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Catequesis 36-40

36. El adulterio según la Ley y los profetas (20-VIII-80/24-VIII-80)

1. Cuando Cristo, en el sermón de la montaña, dice: «Habéis oído que fue dicho: no adulterarás» (Mt 5, 27), hace referencia a lo que cada uno de los que le escuchaban sabía perfectamente y se sentía obligado a ello en virtud del mandamiento de Dios-Jahvé. Sin embargo, la historia del Antiguo Testamento hace ver que tanto la vida del pueblo, unido a Dios-Jahvé por una especial alianza, como la vida de cada uno de los hombres, se aparta frecuentemente de ese mandamiento. Lo demuestra también una mera ojeada dada a la legislación, de la que existe una rica documentación en los Libros del Antiguo Testamento.

Las prescripciones de la ley vétero-testamentaria eran muy severas. Eran también muy minuciosas y penetraban en los mas mínimos detalles concretos de la vida (1). Se puede suponer que cuanto más evidente se hacía en esta ley la legalización de la poligamia efectiva, tanto más aumentaba la exigencia de sostener sus dimensiones jurídicas y establecer sus límites legales. De ahí, el gran número de prescripciones y también la severidad de las penas previstas por el legislador para la infracción de tales normas. Sobre la base de los análisis que hemos hecho anteriormente acerca de la referencia que Cristo hace al «principio», en su discurso sobre la disolubilidad del matrimonio y sobre el «acto de repudio», es evidente que El veía con claridad la fundamental contradicción que el derecho matrimonial del Antiguo Testamento escondía en sí, al aceptar la efectiva poligamia, es decir, la institución de las concubinas junto a las esposas legales, o también el derecho a la convivencia con la esclava (2). Se puede decir que tal derecho, mientras combatía el pecado, al mismo tiempo contenía en sí e incluso protegía las «estructuras sociales del pecado», lo que constituía su legalización. En tales circunstancias, se imponía la necesidad de que el sentido ético esencial del mandamiento «no cometer adulterio» tuviese también una revalorización fundamental. En el sermón de la montaña, Cristo desvela nuevamente ese sentido, superando sus restricciones tradicionales y legales.

2. Quizá merezca la pena añadir que en la interpretación vétero-testamentaria, cuanto más la prohibición del adulterio está marcada -pudiéramos decir- por el compromiso de la concupiscencia del cuerpo, tanto más claramente se determina la posición respecto a las observaciones sexuales. Esto lo confirman las prescripciones correspondientes, las cuales establecen la pena capital para la homosexualidad y la bestialidad. En cuanto a la conducta de Onán, hijo de Judá (de quien toma origen la denominación moderna de «onanismo», la Sagrada Escritura dice que «...no fue del agrado del Señor, el cual hizo morir también a él» (Gén 38, 10).

El derecho matrimonial del Antiguo Testamento, en su más amplio conjunto, pone en primer plano la finalidad procreativa del matrimonio y en algunos trata de demostrar un tratamiento jurídico de igualdad entre la mujer y el hombre -por ejemplo, respecto a la pena por el adulterio se dice explícitamente: «Si adultera un hombre con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte» (Lev 20, 10); pero en conjunto prejuzga a la mujer tratándola con mayor severidad.

3. Convendría quizá poner de relieve el lenguaje de esta legislación, el cual, como en ese caso, es un lenguaje que refleja objetivamente la sexuología de aquel tiempo. Es también un lenguaje importante para el conjunto de las reflexiones sobre la teología del cuerpo. Encontramos en él la específica confirmación del carácter de pudor que rodea cuanto, en el hombre, pertenece al sexo. Más aún; lo que es sexual se considera, en cierto modo, como «impuro», especialmente cuando se trata de las manifestaciones fisiológicas de la sexualidad humana. El «descubrir la desnudez» (cf. por ej. Lev 20, 11; 17, 21), es estigmatizado como el equivalente de un ilícito acto sexual llevado a cabo; ya la misma expresión parece aquí bastante elocuente. Es indudable que el legislador ha tratado de servirse de la terminología correspondiente a la conciencia y a las costumbres de la sociedad de aquel tiempo. Por tanto, el lenguaje de la legislación del Antiguo Testamento debe confirmarnos en la convicción de que no solamente son conocidas al legislador y a la sociedad la fisiología del sexo y las manifestaciones somáticas de la vida sexual, sino también que son valoradas de un modo determinado. Es difícil sustraerse a la impresión de que tal valoración tenía carácter negativo. Esto no anula, ciertamente, las verdades que conocemos por el Libro del Génesis, ni se puede inculpar al Antiguo Testamento -y entre otros a los libros legislativos- de ser como los precursores de un maniqueísmo. El juicio expresado en ellos respecto al cuerpo y al sexo no es tan «negativo» ni siquiera tan severo, sino que está mas bien caracterizado por una objetividad motivada por el intento de poner orden en esa esfera de la vida humana. No se trata directamente del orden del «corazón», sino del orden de toda la vida social, en cuya base están, desde siempre, el matrimonio y la familia.

4. Si se toma en consideración la problemática «sexual» en su conjunto, conviene quizá prestar brevemente atención a otro aspecto; es decir, al nexo existente entre la moralidad, la ley y la medicina, que aparece evidente en los respectivos Libros del Antiguo Testamento. Los cuales contienen no pocas prescripciones prácticas referentes al ámbito de la higiene, o también al de la medicina marcado más por la experiencia que por la ciencia, según el nivel alcanzado entonces (3). Por lo demás, el enlace experiencia-ciencia es notoriamente todavía actual. En esta amplia esfera de problemas, la medicina acompaña siempre de cerca a la ética; y la ética, como también la teología, busca su colaboración.

