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Catequesis 6-10

6. El primer hombre, imagen de Dios (24-X-79/28-X-79)

1. En la reflexión precedente comenzamos a analizar el significado de la soledad originaria del hombre. El punto de partida nos lo da el texto yahvista y en particular las palabras siguientes: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). El análisis de los relativos pasajes del libro del Génesis (cap. 2) nos ha llevado a conclusiones sorprendentes que miran a la antropología, esto es, a la ciencia fundamental acerca del hombre, encerrada en este libro. Efectivamente, en frases relativamente escasas, el texto antiguo bosqueja al hombre como persona con la subjetividad que la caracteriza.

Cuando Dios-Yahvé da a este primer hombre, así formado, el dominio en relación con todos los árboles que crecen en el «jardín en Edén», sobre todo en relación con el de la ciencia del bien y del mal, a los rasgos del hombre, antes descritos, se añade el momento de la opción o de la autodeterminación, es decir, de la libre voluntad. De este modo, la imagen del hombre, como persona dotada de una subjetividad propia, aparece ante nosotros como acabada en su primer esbozo.

En el concepto de soledad originaria se incluye tanto la autoconciencia, como la autodeterminación. El hecho de que el hombre esté «solo» encierra en sí esta estructura ontológica y, al mismo tiempo, es un índice de auténtica comprensión. Sin esto, no podemos entender correctamente las palabras que siguen y que constituyen el preludio a la creación de la primera mujer: «Voy a hacerle una ayuda». Pero, sobre todo, sin el significado tan profundo de la soledad originaria del hombre, no puede entenderse e interpretarse correctamente toda la situación del hombre creado a «imagen de Dios», que es la situación de la primera, mejor aún, de la primitiva Alianza con Dios.

2. Este hombre, de quien dice el relato del capítulo primero que fue creado «a imagen de Dios», se manifiesta en el segundo relato como sujeto de la Alianza, esto es, sujeto, constituido como persona, constituido a medida de «partner del Absoluto», en cuanto debe discernir y elegir conscientemente entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Las palabras del primer mandamiento de Dios-Yahvé (Gén 2, 16-17) que hablan directamente de la sumisión y dependencia del hombre-creatura de su Creador, revelan precisamente de modo indirecto este nivel de humanidad como sujeto de la Alianza y «partner del Absoluto». El hombre está solo; esto quiere decir que él, a través de la propia humanidad, a través de lo que él es, queda constituido al mismo tiempo en una relación única, exclusiva e irrepetible con Dios mismo. La definición antropológica contenida en el texto yahvista se acerca por su parte a lo que expresa la definición teológica del hombre, que encontramos en el primer relato de la creación («Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza»: Gén 1, 26).

3. El hombre, así formado, pertenece al mundo visible, es cuerpo entre los cuerpos. Al volver a tomar y, en cierto modo, al reconstruir el significado de la soledad originaria, lo aplicamos al hombre en su totalidad. El cuerpo, mediante el cual el hombre participa del mundo creado visible, lo hace al mismo tiempo consciente de estar «solo». De otro modo no hubiera sido capaz de llegar a esa convicción, a la que, en efecto, como leemos (cf. Gén 2, 20), ha llegado, si su cuerpo no le hubiera ayudado a comprenderlo, haciendo la cosa evidente. La conciencia de la soledad habría podido romperse a causa del mismo cuerpo. El hombre ‘adam, habría podido llegar a la conclusión de ser sustancialmente semejante a los otros seres vivientes (animalia), basándose en la experiencia del propio cuerpo. Y, en cambio, como leemos, no llegó a esta conclusión, más bien llegó a la persuasión de estar «solo». El texto yahvista nunca habla directamente del cuerpo; incluso cuando dice «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra», habla del hombre y no del cuerpo. Esto no obstante, el relato tomado en su conjunto nos ofrece bases suficientes para percibir a este hombre, creado en el mundo visible, precisamente como cuerpo entre los cuerpos.

El análisis del texto yahvista nos permite, además, vincular la soledad originaria del hombre con el conocimiento del cuerpo, a través del cual el hombre se distingue de todos los animalia y «se separa» de ellos, y también a través del cual él es persona. Se puede afirmar con certeza que el hombre así formado tiene simultáneamente el conocimiento y la conciencia del sentido del propio cuerpo. Y esto sobre la base de la experiencia de la soledad originaria.

4. Todo esto puede considerarse como implicación del segundo relato de la creación del hombre, y el análisis nos permite un amplio desarrollo.

Cuando al comienzo del texto yahvista, antes aún que se hable de la creación del hombre «del polvo de la tierra», leemos que «no había todavía hombre que labrase la tierra ni rueda que subiese el agua con qué regarla» (Gén 2, 5-6), asociamos justamente este pasaje al del primer relato, en el que se expresa el mandamiento divino; «Henchid la tierra: sometedla y dominad» (Gén 1, 28). El segundo relato alude de manera explícita al trabajo que el hombre desarrolla para cultivar la tierra. El primer medio fundamental para dominar la tierra se encuentra en el hombre mismo. El hombre puede dominar la tierra porque sólo él -y ningún otro de los seres vivientes- es capaz de «cultivarla» y transformarla según sus propias necesidades («hacía subir de la tierra el agua por lo canales para regarla»). Y he aquí, este primer esbozo de una actividad específicamente humana parece formar parte de la definición del hombre, tal como ella surge del análisis del texto yahvista. Por consiguiente, se puede afirmar que este esbozo es intrínseco al significado de la soledad originaria y pertenece a esa dimensión de soledad, a través de la cual el hombre, desde el principio, está en el mundo visible como cuerpo entre los cuerpos y descubre el sentido de la propia corporalidad.

