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Catequesis 21-23

21. Dignidad de la generación humana (12-III-80/16-III-80)

1. En la meditación precedente sometimos a análisis la frase del Génesis 4, 1 y, en particular, el término «conoció», utilizado en el texto original para definir la unión conyugal. También pusimos de relieve que este «conocimiento» bíblico establece una especie de arquetipo (1) personal de la corporeidad y sexualidad humana. Esto parece absolutamente fundamental para comprender al hombre, que desde el «principio» busca el significado del propio cuerpo. Este significado está en la base de la misma teología del cuerpo. El término «conoció» «se unió» (Gén 4, 1-2) sintetiza toda la densidad del texto bíblico analizado hasta ahora. El «hombre» que, según el Génesis 4, 1, «conoce» por vez primera a la mujer, su mujer, en el acto de la unión conyugal, es en efecto el mismo que, al poner nombre, es decir, «al conocer» también, se ha «diferenciado» de todo el mundo de los seres vivientes o animalia, afirmándose a sí mismo como persona y sujeto. El «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1, no lo aleja ni puede alejarlo del nivel de ese primordial y fundamental autoconocimiento. Por lo tanto -diga lo que diga sobre esto una mentalidad unilateralmente «naturalista»-, en el Génesis 4, 1, no puede tratarse de una aceptación pasiva de la propia determinación por parte del cuerpo y del sexo, precisamente porque se trata de «conocimiento».

Es, en cambio, un descubrimiento ulterior del significado del propio cuerpo, descubrimiento común y recíproco, así como común y recíproca es desde el principio la existencia del hombre a quien «Dios creó varón y mujer». El conocimiento que estaba en la base de la soledad originaria del hombre, está ahora en la base de esta unidad del varón y de la mujer, cuya perspectiva clara ha sido puesta por el Creador en el misterio mismo de la creación (cf. Gén 1, 27; 2, 23). En este «conocimiento» el hombre confirma el significado del nombre «Eva», dado a su mujer, «por ser la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20).

2. Según el Génesis 4, 1, aquel que conoce es el varón, y la que es conocida es la mujer-esposa, como si la determinación específica de la mujer, a través del propio cuerpo y sexo, escondiese lo que constituye la profundidad misma de su feminidad. En cambio, el varón fue el primero que -después del pecado- sintió vergüenza de su desnudez, y el primero que dijo: «He tenido miedo, porque estaba desnudo, y me escondí» (Gén 3, 10). Será necesario volver todavía por separado al estado de ánimo de ambos después de perder la inocencia originaria. Pero ya desde ahora es necesario constatar que en el «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1, el misterio de la feminidad se manifiesta y se revela hasta el fondo mediante la maternidad, como dice el texto: «la cual concibió y parió». La mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo. Así se revela también hasta el fondo el misterio de la masculinidad del hombre, es decir, el significado generador y «paterno» de su cuerpo (2).

3. La teología del cuerpo, contenida en el libro del Génesis, es concisa y parca en palabras. Al mismo tiempo, encuentran allí expresión contenidos fundamentales, en cierto sentido primarios y definitivos. Se encuentran todos a su modo en ese «conocimiento» bíblico. La constitución de la mujer es diferente respecto al varón; más aún, hoy sabemos que es diferente hasta en sus determinantes bio-fisiológicas más profundas. Se manifiesta exteriormente sólo en cierta medida, en la estructura y en la forma de su cuerpo. La maternidad manifiesta esta constitución interiormente, como particular potencialidad del organismo femenino, que con peculiaridad creadora sirve a la concepción y a la generación del ser humano, con el concurso del varón. El «conocimiento» condiciona la generación.

La generación es una perspectiva, que varón y mujer insertan en su recíproco «conocimiento». Por lo cual éste sobrepasa los límites de sujeto-objeto, cual varón y mujer parecen ser mutuamente, dado que el «conocimiento» indica, por una parte, a aquel que «conoce», y por otra, a la que «es conocida» (o viceversa). En este «conocimiento» se encierra también la consumación del matrimonio, el específico consummatum; así se obtiene el logro de la «objetividad» del cuerpo, escondida en las potencialidades somáticas del varón y de la mujer, y a la vez el logro de la objetividad del varón que «es» este cuerpo. Mediante el cuerpo, la persona humana es «marido» y «mujer»; simultáneamente, en este particular acto de «conocimiento», realizado por la feminidad y masculinidad personales, parece alcanzarse también él descubrimiento de la «pura» subjetividad del don: es decir, la mutua realización de sí en el don.

