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Catequesis 26-30

26. La triple concupiscencia (30-IV-80/4-V-80)

1. Durante nuestra última reflexión hemos dicho que las palabras de Cristo en el sermón de la montaña hacen referencia directamente al «deseo» que nace inmediatamente en el corazón humano; indirectamente, en cambio, esas palabras nos orientan a comprender una verdad sobre el hombre, que es de importancia universal.

Esta verdad sobre el hombre «histórico», de importancia universal, hacia la que nos dirigen las palabras de Cristo tomadas de Mt 5, 27-28, parece que se expresa en la doctrina bíblica sobre la triple concupiscencia. Nos referimos aquí a la concisa fórmula de la primera Carta de San Juan 2, 16-17: «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Es obvio que para entender estas palabras, hay que tener muy en cuenta el contexto, en el que se insertan, es decir, el contexto de toda la «teología de San Juan», sobre la que se ha escrito tanto (1). Sin embargo, las mismas palabras se insertan, a la vez, en el contexto de toda la Biblia; pertenecen al conjunto de la verdad revelada sobre el hombre, y son importantes para la teología del cuerpo. No explican la concupiscencia misma en su triple forma, porque parecen presuponer que «la concupiscencia del cuerpo, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida», sean, de cualquier modo, un concepto claro y conocido. En cambio explican la génesis de la triple concupiscencia, al indicar su proveniencia, no «del Padre», sino «del mundo».

2. La concupiscencia de la carne y, junto con ella, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, está «en el mundo» y, a la vez, «viene del mundo», no como fruto del misterio de la creación, sino como fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf. Gén 2, 17) en el corazón del hombre. Lo que fructifica en la triple concupiscencia no es el «mundo» creado por Dios para el hombre, cuya «bondad» fundamental hemos leído más veces en Gén 1: «Vio Dios que era bueno... era muy bueno». En cambio, en la triple concupiscencia fructifica la ruptura de la primera Alianza con el Creador, con Dios-Elohim, con Dios-Yahvé. Esta Alianza se rompió en el corazón del hombre. Sería necesario hacer aquí un análisis cuidadoso de los acontecimientos descritos en Gén 3, 1-6. Sin embargo, nos referimos sólo en general al misterio del pecado, en los comienzos de la historia humana. Efectivamente, sólo como consecuencia del pecado, como fruto de la ruptura de la Alianza con Dios en el corazón humano -en lo íntimo del hombre-, el «mundo» del libro del Génesis se ha convertido en el «mundo» de las palabras de San Juan (1, 2, 15-16): lugar y fuente de concupiscencia.

Así, pues, la fórmula según la cual, la concupiscencia «no viene del Padre sino del mundo» parece dirigirse una vez más hacia el «principio» bíblico. La génesis de la triple concupiscencia, presentada por Juan, encuentra en este principio su primera y fundamental dilucidación, una explicación que es esencial para la teología del cuerpo. Para entender esa verdad de importancia universal sobre el hombre «histórico», contenida en las palabras de Cristo durante el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27-28), debemos volver una vez más al libro del Génesis, detenernos una vez más «en el umbral» de la revelación del hombre «histórico». Esto es tanto más necesario, en cuanto que este umbral de la historia de la salvación es, al mismo tiempo, umbral de auténticas experiencias humanas, como comprobaremos en los análisis sucesivos. Allí revivirán los mismos significados fundamentales que hemos obtenido de los análisis precedentes, como elementos constitutivos de una antropología adecuada y substrato profundo de la teología del cuerpo.

3. Puede surgir aún la pregunta de si es lícito trasladar los contenidos típicos de la teología de San Juan, que se encuentra en toda la primera Carta (especialmente en 1, 2, 15-16), al terreno del sermón de la montaña según Mateo, y precisamente de la afirmación de Cristo tomada de Mt 5, 27-28, («Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón»). Volveremos a tocar este tema más veces: a pesar de esto, hacemos referencia desde ahora al contenido bíblico general, al conjunto de la verdad sobre el hombre, revelada y expresada en ella. Precisamente, en virtud de esta verdad, tratamos de captar hasta el fondo al hombre, que indica Cristo en el texto de Mt 5, 27-28: es decir, al hombre que «mira» a la mujer «deseándola». Esta mirada, en definitiva, ¿no se explica acaso por el hecho de que el hombre es precisamente un «hombre de deseo», en el sentido de la primera Carta de San Juan, más aún, que ambos, esto es, el hombre que mira para desear a la mujer que es objeto de tal mirada, se encuentran en la dimensión de la triple concupiscencia, que «no viene del Padre, sino del mundo»? Es necesario, pues, entender lo que es ese bíblico «hombre de deseo», para descubrir la profundidad de las palabras de Cristo según Mt 5, 27-28, y para explicar lo que signifique su referencia, tan importante para la teología del cuerpo, al «corazón» humano.

4. Volvamos de nuevo al relato yahvista, en el que el mismo hombre, varón y mujer, aparece al principio como hombre de inocencia originaria -antes del pecado original- y luego como aquel que ha perdido esta inocencia, quebrantando la alianza originaria con su Creador. No intentamos hacer aquí un análisis completo de la tentación y del pecado, según el mismo texto del Gén 3, 1-5, la correspondiente doctrina de la Iglesia y la teología.