En la próxima meditación volveremos sobre este tema.

7. Entre la inmortalidad y la muerte (31-X-79/4-XI-79)

1. Nos conviene volver hoy una vez más sobre el significado de la soledad original del hombre, que surge sobre todo del análisis del llamado texto yahvista del Génesis 2. El texto bíblico nos permite, como ya hemos comprobado en las reflexiones precedentes, poner de relieve no sólo la conciencia que se tiene del cuerpo humano (el hombre es creado en el mundo visible como «cuerpo entre los cuerpos»), sino también la de su significado propio.

Teniendo en cuenta la gran concisión del texto bíblico, no se puede, desde luego, ampliar demasiado esta implicación. Pero es cierto que tocamos aquí el problema central de la antropología. La conciencia del cuerpo parece identificarse en este caso con el descubrimiento de la complejidad de la propia estructura, que, basada en una antropología filosófica, consiste, en definitiva, en la relación entre alma y cuerpo. El relato yahvista, con su lenguaje característico (esto es, con su propia terminología), lo expresa diciendo: «Formó Yahvé-Dios al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gén 2, 7) (1). Y precisamente este hombre «ser animado», se distingue a continuación de todos los otros seres vivientes del mundo visible. La premisa de este distinguirse el hombre es precisamente de que sólo él es capaz de «cultivar la tierra» (cf. Gén 2, 5) y de «someterla» (cf. Gén 1, 28). Se puede decir que la conciencia de la «superioridad», inscrita en la definición de humanidad, nace desde el principio a base de una praxis o comportamiento típicamente humano. Esta conciencia comporta una percepción especial del significado del propio cuerpo, que emerge precisamente del hecho de que el hombre está para «cultivar la tierra» y «someterla». Todo esto sería imposible sin una intuición típicamente humana del significado del propio cuerpo.

2. Parece, pues, que conviene hablar ante todo de este aspecto, más bien que del problema de la complejidad antropológica en sentido metafísico. Si la descripción originaria de la conciencia humana, sacada del texto yahvista, comprende en el conjunto del relato también al cuerpo, si encierra como primer testimonio del descubrimiento de la propia corporeidad (e incluso, como se ha dicho, la percepción del significado del propio cuerpo), todo esto se revela, basándose no en algún análisis primordial metafísico, sino en una concreta subjetividad bastante clara del hombre. El hombre es sujeto no sólo por su autoconciencia y autodeterminación, sino también a base del propio cuerpo. La estructura de este cuerpo es tal, que le permite ser el autor de una actividad puramente humana. En esta actividad el cuerpo expresa la persona. Es, pues, en toda su materialidad («formó al hombre del polvo de la tierra»), como penetrable y transparente, de modo que deja claro quién aro quién es el hombre (y quién debería ser) gracias a la estructura de su conciencia y de su autodeterminación. Sobre esto se apoya la percepción fundamental del significado del propio cuerpo, que no puede menos de descubrirse analizando la soledad originaria del hombre.

3. Y he aquí que, con esta comprensión fundamental del significado del propio cuerpo, el hombre, como sujeto de la Antigua Alianza con el Creador, es colocado ante el misterio del árbol de la ciencia. «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día de que él comieres, ciertamente morirás» (Gén 2, 16-17). El significado originario de la soledad del hombre se basa sobre la experiencia de la existencia que le ha dado el Creador. Esta existencia humana está caracterizada precisamente por la subjetividad que comprende también el significado del cuerpo. Pero el hombre, que en su conciencia originaria conoce exclusivamente la experiencia del existir y, por lo tanto de la vida, ¿habría podido entender lo que significaba la palabra «morirás»? ¿Sería capaz de llegar a comprender el sentido de esta palabra a través de la compleja estructura de la vida, que le fue dada cuando el «Señor Dios... le inspiró en el rostro aliento de vida»? Es necesario admitir que esta palabra, completamente nueva, se presenta en el horizonte de la conciencia del hombre sin que él haya experimentado nunca la realidad, y que al mismo tiempo esta palabra se presenta ante él como una antítesis radical de todo aquello de lo que el hombre había sido dotado.

El hombre oía por vez primera la palabra «morirás», sin haber tenido familiaridad con ella en su experiencia hasta entonces; pero, por otra parte, no podía menos que asociar el significado de la muerte a esa dimensión de la vida de la que había disfrutado hasta el momento. Las palabras de Dios-Yahvé dirigidas al hombre confirmaban una dependencia tal en el existir, que hacía del hombre un ser limitado y, por su naturaleza, susceptible de no-existencia. Estas palabras plantearon el problema de la muerte en sentido condicional: «El día que de él comieres... morirás». El hombre, que había oído estas palabras, debía sacar de ellas la verdad en la misma estructura interior de la propia soledad. Y, en definitiva, dependía de él, de su decisión y libre elección, si con su soledad hubiese entrado también en su humanidad. Además, debería haber entendido que ese árbol misterioso escondía en sí una dimensión de soledad desconocida hasta entonces, de la que le había sido dotado el Creador en medio del mundo de los seres vivientes, a los que el hombre -delante de su mismo Creador- «había puesto nombre», para llegar a comprender que ninguno de ellos era semejante a él.

