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  • Indice
  • Introducción
  • I. La Cruz gloriosa
    • 1. El Señor quiso la Cruz (137)
    • 2. Por qué Dios quiso la Cruz (138)
  • II. La Cruz en los cristianos
    • 1. La Cruz en los cristianos. 1 (139)
    • 2. La Cruz en los cristianos. y 2 (140)
  • III. La devoción a la Cruz
    • 1. La devoción cristiana a la Cruz. 1 (141)
    • 2. La devoción a la Cruz: siglos I-II (142)
    • 3. La devoción a la Cruz: siglos II-IV (143)
    • 4. La devoción a la Cruz: siglos IV-V (144)
    • 5. La devoción a la Cruz: siglos V-VI (145)
    • 6. La devoción a la Cruz: siglos VIII-XIII (146)
    • 7. La devoción a la Cruz: siglos XIII-XIV (147)
    • 8. La devoción a la Cruz: siglos XIV-XVI (148)
    • 9. La devoción a la Cruz: siglos XVI-XVIII
    • 10. La devoción a la Cruz: siglo XVII (150)
    • 11. La devoción a la Cruz: siglos XIX-XX (151)
    • 12. La devoción a la Cruz: siglo XX, 1 (152)
    • 13. La devoción a la Cruz: siglos XX, 2 (153)
    • 14. La devoción a la Cruz: siglo XX, 3 (154)
    • 15. La devoción a la Cruz: siglo XX, y 4 (155)
    • 16. La devoción a la Cruz: siglo XVI (156)
  • IV. Cristianismo con Cruz
    • 1. Cristianismo con Cruz o sin ella. 1 (157)
    • 2. Cristianismo con Cruz o sin ella. y 2 (158)

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I. La Cruz gloriosa

1. El Señor quiso la Cruz

–Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.

–Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.

Después de considerar los males del mundo y la universalidad de la Providencia divina, venimos al tema principal. ¿Quiso Dios realmente la muerte de Jesús o ésta debe ser atribuida a la cobardía de Pilatos, a la ceguera del Sanedrín y del pueblo judío? La fe católica da una respuesta cierta:

—Dios quiso que Cristo muriese en la Cruz. Ofreciendo en ella el sacrificio de su vida, el Hijo divino encarnado expía los pecados de la humanidad y la reconcilia con Dios, dándole la filiación divina. En la carta apostólica Salvifici doloris (11-II-1984) enseña el beato Juan Pablo II que «muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan cómo Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del mundo» (18).

Las Escrituras antiguas y nuevas«dicen» clara y frecuentemente que Jesús se acerca a la Cruz «para que se cumplan» en todo las Escrituras, es decir, los planes eternos de Dios (Lc 24,25-27; 45-46). Desde el principio mismo de la Iglesia confiesa Simón Pedro esta fe predicando a los judíos:Cristo «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2,23); «vosotros pedisteis la muerte para el Autor de la vida… Y Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Cristo. Arrepentíos, pues, y convertíos» (3,15-19).

El hecho de que la Providencia divina quiera permitir tal crimen no elimina en forma alguna ni la libertad ni la culpabilidad de quienes entregan a la muerte al Autor de la vida, y por eso es necesario el arrepentimiento. Y continúa enseñando Pedro: «hemos sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha, ya previsto antes de la creación del mundo, pero manifestado [ahora] al final de los tiempos» (1Pe 1,18-19). «Herodes y Poncio Pilato se aliaron contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado» (Hch 4,27-28).

Es la misma fe confesada por San Pablo: «Los habitantes de Jerusalén y sus autoridades no reconocieron a Jesús, ni entendieron las profecías que se leen los sábados, pero las cumplieron al condenarlo… Y cuando cumplieron todo lo que estaba escrito de él, lo bajaron del madero y lo enterraron. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos» (Hch 13,27-30). Así el Hijo fiel, el nuevo Adán obediente, realiza «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). Por eso Cristo fue «obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (Flp 2,8). Obediente, por supuesto, a lo que «quiso» la voluntad del Padre (Jn 14,31), no a la voluntad de Pilatos o a la del Sanedrín. Para obedecer ese maravilloso plan de Dios «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2).

La Liturgia antigua y la actual de la Iglesia «dice» con frecuencia que quiso Dios la cruz redentora de Jesús. Solo dos ejemplos: «Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad» (Or. colecta Dom. Ramos). «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz» (Or. colecta Miérc. Santo).

La Tradición católica de los Padres, del Magisterio y de los grandes maestros espirituales «dice» una y otra vez que Dios quiso en su providencia el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. El Catecismo de Trento (1566, llamado de San Pío V o Catecismo Romano) enseña que «no fue casualidad que Cristo muriese en la Cruz, sino disposición de Dios. El haber Cristo muerto en el madero de la Cruz, y no de otro modo, se ha de atribuir al consejo y ordenación de Dios, «para que en el árbol de la cruz, donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida» (Pref. Cruz)». Y según eso exhorta:

«Ha de explicarse con frecuencia al pueblo cristiano la historia de la pasión de Cristo… Porque este artículo es como el fundamento en que descansa la fe y la religión cristiana. Y también porque, ciertamente, el misterio de la Cruz es lo más difícil que hay entre las cosas [de la fe] que hacen dificultad al entendimiento humano, en tal grado que apenas podemos acabar de entender cómo nuestra salvación dependa de una cruz, y de uno que fue clavado en ella por nosotros.

«Pero en esto mismo, como advierte el Apóstol, hemos de admirar la suma providencia de Dios:»ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación… y predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1Cor 1,21-23)… Y por esto también, viendo el Señor que el misterio de la Cruz era la cosa más extraña, según el modo de entender humano, después del pecado [primero] nunca cesó de manifestar la muerte de su Hijo, así por figuras como por los oráculos de los Profetas» (I p., V,79-81).