5. Cuando Cristo, en el sermón de la montaña, pronuncia las palabras: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás, e inmediatamente añade: Pero yo os digo...», esta claro que quiere reconstruir en la conciencia de sus oyentes el significado ético propio de este mandamiento, apartándose de la interpretación de los «doctores», expertos oficiales de la ley. Pero, además de la interpretación procedente de la tradición, el Antiguo Testamento nos ofrece todavía otra tradición para comprender el mandamiento «no cometer adulterio». Y es la tradición de los Profetas. Estos, refiriéndose al «adulterio», querían recordar «a Israel y a Judá» que su pecado más grande era el abandono del único y verdadero Dios en favor del culto a los diversos ídolos, que el pueblo elegido, en contacto con los otros pueblos, había hecho propios fácilmente y de modo exagerado. Así, pues, es característica propia del lenguaje de los Profetas más bien la analogía con el adulterio que el adulterio mismo; sin embargo, tal analogía sirve para comprender también el mandamiento «no cometer adulterio» y la correspondiente interpretación, cuya carencia se advierte en los documentos legislativos. En los oráculos de los Profetas, y especialmente de Isaías, Oseas y Ezequiel, el Dios de la Alianza-Jahvé es representado frecuentemente como Esposo, y el amor con que se ha unido a Israel puede y debe identificarse con el amor esponsal de los cónyuges. Y he aquí que Israel, a causa de su idolatría y del abandono del Dios-Esposo, comete para con El una traición que se puede parangonar con la de la mujer respecto al marido: comete, precisamente, «adulterio».

6. Los Profetas con palabras elocuentes y, muchas veces, mediante imágenes y comparaciones extraordinariamente plásticas, presentan lo mismo el amor de Jahvé-Esposo, que la traición de Israel-Esposa que se abandona al adulterio. Es éste un tema que deberemos volver a tocar en nuestras reflexiones, cuando sometamos a análisis, concretamente, el problema del «sacramento»; pero ya ahora conviene aludir a él, en cuanto que es necesario para entender las palabras de Cristo, según Mt 5, 27-28, y comprender esa renovación del ethos, que implican estas palabras: «Pero yo os digo...». Si por una parte, Isaías (4) se presenta en sus textos tratando de poner de relieve sobre todo el amor del Jahvé-Esposo, que, en cualquier circunstancia, va al encuentro de su Esposa superando todas sus infidelidades, por otra parte Oseas y Ezequiel abundan en parangones que esclarecen sobre todo la fealdad y el mal moral del adulterio cometido por la Esposa-Israel.

En la sucesiva meditación trataremos de penetrar todavía más profundamente en los textos de los Profetas, para aclarar ulteriormente, el contenido que, en la conciencia de los oyentes del sermón de la montaña correspondía al mandamiento «no cometer adulterio».

(1) Cf. por ej. Dt 21, 10-13; Núm 30, 7-16; Dt 24, 1-4; Dt 22, 13-21; Lev 20, 10-21 y otros.

(2) Aunque el Libro del Génesis presenta el matrimonio monogámico de Adán, de Set y de Noé como modelos que imitar y parece condenar la bigamia que se manifiesta solamente en los descendientes de Caín (cf. Gén 4, 19), por otra parte la vida de los Patriarcas proporciona ejemplos contrarios. Abraham observa las prescripciones de la ley de Hammurabi, que consentía desposar una segunda mujer en caso de esterilidad de la primera; y Jacob tenía dos mujeres y dos concubinas (cf. Gén 30, 1-19).

El Libro del Deuteronomio admite la existencia legal de la bigamia (cf. Dt 21, 15-17 e incluso de la poligamia, advirtiendo al rey que no tenga muchas mujeres (cf. Dt 17, 17); confirma también la institución de las concubinas prisioneras de guerra (cf. Dt 21, 10-14) o esclavas (cr. Esd 21, 7-11). (Cf. R. de Vaux, Ancient Israel, Its Life and Institutions. London 1976), Darton, Longman, Todd; págs. 24-25, 83). No hay en el Antiguo Testamento mención explícita alguna sobre la obligación de la monogamia, si bien la imagen presentada por los Libros posteriores demuestra que prevalecía en la práctica social (cf. por ej. los Libros Sapienciales, excepto Sir 37, 11; Tb).

(3) Cf. por ej. Lev 12, 1-6; 15, 1 28; Dt 21, 12-13.

(4) Cf. por ej. Is 54; 62, 1-5.

37. El adulterio falsifica el signo de la alianza conyugal (27-VIII-80/31-VIII-80)

1. Cristo dice en el sermón de la montaña: «No penséis que he venido a abrogar la ley o los Profetas: no he venido a abrogarla, sino a darle cumplimiento» (Mt 5, 17). Para esclarecer en qué consiste este cumplimiento recorre después cada uno de los mandamientos, refiriéndose también al que dice: «No adulterarás». Nuestra meditación anterior trataba de hacer ver cómo el contenido adecuado de este mandamiento, querido por Dios, había sido oscurecido por numerosos compromisos en la legislación particular de Israel. Los Profetas, que en su enseñanza denuncian frecuentemente el abandono del verdadero Dios Yahvé por parte del pueblo, al compararlo con el «adulterio», ponen de relieve, de la manera más auténtica, este contenido.