4. Por lo tanto, cuando el significado fundamental de su cuerpo ya había sido establecido a través de la distinción del resto de las criaturas, cuando por esto mismo se había hecho evidente que «lo invisible» determina al hombre más que «lo visible», entonces se presentó ante él la alternativa vinculada estrecha y directamente por Dios-Yahvé al árbol de la ciencia del bien y del mal. La alternativa entre la muerte y la inmortalidad que surge del Génesis 2, 17, va más allá del significado escatológico no sólo del cuerpo, sino de la humanidad misma, distinta de todos los seres vivientes, de los «cuerpos». Pero esta alternativa afecta de un modo totalmente especial al cuerpo creado del «polvo de la tierra».

Para no prolongar más este análisis nos limitamos a constatar que la alternativa entre la muerte y la inmortalidad entra, desde el comienzo, en la definición del hombre y que pertenece «por principio» al significado de su soledad frente a Dios mismo. Este significado originario de soledad, penetrado por la alternativa entre la muerte y la inmortalidad, tiene también un significado fundamental para toda la teología del cuerpo.

Con esta constatación concluimos por ahora nuestras reflexiones sobre el significado de la soledad originaria del hombre. Esta constatación, que surge de modo claro e incisivo de los textos del libro del Génesis, induce también a reflexionar tanto sobre los textos como sobre el hombre, que acaso tiene demasiado escasa conciencia de la verdad que le atañe y que está encerrada ya en los primeros capítulos de la Biblia.

(1) La antropología bíblica distingue en el hombre no tanto «el cuerpo» y «el alma», cuanto «cuerpo» y «vida».

El autor bíblico presenta aquí la concesión del don de la vida mediante el «soplo», que no deja de ser propiedad de Dios: cuando Dios lo quita, el hombre vuelve al polvo del que ha sido sacado. (cf. Job 34, 14-15; Sal 104, 29, s.).

8. La creación de la mujer (7-XI-79/11-XI-79)

1. Las palabras del libro del Génesis: «No es bueno que le hombre esté solo» (Gén 2, 18) son como un preludio al relato de la creación de la mujer. Junto con éste relato, el sentido de la soledad originaria entra a formar parte del significado de la unidad originaria, cuyo punto clave parecen ser las palabras del Génesis 2, 24, a las que se remite Cristo en su conversación con los fariseos: «Dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne» (Mt 19, 5). Si Cristo, al referirse al «principio», cita estas palabras, nos conviene precisar el significado de esa unidad originaria que hunde las raíces en el hecho de la creación del hombre como varón y mujer.

El relato del capítulo primero del Génesis no toca el problema de la soledad originaria del hombre: «efectivamente, el hombre es desde el comienzo «varón y mujer». En cambio, el texto yahvista del capítulo segundo nos autoriza, en cierto modo, a pensar primero solamente en el hombre en cuanto, mediante el cuerpo, pertenece al mundo visible, pero sobrepasándolo; luego, nos hace pensar en el mismo hombre, más a través de la duplicidad de sexo. La corporeidad y la sexualidad no se identifican completamente. Aunque el cuerpo humano, en su constitución normal, lleva en sí los signos del sexo y sea, por su naturaleza, masculino o femenino, sin embargo, el hecho de que el hombre sea «cuerpo» pertenece a la estructura del sujeto personal más profundamente que el hecho de que en su constitución somática sea también varón o mujer. Por esto el significado de la soledad originaria, que puede referirse sencillamente al «hombre», es anterior sustancialmente al significado de la unidad originaria; en efecto, esta última se basa en la masculinidad y en la femineidad, casi como en dos «encarnaciones» diferentes, esto es, en dos modos de «ser cuerpo» del mismo ser humano, creado «a imagen de Dios» (Gén 1, 27).

2. Siguiendo el texto yahvista, en el cual la creación de la mujer se describe separadamente (cf. Gén 2, 21-22), debemos tener ante los ojos, al mismo tiempo, esa «imagen de Dios» del primer relato de la creación. El segundo relato conserva, en su lenguaje y estilo, todas las características del texto yahvista. El modo de pensar y de expresarse de la época a la que pertenece el texto. Se puede decir, siguiendo la filosofía contemporánea de la religión y la del lenguaje, que se trata de un lenguaje mítico. Efectivamente, en este caso, el término «mito» no designa un contenido fabuloso, sino sencillamente un modo arcaico de expresar un contenido más profundo. Sin dificultad alguna, bajo el estrato de la narración antigua, descubrimos ese contenido, realmente maravilloso por lo que respecta a las cualidades y a la condensación de las verdades que allí se encierran. Añadamos que el segundo relato de la creación del hombre conserva, hasta cierto punto, una forma de diálogo entre el hombre y Dios Creador, y esto se manifiesta sobre todo en esa etapa en la que el hombre (‘adam) es creado definitivamente como varón y mujer (is - ‘issah) (1). La creación se realiza casi al mismo tiempo en dos dimensiones: la acción de Dios-Yahvé que crea se desarrolla en correlación al proceso de la conciencia humana.