Solamente conviene observar que la misma descripción bíblica parece poner en evidencia especialmente el momento clave, en que en el corazón del hombre se puso en duda el don. El hombre que toma el fruto del «árbol de la ciencia del bien y del mal» hace, al mismo tiempo, una opción fundamental y la realiza contra la voluntad del Creador, Dios Yahvé, aceptando la motivación que le sugiere el tentador: «No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»; según traducciones antiguas: «seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (2). En esta motivación se encierra claramente la puesta en duda del don y del amor, de quien trae origen la creación como donación. Por lo que al hombre se refiere, él recibe en don «al mundo» y, a la vez, la «imagen de Dios», es decir, la humanidad misma en toda la verdad de su duplicidad masculina y femenina. Basta leer cuidadosamente todo el pasaje del Gén 3, 1-5, para determinar allí el misterio del hombre que vuelve las espaldas al «Padre» (aun cuando en el relato no encontremos este apelativo de Dios). Al poner en duda, dentro de su corazón, el significado más profundo de la donación, esto es, el amor como motivo específico de la creación y de la Alianza originaria (cf. especialmente Gén 3, 5), el hombre vuelve las espaldas al Dios-Amor, al «Padre». En cierto sentido lo rechaza de su corazón y como si lo cortase de aquello que «viene del Padre»; así, queda en él lo que «viene del mundo».

5. «Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (Gén 3, 7). Esta es la primera frase del relato yahvista que se refiere a la «situación» del hombre después del pecado y muestra el nuevo estado de la naturaleza humana. ¿Acaso no sugiere también esta frase el comienzo de la «concupiscencia» en el corazón del hombre? Para dar una respuesta más profunda a esta pregunta, no podemos quedarnos en esa primera frase, sino que es necesario volver a leer todo el texto. Sin embargo, vale la pena recordar aquí lo que se dijo en los primeros análisis sobre el tema de la vergüenza como experiencia «del límite» (10). El libro del Génesis se refiere a esta experiencia para demostrar la «línea divisoria» que existe entre el estado de inocencia originaria (cf. especialmente Gén 2, 25, al que hemos dedicado mucha atención en los análisis precedentes) y el estado de situación de pecado del hombre al «principio» mismo. Mientras el Génesis 2, 25 subraya que estaban desnudos... sin avergonzarse de ello», el Génesis 3, 6 habla explícitamente del nacimiento de la vergüenza en conexión con el pecado. Esa vergüenza es como la fuente primera del manifestarse en el hombre -en ambos, varón y mujer-, lo que «no viene del Padre, sino del mundo».

(1) Cf. p. ej.: J. Bonsirven, Epitres de Saint Jean, París 1954² (Beauchesne). págs. 113-119; E. Brooke, Critical and Exegeitcal Commentary on the Johannine Epistle (International Critical Commentary), Edimburgo 1912 (Clark), págs. 47-49; P. De Amborggi, Le Epistole Cattoliche, Turín 1947 (Marietti), págs. 216-217; C. H. Dodd, The Johannine Epistles (Moffatt New Testament Commentary), Londres 1946, págs. 41-42; J. Houlden, A Commentary on the Johannine Epistles, Londres 1973, Black), páginas 73-74; B. Prete, Letter di Giovanni, Roma 1970 (Ed. Paulinas), pág. 61; R. Schnackenburg, Die Johannesbriefe, Friburgo 1953 (Herders Theologischer Kommentar zum Neuen Testament), págs. 112-115; J. R. W. Stott, Epistles of John (Tyndale New Testamente Commentaries), Londres 19693, págs. 99-101.

Sobre el tema de la teología de Juan, cf. en particular A. Feuillet, Le mystère de l’amour divin dans la théologie johannique, París 1972 (Gabalda).

(2) El texto hebreo puede tener ambos significados, porque dice: «Sabe Elohim que el día en que comáis de él (del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal) se abrirán vuestros ojos y seréis como Elohim, conocedores del bien y del mal». El término elohim es plural de eloah («pluralis excellentiae»).

En relación a Yahvé, tiene un significado particular; pero puede indicar el plural de otros seres celestes o divinidades paganas (por ejemplo, Sal 8, 6; Ex 12, 12; Jue 10, 16; Os 31, 1 y otros).

Aludimos algunas versiones:

- Italiano: «diverreste come Dio, conoscendo il bene e il male» (Pont Inst. Biblico, 1961).

- Francés: «...vous serez comme des dieux, qui connaissent le bien et le mal» (Biblia de Jerusalén, 1973).

- Inglés: «you will be like God, knowing good and evil» (Versión Standard revisada, 1966).

- Español: «seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (S. Ausejo, Barcelona, 1964).

«Seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal» (A. Alonso-Schökel, Madrid, 1970).

(10) Cf. la audiencia general del 12 de diciembre de 1979.