4. Ciertamente, la procreación hace que «el varón y la mujer (su esposa)» se conozcan recíprocamente en el «tercero» que trae origen de los dos. Por eso, ese «conocimiento» se convierte en un descubrimiento a su manera, en una revelación del nuevo hombre, en el que ambos, varón y mujer, se reconocen también a sí mismos, su humanidad, su imagen viva. En todo esto que está determinado por ambos a través del cuerpo y del sexo, el «conocimiento» inscribe un contenido vivo y real. Por tanto, el «conocimiento» en sentido bíblico significa que la determinación «biológica» del hombre, por parte de su cuerpo y sexo, deja de ser algo pasivo, y alcanza un nivel y un contenido específicos para las personas autoconscientes y autodeterminantes; comporta, pues, una conciencia particular del significado del cuerpo humano, vinculada a la paternidad y a la maternidad.

5. Toda la constitución exterior del cuerpo de la mujer, su aspecto particular, las cualidades que con la fuerza de un atractivo perenne están al comienzo del «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1-2 («Adán se unió a Eva, su mujer»), están en unión estrecha con la maternidad. La Biblia (y después la liturgia), con la sencillez que le es característica, honra y alaba a lo largo de los siglos «el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron» (Lc 11, 2). Estas palabras constituyen un elogio de la maternidad, de la feminidad, del cuerpo femenino en su expresión típica del amor creador. Y son palabras que en el Evangelio se refieren a la Madre de Cristo, María, segunda Eva. En cambio, la primera mujer, en el momento en que se reveló por primera vez la madurez materna de su cuerpo, cuando «concibió y parió», dijo: «He alcanzado de Yahvé un varón» (Gén 4, 1).

6. Estas palabras expresan toda la profundidad teológica de la función de generar-procrear. El cuerpo de la mujer se convierte en el lugar de la concepción del nuevo hombre (3). En su seno, el hombre concebido toma su propio aspecto humano, antes de venir al mundo. La homogeneidad somática del varón y de la mujer, que encontró su expresión primera en las palabras: «Es carne de mi carne y hueso de mis huesos» (Gén 2, 23), está confirmada a su vez por las palabras de la primera mujer-madre: «He alcanzado un varón». La primera mujer parturienta tiene plena conciencia del misterio de la creación, que se renueva en la generación humana. Tiene también plena conciencia de la participación creadora que tiene Dios en la generación humana, obra de ella y de su marido, puesto que dice: «He alcanzado de Yahvé un varón».

No puede haber confusión alguna entre las esferas de acción de las causas. Los primeros padres transmiten a todos los padres humanos -también después del pecado, juntamente con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal y como en el umbral de todas las experiencias «históricas»- la verdad fundamental acerca del nacimiento del hombre a imagen de Dios, según las leyes naturales. En este nuevo hombre -nacido de la mujer-madre por obra del varón-padre- se reproduce cada vez la misma «imagen de Dios», de ese Dios que ha constituido la humanidad del primer hombre: «Creó Dios al hombre a imagen suya..., varón y mujer los creó» (Gén 1, 27).

7. Aunque existen profundas diferencias entre el estado de inocencia originaria y el estado pecaminoso heredado del hombre, esa «imagen de Dios» constituye una base de continuidad y de unidad. El «conocimiento» de que habla el Génesis 4, 1, es el acto que origina el ser, o sea, en unión con el Creador, establece un nuevo hombre en su existencia. El primer hombre, en su soledad trascendental, tomó posesión del mundo visible, creado para él, conociendo e imponiendo nombre a los seres vivientes (animalia). El mismo «hombre», como varón y mujer, al conocerse recíprocamente en esta específica comunidad-comunión de personas, en la que el varón y la mujer se unen tan estrechamente entre sí que se convierten en «una sola carne», constituye la humanidad, es decir, confirma y renueva la existencia del hombre como imagen de Dios. Cada vez ambos, varón y mujer, renuevan, por decirlo así, esta imagen del misterio de la creación y la transmiten «con la ayuda de Dios-Yahvé».

Las palabras del libro del Génesis, que son un testimonio del primer nacimiento del hombre sobre la tierra, encierran en sí, al mismo tiempo, todo lo que se puede y se debe decir de la dignidad de la generación humana.