Oseas, no sólo con las palabras, sino (por lo que parece) también con la conducta, se preocupa de revelarnos (1) que la traición del pueblo es parecida a la traición conyugal, aún más, al adulterio practicado como prostitución: «Ve y toma por mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose de Yahvé» (Os 1, 2). El Profeta oye esta orden y la acepta como proveniente de Dios-Yahvé: «Díjome Yahvé: Ve otra vez y ama a una mujer amante de otro y adúltera» (Os 3, 1). Efectivamente, aunque Israel sea tan infiel en su relación con su Dios como la esposa que «se iba con sus amantes y me olvidaba a mí» (Os 2, 15), sin embargo, Yahvé no cesa de buscar a su esposa, no se cansa de esperar su conversión y su retorno, confirmando esta actitud con las palabras y las acciones del Profeta: «Entonces, dice Yahvé, me llamará ‘mi marido’, no me llamará baalí... Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordia y piedades, y yo seré tu esposo en fidelidad, y tu reconocerás a Yahvé» (Os 2, 18. 21-22). Esta ardiente llamada a la conversión de la infiel esposa-cónyuge va unida a la siguiente amenaza: «Que aleje de su rostro sus fornicaciones, y dé entre sus pechos sus prostituciones; no sea que yo la despoje y, desnuda, la ponga como el día en que nació» (Os 2, 4-5).

2. Esta imagen de la humillante desnudez del nacimiento, se la recordó el Profeta Ezequiel a Israel-esposa infiel, y en proporción más amplia (2): «...con horror fuiste tirada al campo el día en que naciste. Pasé muy cerca de ti y te vi sucia en tu sangre, y, estando tú en tu sangre, te dije: ¡Vive! Te hice crecer a decenas de millares, como la hierba del campo. Creciste y te hiciste grande y llegaste a la flor de la juventud; te crecieron los pechos y te salió el pelo pero estabas desnuda y llena de vergüenza. Pasé yo junto a ti y te miré. Era tu tiempo, el tiempo del amor, y tendí sobre ti mi mano, cubrí tu desnudez, me ligue a ti con juramento e hice alianza contigo, dice el Señor, Yahvé, y fuiste mía... Puse arillo en tus narices, zarcillos en tus orejas, y espléndida diadema en tu cabeza. Estabas adornada de oro y plata, vestida de lino y seda en recamado... Extendióse entre las gentes la fama de tu hermosura, porque era acabada la hermosura que yo puse en ti... Pero te envaneciste de tu hermosura y de tu nombradía, y te diste al vicio, ofreciendo tu desnudez a cuantos pasaban, entregándote a ellos... ¿Cómo sanar tu corazón, dice el Señor, Yahvé, cuando has hecho todo esto, como desvergonzada ramera dueña de sí, haciéndote prostíbulos en todas las encrucijadas y lupanares en todas las plazas? Y ni siquiera eres comparable a las rameras, que reciben el precio de su prostitución. Tú eres la adúltera que en vez de su marido acoge a los extraños» (Ez 16, 5-8. 12-15. 30-32).

3. La cita resulta un poco larga pero el texto, sin embargo, es tan relevante que era necesario evocarlo. La analogía entre el adulterio y la idolatría esta expresada de modo particularmente fuerte y exhaustivo. El momento similar entre los dos miembros de la analogía consiste en la alianza acompañada del amor. Dios Yahvé realiza por amor la alianza con Israel -sin mérito suyo-, se convierte para él como el esposo y cónyuge más afectuoso, más diligente y más generoso para con la propia esposa. Por este amor, que desde los albores de la historia acompaña al pueblo elegido, Yahvé-Esposo recibe en cambio numerosas traiciones: «las alturas», he aquí los lugares del culto idolátrico, en los que se comete el «adulterio» de Israel-esposa. En el análisis que aquí estamos desarrollando, lo esencial es el concepto de adulterio, del que se sirve Ezequiel. Sin embargo se puede decir que el conjunto de la situación, en la que se inserta este concepto (en el ámbito de la analogía), no es típico. Aquí se trata no tanto de la elección mutua hecha por los esposos, que nace del amor recíproco, sino de la elección de la esposa (y esto ya desde el momento de su nacimiento), una elección que proviene del amor del esposo, amor que, por parte del esposo mismo, es un acto de pura misericordia. En este sentido se delinea esta elección: corresponde a esa parte de la analogía que califica la naturaleza del matrimonio. Ciertamente la mentalidad de aquel tiempo no era muy sensible a esta realidad -según los israelitas el matrimonio era más bien el resultado de una elección unilateral, hecha frecuentemente por los padres-, sin embargo esta situación difícilmente cabe en el ámbito de nuestras concepciones.

4. Prescindiendo de este detalle, es imposible no darse cuenta de que en los textos de los Profetas se pone de relieve un significado del adulterio diverso del que da del mismo la tradición legislativa. El adulterio es pecado porque constituye la ruptura de la alianza personal del hombre y de la mujer. En los textos legislativos se pone de relieve la violación del derecho de propiedad y, en primer lugar, del derecho de propiedad del hombre en relación con esa mujer, que es su mujer legal: una de tantas. En los textos de los Profetas el fondo de la efectiva y legalizada poligamia no altera el significado ético del adulterio. En muchos textos la monogamia aparece la única y justa analogía del monoteísmo entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad y de la entrega al único y verdadero Dios-Yahvé: Esposo de Israel. El adulterio es la antítesis de esa relación esponsalicia, es la antinomía del matrimonio (también como institución) en cuanto que el matrimonio monogámico actualiza en sí la alianza interpersonal del hombre y de la mujer, realiza la alianza nacida del amor y acogida por las dos partes respectivas precisamente como matrimonio (y, como tal, reconocido por la sociedad). Este género de alianza entre dos personas constituye el fundamento de esa unión por la que «el hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24). En el contexto antes citado, se puede decir que esta unidad corpórea es su derecho (bilateral), pero que sobre todo es el signo normal de la comunión de las personas, unidad constituida entre el hombre y la mujer en calidad de cónyuges. El adulterio cometido por parte de cada uno de ellos no sólo es la violación de este derecho, que es exclusivo del otro cónyuge, sino al mismo tiempo es una radical falsificación del signo. Parece que en los oráculos de los Profetas precisamente este aspecto del adulterio encuentra expresión suficientemente clara.

