta es la perspectiva de todo el Evangelio, de toda la enseñanza, más aún, de toda la misión de Cristo. Y aunque el contexto inmediato del sermón de la montaña señale a la ley y a los Profetas como el punto de referencia histórico, propio del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, sin embargo, no podemos olvidar jamás que en la enseñanza de Cristo la referencia fundamental a la cuestión del matrimonio y al problema de las relaciones entre el hombre y la mujer, se remite al «principio». Esta llamada sólo puede ser justificada por la realidad de la redención; fuera de ella, en efecto, permanecería únicamente la triple concupiscencia, o sea, esa «servidumbre de la corrupción», de la que escribe el Apóstol Pablo (Rom 8, 21). Solamente la perspectiva de la redención justifica la referencia al «principio», o sea, la perspectiva del misterio de la creación en la totalidad de la enseñanza de Cristo acerca de los problemas del matrimonio, del hombre y de la mujer y de su relación recíproca. Las palabras de Mateo 5, 27-28 se sitúan, en definitiva, en la misma perspectiva teológica.

4. En el sermón de la montaña Cristo no invita al hombre a retomar al estado de la inocencia originaria, porque la humanidad la ha dejado irrevocablemente detrás de sí, sino que lo llama a encontrar -sobre el fundamento de los significados perennes y, por así decir, indestructibles de lo que es «humano»- las formas vivas del «hombre nuevo». De este modo se establece un vínculo, más aún, una continuidad entre el «principio» y la perspectiva de la redención. En el ethos de la redención del cuerpo deberá reanudarse de nuevo el ethos originario de la creación. Cristo no cambia la ley, sino que confirma el mandamiento: «No adulterarás»; pero, al mismo tiempo, lleva el entendimiento y el corazón de los oyentes hacia esa «plenitud de la justicia» querida por Dios creador y legislador, que encierra este mandamiento en sí. Esta plenitud se descubre: primero con una visión interior «del corazón», y luego con un modo adecuado de ser y de actuar. La forma del hombre «nuevo» puede surgir de este modo de ser y de actuar, en la medida en que el ethos de la redención del cuerpo domina la concupiscencia de la carne y a todo el hombre de la concupiscencia. Cristo indica con claridad que el camino para alcanzarlo debe ser camino de templanza y de dominio de los deseos, y esto en la raíz misma, ya en la esfera puramente interior («todo el que mira para desear..»). El ethos de la redención contiene en todo ámbito -y directamente en la esfera de la concupiscencia de la carne- el imperativo del dominio de sí, la necesidad de una inmediata continencia y de una templanza habitual.

5. Sin embargo, la templanza y la continencia no significan -si es posible expresarse así- una suspensión en el vacío: ni en el vacío de los valores ni en el vacío del sujeto. El ethos de la redención se realiza en el dominio de sí, mediante la templanza, esto es, la continencia de los deseos. En este comportamiento el corazón humano permanece vinculado al valor, del cual, a través del deseo, se hubiera alejado de otra manera, orientándose hacia la mera concupiscencia carente de valor ético (como hemos dicho en el análisis precedente). En el terreno del ethos de la redención la unión con ese valor mediante un acto de dominio, se confirma, o bien se restablece, con una fuerza y una firmeza todavía mas profundas. Y se trata aquí del valor del significado esponsalicio del cuerpo, del valor de un signo transparente, mediante el cual el Creador -junto con el perenne atractivo recíproco del hombre y de la mujer a través de la masculinidad y feminidad- ha escrito en el corazón de ambos el don de la comunión, es decir, la misteriosa realidad de su imagen y semejanza. De este valor se trata en el acto del dominio de sí y de la templanza, a los que llama Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28).

6. Este acto puede dar la impresión de la suspensión «en el vacío del sujeto». Puede dar esta impresión particularmente cuando es necesario decidirse a realizarlo por primera vez, o también, mas todavía, cuando se ha creado el hábito contrario, cuando el hombre se ha habituado a ceder a la concupiscencia de la carne. Sin embargo, incluso ya la primera vez, y mucho más si se adquiere después el hábito, el hombre realiza la gradual experiencia de la propia dignidad y, mediante la templanza, atestigua el propio autodominio y demuestra que realiza lo que en él es esencialmente personal. Y, además, experimenta gradualmente la libertad del don, que por un lado es la condición, y por otro es la respuesta del sujeto al valor esponsalicio del cuerpo humano, en su feminidad y masculinidad. Así, pues, el ethos de la redención del cuerpo se realiza a través del dominio de sí, a través de la templanza de los «deseos», cuando el corazón humano estrecha la alianza con este ethos, o más bien, la confirma mediante la propia subjetividad integral: cuando se manifiestan las posibilidades y las disposiciones más profundas y, no obstante, más reales de la persona, cuando adquieren voz los estratos más profundos de su potencialidad, a los cuales la concupiscencia de la carne, por decirlo así, no permitiría manifestarse. Estos estratos no pueden emerger tampoco cuando el corazón humano está anclado en una sospecha permanente, como resulta de la hermenéutica freudiana. No pueden manifestarse siquiera cuando en la conciencia domina el «antivalor» maniqueo. En cambio, el ethos de la redención se basa en la estrecha alianza con esos estratos.