(1) En cuanto a los arquetipos, C. G. Jung los describe como formas «a priori» de varias funciones del alma: percepción de relación, fantasía creativa. Las formas se llenan de contenido con materiales de la experiencia. No son inertes, sino que están cargadas de sentimiento y de tendencia (véase sobre todo: Die psychologischen Aspekte des Mutterarchetypus, Eranos 6, 1938, pp. 405-409).

Según esta concepción, se puede encontrar un arquetipo en la mutua relación varón-mujer, relación que se basa en la realización binaria y complementaria del ser humano en dos sexos. El arquetipo se llenará de contenido mediante la experiencia individual y colectiva, y puede poner en movimiento a la fantasía creadora de imágenes. Sería necesario precisar que el arquetipo: a) no se limita ni se exalta en la relación física, sino que incluye la relación del «conocer»; b) está cargado de tendencia: deseo-temor, don-posesión c) el arquetipo, como proto-imagen («Urbild») es generador de imágenes («Bilder»).

El tercer aspecto nos permite pasar a la hermenéutica, en concreto a la de textos de la escritura y la Tradición. El lenguaje religioso primario es simbólico (cf. W. Stahlin, Symbolon, 1958; I. Macquarrie, God Talk, 1968; T. Fawcett, The Symbolic Language of Religion, 1970). Entre los símbolos, él prefiere algunos radicales o ejemplares, que podríamos llamar arquetipales. Ahora bien, entre los de la Biblia usa el de la relación conyugal, concretamente al nivel del «conocer» descrito.

Uno de los primeros poemas bíblicos, que aplica el arquetipo conyugal a las relaciones de Dios con su Pueblo, culmina en el verbo comentado: «Conocerás al Señor» (Os 2, 22; weyadaeta ‘et Yhwh; atenuado en «Conocerá que yo soy el Señor» = wydet ky ‘ny Yhwh: Is 49, 23; 60, 16; Ez 16, 62, que son los tres poemas conyugales). De aquí parte una tradición literaria, que culminará en la aplicación paulina de Ef 5 a Cristo y a la Iglesia; luego pasará a la tradición patrística y a la de los grandes místicos (por ejemplo, «Llama de amor viva», de San Juan de la Cruz).

En el tratado Grundzüge der Literatur und Sprachwissenschaft, vol. I, Munich 1976, 4 ed., pág. 462, se definen así los arquetipos: «Imágenes y motivos arcaicos, que según Jung, forman el contenido del inconsciente colectivo común a todos los hombres; presentan símbolos, que en todos los tiempos y en todos los pueblos hacen vivo de manera imaginaria lo que para la humanidad es decisivo en cuanto a ideas, representaciones e instintos».

Freud, a lo que parece, no utiliza el concepto de arquetipo. Establece un símbolo o código de correspondencias fijas entre imágenes presentes-patentes y pensamientos latentes. El sentido de los símbolos es fijo, aun cuando no único; pueden ser reducibles a un pensamiento último irreducible a su vez, que suele ser alguna experiencia de la infancia. Estos son primarios y de carácter sexual (pero no los llama arquetipos). Véase T. Todorov, Théories du symbol, París, 1977, págs. 317 ss.; además, J. Jacoby, Komplex, Archetyp, Symbol in der Psycologie C. G. Jungs, Zurich, 1957.

(2) La paternidad es uno de los aspectos de la humanidad más puestos de relieve en la Sagrada Escritura.

El texto del Gén 5, 3: «Adán... engendró un hijo a su imagen y semejanza», se une explícitamente al relato de la creación del hombre (Gén 1, 27; 5, 1) y parece atribuir al padre terrestre la participación en la obra divina de transmitir la vida, y quizá también en esa alegría presente en la afirmación: «y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31).

(3) Según el texto del Gén 1, 26, la «llamada» a la existencia es al mismo tiempo transmisión de la imagen y semejanza divina. El hombre debe proceder a transmitr esta imagen, continuando así la obra de Dios. El relato de la generación de Set subraya este aspecto: «Adán tenía 130 años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza» (Gén 5, 3).

Dado que Adán y Eva eran imagen de Dios, Set hereda de sus padres esta semejanza para transmitirla a los otros.