5. Al constatar que el adulterio es una falsificación de ese signo, que encuentra no tanto su «normatividad», sino más bien su simple verdad interior en el matrimonio -es decir, en la convivencia del hombre y de la mujer, que se han convertido en cónyuges-, entonces, en cierto sentido, nos referimos de nuevo a las afirmaciones fundamentales, hechas anteriormente, considerándolas esenciales e importantes para la teología del cuerpo, desde el punto de vista tanto antropológico como ético. El adulterio es «pecado del cuerpo». Lo atestigua toda la tradición del Antiguo Testamento, y lo confirma Cristo. El análisis comparado de sus palabras, pronunciadas en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28), como también de las diversas, correspondientes enunciaciones contenidas en los Evangelios y en otros pasajes del Nuevo Testamento, nos permite establecer la razón propia del carácter pecaminoso del adulterio. Y es obvio que determinemos esta razón del carácter pecaminoso, o sea, del mal moral, fundándonos en el principio de la contraposición en relación con ese bien moral que es la fidelidad conyugal, ese bien que puede ser realizado adecuadamente sólo en la relación exclusiva de ambas partes (esto es, en la relación conyugal de un hombre con una mujer). La exigencia de esta relación es propia del amor esponsalicio, cuya estructura interpersonal (como ya hemos puesto de relieve) está regida por la normativa interior de la «comunión de personas». Ella es precisamente la que confiere el significado esencial a la Alianza tanto en la relación hombre-mujer, como también, por analogía, en la relación Yahvé-Israel). Del adulterio, de su carácter pecaminoso, del mal moral que contiene, se puede juzgar de acuerdo con el principio de la contraposición con el pacto conyugal así entendido.

6. Es necesario tener presente todo esto, cuando decimos que el adulterio es un «pecado del cuerpo»; el «cuerpo» se considera aquí unido conceptualmente a las palabras del Génesis 2, 24, que hablan, en efecto, del hombre y de la mujer, que, como esposo y esposa, se unen tan estrechamente entre sí que forman «una sola carne». El adulterio indica el acto mediante el cual un hombre y una mujer, que no son esposo y esposa, forman «una sola carne» (es decir, esos que no son marido y mujer en el sentido de la monogamia como fue establecida en el origen, más aún, en el sentido de la casuística legal del Antiguo Testamento). El «pecado» del cuerpo puede ser identificado solamente respecto a la relación de las personas. Se puede hablar de bien o de mal moral según que esta relación haga verdadera esta «unidad del cuerpo» y le confiera o no el carácter de signo verídico. En este caso, podemos juzgar, pues, el adulterio como pecado, conforme al contenido objetivo del acto.

Y éste es el contenido en el que piensa Cristo cuando, en el discurso de la montaña, recuerda: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás». Pero Cristo no se detiene en esta perspectiva del problema.

(1) Cf. Os 1-3.

(2) Cf. Ez 16, 5-8. 12-15. 30-32.

38. El adulterio en el cuerpo y en el corazón (3-IX-80/7-IX-80)

1. En el sermón de la montaña Cristo se limita a recordar el mandamiento: «No adulterarás», sin valorar el relativo comportamiento de sus oyentes. Lo que hemos dicho anteriormente respecto a este tema proviene de otras fuentes (sobre todo, de la conversación de Cristo con los fariseos en la que El se remitía al «principio»: Mt 19, 8; Mc 10, 6). En el sermón de la montaña Cristo omite esta valoración o, más bien, la presupone. Lo que dirá en la segunda parte del enunciado, que comienza con las palabras: «Pero yo os digo...», será algo más que la polémica con los «doctores de la ley», o sea, con los moralistas de la Tora. Y será también algo mas respecto a la valoración del ethos veterotestamentario. Se trata de un paso directo al nuevo ethos. Cristo parece dejar aparte todas las disputas acerca del significado ético del adulterio en el plano de la legislación y de la casuística, en las que la esencial relación interpersonal del marido y de la mujer había sido notablemente ofuscada por la relación objetiva de propiedad, y adquiere otras dimensiones. Cristo dice: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28); ante este pasaje siempre viene a la mente la traducción antigua: «ya la ha hecho adúltera en su corazón», versión que, quizá mejor que el texto actual, expresa el hecho de que se trata de un mero acto interior y unilateral. Así, pues el adulterio cometido con el corazón se contrapone en cierto sentido al «adulterio cometido con el cuerpo».

Debemos preguntarnos sobre las razones que cambian el punto de gravedad del pecado, y preguntarnos además cual es el significado auténtico de la analogía: si, efectivamente, el «adulterio», según su significado fundamental, puede ser solamente un «pecado cometido con el cuerpo», ¿en qué sentido merece ser llamado también adulterio lo que el hombre comete con el corazón? Las palabras con las que Cristo pone el fundamento del nuevo ethos, exigen por su parte un profundo arraigamiento en la antropología. Antes de responder a estas cuestiones, detengámonos un poco en la expresión que, según Mateo 5, 27-28, realiza en cierto modo la transferencia o sea, el cambio del significado del adulterio del «cuerpo» al «corazón». Son palabras que se refieren al deseo.

2. Cristo habla de la concupiscencia: «Todo el que mira para desear». Precisamente esta expresión exige un análisis particular para comprender el enunciado en su integridad. Es necesario aquí volver al análisis anterior, que miraba, diría, a reconstruir la imagen «del hombre de la concupiscencia» ya en los comienzos de la historia (cf. Gén 3). Ese hombre del que habla Cristo en el sermón de la montaña -el hombre que mira «para desear», es indudablemente hombre de concupiscencia. Precisamente por este motivo, porque participa de la concupiscencia del cuerpo, «desea» y «mira para desear». La imagen del hombre de concupiscencia, reconstruida en la fase precedente, nos ayudará ahora a interpretar el «deseo», del que habla Cristo, según Mateo 5, 27-28. Se trata aquí no sólo de una interpretación psicológica sino, al mismo tiempo, de una interpretación teológica. Cristo habla en el contexto de la experiencia humana y a la vez en el contexto de la obra de la salvación. Estos dos contextos, en cierto modo, se sobreponen y se compenetran mútuamente: y esto tiene un significado esencial y constitutivo para todo el ethos del Evangelio, y en particular para el contenido del verbo «desear» o «mirar para desear».