27. La desnudez original y la vergüenza (14-V-80/18-V-80)

1. Hemos hablado ya de la vergüenza que brota en el corazón del primer hombre, varón y mujer, juntamente con el pecado. La primera frase del relato bíblico, a este respecto, dice así: «Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (Gén 3, 7). Este pasaje, que habla de la vergüenza recíproca del hombre y de la mujer, como síntoma de la caída (status naturæ lapsæ), se aprecia en su contexto. La vergüenza en ese momento toca el grado más profundo y parece remover los fundamentos mismos de su existencia. Oyeron a Yahvé Dios, que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron de Yahvé Dios el hombre y su mujer, en medio de la arboleda del jardín» (Gén 3, 8). La necesidad de esconderse indica que en lo profundo de la vergüenza observada recíprocamente, como fruto inmediato del árbol de la ciencia del bien y del mal, ha madurado un sentido de miedo frente a Dios: miedo antes desconocido. «Llamó Yahvé Dios al hombre, diciendo: ¿Dónde estás? Y éste contestó: Te he oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 9-10). Cierto miedo pertenece siempre a la esencia misma de la vergüenza; no obstante, la vergüenza originaria revela de modo particular su carácter: «temeroso, porque estaba desnudo». Nos damos cuenta de que aquí está en juego algo más profundo que la misma vergüenza corporal, vinculado a una reciente toma de conciencia de la propia desnudez. El hombre trata de cubrir con la vergüenza de la propia desnudez el origen auténtico del miedo, señalando más bien su efecto, para no llamar por su nombre a la causa. Y entonces Dios Yahvé lo hace en su lugar: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?» (Gén 3, 11).

2. Es desconcertante la precisión de ese diálogo, es desconcertante la precisión de todo el relato. Manifiesta la superficie de las emociones del hombre al vivir los acontecimientos, de manera que descubre al mismo tiempo la profundidad. En todo esto, la «desnudez» no tiene sólo un significado literal, no se refiere solamente al cuerpo, no es origen de una vergüenza que hace referencia sólo al cuerpo. En realidad, a través de la «desnudez», se manifiesta el hombre privado de la participación del don, el hombre alienado de ese amor que había sido la fuente del don originario, fuente de la plenitud del bien destinado a la criatura. Este hombre, según las fórmulas de la enseñanza teológica de la Iglesia (1), fue privado de los dones sobrenaturales y preternaturales, que formaban parte de su «dotación» antes del pecado; además, sufrió un daño en lo que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria «de la imagen de Dios». La triple concupiscencia no corresponde a la plenitud de esa imagen, sino precisamente a los daños, a las deficiencias, a las limitaciones que aparecieron con el pecado. La concupiscencia se explica como carencia, que sin embargo hunde las raíces en la profundidad originaria del espíritu humano. Si queremos estudiar este fenómeno en sus orígenes, esto es, en el umbral de las experiencias del hombre «histórico», debemos tomar en consideración todas las palabras que Dios-Yahvé dirigió a la mujer (Gén 3, 16) y al hombre (Gén 3, 17-19), y además debemos examinar el estado de la conciencia de ambos; y el texto yahvista nos lo facilita expresamente. Ya antes hemos llamado la atención sobre el carácter específico literario del texto a este respecto.

3. ¿Qué estado de conciencia puede manifestarse en las palabras: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí»? ¿A qué verdad interior corresponden? ¿Qué significado del cuerpo testimonian? Ciertamente este nuevo estado difiere grandemente del originario. Las palabras del Gén 3, 10 atestiguan directamente un cambio radical del significado de la desnudez originaria. En el estado de inocencia originaria, la desnudez, como hemos observado anteriormente, no expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del cuerpo en toda su verdad humana y, por lo tanto, personal. El cuerpo, como expresión de la persona, era el primer signo de la presencia del hombre en el mundo visible. En ese mundo, el hombre estaba en disposición, desde el comienzo, de distinguirse a sí mismo, cómo individuarse -esto es, confirmarse como persona- también a través del propio cuerpo. Efectivamente, él había sido, por así decirlo, marcado como factor visible de la trascendencia, en virtud de la cual el hombre, en cuanto persona, supera al mundo visible de los seres vivientes (animalia). En este sentido, el cuerpo humano era desde el principio un testigo fiel y una verificación sensible de la «soledad» originaria del hombre en el mundo, convirtiéndose, al mismo tiempo, mediante su masculinidad y feminidad, en un límpido componente de la donación recíproca en la comunión de las personas. Así, el cuerpo humano llevaba en sí, en el misterio de la creación, un indudable signo de la «imagen de Dios» y constituía también la fuente específica de la certeza de esa imagen, presente en todo el ser humano. La aceptación originaria del cuerpo era, en cierto sentido, la base de la aceptación de todo el mundo visible. Y, a su vez, era para el hombre garantía de su dominio absoluto sobre el mundo, sobre la tierra, que debería someter (cf. Gén 1, 28).

4. Las palabras «temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 10) testimonian un cambio radical de esta relación. El hombre pierde, de algún modo, la certeza originaria de la «imagen de Dios», expresada en su cuerpo. Pierde también, en cierto modo, el sentido de su derecho a participar en la percepción del mundo, de la que gozaba en el misterio de la creación. Este derecho encontraba su fundamento en lo íntimo del hombre, en el hecho de que él mismo participaba de la visión divina del mundo y de la propia humanidad; lo que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el valor del propio cuerpo, en toda su sencillez, que le había transmitido el Creador: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Las palabras del Gén 3, 10: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí» confirman el derrumbamiento de la aceptación originaria del cuerpo como signo de la persona en el mundo visible. A la vez, parece vacilar también la aceptación del mundo material en relación con el hombre. Las palabras de Dios-Yahvé anuncian casi la hostilidad del mundo, la resistencia de la naturaleza en relación con el hombre y con sus tareas, anuncian la fatiga que el cuerpo humano debería experimentar después en contacto con la tierra que él sometía: «Por ti será maldita la tierra: con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado» (Gén 3, 17-19). El final de esta fatiga, de esta lucha del hombre con la tierra, es la muerte: «Polvo eres, y al polvo volverás» (Gén 3, 19).