Pero en la Sagrada Escritura toda vocación está unida a una misión; la llamada, pues, a la existencia es ya predestinación a la obra de Dios:

«Antes que te formara en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te consagré» (Jer 1, 5; cf. también Is 44, 1; 49, 1. 5).

Dios es Aquel que no sólo llama a la existencia, sino que sostiene y desarrolla la vida desde el primer momento de la concepción:

«Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en el pecho de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno Tú eres mi Dios» (Sal 22, 10. 11; cf. Sal 139, 13-15).

La atención del autor bíblico se centra en el hecho mismo del don de la vida. El interés por el modo en que esto sucede, es más bien secundario y sólo aparece en los libros posteriores (cf. Job 10, 8, 11; 2 Mac 7, 22-23; Sab 7, 1-3).

22. Conocimiento conyugal y procreación (26-III-80/30-III-80)

1. Está llegando a su fin el ciclo de reflexiones con que hemos tratado de seguir la llamada de Cristo, que nos transmite Mateo (19, 3-9) y Marcos (10, 1. 12): «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer y serán los dos una sola carne» (Mt 19, 4-5). La unión conyugal, en el libro del Génesis, se define como «conocimiento»: «Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió... diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón» (Gén 4, 1). Hemos intentado ya, en nuestras meditaciones precedentes, hacer luz sobre el contenido de ese «conocimiento» bíblico. Con él, el hombre, varón-mujer, no sólo da el propio nombre, como hizo al imponer el nombre a los otros seres vivientes (animalia), tomando así posesión de ellos, sino que «conoce» en el sentido del Génesis 4, 1 (y de otros pasajes de la Biblia), esto es, realiza lo que la palabra «hombre» expresa; realiza la humanidad en el nuevo hombre engendrado. En cierto sentido, pues, se realiza a sí mismo, es decir, al hombre-persona.

2. De este modo se cierra el ciclo bíblico de «conocimiento-generación». Este ciclo del «conocimiento» está constituido por la unión de las personas en el amor, que les permite unirse tan estrechamente entre sí, que se convierten en una sola carne. El libro del Génesis nos revela plenamente la verdad de este ciclo. El hombre, varón y mujer, que, mediante el «conocimiento» del que habla la Biblia, concibe y engendra un ser nuevo, semejante a él, al que puede llamar «hombre» («he alcanzado un hombre») toma, por decirlo así, posesión de la misma humanidad, o mejor, la vuelve a tomar en posesión. Sin embargo, esto sucede de modo diverso de como había tomado posesión de todos los otros seres vivientes (animalia), cuando les había impuesto el nombre. Efectivamente, entonces él se había convertido en su señor, había comenzado a realizar el contenido del mandato del Creador: «Someted la tierra y dominadla» (cf. Gén 1, 28).

3. En cambio, la primera parte de este mandato: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra» (Gén 1, 28), encierra otro contenido e indica otro componente. El varón y la mujer en este «conocimiento» con el que dan comienzo a un ser semejante a ellos, del que pueden decir juntos que «es carne de mi carne y hueso de mis huesos» (Gén 2, 24), son como «arrebatados» juntos, juntamente tomados ambos en posesión por la humanidad que ellos, en la unión y en el «conocimiento» recíproco, quieren expresar de nuevo, tomar posesión de nuevo, recabándola de sí mismos, de la propia humanidad, de la admirable madurez masculina y femenina de sus cuerpos, y finalmente -a través de toda la serie de concepciones y generaciones humanas desde el principio- del misterio mismo de la creación.

4. En este sentido, se puede explicar el «conocimiento» bíblico como «posesión». ¿Es posible ver en él algún equivalente bíblico del «eros»? Se trata aquí de dos ámbitos del concepto, de dos lenguajes: bíblico y platónico; sólo con gran cautela se pueden interpretar el uno con el otro (1). En cambio, parece que en la revelación originaria no esta presente la idea de la posesión de la mujer como de un objeto, por parte del varón o viceversa. Pero, por otra parte, es sabido que, a causa del estado pecaminoso contraído después del pecado original, varón y mujer deben reconstruir con fatiga el significado del recíproco don desinteresado. Este será el tema de nuestros análisis ulteriores.