3. Así, pues, Dios-Yahvé dice: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). Y al mismo tiempo el hombre confirma su propia soledad (cf. Gén 2, 20). A continuación leemos: «Hizo pues, Yahvé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer» (Gén 2, 21-22). Considerando lo característico del lenguaje, es necesario reconocer ante todo que nos hace pensar mucho ese sopor genesíaco, en el que, por obra de Dios Yahvé, el hombre se sumerge, como en preparación para el nuevo acto creador. En el fondo de la mentalidad contemporánea, habituada -a través del análisis del subsconciente- a unir al mundo del sueño contenidos sexuales, ese sopor puede suscitar una asociación especial (2). Sin embargo, el relato bíblico parece ir más allá de la dimensión del subsconciente humano. Si se admite, pues, una diversidad significativa de vocabulario, se puede concluir que el hombre (‘adam) cae en ese «sopor» para despertarse «varón» y «mujer». Efectivamente, nos encontramos por primera vez en Gén 2, 23 con la distinción is - ‘issah. Quizá, pues, la analogía del sueño indica aquí no tanto un pasar de la conciencia a la subconsciencia, cuanto un retorno específico al no ser (el sueño comporta un componente de aniquilamiento de la existencia consciente del hombre), o sea, al momento antecedente a la creación, a fin de que, desde él por iniciativa creadora de Dios, el «hombre» solitario pueda surgir de nuevo en su doble unidad de varón y mujer (3).

En todo caso, a la luz del contexto del Gén 2, 18-20, no hay duda alguna de que el hombre cae en ese «sopor» con el deseo de encontrar un ser semejante a sí. Si, por analogía con el sueño, podemos hablar aquí también de ensueño, debemos decir que ese arquetipo bíblico nos permite admitir como contenido de ese sueño un «segundo yo», también personal e igualmente relacionado con la situación de soledad originaria, es decir, con todo ese proceso de estabilización de la identidad humana en relación al conjunto de los seres vivientes (animalia), en cuanto es proceso de «diferenciación» del hombre de este ambiente. De este modo, el círculo de la soledad del hombre-persona se rompe, porque el primer «hombre» despierta de su sueño como «varón y mujer».

4. La mujer es formada «con la costilla» que Dios-Yahvé tomó del hombre. Teniendo en cuenta el modo arcaico, metafórico e imaginativo de expresar el pensamiento, podemos establecer que se trata de homogeneidad de todo el ser de ambos; esta homogeneidad se refiere sobre todo al cuerpo, a la estructura somática, y se confirma también con las primeras palabras del hombre a la mujer creada: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2, 23) (4). Y sin embargo, las palabras citadas se refieren también a la humanidad del hombre-varón. Se leen en el contexto de las afirmaciones hechas antes de la creación de la mujer, en las que, aun no existiendo todavía la «encarnación» del hombre, ella es definida, como «ayuda semejante a él» (cf. Gén 2, 18 y 2, 20) (5). Así, pues, la mujer, en cierto sentido, es creada a base de la misma humanidad. La homogeneidad somática, a pesar de la diversidad de la constitución unida a la diferencia sexual, es tan evidente que el hombre (varón) despertado del sueño genético, la expresa inmediatamente cuando dice: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona porque del varón ha sido tomada» (Gén 2, 23). De este modo el hombre (varón) manifiesta por vez primera alegría e incluso exaltación, de las que antes no tenía oportunidad, por faltarle un ser semejante a él. La alegría por otro ser humano, por el segundo «yo», domina en las palabras del hombre (varón) pronunciadas al ver a la mujer (hembra). Todo esto ayuda a establecer el significado pleno de la unidad originaria. Aquí son pocas las palabras, pero cada una es de gran peso. Debemos, pues, tener en cuenta, y lo hacemos también a continuación el hecho de que la primera mujer, «formada con la costilla tomada del hombre», inmediatamente es aceptada como ayuda adecuada a él.

En la próxima meditación volveremos aún sobre este mismo tema, esto es, el significado de la unidad originaria del hombre y de la mujer en la humanidad.

(1) El término hebreo ‘adam expresa el concepto colectivo de la especie humana, esto es, el hombre que representa a la humanidad; (la Biblia define al individuo utilizando la expresión «hijo del hombre», ben’adam). La contraposición: ‘is-’isaah subraya la diversidad sexual (como en griego aner-gyne).

Después de la creación de la mujer, el texto bíblico continúa llamando al primer hombre ‘adam (con artículo definido), expresando así su «corporate personality», en cuanto se ha convertido en «padre de la humanidad», su progenitor y representante, como después Abraham es reconocido como «padre de los creyentes» y Jacob se identifica con Israel-Pueblo elegido.

(2) El sopor de Adán (en hebreo tardemaah) es un sueño profundo (en latín: sopor; en ingles: sleep) en el que cae el hombre sin conciencia o sueños. (La Biblia tiene otro término para definir el sueño: halom); cf. Gén 15, 12; 1 Sam 26, 12.

Freud, en cambio, examina el contenido de los sueños (en latín: somnium; en inglés: dream), los cuales formándose con elementos síquicos «rechazados por el subconsciente» permiten, según él, hacer emerger en ellos los contenidos inconscientes, que, en último análisis, serían siempre sexuales.

Esta idea es naturalmente del todo extraña al autor bíblico.