En este contexto, o más bien, en esta perspectiva, las palabras de Adán en Génesis 3, 10: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí», parecen expresar la conciencia de estar inerme, y el sentido de inseguridad de su estructura somática frente a los procesos de la naturaleza, que actúan con un determinismo inevitable. Quizá, en esta desconcertante enunciación se halla implícita cierta «vergüenza cósmica», en la que se manifiesta el ser creado a «imagen de Dios» y llamado a someter la tierra y a dominarla (cf. Gén 1, 28), precisamente mientras, al comienzo de sus experiencias históricas y de manera tan explícita, es sometido por la tierra, particularmente en la «parte» de su constitución trascendente representada precisamente por el cuerpo.

(1) El Magisterio de la Iglesia se ha ocupado más de cerca de estos problemas en tres períodos, de acuerdo con las necesidades de la época.

Las declaraciones de los tiempos de las controversias con los pelagianos (siglos V-VI) afirman que el primer hombre, en virtud de la gracia divina, poseía «naturalem possibilitatem et innocentiam» (DS 239), llamada también «libertad» («libertas», «libertas arbitrii»), (DS 371, 242, 383, 622). Permanecía en un estado que el Sínodo de Orange (a. 529) denomina «integritas»: «Natura humana, etiamsi in ella integritate, in qua condita est, permaneret, nullo modo se ipsam, Creatore suo non adiuvante, servaret...» (DS 389).

Los conceptos de «integritas» y, en particular, el de «libertas», presuponen la libertad de la concupiscencia, aunque los documentos eclesiásticos de esta época no la mencionen de modo explícito.

El primer hombre estaba además libre de la necesidad de muerte (DS 222, 372, 1511).

El Concilio de Trento define el estado del primer hombre, antes del pecado como «santidad y justicia» («sanctitas et iustitia», DS 1511, 1512), o también como «inocencia», («innocentia», DS 1521).

Las declaraciones ulteriores en esta materia defienden la absoluta gratuidad del don originario de la gracia, contra las afirmaciones de los jansenistas. La «integritas primae creationis» era una elevación no merecida de la naturaleza humana («indebita humanae naturae exaltatio») y no «el estado que le era debido por naturaleza» («naturalis eius conditio», DS 1926). Por lo tanto, Dios habría podido crear al hombre sin estas gracias y dones (DS 1955), esto es, no habría roto la esencia de la naturaleza humana ni la habría privado de sus privilegios fundamentales (DS 1903-1907, 1909, 1921, 1924, 1926, 1955, 2434, 2437, 2616, 2617).

En analogía con los Sínodos antipelagianos, el Concilio de Trento trata sobre todo el dogma del pecado original, incluyendo en su enseñanza los enunciados precedentes a este propósito. Pero aquí se introdujo una apreciación, que cambió en parte el contenido comprendido en el concepto de «liberum arbitrium». La «libertad» o «libertad de la voluntad» de los documentos antipelagianos, no significaba la posibilidad de opción, inherente a la naturaleza humana, por lo tanto constante, sino que se refería solamente a la posibilidad de realizar los actos meritorios, la libertad que brota de la gracia y que el hombre puede perder.

Ahora bien, a causa del pecado, Adán perdió lo que no pertenecía a la naturaleza humana entendida en el sentido estricto de la palabra, esto es, «integritas», «sanctitas», «innocentia», «iustitia». El «liberum arbitrium», la libertad de la voluntad, no se quitó, se debilitó: «...liberum arbitrium minime exstinctum... viribus licet attenuatum et inclinatum...» (DS 1521 - Trid. sess. VI, Decr, de Iustificatione, c. 1).

Junto con el pecado aparece la concupiscencia y la muerte inevitable: «...primum hominem... cum mandatun Dei... fuisset transgressus, statim sanctitatem et iustitiam, in qua constitutus fuerat, amisisse incurrisseque per offensam praevaricationis huiusmodi iram et indignationem Dei atque ideo mortem... et cum morte captivitatem sub eius potestate, qui ‘mortis’ deinde ‘habuit imperium’... ‘totumque Adam per illiam praevaricationis offensam secundum corpus et animam in deterius commutatum fuisse...’» (DS, 1511, Trid. sess. V. Decr. de pecc. orig., 1).

(Cf. Mysterium salutis, II, Einsiedeln-Zurich-Colonia, 1967, págs. 827-828: W. Seibel, «Der mensch als Gottes übernatürliches Ebenbild und der Urstand des Menschen»).

28. El cuerpo rebelde al espíritu (28-V-80/1-VI-80)

1. Estamos leyendo de nuevo los primeros capítulos del libro del Génesis, para comprender cómo -con el pecado original- el «hombre de la concupiscencia» ocupó el lugar del «hombre de la inocencia» originaria. Las palabras del Génesis 3, 10: «temeroso porque estaba desnudo, me escondí», que hemos considerado hace dos semanas, demuestran la primera experiencia de vergüenza del hombre en relación con su Creador: una vergüenza que también podría ser llamada «cósmica».