5. La revelación del cuerpo, contenida en el libro del Génesis, particularmente en el capítulo 3, demuestra con evidencia impresionante que el ciclo del «conocimiento-generación», tan profundamente arraigado en la potencialidad del cuerpo humano, fue sometido, después del pecado, a la ley del sufrimiento y de la muerte. Dios-Yahvé dice a la mujer: «Multiplicaré los trabajos de tus preñeces, parirás con dolor los hijos» (Gén 3, 16). El horizonte de la muerte se abre ante el hombre, juntamente con la revelación del significado generador del cuerpo en el acto del recíproco «conocimiento» de los cónyuges. Y he aquí que el primer hombre, varón, impone a su mujer el nombre de Eva, «por ser la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20), cuando ya había escuchado él las palabras de la sentencia, que determinaba toda la perspectiva de la existencia humana «desde dentro» del conocimiento del bien y del mal. Esta perspectiva es confirmada por las palabras: «Volverás a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3, 19).

El carácter radical de esta sentencia está confirmado por la evidencia de las experiencias de toda la historia terrena del hombre. El horizonte de la muerte se extiende sobre toda la perspectiva de la vida humana en la tierra, vida que está inserta en ese originario ciclo bíblico del «conocimiento-generación». El hombre que ha quebrantado la alianza con su Creador, tomando el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, es separado por Dios-Yahvé del árbol de la vida. «Que no vaya a tender ahora su mano al árbol de la vida, y comiendo de él, viva para siempre» (Gén 3, 22). De este modo, la vida dada al hombre en el misterio de la creación no se le ha quitado, sino restringido por los límites de las concepciones, nacimientos y muerte, y además se le ha agravado por la perspectiva del estado pecaminoso hereditario; pero, en cierto sentido, se le da de nuevo como tarea en el mismo ciclo siempre repetido. La frase: «Adán se unió («conoció») a Eva, su mujer, que concibió y parió» (Gén 4, 1), es como un sello impreso en la revelación originaria del cuerpo al «principio» mismo de la historia del hombre sobre la tierra. Esta historia se forma siempre de nuevo en su dimensión más fundamental casi desde el «principio», mediante el mismo «conocimiento-generación» de que habla el libro del Génesis.

6. Y así cada hombre lleva en sí el misterio de su «principio» íntimamente unido al conocimiento del significado generador del cuerpo. El Génesis 4, 1-2 parece silenciar el tema de la relación que media entre el significado generador y el significado esponsalicio del cuerpo. Quizá no es todavía tiempo ni lugar para aclarar esta relación, aún cuando esto parece indispensable en análisis ulteriores. Será necesario, pues, hacer nuevamente las preguntas vinculadas a la aparición de la vergüenza de su masculinidad y de su feminidad, antes no experimentada. Sin embargo, en este momento pasa a segundo plano. En cambio, permanece en primer plano el hecho de que «Adán se unió» («conoció») a Eva, su mujer, que concibió y parió». Este es precisamente el umbral de la historia del hombre. Es su «principio» en la tierra. El hombre, como varón y mujer, está en este umbral con la conciencia del significado generador del propio cuerpo: la masculinidad encierra en sí el significado de la paternidad, y la feminidad el de la maternidad. En nombre de este significado, Cristo dará un día su respuesta categórica a la pregunta que le hicieron los fariseos (cf. Mt 19; Mc 10). Nosotros, en cambio, penetrando en el contenido sencillo de esta respuesta, tratamos de aclarar el contexto de ese «principio», al que se refirió Cristo. En él hunde sus raíces la teología del cuerpo.

7. La conciencia del significado del cuerpo y la conciencia de su significado generador están relacionadas, en el hombre, con la conciencia de la muerte, cuyo inevitable horizonte llevan consigo, por así decirlo. Sin embargo, siempre retorna en la historia del hombre el ciclo «conocimiento-generación», en el que la vida lucha, siempre de nuevo, con la inexorable perspectiva de la muerte, y la supera siempre. Es como si la razón de esta inflexibilidad de la vida, que se manifiesta en la «generación» fuese siempre el mismo «conocimiento», con que el hombre supera la soledad del propio ser y, más aún, se decide de nuevo a afirmar este ser en «otro». Y ambos, varón y mujer, lo afirman en el nuevo hombre engendrado. En esta afirmación, el «conocimiento» bíblico parece adquirir una dimensión todavía mayor. Esto es, parece insertarse en esa «visión» de Dios mismo, con la que termina el primer relato de la creación del hombre sobre el «varón» y la «mujer» hechos «a imagen de Dios»: «Vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). El hombre, a pesar de todas las experiencias de la propio vida, a pesar de los sufrimientos, de las desilusiones de sí mismo, de su estado pecaminoso, y a pesar, finalmente, de la perspectiva inevitable de la muerte, pone siempre de nuevo, sin embargo, el «conocimiento» al «comienzo» de la «generación»; él así parece participar en esa primera «visión» de Dios mismo: Dios Creador «vio..., y he aquí que era todo muy bueno». Y, siempre de nuevo, confirma la verdad de estas palabras.