3. Al servirse de estas expresiones, el Maestro se remite en primer lugar a la experiencia de quienes le estaban oyendo directamente; se remite, pues, también a la experiencia y a la conciencia del hombre de todo tiempo y lugar. De hecho, aunque el lenguaje evangélico tenga una facilidad comunicativa universal, sin embargo para un oyente directo, cuya conciencia se había formado en la Biblia, el «deseo» debía unirse a numerosos preceptos y advertencias, presentes ante todo en los libros de carácter «sapiencial», en los que aparecían repetidos avisos sobre la concupiscencia del cuerpo e incluso consejos dados a fin de preservarse de ella.

4. Como es sabido, la tradición sapiencial tenía un interés particular por la ética y la buena conducta de la sociedad israelita. Lo que en estas advertencias o consejos, presentes, por ejemplo en el libro de los Proverbios (1), o de Sirácida (2) o incluso de Cohélet (3), nos impresiona de modo inmediato es su carácter en cierto modo unilateral, en cuanto que las advertencias se dirigen sobre todo a los hombres. Esto puede significar que son especialmente necesarias para ellos. En cuanto a la mujer, es verdad que en estas advertencias y consejos aparecen más frecuentemente como ocasión de pecado o incluso como seductora de la que hay que precaverse. Sin embargo, es necesario reconocer que tanto el Libro de los Proverbios como el Libro de Sirácida, además de la advertencia de precaverse de la mujer y de no dejarse seducir por su fascinación que arrastra al hombre a pecar (cf. Prov 5, 1. 6; 6, 24-29; Sir 26, 9-12), hacen también el elogio de la mujer que es «perfecta» compañera de vida para el propio marido (cf. Prov 31, 10 ss.). Y además elogian la belleza y la gracia de una mujer buena, que sabe hacer feliz al marido.

«Gracia sobre gracia es la mujer honesta. Y no tiene precio la mujer casta. Como resplandece el sol en los cielos, así la belleza de la mujer buena en su casa. Como lámpara sobre el candelero santo es el rostro atrayente en un cuerpo robusto. Columnas de oro sobre basas de plata son las piernas sobre firmes talones en la mujer bella... La gracia de la mujer es el gozo de su marido. Su saber le vigoriza los huesos» (Sir 26, 19-23. 16-17).

5. En la tradición sapiencial contrasta una advertencia frecuente con el referido elogio de la mujer-esposa, y es que el se refiere a la belleza y a la gracia de la mujer, que no es la mujer propia, y resulta pábulo de tentación y ocasión de adulterio: «No codicies su hermosura en tu corazón...» (Prov 6, 25). En Sirácida (cf. 9, 1-9) se expresa la misma advertencia de manera más perentoria:

«Aparta tus ojos de mujer muy compuesta y no fijes la vista en la hermosura ajena. Por la hermosura de la mujer muchos se extraviaron, y con eso se enciende como fuego la pasión» (Sir 9, 8-9).

El sentido de los textos sapienciales tiene un significado prevalentemente pedagógico. Enseñan la virtud y tratan de proteger el orden moral, refiriéndose a la ley de Dios y a la experiencia en sentido amplio. Además, se distinguen por el conocimiento particular del «corazón» humano. Diríamos que desarrollan una específica psicología moral, aunque sin caer en el psicologismo. En cierto sentido, están cercanos a esa apelación de Cristo al «corazón», que nos ha transmitido Mateo (cf. 5, 27-28), aun cuando no pueda afirmarse que revelen tendencia a transformar el ethos de modo fundamental. Los autores de estos libros «utilizan el conocimiento de la interioridad humana para enseñar la moral más bien en el ámbito del ethos históricamente vigente y sustancialmente confirmado por ellos. Alguno a veces, como por ejemplo Cohélet, sintetiza esta confirmación con la «filosofía» propia de la existencia humana, pero si influye en el método con que formula advertencias y consejos, no cambia la estructura fundamental que toma de la valoración ética.

6. Para esta transformación del ethos será necesario esperar hasta el sermón de la montaña. No obstante, ese conocimiento tan perspicaz de la psicología humana que se halla presente en la tradición «sapiencial», no está ciertamente privado de significado para el círculo de aquellos que escuchaban personal y directamente este discurso. Si, en virtud de la tradición profética, estos oyentes estaban, en cierto sentido, preparados a comprender de manera adecuada el concepto de «adulterio», estaban preparados además, en virtud de la tradición «sapiencial», a comprender las palabras que se refieren a la «mirada concupiscente» o sea, al «adulterio cometido con el corazón.

Nos convendrá volver ulteriormente al análisis de la concupiscencia, en el sermón de la montaña.

(1) Cf., por ej., Prov 5, 3-6. 15-20; 6, 24-7, 27; 21, 9. 19; 22, 14; 30, 20.

(2) Cf., por ej., Sir 7, 19. 24-26; 9, 1-9; 23, 13-26, 18; 36, 21-25; 42. 6. 9-14.

(3) Cf., por ej., Coh 7, 26-28 9, 9.

39. Concupiscencia y adulterio según el Sermón de la Montaña (10-IX-80/14-IX-80)

1. Reflexionemos sobre las siguientes palabras de Jesús, tomadas del sermón de la montaña: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» («ya la ha hecho adúltera en su corazón») (Mt 5, 28). Cristo pronuncia esta frase ante los oyentes que, basándose en los libros del Antiguo Testamento, estaban preparados, en cierto sentido, para comprender el significado de la mirada que nace de la concupiscencia. Ya el miércoles pasado hicimos referencia a los textos tomados de los llamados Libros Sapienciales.