Sin embargo, esta «vergüenza cósmica» -si es posible descubrir por ella los rasgos de la situación total del hombre después del pecado original- en el texto bíblico da lugar a otra forma de vergüenza. Es la vergüenza que se produce en la humanidad misma, esto es, causada por el desorden íntimo en aquello por lo que el hombre, en el misterio de la creación, era la «imagen de Dios», tanto en su «yo» personal, como en la relación interpersonal, a través de la primordial comunión de las personas, constituida a la vez por el hombre y por la mujer. Esta vergüenza, cuya causa se encuentra en la humanidad misma, es inmanente y al mismo tiempo relativa: se manifiesta en la dimensión de la interioridad humana y a la vez se refiere al «otro». Esta es la vergüenza de la mujer «con relación» al hombre, y también del hombre «con relación» a la mujer: vergüenza recíproca, que los obliga a cubrir su propia desnudez, a ocultar su propio cuerpo, a apartar de la vista del hombre lo que constituye el signo visible de la feminidad, y de la vista de la mujer lo que constituye el signo visible de la masculinidad. En esta dirección se orientó la vergüenza de ambos después del pecado original, cuando se dieron cuenta de que «estaban desnudos», como atestigua el Génesis 3, 7. El texto yahvista parece indicar explícitamente el carácter «sexual» de esta vergüenza: «Cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores». Sin embargo, podemos preguntarnos si el aspecto «sexual» tiene sólo un carácter «relativo»; en otras palabras: si se trata de vergüenza de la propia sexualidad sólo con relación a la persona del otro sexo.

2. Aunque a la luz de esa única frase determinante del Génesis 3, 7, la respuesta a la pregunta parece mantener sobre todo el carácter relativo de la vergüenza originaria, no obstante, la reflexión sobre todo el contexto inmediato permite descubrir su fondo más inmanente. Esta vergüenza, que sin duda se manifiesta en el orden «sexual», revela una dificultad específica para hacer notar lo esencial humano del propio cuerpo: dificultad que el hombre no había experimentado en el estado de inocencia originaria. Efectivamente, así se puede entender las palabras: «Temeroso porque estaba desnudo», que ponen en evidencia las consecuencias del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal en lo íntimo del hombre. A través de estas palabras, se descubre una cierta fractura constitutiva en el interior de la persona humana, como una ruptura de la originaria unidad espiritual y somática del hombre. Este se da cuenta por vez primera que su cuerpo ha dejado de sacar la fuerza del Espíritu, que lo elevaba al nivel de la imagen de Dios. Su vergüenza originaria lleva consigo los signos de una específica humillación interpuesta por el cuerpo. En ella se esconde el germen de esa contradicción, que acompañará al hombre «histórico» en todo su camino terreno, como escribe San Pablo: «Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 22-23).

3. Así, pues, esa vergüenza es inmanente. Contiene tal agudeza cognoscitiva que crea una inquietud de fondo en toda la existencia humana, no sólo frente a la perspectiva de la muerte, sino también frente a ésa de la que depende el valor y la dignidad mismos de la persona en su significado ético. En este sentido la vergüenza originaria del cuerpo («estaba desnudo») es ya miedo («temeroso»), y anuncia la inquietud de la conciencia vinculada con la concupiscencia. El cuerpo que no se somete al espíritu como en el estado de inocencia originaria lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y amenaza de algún modo la unidad del hombre-persona, esto es, de la naturaleza moral, que hunde sólidamente las raíces en la misma constitución de la persona. La concupiscencia del cuerpo, es una amenaza específica a la estructura de la autoposesión y del autodominio, a través de los que se forma la persona humana. Y constituye también para ella un desafío específico. En todo caso, el hombre de la concupiscencia no domina el propio cuerpo del mismo modo, con igual sencillez y «naturalidad», como lo hacía el hombre de la inocencia originaria. La estructura de la autoposesión, esencial para la persona, está alterada en él, de cierto modo, en los mismos fundamentos; se identifica de nuevo con ella en cuanto está continuamente dispuesto a conquistarla.

4. Con este desequilibrio interior está vinculada la vergüenza inmanente. Y ella tiene un carácter «sexual», porque precisamente la esfera de la sexualidad humana parece poner en evidencia particular ese desequilibrio, que brota de la concupiscencia y especialmente de la «concupiscencia del cuerpo». Desde este punto de vista, ese primer impulso, del que habla el Génesis 3, 7 («viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores») es muy elocuente; es como si el «hombre de la concupiscencia» (hombre y mujer, «en el acto del conocimiento del bien y del mal») experimentase haber cesado, sencillamente, de estar también a través del propio cuerpo y sexo, por encima del mundo de los seres vivientes o «animalia», Es como si experimentase una específica fractura de la integridad personal del propio cuerpo, especialmente en lo que determina su sexualidad y que está directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre y la mujer «serán una sola carne» (Gén 2, 24). Por esto, ese pudor inmanente y al mismo tiempo sexual, es siempre, al menos indirectamente, relativo. Es el pudor de la propia sexualidad «en relación» con el otro ser humano. De este modo el pudor se manifiesta en el relato del Génesis 3, por el que somos, en cierto modo, testigos del nacimiento de la concupiscencia humana. Está suficientemente clara, pues, la motivación para remontarnos de las palabras de Cristo sobre el hombre (varón), que «mira a una mujer deseándola» (Mt 5, 27-28), a ese primer momento en el que el pudor se desarrolla mediante la concupiscencia, y la concupiscencia mediante el pudor. Así entendemos mejor por qué -y en qué sentido- Cristo habla del deseo como «adulterio» cometido en el corazón, por qué se dirige al «corazón», por qué se dirige al «corazón» humano.