(1) Según Platón, el «eros» es el amor sediento de la Belleza trascendente y expresa la insaciabilidad que tiende a su objeto eterno; él, pues, eleva siempre lo que es humano hacia lo divino, que es lo único en condición de saciar la nostalgia del alma prisionera en la materia; es un amor que no retrocede ante el más grande esfuerzo, para alcanzar el éxtasis de la unión; por lo tanto es un amor egocéntrico, es ansia, aunque dirigida hacia valores sublimes (cf. A. Nygren, Erós et Agapé, París 1951, vol. II, págs. 9-10).

A lo largo de los siglos, a través de muchas transformaciones, el significado del «eros» ha sido rebajado a las connotaciones meramente sexuales. Es característico, a este propósito, el texto del P. Chauchaurd, que parece incluso negar al «eros» las características del amor humano: «La cérébralisation de la sexualité ne réside pas dans les trucs techniques ennuyeux, mais dans la pleine reconnaissance de sa spiritualité, du fait qu’Eros n’est humain qu’animé par Agapé e qu’Agapé exige l’incarnation dans Erôs» (P. Chauchaurd, Vices des vertus, vertus des vices, París 1963, página 147).

La comparación del «conocimiento» bíblico con el «eros» platónico revela la divergencia de estas dos concepciones. La concepción platónica se basa en la nostalgia de la Belleza trascendente y en la huida de la materia; la concepción bíblica, en cambio, se dirige hacia la realidad concreta, y le resulta ajeno el dualismo del espíritu y de la materia como también la específica hostilidad hacia la materia («Y vio Dios que era bueno»: Gén 1. 10. 12. 18. 21. 25).

Así como el concepto platónico de «eros» sobrepasa el alcance bíblico del «conocimiento» humano, el concepto contemporáneo parece demasiado restringido. El «conocimiento» bíblico no se limita a satisfacer el instinto o el goce hedonista, sino que es un acto plenamente humano, dirigido conscientemente hacia la procreación, y es también la expresión del amor interpersonal (cf. Gén 29, 20; 1 Sam 1, 8; 2 Sam 12, 24).

23. Los problemas del matrimonio en la visión integral del hombre (2-IV-80/2-IV-80)

1. El Evangelio según Mateo y según Marcos nos refiere la respuesta que Cristo dio a los fariseos cuando le preguntaron acerca de la indisolubilidad del matrimonio, remitiéndose a la ley de Moisés que admitía, en ciertos casos, la práctica del llamado libelo de repudio. Recordándoles los primeros capítulos del libro del Génesis, Cristo respondió: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre». Luego, refiriéndose a su pregunta sobre la ley de Moisés, Cristo añadió: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 3 ss; Mc 12, 2 ss.). En su respuesta Cristo se remitió dos veces al «principio» y, por esto, también nosotros, en el curso de nuestros análisis, hemos tratado de esclarecer del modo más profundo posible el significado de este «principio», que es la primera herencia de cada uno de los seres humanos en el mundo, varón y mujer, el primer testimonio de la identidad humana según la palabra revelada, la primera fuente de la certeza de su vocación como persona creada a imagen de Dios mismo.

2. La respuesta de Cristo tiene un significado histórico, pero no sólo histórico. Los hombres de todos los tiempos plantean la pregunta sobre el mismo tema. También lo hacen nuestros contemporáneos los cuales, sin embargo, en sus preguntas no se remiten a la ley de Moisés, que admitía el libelo de repudio, sino a otras circunstancias y a otras leyes. Estas preguntas suyas están cargadas de problemas, desconocidos a los interlocutores contemporáneos de Cristo. Sabemos qué preguntas concernientes al matrimonio y a la familia han hecho al último Concilio, al Papa Pablo VI, y se formulan continuamente en el período postconciliar, día tras día, en las más diversas circunstancias. Las hacen muchas personas, esposos, novios, jóvenes, pero también escritores, publicistas, políticos, economistas, demógrafos, en una palabra, la cultura y la civilización contemporánea.