He aquí, por ejemplo, otro pasaje, en el que el autor bíblico analiza el estado de ánimo del hombre dominado por la concupiscencia de la carne:

«...el que se abrasa en el fuego de sus apetitos que no se apaga hasta que del todo le consume; el hombre impúdico consigo mismo, que no cesará hasta que su fuego se extinga; el hombre fornicario, a quien todo el pan es dulce, que no se cansará hasta que no muera; el hombre infiel a su propio lecho conyugal, que dice para sí: ‘¿Quién me ve? la oscuridad me cerca y las paredes me ocultan, nadie me ve, ¿qué tengo que temer? El Altísimo no se da cuenta de mis pecados’. Sólo teme los ojos de los hombres. Y no sabe que los ojos del Señor son mil veces más claros que el sol y que ven todos los caminos de los hombres y penetran hasta los lugares más escondidos... Así también la mujer que engaña a su marido y de un extraño le da un heredero» (Sir 23, 22-32).

2. No faltan descripciones análogas en la literatura mundial (1). Ciertamente, muchas de ellas se distinguen por una más penetrante perspicacia de análisis psicológico y por una mayor intensidad sugestiva y fuerza de expresión. Sin embargo, la descripción bíblica del Sirácida (23, 22-32) comprende algunos elementos que pueden ser considerados «clásicos» en el análisis de la concupiscencia carnal. Un elemento de esta clase es, por ejemplo, el parangón entre la concupiscencia de la carne y el fuego: éste, inflamándose en el hombre, invade sus sentidos, excita su cuerpo, envuelve los sentimientos y en cierto sentido se adueña del «corazón». Esta pasión, originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el «corazón» la voz más profunda de la conciencia, el sentido de responsabilidad ante Dios; y precisamente esto, de modo particular, se pone en evidencia en el texto bíblico que acabamos de citar. Por otra parte, persiste el pudor exterior respecto a los hombres -o más bien, una apariencia de pudor-, que se manifiesta como temor a las consecuencias, más que al mal en sí mismo. Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud de cuerpo y de sentidos: es la inquietud del «hombre exterior». Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasión, después de haber obtenido, por decirlo así, libertad de acción, se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción de los sentidos y del cuerpo.

Esta satisfacción, según criterio del hombre dominado por la pasión, debería extinguir el fuego; pero, al contrario, no alcanza las fuentes de la paz interior y se limita a tocar el nivel más exterior del individuo humano. Y aquí el autor bíblico constata justamente que el hombre, cuya voluntad está empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego, ni se encuentra a sí mismo, sino, al contrario, «se consume». La pasión mira a la satisfacción; por esto embota la actividad reflexiva y desatiende la voz de la conciencia; así, sin tener en sí principio alguno indestructible, «se desgasta». Le resulta connatural el dinamismo del uso, que tiende a agotarse. Es verdad que donde la pasión se inserte en el conjunto de las más profundas energías del espíritu, ella puede convertirse en fuerza creadora; pero en este caso debe sufrir una transformación radical. En cambio, si sofoca las fuerzas mas profundas del corazón y de la conciencia (como sucede en el relato del Sirácida 23, 22-32), «se consume» y, de modo indirecto, en ella se consume el hombre que es su presa.

3. Cuando Cristo en el sermón de la montaña habla del hombre que «desea», que «mira con deseo», se puede presumir que tiene ante los ojos también las imágenes conocidas por su oyentes a través de la tradición «sapiencial». Sin embargo, al mismo tiempo, se refiere a cada uno de los hombres que, según la propia experiencia interior, sabe lo que quiere decir «desear», «mirar con deseo». El Maestro no analiza esta experiencia ni la describe, como había hecho, por ejemplo, el Sirácida (23, 22-32); El parece presuponer, diría, un conocimiento suficiente de ese hecho interior, hacia el que llama la atención de los oyentes, presentes y potenciales. ¿Es posible que alguno de ellos no sepa de qué se trata? Si verdaderamente no supiese nada de ello, no le atañería el contenido de las palabras de Cristo, ni habría análisis de descripción alguna que se lo pudieran explicar. En cambio, si sabe -se trata efectivamente en este caso de una ciencia totalmente interior, intrínseca al corazón y a la conciencia- entenderá rápidamente que dichas palabras se refieren a él.

4. Cristo, pues, no describe ni analiza lo que constituye la experiencia del «desear», la experiencia de la concupiscencia de la carne. Incluso se tiene la impresión de que El no penetra esta experiencia en toda la amplitud de su dinamismo interior, como sucede, por ejemplo, en el citado texto del Sirácida, sino que más bien se queda en sus umbrales. El «deseo» no se ha transformado todavía en una acción exterior, aun no ha llegado a ser «acto del cuerpo»; hasta ahora es el acto interior del corazón; se manifiesta en la mirada, en el modo de «mirar a la mujer». Sin embargo, ya deja entender, desvela su contenido y su calidad esenciales.

Es preciso que hagamos ahora estos análisis. La mirada expresa lo que hay en el corazón. La mirada expresa, diría a todo el hombre. Si generalmente se considera que el hombre «actúa conforme a lo que es» (operari sequitur esse), Cristo en este caso quiere poner en evidencia que el hombre «mira» conforme a lo que es: intueri sequitur esse. En cierto sentido, el hombre a través de la mirada se revela al exterior y a los otros; sobre todo revela lo que percibe en el «interior» (2).