5. El corazón humano guarda en sí al mismo tiempo el deseo y el pudor. El nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento, en el que el hombre interior, «el corazón», cerrándose a lo que «viene del Padre», se abre a lo que «procede del mundo». El nacimiento del pudor en el corazón humano va junto con el comienzo de la concupiscencia -de la triple concupiscencia según la teología de Juan (cf. 1 Jn 2, 16), y en particular de la concupiscencia del cuerpo. El hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más aún, tiene pudor no tanto del cuerpo, cuanto precisamente de la concupiscencia: tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Tiene pudor del cuerpo a causa de ese estado de su espíritu, al que la teología y la psicología dan la misma denominación sinónima: deseo o concupiscencia, aunque con significado no igual del todo. El significado bíblico y teológico del deseo y de la concupiscencia difiere del que se usa en la psicología. Para esta última, el deseo proviene de la falta o de la necesidad, que debe satisfacer el valor deseado. La concupiscencia bíblica, como deducimos de 1 Jn 2, 16, indica el estado del espíritu humano alejado de la sencillez originaria y de la plenitud de los valores, que el hombre y el mundo poseen «en las dimensiones de Dios». Precisamente esta sencillez y plenitud del valor del cuerpo humano en la primera experiencia de su masculinidad-feminidad, de la que habla el Génesis 2, 23-25, ha sufrido sucesivamente, «en las dimensiones del mundo», una transformación radical. Y entonces, juntamente con la concupiscencia del cuerpo, nació el pudor.

6. El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor y al mismo tiempo protege interiormente este valor (1). El hecho de que el corazón humano, desde el momento en que nació allí la concupiscencia del cuerpo, guarde en sí también la vergüenza, indica que se puede y se debe apelar a él, cuando se trata de garantizar esos valores, a los que la concupiscencia quita su originaria y plena dimensión. Si recordamos esto, estamos en disposición de comprender mejor por qué Cristo, al hablar de la concupiscencia, apela al «corazón» humano.

(1) Cf. Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, cap. 2, «Metafísica del pudor»: Razón y Fe, Madrid 197912.

29. La vergüenza original en la relación hombre-mujer (4-VI-80/8-VI-80)

1. Al hablar del nacimiento de la concupiscencia en el hombre, según el libro del Génesis, hemos analizado el significado ordinario de la vergüenza, que aparece con el primer pecado. El análisis de la vergüenza, a la luz del relato bíblico, nos permite comprender todavía más a fondo el significado que tiene para el conjunto de las relaciones interpersonales hombre-mujer. En el capítulo tercero del Génesis demuestra sin duda alguna que esa vergüenza aparece en la relación recíproca del hombre con la mujer y que esta relación, a causa de la vergüenza misma, sufrió una transformación radical. Y puesto que ella nació en sus corazones juntamente con la concupiscencia del cuerpo, el análisis de la vergüenza originaria nos permite, al mismo tiempo, examinar en qué relación permanece esta concupiscencia respecto a la comunión de las personas, que, desde el principio, se concedió y asignó como incumbencia al hombre y a la mujer por el hecho de haber sido creados «a imagen de Dios». Por lo tanto, la ulterior etapa del estudio sobre la concupiscencia, que «al principio» se había manifestado a través de la mujer, según el Génesis 3, es el análisis de la insaciabilidad de la unión, esto es, de la comunión de las personas, que debía expresarse también por sus cuerpos, según la propia masculinidad y feminidad específica.

2. Así, pues, sobre todo, esta vergüenza que, según la narración bíblica, induce al hombre y a la mujer a ocultar recíprocamente los propios cuerpos y en especial su diferenciación sexual, confirma que se rompió esa capacidad originaria de comunicarse recíprocamente a sí mismos, de que habla el Génesis 2, 25. El cambio radical del significado de la desnudez originaria nos permite suponer transformaciones negativas de toda la relación interpersonal hombre-mujer. Esa recíproca comunión en la humanidad misma mediante el cuerpo y mediante su masculinidad y feminidad, que tenía una resonancia tan fuerte en el pasaje procedente de la narración yahvista (cf. Gén 2, 23-25), en este momento queda alterada: como si el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, dejase de constituir el «insospechable» substrato de la comunión de las personas, como si su función originaria fuese «puesta en duda» en la conciencia del hombre y de la mujer. Desaparecen la sencillez y la «pureza» de la experiencia originaria, que facilitaba una plenitud singular en la recíproca comunión de ellos mismos. Obviamente los progenitores no cesaron de comunicarse mutuamente a través del cuerpo, de sus movimientos, gestos, expresiones; pero desapareció la sencilla y directa comunión entre ellos ligada con la experiencia originaria de la desnudez recíproca. Como de improviso, aparece en sus conciencias un umbral infranqueable, que limitaba la originaria «donación de sí» al otro, confiando plenamente todo lo que constituía la propia identidad y, al mismo tiempo, diversidad, femenina por un lado, masculina, por el otro. La diversidad, o sea, la diferencia del sexo masculino y femenino, fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas. Esto lo atestigua la concisa expresión del Génesis 3, 7: «Vieron que estaban desnudos», y su contexto inmediato. Todo esto forma parte también del análisis de la vergüenza primera. El libro del Génesis no sólo delinea su origen en el ser humano, sino que permite también descubrir sus grados en ambos, en el hombre y en la mujer.