Pienso que entre las respuestas que Cristo daría a los hombre de nuestro tiempo y a sus preguntas, frecuentemente tan impacientes, todavía sería fundamental la que dio a los fariseos. Al contestar a sus preguntas, Cristo se remitiría ante todo al «principio». Lo haría quizá de modo tanto más decisivo y esencial, cuanto que la situación interior y a la vez cultural del hombre de hoy parece alejarse de ese «principio» y asumir formas y dimensiones que divergen de la imagen bíblica del «principio» en puntos evidentemente cada vez más distantes.

Sin embargo, Cristo no quedaría «sorprendido» por ninguna de estas situaciones, y supongo que continuaría haciendo referencia sobre todo al «principio».

3. Por esto la respuesta de Cristo exigía un análisis particularmente profundo. En efecto, esa respuesta evoca verdades fundamentales y elementales sobre el ser humano, como varón y mujer. Es la respuesta a través de la cual entrevemos la estructura misma de la identidad humana en las dimensiones del misterio de la redención y al mismo tiempo, en la perspectiva del misterio de la redención. Sin esto, no hay modo de construir una antropología teológica y, en su contexto, una «teología del cuerpo», de la que traiga origen también la visión plenamente cristiana del matrimonio y de la familia. Lo puso de relieve Pablo VI cuando en su Encíclica dedicada a los problemas del matrimonio y de la procreación, en su significado humana y cristianamente responsable, hizo referencia a la «visión integral del hombre» (Humanæ vitæ, 7). Se puede decir que, en la respuesta a los fariseos, Cristo presentó a los interlocutores también esta «visión integral del hombre», sin la cual no se puede dar respuesta alguna adecuada a las preguntas relacionadas con el matrimonio y la procreación. Precisamente esta visión integral del hombre debe ser construida según el «principio».

Esto es igualmente válido para la mentalidad contemporánea, tal como lo era, aun cuando de modo diverso para los interlocutores de Cristo. Efectivamente, somos hijos de una época en la que, por el desarrollo de varias disciplinas, esta visión integral del hombre puede ser fácilmente rechazada y sustituida por múltiples concepciones parciales que, deteniéndose sobre uno u otro aspecto del compositum humanum, no alcanzan al integrum del hombre, o lo dejan fuera del propio campo visivo. Se insertan luego diversas tendencias culturales que -según estas verdades parciales- formulan sus propuestas e indicaciones prácticas sobre el comportamiento humano y, aún más frecuentemente, sobre cómo comportarse con el «hombre». El hombre se convierte, pues, más en un objeto de determinadas técnicas, que en el sujeto responsable de la propia acción. La respuesta que Cristo dio a los fariseos exige también que el hombre, varón y mujer, sea este sujeto, es decir, un sujeto que decida sobre sus propias acciones a la luz de la verdad integral sobre sí mismo, en cuanto verdad originaria, o sea, fundamento de las experiencias auténticamente humanas. Esta es la verdad que Cristo nos hace buscar en el «principio». Por eso nos dirigimos a los primeros capítulos del Génesis.

4. El estudio de estos capítulos, acaso más que de otros, nos hace conscientes del significado y de la necesidad de la «teología del cuerpo». El «principio» nos dice relativamente poco sobre el cuerpo humano, en el sentido naturalista y contemporáneo de la palabra. Desde este punto de vista, en el estudio presente, nos encontramos a un nivel del todo pre-científico. No sabemos casi nada sobre las estructuras interiores y sobre las regulaciones que reinan en el organismo humano. Sin embargo, al mismo tiempo -quizá a causa de la antigüedad del texto-, la verdad importante para la visión integral del hombre se revela de modo más sencillo y pleno. Esta verdad se refiere al significado del cuerpo humano en la estructura del sujeto personal. Sucesivamente, la reflexión sobre esos textos arcaicos nos permite extender este significado a toda la esfera de la intersubjetividad humana, especialmente en la perenne relación varón-mujer. Gracias a esto, adquirimos, según esta relación, una óptica que debemos poner necesariamente en la base de toda la ciencia contemporánea acerca de la sexualidad humana, en sentido bio-fisiológico. Esto no quiere decir que debamos renunciar a esta ciencia o privarnos de sus resultados. Al contrario: si éstos deben servir para enseñarnos algo sobre la educación del hombre, en su masculinidad y feminidad, y acerca de la esfera del matrimonio y de la procreación, es necesario -a través de todos y cada uno de los elementos de la ciencia contemporánea- llegar siempre a lo que es fundamental y esencialmente personal, tanto en cada individuo, varón o mujer, cuanto en sus relaciones recíprocas.