5. Cristo enseña, pues, a considerar la mirada como umbral de la verdad interior. Ya en la mirada, «en el modo de mirar», es posible individuar plenamente lo que es la concupiscencia. Tratemos de explicarla. «Desear», «mirar con deseo» indica una experiencia del valor del cuerpo, en la que su significado esponsalicio deja de ser tal, precisamente a causa de la concupiscencia. Además, cesa su significado procreador, del que hemos hablado en nuestras consideraciones precedentes, el cual -cuando se refiere a la unión conyugal del hombre y de la mujer- se arraiga en el significado esponsalicio del cuerpo y casi emerge de él orgánicamente. Ahora bien, el hombre «al desear», «al mirar para desear» (como leemos en Mt 5, 27-28) experiencia de modo más o menos explícito el alejamiento de ese significado del cuerpo, en el cual (ya hemos observado en nuestras reflexiones) se basa en la comunión de las personas: tanto fuera del matrimonio, como -de modo particular- cuando el hombre y la mujer están llamados a construir la unión «en el cuerpo» (como proclama el «Evangelio del principio en el texto clásico del Génesis 2, 24). La experiencia del significado esponsalicio del cuerpo esta subordinada de modo particular a la llamada sacramental, pero no se limita a ella. Este significado califica la libertad del don, que -como veremos con más expresión en ulteriores análisis- puede realizarse no sólo en el matrimonio sino también de modo diverso.

Cristo dice: «Todo el que mira a una mujer deseándola (el que mira con concupiscencia), ya adulteró con ella en su corazón» («ya la ha hecho adúltera en el corazón») (Mt 5, 28). ¿Acaso no quiere decir con esto que precisamente -como el adulterio- es un alejamiento interior del significado esponsalicio del cuerpo? ¿No quiere remitir a los oyentes a sus experiencias interiores de este alejamiento? ¿Acaso no es por esto por lo que lo define «adulterio cometido en el corazón»?

(1) Cf., por ejemplo, las Confesiones de San Agustín:

«Deligatus morbo carnis mortifera suavitate trahebam catenam meam, solvi timens, et quasi concusso vulnere repellens verba bene suadentis tamquam manum solventis. (...) Magna autem ex parte atque vehementer consuetudo satiandae insatiabilis concupiscentiae me captum excruciabat (Confesiones, lib. VI, cap. 12, 21, 22).

«Et non stabam frui Deo meo, sed rapiebar ad te decore tuo; moxque deripiebar abs te pondere meo, et ruebam in ista cum gemitu: et pondus hoc, consuetudo carnalis» Confesiones, lib, VII cap. 17).

«Sic aegrotabam et excruciabar accusans memetipsum solito acerbius nimis, ac volvens et versans me in vinculo meo, donec abrumperetur totum, quo iam exiguo tenebar, sed tenebar tamen. Et instabas tu in occultis Domine, severa misericordia, flagella ingeminans timoris et pudoris, ne rursus cessarem, et non abrumperetur idipsum exiguum et tenue quod remanserat; et revelasceret iterum et me robustius alligaret...» (Confesiones, lib. VIII, cap. 11).

Dante describe esta ruptura interior y la considera merecedora de pena:

Quando giungo davanti alla ruina quivi le strida, il compianto, il lamento; bestemmian quivi la virtú divina. Intesis che a cosí fatto tormento enno dannati i peccator carnali, che la ragion sommettono al talento. E come gli stornei ne portan l’ali nel freddo tempo a schiera larga e piena, cosí quel fíato gli spiriti mali: di qua, di là, di giù, di su li mena; nulla speranza li conforta fai, non che di posa, ma di minor pena» (Dante, Divina Comedia, Inferno, V, 37-43).

«Shakespeare has described the satisfaction of a tyrannous lust as something. Past reason hunted and, no sooner had, past reason hated» (C. S. Lewis, The Four Loves, New York, 1960. Harcourt, Brace, pág. 28).

(2) El análisis filosófico confirma el significado de la expresión ho blépon («el que mira» o ,«todo el que mira»: Mt 5, 28).

«Si blépo de Mt 5, 28 tiene el valor de percepción interna, equivalente a ‘pienso, fijo la atención, observo’, resulta severa y más elevada la enseñanza evangélica respecto a a las relaciones interpersonales de los discípulos de Cristo.

Según Jesús, no es necesaria siquiera una mirada lujuriosa para convertir en adúltera a una persona. Basta incluso un pensamiento del corazón» M. Adinolfi, «Il desiderio della donna in Matteo 5, 28», in: Fondamenti biblici della teología morale - Atti della XXII Settimana Biblica Italiana, Brescia, 1973, Paideia, pág. 279).

40. El mal deseo, adulterio del corazón (17-IX-80/21-IX-80)

1. Durante la última reflexión nos preguntamos qué es el «deseo», del que hablaba Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28). Recordemos que hablaba de él refiriéndose al mandamiento: «No cometerás adulterio». El mismo «desear» (precisamente «mirar para desear») es definido un «adulterio cometido en el corazón». Esto hace pensar mucho. En las reflexiones precedentes hemos dicho que Cristo, al expresarse de este modo quería indicar a sus oyentes el alejamiento del significado esponsalicio del cuerpo, que experimenta el hombre (en este caso, el varón) cuando secunda a la concupiscencia de la carne con el acto interior del «deseo». El alejamiento del significado esponsalicio del cuerpo comporta, al mismo tiempo, un conflicto con su dignidad de persona: un auténtico conflicto de conciencia.