En la teología del autor yahvista, el sopor en el que Dios hace caer al primer hombre subraya la exclusividad de la acción de Dios en la obra de la creación de la mujer; el hombre no tenía en ella participación alguna consciente. Dios se sirve de su «costilla» solamente para acentuar la naturaleza común del varón y de la mujer.

(3) «Sopor» (tardemah) es el término que aparece en la Sagrada Escritura, cuando durante el sueño o directamente después del sueño deben suceder acontecimientos extraordinarios (cf. Gén 15, 12; 1 Sam 26, 12; Is 29, 10; Job 4, 13; 33, 15). Los Setenta traducen tardemah por ékstasis (un éxtasis).

En el Pentateuco tardemah aparece también una sola vez en un contexto misterioso: Abraham, por el mandato de Dios, preparó un sacrificio de animales, ahuyenando de ellos las aves rapaces. «Cuando ya estaba el sol, para ponerse, cayó un sopor sobre Abraham, y fue presa de gran terror, y le envolvió densa tiniebla» (Gén 15, 12). Entonces precisamente comienza Dios a hablar y realiza con él una alianza, que es la cumbre de la revelación hecha a Abraham.

Esta escena se parece en cierto modo a la del huerto de Getsemaní: Jesús «comenzó a sentir temor y angustia» (Mc 14, 33) y encontró a los Apóstoles «adormilados por la tristeza» (Lc 22, 45).

El autor bíblico admite en el primer hombre un cierto sentido de carencia y soledad («no es bueno que el hombre esté solo»; «no encontró una ayuda semejante a él»), y aun casi de miedo. Quizá este estado provoca un sueño causado por la «tristeza», o quizá, como en el caso de Abraham, «por un oscuro terror» de no-ser; como en el umbral de la obra de la creación: «La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo» (Gén 1, 2).

En todo caso, según los dos textos en que el Pentateuco, o mejor, el libro del Génesis habla del sueño profundo (tardemah) tiene lugar una acción divina especial, es decir, una «alianza» cargada de consecuencia para toda la historia de la salvación: Adán da comienzo al género humano. Abraham al Pueblo elegido.

(4) Es interesante notar que para los antiguos Sumerios el signo cuneiforme para indicar el sustantivo «costilla» coincidía con el empleado para indicar la palabra «vida». En cuando al relato yahvista, según cierta interpretación del Gén 2, 21, Dios más bien cubre de carne la costilla (en vez de cerrar la carne en el lugar de ella) y de este modo «forma» a la mujer, que trae su origen de la «carne y de los huesos» del primer hombre (varón).

En el lenguaje bíblico ésta es una definición de consanguinidad o pertenencia a la misma descendencia (por ejemplo, cf. Gén 29, 14): la mujer pertenece a la misma especie que el hombre, distinguiéndose de los otros seres vivientes creados antes.

En la antropología bíblica los «huesos» expresan un componente importantísimo del cuerpo; dado que para los hebreos no había una distinción precisa entre «cuerpo» y «alma» (el cuerpo era considerado como manifestación exterior de la personalidad), los «huesos» significaban sencillamente, por sinécdoque, el «ser» humano (cf. por ejemplo, Sal 139, 15: «No desconocías mis huesos»).

Se puede entender, pues, «hueso de los huesos», en sentido relacional, como el «ser del ser»; «carne de la carne» significa que aun teniendo diversas características físicas, la mujer presenta la misma personalidad que posee el hombre.

En el «canto nupcial» del primer hombre, la expresión «hueso de los huesos», «carne de la carne» es una forma de superlativo, subrayado además por la repetición triple: «esta», «esa», «la».

(5) Es difícil traducir exactamente la expresión hebrea cezer kenegdó, que se traduce de distinto modo en las lenguas europeas, por ejemplo, en latín: adiutorium ei conveniens sicut oportebat iuxta eum»; en alemán: «eine Hilfe..., die ihm entspricht»; en francés: «égal visâvis de lui»; en italiano: «un aiuto che gli sia simile»; en español: «como él, que le ayude»; en inglés: «a helper fit for him»; en polaco: «odopowicdnia alla niego pomoe».

Porque el término «ayuda», parece sugerir el concepto de «complementariedad», o mejor, de «correspondencia exacta», el término «semejante» se une más bien con el de «similitud», pero en sentido diverso de la semejanza del hombre con Dios.

9. Comunión interpersonal e imagen de Dios (14-XI-79/18-XI-79)

1. Siguiendo la narración del libro del Génesis, hemos constatado que la creación «definitiva» del hombre consiste en la creación de la unidad de dos seres. Su unidad denota sobre todo la identidad de la naturaleza humana; en cambio, la dualidad manifiesta lo que, a base de tal identidad, constituye la masculinidad y la feminidad del hombre creado. Esta dimensión ontológica de la unidad y de la dualidad tiene, al mismo tiempo, un significado axiológico. Del texto del Génesis 2, 23 y de todo el contexto se deduce claramente que el hombre ha sido creado como un don especial ante Dios («Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»: Gén 1, 31), pero también como un valor especial para el mismo hombre: primero, porque es «hombre»; segundo, porque la «mujer» es para el hombre, y viceversa, el hombre es para la mujer. Mientras el capítulo primero del Génesis expresa este valor de forma puramente teológica (e indirectamente metafísica), el capítulo segundo, en cambio, revela, por decirlo así, el primer círculo de la experiencia vivida por el hombre como valor. Esta experiencia está ya inscrita en el significado de la soledad originaria, y luego en todo el relato de la creación del hombre como varón y mujer. El conciso texto del Gén 2, 23, que contiene las palabras del primer hombre a la vista de la mujer creada, «tomada de él», puede ser considerado el prototipo bíblico del Cantar de los Cantares. Y si es posible leer impresiones y emociones a través de palabras tan remotas, podríamos aventurarnos también a decir que la profundidad y la fuerza de esta primera y «originaria» emoción del hombre-varón ante la humanidad de la mujer, y al mismo tiempo ante la feminidad del otro ser humano, parece algo único e irrepetible.