Y precisamente en este punto es donde la reflexión sobre el texto arcaico del Génesis se manifiesta insustituible. Constituye realmente el «principio» de la teología del cuerpo. El hecho de que la teología comprenda también al cuerpo no debe maravillar ni sorprender a nadie que sea consciente del misterio y de la realidad de la Encarnación. Por el hecho de que el Verbo de Dios se ha hecho carne, el cuerpo ha entrado, diría, por la puerta principal en la teología, esto es, en la ciencia que tiene como objeto la divinidad. La Encarnación -y la redención que brota de ella- se ha convertido también en la fuente definitiva de la sacramentalidad del matrimonio, del que trataremos más ampliamente a su debido tiempo.

5. Las preguntas que se plantean al hombre contemporáneo son también preguntas de los cristianos: de aquellos que se preparan para el sacramento del matrimonio o de aquellos que ya viven en el matrimonio, que es el sacramento de la Iglesia. Estas no son sólo las preguntas de las ciencias, sino, y aún más, las preguntas de la vida humana. Muchos hombres y muchos cristianos buscan en el matrimonio la realización de su vocación. Muchos quieren encontrar en él el camino de la salvación y de la santidad.

Para ellos es particularmente importante la respuesta que Cristo dio a los fariseos, celadores del Antiguo Testamento. Los que buscan la realización de la propia vocación humana y cristiana en el matrimonio, ante todo están llamados a hacer de esta «teología del cuerpo», cuyo «principio» encuentran en los primeros capítulos del Génesis, el contenido de su vida y de su comportamiento. Efectivamente, ¡cuán indispensable es, en el camino de esta vocación, la conciencia profunda del significado del cuerpo, en su masculinidad!, ¡cuán necesaria es una conciencia precisa del significado generador dado que todo esto, que forma el contenido de la vida de los esposos, debe encontrar constantemente su dimensión plena y personal en la convivencia, en el comportamiento, en los sentimientos! Y esto, tanto más en el trasfondo de una civilización, que está bajo la presión de un modo de pensar y valorar materialista y utilitario. La bio-fisiología contemporánea puede suministrar muchas informaciones precisas sobre la sexualidad humana. Sin embargo, el conocimiento de la dignidad personal del cuerpo humano y del sexo se saca también de otras fuentes. Una fuente particular es la Palabra de Dios mismo, que contiene la revelación del cuerpo, ésa que se remonta al «principio».

¡Qué significativo es que Cristo, en la respuesta a todas estas preguntas, mande al hombre volver, en cierto modo, al umbral de su historia teológica! Le ordena ponerse en el límite entre la inocencia-felicidad originaria y la herencia de la primera caída. ¿Acaso no le quiere decir, de este modo, que el camino por el que El conduce al hombre, varón-mujer, en el sacramento del matrimonio, esto es, el camino de la «redención del cuerpo», debe consistir en recuperar esta dignidad en la que se realiza simultáneamente el auténtico significado del cuerpo humano, su significado personal y «de comunión»?

6. Por ahora, terminamos la primera parte de nuestras meditaciones dedicadas a este tema tan importante. Para dar una respuesta más exhaustiva a nuestras preguntas, tal vez apremiantes, sobre el matrimonio -o todavía más exactamente: sobre el significado del cuerpo-, no podemos detenernos solamente en lo que Cristo respondió a los fariseos, haciendo referencia al «principio» (cf. Mt 19, 3 ss.: Mc 10, 2 ss.). También debemos tomar en consideración todas las demás enunciaciones, entre las cuales destacan especialmente dos, de carácter particularmente sintético: la primera, la del sermón de la montaña, a propósito de las posibilidades del corazón humano respecto a la concupiscencia del cuerpo (cf. Mt 5, 8), y la segunda, aquella en que Jesús se refiere a la resurrección futura (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-36).

Estas dos enunciaciones serán objeto de nuestras sucesivas reflexiones.