3. El cerrarse de la capacidad de una plena comunión recíproca, que se manifestaba como pudor sexual, nos permite entender mejor el valor originario del significado unificante del cuerpo. En efecto, no se puede comprender de otro modo ese respectivo cerrarse, o sea, la vergüenza, sino en relación con el significado que el cuerpo, en su feminidad y masculinidad, tenía anteriormente para el hombre en el estado de inocencia originaria. Ese significado unificante se entiende no sólo en relación con la unidad, que el hombre y la mujer, como cónyuges, debían constituir, convirtiéndose en «una sola carne» (Gén 2, 24) a través del acto conyugal, sino también en relación con la misma «comunión de las personas», que había sido la dimensión propia de la existencia del hombre y de la mujer en el misterio de la creación. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, constituía el «substrato» peculiar de esta comunión personal. El pudor sexual, del que trata el Génesis 3, 7, atestigua la pérdida de la certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y feminidad, sea precisamente ese «substrato» de la comunión de las personas, que «sencillamente» la exprese, que sirva a su realización (y así también a completar la «imagen de Dios» en el mundo visible). Este estado de conciencia de ambos tiene fuertes repercusiones en el contexto ulterior del Génesis 3, del que nos ocuparemos dentro de poco. Si el hombre, después del pecado original, había perdido, por decirlo así, el sentido de la imagen de Dios en sí, esto se manifestó con la vergüenza del cuerpo cf. especialmente (Gén 3, 10-11). Esa vergüenza, al invadir la relación hombre-mujer en su totalidad, se manifestó con el desequilibrio del significado originario de la unidad corpórea, esto es, del cuerpo como «substrato» peculiar de las personas. Como si el perfil personal de la masculinidad y feminidad, que antes ponía en evidencia el significado del cuerpo para una plena comunión de las personas, cediese el puesto sólo a la sensación de la «sexualidad» respecto al otro ser humano. Y como si la sexualidad se convirtiese en «obstáculo» para la relación personal del hombre con la mujer. Ocultándola recíprocamente según el Génesis 3, 7, ambos la manifiestan como por instinto.

4. Este es, a un tiempo, como el «segundo» descubrimiento del sexo que en la narración bíblica difiere radicalmente del primero. Todo el contexto del relato comprueba que este nuevo descubrimiento distingue al hombre «histórico» de la concupiscencia (más aún, de la triple concupiscencia) del hombre de la inocencia originaria. ¿En qué relación se coloca la concupiscencia, y en particular la concupiscencia de carne respecto a la comunión de las personas a través del cuerpo, de su masculinidad y feminidad, esto es, respecto a la comunión asignada, «desde el principio», al hombre por el Creador? He aquí la pregunta que es necesario plantearse, precisamente con relación al «principio» acerca de la experiencia de la vergüenza, a la que se refiere el relato bíblico. La vergüenza, como ya hemos observado, se manifiesta en la narración del Génesis 3 como síntoma de que el hombre se separa del amor, del que era participe en el misterio de la creación, según la expresión de San Juan: lo que «viene del Padre». «Lo que hay en el mundo», esto es, la concupiscencia, lleva consigo como una constitutiva dificultad de identificación con el propio cuerpo; y no sólo en el ámbito de la propia subjetividad, sino más aún respecto a la subjetividad del otro ser humano: de la mujer para el hombre, del hombre para la mujer.

5. De aquí la necesidad de ocultarse ante el «otro» con el propio cuerpo, con lo que determina la propia feminidad-masculinidad. Esta necesidad demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por sí indica el derrumbamiento de la relación originaria «de comunión». Precisamente el miramiento a la subjetividad del otro, y juntamente a la propia subjetividad, suscitó en esta situación nueva, esto es, en el contexto de la concupiscencia, la exigencia de esconderse, de que habla el Génesis 3, 7.

Y precisamente aquí nos parece descubrir un significado más profundo del pudor «sexual» y también él significado pleno de ese fenómeno al que nos remite el texto bíblico para poner de relieve el límite entre el hombre de la inocencia originaria y el hombre «histórico» de la concupiscencia. El texto íntegro del Génesis 3 nos suministra elementos para definir la dimensión más profunda de la vergüenza; pero esto exige un análisis aparte. Lo comenzaremos en la próxima reflexión.

30. El dominio del otro como consecuencia del pecado original (18-VI-80/22-VI-80)

1. En el Génesis 3 se describe con precisión sorprendente el fenómeno de la vergüenza, que apareció en el primer hombre juntamente con el pecado original. Una reflexión atenta sobre este texto nos permite deducir que la vergüenza, introducida en la seguridad absoluta ligada con el anterior estado de inocencia originaria en la relación recíproca entre el hombre y la mujer, tiene una dimensión más profunda. A este respecto es preciso volver a leer hasta el final el capítulo 3 del Génesis, y no limitarse al versículo 7 ni al texto de los versículos 10-11, que contienen el testimonio acerca de la primera experiencia de la vergüenza. He aquí que, después de esta narración, se rompe el diálogo de Dios-Yahvé con el hombre y la mujer, y comienza un monólogo. Yahvé se dirige a la mujer y habla en primer lugar de los dolores del parto que, de ahora en adelante, la acompañarán: «Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos...» (Gén 3, 16).