2. De este modo, el significado de la unidad originaria del hombre, a través de la masculinidad y feminidad, se expresa como superación del límite de la soledad, y al mismo tiempo como afirmación -respecto a los dos seres humanos- de todo lo que en la soledad es constitutivo del «hombre». En el relato bíblico, la soledad es camino que lleva a esa unidad, que siguiendo al Vaticano II, podemos definir Communio personarum (1). Como ya hemos constatado anteriormente, el hombre en su soledad originaria, adquiere una conciencia personal en el proceso de «distinción» de todos los seres vivientes (animalia) y al mismo tiempo, en esta soledad se abre hacia un ser afín a él y que el Génesis (2, 18 y 20) define como «ayuda semejante a él». Esta apertura decide del hombre-persona no menos, al contrario, acaso más aún, que la misma «distinción». La soledad del hombre, en el relato yahvista, se nos presenta no sólo como el primer descubrimiento de la trascendencia característica propia de la persona, sino también como descubrimiento de una relación adecuada «a la» persona; y por lo tanto como apertura y espera de una «comunión de personas».

Aquí se podría emplear incluso el término «comunidad», si no fuese genérico y no tuviese tantos significados. «Comunión» dice más y con mayor precisión, porque indica precisamente esa «ayuda» que, en cierto sentido, se deriva del hecho mismo de existir como persona «junto» a una persona. En el relato bíblico este hecho se convierte eo ipso -de por sí- en la existencia de la persona «para» la persona, dado que el hombre en su soledad originaria, en cierto modo, estaba ya en esta relación. Esto se confirma, en sentido negativo, precisamente por su soledad. Además, la comunión de las personas podía formarse sólo a base de una «doble soledad» del hombre y de la mujer, o sea, como encuentro en su «distinción» del mundo de los seres vivientes (animalia), que daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad particular. El concepto de «ayuda» expresa también esta reciprocidad en la existencia, que ningún otro ser viviente habría podido asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que de constitutivo fundaba la soledad de cada uno de ellos, y por tanto también la autoconciencia y la autodeterminación, o sea, la subjetividad y el conocimiento del significado propio del cuerpo.

3. El relato de la creación del hombre, en el capítulo primero, afirma desde el principio y directamente que el hombre ha sido creado a imagen de Dios en cuanto varón y mujer. El relato del capítulo segundo, en cambio, no habla de la «imagen de Dios»; pero revela, a su manera característica, que la creación completa y definitiva del «hombre» (sometido primeramente a la experiencia de la soledad originaria) se expresa en el dar vida a esa «communio personarum» que forman el hombre y la mujer. De este modo, el relato yahvista concuerda con el contenido del primer relato. Si, por el contrario, queremos sacar también del relato del texto yahvista el concepto de «imagen de Dios», entonces podemos deducir que el hombre se ha convertido en «imagen y semejanza» de Dios no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas, que el hombre y la mujer forman desde el comienzo. La función de la imagen es la de reflejar a quien es el modelo, reproducir el prototipo propio. El hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión. Efectivamente, él es «desde el principio» no sólo imagen en la que se refleja la soledad de una Persona que rige al mundo, sino también y esencialmente, imagen de una inescrutable comunión divina de Personas.

De este modo el segundo relato podría también preparar a comprender el concepto trinitario de la «imagen de Dios», aun cuando ésta aparece sólo en el primer relato. Obviamente esto no carece de significado incluso para la teología del cuerpo, más aún, quizá constituye incluso el aspecto teológico más profundo de todo lo que se puede decir acerca del hombre. En el misterio de la creación -en base a la originaria y constitutiva «soledad» de su ser- el hombre ha sido dotado de una profunda unidad entre lo que él es masculino humanamente y mediante el cuerpo, y lo que de la misma manera es en él femenino humanamente y mediante el cuerpo. Sobre todo esto, desde el comienzo, descendió la bendición de la fecundidad, unida con la procreación humana (cf. Gén 1, 28).

4. De este modo, nos encontramos casi en el meollo mismo de la realidad antropológica que se llama «cuerpo». Las palabras del Génesis 2, 23 hablan de él directamente y por vez primera en los términos siguientes: «carne de mi carne y hueso de mis huesos». El hombre-varón pronuncia estas palabras, como si sólo a la vista de la mujer pudiese identificar y llamar por su nombre a lo que en el mundo visible los hace semejantes el uno al otro, y a la vez aquello en que se manifiesta la humanidad. A la luz del análisis precedente de todos los «cuerpos», con los que se ha puesto en contacto el hombre y a los que ha definido conceptualmente poniéndoles nombre («animalia»), la expresión «carne de mi carne» adquiere precisamente este significado: el cuerpo revela al hombre. Esta fórmula concisa contiene ya todo lo que sobre la estructura del cuerpo como organismo, sobre su vitalidad, sobre su particular fisiología sexual, etc., podrá decir acaso la ciencia humana. En esta expresión primera del hombre-varón «carne de mi carne» se encierra también una referencia a aquello por lo que el cuerpo es auténticamente humano, y por lo tanto a lo que determina al hombre como persona, es decir, como ser que incluso en toda su corporeidad es «semejante» a Dios (2).