7. Ulteriores reflexiones nos darán prueba de ello. Al terminar nuestros análisis sobre el enunciado tan significativo de Cristo según Mateo 5, 27-28, vemos que en él el «corazón» humano es sobre todo objeto de una llamada y no de una acusación. Al mismo tiempo, debemos admitir que la conciencia del estado pecaminoso en el hombre histórico es no sólo un necesario punto de partida, sino también una condición indispensable de su aspiración a la virtud, a la «pureza de corazón», a la perfección. El ethos de la redención del cuerpo permanece profundamente arraigado en el realismo antropológico y axiológico de la Revelación. Al referirse, en este caso, al «corazón», Cristo formula sus palabras del modo más concreto: efectivamente, el hombre es único e irrepetible sobre todo a causa de su «corazón», que decide de él «desde dentro». La categoría del «corazón» es, en cierto sentido, lo equivalente de la subjetividad personal. El camino de la llamada a la pureza del corazón, tal como fue expresada en el sermón de la montaña, es en todo caso reminiscencia de la soledad originaria, de la que fue liberado el hombre-varón mediante la apertura al otro ser humano, a la mujer. La pureza de corazón se explica, en fin de cuentas, con la relación hacia el otro sujeto, que es originaria y perennemente «conllamado».

La pureza es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el «corazón» del hombre.

50. Significado antiguo y nuevo de «la pureza» (10-XII-80/14-XII-80)

1. Un análisis sobre la pureza será complemento indispensable de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: «No adulterarás», hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas palabras exigen la pureza que en el sermón de la montaña esta comprendida en el enunciado de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). De este modo Cristo dirige al corazón humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado anteriormente.

2. Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza -pero también de la impureza moral- en el significado fundamental y mas genérico de la palabra. Esto lo confirma, por ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que sus discípulos «traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan las manos cuando comen» (Mt 15, 2).

Jesús dijo entonces a los presentes: «No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro» (Mt 15, 11). En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó así estas palabras: «...lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias; pero comer sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre» (cf. Mt 15, 18-20; también Mc 7, 20-23).

Cuando decimos «pureza», «puro», en el significado primero de estos términos, indicamos lo que contrasta con lo sucio. «Ensuciar» significa «hacer inmundo», «manchar». Esto se refiere a los diversos ámbitos del mundo físico. Por ejemplo se habla de una «calle sucia», de una «habitación sucia», se habla también del «aire contaminado». Y así también el hombre puede ser «inmundo», cuando su cuerpo no está limpio. Para quitar la suciedad del cuerpo, es necesario lavarlo. En la tradición del Antiguo Testamento se atribuía una gran importancia a las abluciones rituales, por ejemplo, a lavarse las manos antes de comer, de lo que habla el texto antes citado. Numerosas y detalladas prescripciones se referían a las abluciones del cuerpo en relación con la impureza sexual, entendida en sentido exclusivamente fisiológico, a lo que ya hemos aludido anteriormente (cf. Lev 15). De acuerdo con el estado de la ciencia médica del tiempo, las diversas abluciones podían corresponder a prescripciones higiénicas. En cuanto eran impuestas en nombre de Dios y contenidas en los Libros Sagrados de la legislación veterotestamentaria, la observancia de ellas adquiría, indirectamente, un significado religioso; eran abluciones rituales y, en la vida del hombre de la Antigua Alianza, servían a la «pureza ritual».

3. Con relación a dicha tradición jurídico-religiosa de la Antigua Alianza se formó un modo erróneo de entender la pureza moral (1). Se la entendía frecuentemente de modo exclusivamente exterior y «material». En todo caso se difundió una tendencia explícita a esta interpretación. Cristo se opone a ella de modo radical nada hace al hombre inmundo «desde el exterior», ninguna suciedad «material» hace impuro al hombre en sentido moral, o sea, interior. Ninguna ablución, ni siquiera ritual, es idónea de por sí para producir la pureza moral. Esta tiene su fuente exclusiva en el interior del hombre: proviene del corazón. Es probable que las respectivas prescripciones del Antiguo Testamento (por ejemplo, las que se hallan en el Levítico 15, 16-24; 18, 1, ss., o también 12, 1-5) sirviesen, además de para fines higiénicos incluso para atribuir una cierta dimensión de interioridad a lo que en la persona humana es corpóreo y sexual. En todo caso, Cristo se cuidó bien de no vincular la pureza en sentido moral (ético) con la fisiología y con los relativos procesos orgánicos. A la luz de las palabras de Mateo 15, 18-20, antes citadas ninguno de los aspectos de la «inmundicia» sexual, en el sentido estrictamente somático, bio-fisiológico, entra de por sí en la definición de la pureza o de la impureza en sentido moral (ético).