A esto sigue la expresión que caracteriza la futura relación de ambos, del hombre y de la mujer: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» (Gén 3, 16).

2. Estas palabras, igual que las del Génesis 2, 24, tienen un carácter de perspectiva. La formulación incisiva del 3, 16 parece referirse al conjunto de los hechos, que en cierto modo surgieron ya en la experiencia originaria de la vergüenza, y que se manifestarán sucesivamente en toda la experiencia interior del hombre «histórico». La historia de las conciencias y de los corazones humanos comportará la confirmación de las palabras contenidas en el Génesis 3, 16. Las palabras pronunciadas al principio parecen referirse a una «minoración» particular de la mujer en relación con el hombre. Pero no hay motivo para entenderla como una minoración o una desigualdad social. En cambio, inmediatamente la expresión: «buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» indica otra forma de desigualdad con la que la mujer se sentirá como falta de unidad plena precisamente en el amplio contexto de la unión con el hombre, a la que están llamados los dos según el Génesis 2, 24.

3. Las palabras de Dios Yahvé: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» (Gén 3, 16) no se refieren exclusivamente al momento de la unión del hombre y de la mujer, cuando ambos se unen de tal manera que se convierten en una sola carne (cf. Gén 2, 24), sino que se refiere al amplio contexto de las relaciones, aun indirectas, de la unión conyugal en su conjunto. Por primera vez se define aquí al hombre como «marido». En todo del contexto de la narración yahvista estas palabras dan a entender sobre todo una infracción, una pérdida fundamental de la primitiva comunidad-comunión de personas. Esta debería haber hecho recíprocamente felices al hombre y a la mujer mediante la búsqueda de una sencilla y pura unión en la humanidad, mediante una ofrenda recíproca de sí mismos, esto es, la experiencia del don de la persona expresado con el alma y con el cuerpo, con la masculinidad y la feminidad («carne de mi carne»: Gén 2, 23), y finalmente mediante la subordinación de esta unión a la bendición de la fecundidad con la «procreación».

4. Parece, pues, que en las palabras que Dios-Yahvé dirige a la mujer, se encuentra una resonancia más profunda de la vergüenza, que ambos comenzaron a experimentar después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios. Encontramos allí, además, una motivación más plena de esta vergüenza. De modo muy discreto, y sin embargo bastante descifrable y expresivo, el Génesis 3, 16 testifica cómo esa originaria beatificante unión conyugal de las personas será deformada en el corazón del hombre por la concupiscencia. Estas palabras se dirigen directamente a la mujer, pero se refieren al hombre, o más bien, a los dos juntos.

5. Ya el análisis del Génesis 3, 7, hecho anteriormente, demostró que en la nueva situación, después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se hallaron entre sí, más que unidos, mayormente divididos e incluso contrapuestos a causa de su masculinidad y feminidad. El relato bíblico, al poner de relieve el impulso instintivo que había incitado a ambos a cubrir su cuerpo, describe al mismo tiempo la situación en la que el hombre, como varón o mujer -antes era más bien varón y mujer- se siente como más extrañado del cuerpo, como fuente de la originaria unión en la humanidad («carne de mi carne»), y más contrapuesto al otro precisamente basándose en el cuerpo y en el sexo. Esta contraposición no destruye ni excluye la unión conyugal, querida por el Creador (cf. Gén 2, 24), ni sus efectos procreadores; pero confiere a la realización de esta unión otra dirección, que será propia del hombre de la concupiscencia. De esto habla precisamente el Génesis 3, 16.

La mujer «buscará con ardor a su marido» (cf. Gén 3, 16), y el hombre que responde a ese instinto, como leemos: «te dominará», forman indudablemente la pareja humana, el mismo matrimonio del Génesis 2, 24, más aún, la misma comunidad de personas; sin embargo, son ya algo diverso. No están llamados ya solamente a la unión y unidad, sino también amenazados por la insaciabilidad de esa unión y unidad, que no cesa de atraer al hombre y a la mujer precisamente porque son personas, llamadas desde la eternidad a existir «en comunión». A la luz del relato bíblico, el pudor sexual tiene su significado, que está unido precisamente con la insaciabilidad de la aspiración a realizar la recíproca comunión de las personas en la «unión conyugal del cuerpo» (cf. Gén 2, 24).

6. Todo esto parece confirmar, bajo varios aspectos, que en la base de la vergüenza, de la que el hombre «histórico» se ha hecho partícipe, está la triple concupiscencia de que trata la primera Carta de Juan 2, 16: no sólo la concupiscencia de la carne, sino también «la concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida». La expresión relativa de «dominio» («él te dominara») que leemos en el Génesis 3, 16, ¿no indica acaso esta última forma de concupiscencia? El dominio «sobre» el otro -del hombre sobre la mujer- ¿acaso no cambia esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal? ¿Acaso no cambia en la dimensión de esta estructura algo que hace del ser humano un objeto, en cierto modo concupiscible a los ojos?

He aquí los interrogantes que nacen de la reflexión sobre las palabras de Dios-Yahvé según el Génesis 3, 16. Esas palabras, pronunciadas casi en el umbral de la historia humana después del pecado original, nos desvelan no sólo la situación exterior del hombre y de la mujer, sino que nos permiten también penetrar en lo interior de los misterios profundos de su corazón.