5. Nos encontramos, pues, casi en el meollo mismo de la realidad antropológica, cuyo nombre es «cuerpo», cuerpo humano. Sin embargo, como es fácil observar, este meollo no es sólo antropológico, sino también esencialmente teológico. La teología del cuerpo, que desde el principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios, se convierte, en cierto modo, también en teología del sexo, o mejor, teología de la masculinidad y de la feminidad, que aquí, en el libro del Génesis, tiene su punto de partida. El significado originario de la unidad, testimoniada por las palabras del Génesis 2, 24, tendrá amplia y lejana perspectiva en la revelación de Dios. Esta unidad a través del cuerpo («y los dos serán una sola carne») tiene una ética, como se confirma en la respuesta de Cristo a los fariseos en Mt 19 (Mc 10), y también una dimensión sacramental, estrictamente teológica, como se comprueba por las palabras de San Pablo a los Efesios (3), que hacen referencia además a la tradición de los Profetas (Oseas, Isaías, Ezequiel).

Y es así, porque esa unidad que se realiza a través del cuerpo indica, desde el principio, no sólo el «cuerpo», sino también la comunión «encarnada» de las personas -communio personarum- y exige esta comunión desde el principio. La masculinidad y la feminidad expresan el doble aspecto de la constitución somática del hombre («esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos»), e indican, además, a través de las mismas palabras del Génesis 2, 23, la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo: sentido, que se puede decir consiste en un enriquecimiento recíproco. Precisamente esta conciencia, a través de la cual la humanidad se forma de nuevo como comunión de personas, parece constituir el estrato que en el relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo contenida en él) es más profundo que la misma estructura somática como varón y mujer. En todo caso, esta estructura se presenta desde el principio con una conciencia profunda de la corporeidad y sexualidad humana, y esto establece una norma inalienable para la comprensión del hombre en el plano teológico.

(1) «Pero Dios no creó al hombre dejándolo solo; desde el principio ‘varón y mujer los creó’» (Gén 1, 27) y su unión constituye la primera forma de comunión de personas (Gaudium et spes, 12).

(2) En la concepción de los libros bíblicos más antiguos no aparece la contraposición dualista «alma-cuerpo». Como ya se ha subrayado (cf. nota 11), se puede hablar más bien de una combinación complementaria «cuerpo-vida». El cuerpo es «expresión de la personalidad del hombre, y si no agota plenamente este concepto, es necesario entenderlo en el lenguaje bíblico como «pars pro toto»; cf. por ejemplo: «no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre...» (Mt 16, 17), es decir: no te lo ha revelado el hombre.

(3) «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne. Gran misterio éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef. 5, 29-32).

Este será el tema de nuestras reflexiones en la parte titulada «El Sacramento».

10. El matrimonio uno e indisoluble (21-XI-79/25-XI-79)

1. Recordemos que Cristo, cuando le preguntaron sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se remitió a lo que era «al principio». Citó las palabras escritas en los primeros capítulos del Génesis. Tratamos, pues, de penetrar en el sentido propio de estas palabras y de estos capítulos, en el curso de las presentes reflexiones.

El significado de la unidad originaria del hombre, a quien Dios creó «varón y mujer», se obtiene (especialmente a la luz del Génesis 2, 23) conociendo al hombre en todo el conjunto de su ser, esto es, en toda la riqueza de ese misterio de la creación, que está en la base de la antropología teológica. Este conocimiento, es decir, la búsqueda de la identidad humana de aquel que al principio estaba «solo», debe pasar siempre a través de la dualidad, la «comunión». Rercordemos el pasaje del Génesis 2, 23: «El hombre exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada». A la luz de este texto, comprendemos que el conocimiento del hombre pasa a través de la masculinidad y feminidad, que son como dos «encarnaciones» de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo -como dos modos de «ser cuerpo» y a la vez hombre, que se completan recíprocamente-, como dos dimensiones complementarias de la autoconciencia y de la autodeterminación, y, al mismo tiempo, como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo. Así, como ya demuestra el Génesis, 23, la feminidad, en cierto sentido, se encuentra a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a través de la feminidad. Precisamente la función del sexo, que, en cierto sentido, es «constitutivo de la persona» (no sólo «atributo de la persona»), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como «el» o «ella». La presencia del elemento femenino junto al masculino y al mismo tiempo que él, tiene el significado de un enriquecimiento para el hombre en toda la perspectiva de la historia, comprendida también la historia de la salvación. Toda esta enseñanza sobre la unidad ha sido expresada ya originariamente en el Génesis 2, 23.