Aparece así que el significado bíblico (por lo tanto, también teológico) del «deseo» es diverso del puramente psicológico. El psicólogo describirá el «deseo» como una orientación intensa hacia el objeto, a causa de su valor peculiar: en el caso aquí considerado, por su valor «sexual». Según parece, encontraremos esta definición en la mayor parte de las obras dedicadas a temas similares. Sin embargo, la descripción bíblica, aun sin infravalorar el aspecto psicológico, pone de relieve sobre todo el ético, dado que es un valor que queda lesionado. El «deseo», diría, es el engaño del corazón humano en relación a la perenne llamada del hombre y de la mujer -una llamada que fue revelada en el misterio mismo de la creación- a la comunión a través de un don recíproco. Así, pues, cuando Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) hace referencia al «corazón» o al hombre interior, sus palabras no dejan de estar cargadas de esa verdad acerca del «principio», con las que, respondiendo a los fariseos (cf. Mt 19, 8) había vuelto a plantear todo el problema del hombre, de la mujer y del matrimonio.

2. La llamada perenne, de la que hemos tratado de hacer el análisis siguiendo el libro del Génesis (sobre todo Gén 2, 23-25) y, en cierto sentido, la perenne atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de las palabras de Mateo 5, 27-28. El «deseo», como actuación de la concupiscencia de la carne (también y sobre todo en el acto puramente interior), empequeñece el significado de lo que eran -y que sustancialmente no dejan de ser- esa invitación y esa recíproca atracción. El eterno «femenino» («das ewig weibliche»), así como por lo demás, el eterno «masculino», incluso en el plano de la historicidad tiende a liberarse de la mera concupiscencia, y busca un puesto de afirmación en el nivel propio del mundo de las personas. De ello da testimonio aquella vergüenza originaria, de la que habla el Génesis 3. La dimensión de la intencionalidad de los pensamientos y de los corazones constituye uno de los filones principales de la cultura humana universal. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña confirman precisamente esta dimensión.

3. No obstante, estas palabras expresan claramente que el «deseo» forma parte de la realidad del corazón humano. Cuando afirmamos que el «deseo», con relación a la originaria atracción recíproca de la masculinidad y de la feminidad, representa una «reducción», pensamos en una «reducción intencional», como en una restricción que cierra el horizonte de la mente y del corazón. En efecto, una cosa es tener conciencia de que el valor del sexo forma parte de toda la riqueza de valores, con los que el ser femenino se presenta al varón, y otra cosa es «reducir» toda la riqueza personal de la feminidad a ese único valor, es decir, al sexo, como objeto idóneo para la satisfacción de la propia sexualidad. El mismo razonamiento se puede hacer con relación a lo que es la masculinidad para la mujer, aunque las palabras de Mateo 5, 27-28 se refieran directamente sólo a la otra relación. La «reducción» intencional, como se ve, es de naturaleza sobre todo axiológica. Por una parte, la eterna atracción del hombre hacia la feminidad (cf. Gén 2, 23) libera en él -o quizá debería liberar- una gama de deseos espirituales carnales de naturaleza sobre todo personal y «de comunión» (cf. el análisis del «principio»), a los que corresponde una proporcional jerarquía de valores. Por otra parte, el «deseo» limita esta gama, ofuscando la jerarquía de los valores que marca la atracción perenne de la masculinidad y de la feminidad.

4. El deseo ciertamente hace que en el interior, esto es, en el «corazón», en el horizonte interior del hombre y de la mujer, se ofusque el significado dcl cuerpo, propio de la persona. La feminidad deja de ser así para la masculinidad sobre todo sujeto; deja de ser un lenguaje específico del espíritu; pierde el carácter de signo. Deja, diría, de llevar en sí el estupendo significado esponsalicio del cuerpo. Deja de estar situado en el contexto de la conciencia y de la experiencia de este significado. El «deseo» que nace de la misma concupiscencia de la carne, desde el primer momento de la existencia en el interior del hombre -de la existencia en su «corazón»- pasa en cierto sentido junto a este contexto (se podría decir, con una imagen, que pasa sobre las ruinas del significado esponsalicio del cuerpo y de todos sus componentes subjetivos), y en virtud de la propia intencionalidad axiológica tiende directamente a un fin exclusivo: a satisfacer solamente la necesidad sexual del cuerpo, como objeto propio.

5. Esta reducción intencional y axiológica puede verificarse, según las palabras de Cristo (cf. Mt 5, 27-28), ya en el ámbito de la «mirada» (del «mirar») o más bien, en el ámbito de un acto puramente interior expresado por la mirada. La mirada (o mas bien, el «mirar»), en sí misma, es un acto cognoscitivo. Cuando en la estructura interior entra la concupiscencia, la mirada asume un carácter de «conocimiento deseoso». La expresión bíblica «mira para desear» puede indicar tanto un acto cognoscitivo, del que «se sirve» el hombre deseando (es decir, confiriéndole el carácter propio del deseo que tiende hacia un objeto), como un acto cognoscitivo que suscita el deseo en el otro sujeto y sobre todo en su voluntad y en su «corazón». Como se ve, es posible atribuir una interpretación intencional a un acto interior, teniendo presente el uno y el otro polo de la psicología del hombre; el conocimiento o el deseo entendido como appetitus. (El appetitus es algo más amplio que el «deseo», porque indica todo lo que se manifiesta en el sujeto como «aspiración», y como tal, se orienta siempre hacia un fin, esto es, hacia un objeto conocido bajo el aspecto del valor). Sin embargo, una interpretación adecuada de las palabras de Mateo 5, 27-28 exige que -a través de la intencionalidad propia del conocimiento o del «appetitus» percibamos algo más, es decir, la intencionalidad de la existencia misma del hombre en relación con el otro hombre; en nuestro caso: del hombre en relación con la mujer y de la mujer en relación con el hombre.

Nos convendrá volver sobre este tema. Al finalizar la reflexión de hoy, es necesario añadir aún que en ese «deseo», en el «mirar para desear», del que trata el sermón de la montaña, la mujer, para el hombre que «mira» así, deja de existir como sujeto de la eterna atracción y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia carnal. A esto va unido el profundo alejamiento interno del significado esponsalicio del cuerpo, del que hemos hablado ya en la reflexión precedente.