El referido enunciado (Mt 15, 18-20) es importante sobre todo por razones semánticas. Al hablar de la pureza en sentido moral, es decir, de la virtud de la pureza, nos servimos de una analogía, según la cual el mal moral se compara precisamente con la inmundicia. Ciertamente esta analogía ha entrado a formar parte, desde los tiempos más remotos, del ámbito de los conceptos éticos. Cristo la vuelve a tomar y la confirma en toda su extensión: «Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre». Aquí Cristo habla de todo mal moral, de todo pecado, esto es, de transgresiones de los diversos mandamientos, y enumera «dos malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias», sin limitarse a un específico genero de pecado». De ahí se deriva que el concepto de «pureza» y de «impureza» en sentido moral es ante todo un concepto general, no específico: por lo que todo bien moral es manifestación de pureza, y todo mal moral es manifestación de impureza. El enunciado de Mateo 15, 18-20 no restringe la pureza a un sector único de la moral, o sea, al conectado con el mandamiento «No adulterarás» y «No desearás la mujer de tu prójimo», es decir, a lo que se refiere a las relacione, recíprocas entre el hombre y la mujer, ligadas al cuerpo y a la relativa concupiscencia. Análogamente podemos entender también la bienaventuranza del sermón de la montaña, dirigida a los hombres «limpios de corazón», tanto en sentido genérico, como en el más específico. Solamente los eventuales contextos permitirán delimitar y precisar este significado.

5. El significado mas amplio y general de la pureza está presente también en las Cartas de San Pablo, en las que gradualmente individuaremos los contextos que, de modo explícito, restringen el significado de la pureza al ámbito «somático» y «sexual», es decir, a ese significado que podemos tomar de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña sobre la concupiscencia, que se expresa ya en el «mirar a la mujer» y se equipara a un «adulterio cometido en el corazón» (cf. Mt 5, 27-28).

San Pablo no es el autor de las palabras sobre la triple concupiscencia. Como sabemos, éstas se encuentran en la primera Carta de Juan. Sin embargo, se puede decir que análogamente a esa que para Juan (1 Jn 2, 16-17) es contraposición en el interior del hombre entre Dios y el mundo (entre lo que viene «del Padre» y lo que viene «del mundo») -contraposición que nace en el corazón y penetra en las acciones del hombre como «concupiscencia de la carne y soberbia de la vida»-, San Pablo pone de relieve en el cristiano otra contradicción, la oposición y juntamente la tensión entre la «carne» y el «Espíritu» (escrito con mayúscula, es decir, el Espíritu Santo): «Os digo, pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 16-17). De aquí se sigue que la vida «según la carne» está en oposición a la vida «según el Espíritu». «Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales» (Rom 8, 5).

En los análisis sucesivos trataremos de mostrar que la pureza -la pureza de corazón, de la que habló Cristo en el sermón de la montaña- se realiza precisamente en la «vida según el Espíritu».

(1) Junto a un sistema complejo de prescripciones referentes a la pureza ritual, basándose en el cual se desarrolló la casuística legal, existía, sin embargo, en el Antiguo Testamento el concepto de una pureza moral, que se había transmitido por dos corrientes.

Los Profetas exigían un comportamiento conforme a la voluntad de Dios, lo que supone la conversión del corazón, la obediencia interior y la rectitud total ante él (cf., por ejemplo, Is 1, 10-20; Jer 4, 14; 24, 7; Ez 36, 25 ss.). Una actitud semejante requiere también el Salmista: «¿Quién puede subir al monte del Señor?... El hombre de manos inocentes y puro corazón... recibirá la bendición del Señor» (Sal 24 [23] 3-5).

Según la tradición sacerdotal, el hombre que es consciente de su profundo estado pecaminoso, al no ser capaz de realizar la purificación con las propias fuerzas, suplica a Dios para que realice esa transformación del corazón, que solo puede ser obra de un acto suyo creador: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro... Lávame: quedaré mas blanco que la nieve... Un corazón quebrantado y humillado, Tu no lo desprecias» (Sal 51 [50] 12, 9, 19).

Ambas corrientes del Antiguo Testamento se encuentran en la bienaventuranza de los «limpios de corazón» (Mt 5, 8), aun cuando su formulación verbal parece estar cercana al Salmo 24. (Cr. J. Dupont, Les beatitudes, vol. III: Les Evangelistes, París 1973, Gabalda, págs. 603 604).