2. La unidad, de la que habla el Génesis 2, 24 («y vendrán a ser los dos una sola carne»), es sin duda la que se expresa y se realiza en el acto conyugal. La formulación bíblica, extremadamente concisa y simple, señala al sexo, feminidad y masculinidad, como esa característica del hombre -varón y mujer- que les permite, cuando se convierten en «una sola carne», someter al mismo tiempo toda su humanidad a la bendición de la fecundidad. Sin embargo, todo el contexto de la formulación lapidaria no nos permite detenernos en la superficie de la sexualidad humana, no nos consiente tratar del cuerpo y del sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la «comunión de las personas», sino que nos obliga a entrever desde el «principio» la plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben constituir a la luz de la revelación del cuerpo.

Por lo tanto, ante todo, la expresión respectiva que dice: «El hombre... se unirá a su mujer» tan íntimamente que «los dos serán una sola carne», nos induce siempre a dirigirnos a lo que el texto bíblico expresa con anterioridad respecto a la unión en la humanidad, que une a la mujer y al varón en el misterio mismo de la creación. Las palabras del Génesis 2, 23, que acabamos de analizar, explican este concepto de modo particular. El varón y la mujer, uniéndose entre sí (en el acto conyugal) tan íntimamente que se convierten en «una sola carne», descubren de nuevo, por decirlo así, cada vez y de modo especial, el misterio de la creación, retornan así a esa unión en la humanidad («carne de mi carne y hueso de mis huesos»), que les permite reconocerse recíprocamente y, llamarse por su nombre, como la primera vez. Esto significa revivir, en cierto sentido, el valor originario virginal del hombre, que emerge del misterio de su soledad frente a Dios y en medio del mundo. El hecho de que se conviertan en «una sola carne» es un vínculo potente establecido por el Creador, a través del cual ellos descubren la propia humanidad, tanto en su unidad originaria, como en la dualidad de un misterioso atractivo recíproco. Pero el sexo es algo más que la fuerza misteriosa de la corporeidad humana, que obra casi en virtud del instinto. A nivel del hombre y en la relación recíproca de las personas, el sexo expresa una superación siempre nueva del límite de la soledad del hombre inherente a la constitución de su cuerpo y determina su significado originario. Esta superación lleva siempre consigo una cierta asunción de la soledad del cuerpo del segundo «yo» como propia.

3. Por esto está ligada a la elección. La formulación misma del Génesis 2, 24 indica no sólo que los seres humanos creados como varón y mujer, han sido creados para la unidad, sino también que precisamente esta unidad, a través de la cual se convierten en «una sola carne», tiene desde el principio un carácter de unión que se deriva de una elección. Efectivamente, leemos: «El hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer». Si el hombre pertenece «por naturaleza» al padre y a la madre, en virtud de la generación, en cambio «se une» a la mujer (o al marido) por elección. El texto del Génesis 2, 24 define este carácter del vínculo conyugal a la primera mujer, pero al mismo tiempo lo hace también en la perspectiva de todo el futuro terreno del hombre. Por esto, Cristo, en su tiempo, se remitirá a ese texto, de actualidad también en su época. Creados a imagen de Dios, también en cuanto forman una auténtica comunión de personas, el primer hombre y la primera mujer deben constituir el comienzo y el modelo de esta comunión para todos los hombres y mujeres que en cualquier tiempo se unirán tan íntimamente entre sí, que formaran «una sola carne». El cuerpo que, a través de la propia masculinidad o feminidad, ayuda a las dos desde el principio («una ayuda semejante a él») a encontrarse en comunión de personas, se convierte, de modo especial, en el elemento constitutivo de su unión, cuando se hacen marido y mujer. Pero esto se realiza a través de una elección recíproca. Es la elección que establece el pacto conyugal entre las personas (20), que sólo a base de ella se convierten en «una sola carne».

4. Esto corresponde a la estructura de la soledad del hombre, y en concreto a la «soledad de los dos». La elección, como expresión de autodeterminación, se apoya sobre el fundamento de esa estructura, es decir, sobre el fundamento de su autoconciencia.

Sólo a base de la propia estructura del hombre, él «es cuerpo» y, a través del cuerpo, es también varón y mujer. Cuando ambos se unen tan íntimamente entre sí que se convierten en «una sola carne», su unión conyugal presupone una conciencia madura del cuerpo. Más aún, comporta una conciencia especial del significado de ese cuerpo en el donarse recíproco de las personas. También en este sentido, Génesis 2, 24 es un texto perspectivo. Efectivamente, demuestra que en cada unión conyugal del hombre y de la mujer se descubre de nuevo la misma conciencia originaria del significado unitivo del cuerpo en su masculinidad y feminidad; con esto el texto bíblico indica, al mismo tiempo, que en cada una de estas uniones se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su profundidad originaria y fuerza vital. «Tomada del hombre» como «carne de su carne», la mujer se convierte a continuación, como «esposa» y a través de su maternidad, en madre de los vivientes (cf. Gén 3, 20), porque su maternidad tiene su propio origen también en él. La procreación se arraiga en la creación, y cada vez, en cierto sentido, reproduce su misterio.

5. A este tema dedicaremos una reflexión especial: «El conocimiento y la procreación». En ella habrá que referirse todavía a otros elementos del texto bíblico. El análisis del significado de la unidad originaria, hecho hasta ahora, demuestran de qué modo «desde el principio» esa unidad del hombre y de la mujer, inherente al misterio de la creación, se da también como un compromiso en la perspectiva de todos los tiempos siguientes.