Es la misma enseñanza del actual Catecismo de la Iglesia Católica: «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés» (599).

—Cristo quiso morir por nosotros en la Cruz. Como dice Juan Pablo II en la Salvifici doloris, «Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo… Por eso reprende severamente a Pedro, cuando éste quiere hacerle abandonar los pensamientos [divinos] sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz (Mt 16,23)… Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica. Va obediente al Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual Él ha amado al mundo y al hombre en el mundo» (16). «El Siervo doliente se carga con aquellos sufrimientos de un modo completamente voluntario (cf.Is 53,7-9)» (18; cf. Catecismo, 609).

Jesús es siempre consciente de su vocación martirial, de la que su ciencia humana tiene un conocimiento progresivo, pero siempre cierto. Por eso anuncia a sus discípulos que en este mundo van a ser perseguidos como Él va a serlo. Y cuando les enseña que también ellos han de «dar su vida por perdida», si de verdad quieren ganarla (Lc 9,23), lo hace porque quiere que su misma actitud martirial constante sea la de todos los suyos: «yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15).

Desde el comienzo de su vida pública da Jesús muestras evidentes de que se sabe «hombre muerto», condenado por las autoridades de Israel. Todo lo que dice y hace muestra la libertad omnímoda propia de un hombre que, sabiéndose condenado a la muerte, no tiene para qué proteger su propia vida. La da por perdida desde el principio. Él sabe perfectamente que es el Cordero de Dios destinado al sacrificio redentor que va a traer la salvación del mundo. Por eso, al predicar la verdad del Evangelio, no tiene miedo alguno al enfrentarse duramente con los tres estamentos de Israel más poderosos, los que pueden decidir su proscripción social y su muerte. En efecto, como bien sabemos, se enfrenta con la clase sacerdotal, se enfrenta conlos maestros de la Ley, escribas, fariseos y saduceos, y se enfrenta conlos ricos, notables y poderosos. Y ciertamente no choca contra estos poderes mundanos hasta poner su vida en grave peligro por un vano espíritu de contradicción, que sería despreciable e injustificable. En absoluto. Jesús arriesga su vida hasta el extremo de perderla porque ama a los hombres pecadores, porque sabe que solo predicándoles la verdad pueden ser liberados de la cautividad del Padre de la Mentira, y porque quiere salvarlos en el sacrificio expiatorio de la Cruz, cumpliendo el plan salvífico de Dios, muchas veces anunciado en la Biblia.

La sagrada Escritura, ciertamente, nos «dice» que Jesús quiso morir por nosotros en la Cruz. Cristo «sabía todo lo que iba sucederle» (Jn 18,4), anunció su Pasión con todo detalle en varias ocasiones, y hubiera podido evitarla. Pero no, Él quiso que se cumplieran en su muerte todas las predicciones de la Escritura (Lc 24,25-27). Por eso, nadie le quita la vida: es Él quien la entrega libremente, para volverla a tomar (Jn 10,17-18). Él, en la última Cena, «entrega» su cuerpo y «derrama» su sangre para la salvación del mundo.

En la misma hora del prendimiento, Jesús sabe bien que legiones de ángeles podrían acudir para evitar su muerte (Mt 26,53). Pero Él no pide esa ayuda, ni permite que lo defiendan sus discípulos (Jn 18,1011). Tampoco se defiende a sí mismo ante sus acusadores, sino que permanece callado ante Caifás (Mt 26,63), Pilatos (27,14), Herodes (Lc 23,9) y otra vez ante Pilatos (Jn 19,9). Es evidente que Él «se entrega», se ofrece verdaderamente a la muerte, a una muerte sacrificial y redentora. Por eso nosotros hemos de confesar como San Pablo, que el Hijo de Dios nos amó y, con plena libertad, se entregó hasta la muerte para salvarnos (Gál 2,20).

La liturgia, que diariamente confiesa y celebra la fe de la Iglesia, «dice» una y otra vez lo mismo que la Sagrada Escritura. Nuestro Señor Jesucristo, «cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada» (Pleg. eucarística II), «con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar» (Pref. V Pascua).

Los Padres y el Magisterio apostólico «dicen» lo mismo. Concretamente, con ocasión de los gravísimos errores de los protestantes sobre el misterio de la Cruz, el Catecismo de Trento enseña que «Cristo murió porque quiso morir por nuestro amor. Cristo Señor murió en aquel mismo tiempo que él dispuso morir, y recibió la muerte no tanto por fuerza ajena, cuanto por su misma voluntad. De suerte que no solamente dispuso Él su muerte, sino también el lugar y tiempo en que había de morir» (cita aquí Jn 10,17-18 y Lc 13,32-33). «Y así nada hizo él contra su voluntad o forzado, sino que Él mismo se ofreció voluntariamente, y saliendo al encuentro a sus enemigos, dijo: «Yo soy», y padeció voluntariamente todas aquellas penas con que tan injusta y cruelmente le atormentaron». Y fijémonos en las siguientes palabras de este gran Catecismo.

«Cuando uno padece por nosotros todo género de dolores, si no los padece por su voluntad, sino porque no los puede evitar, no estimamos esto por grande beneficio [ni por gran declaración de amor]; pero si por solo nuestro bien recibe gustosamente la muerte, pudiéndola evitar, esto es una altura de beneficio tan grande» que suscita el más alto agradecimiento. «En esto, pues, se manifiesta bien la suma e inmensa caridad de Jesucristo, y su divino e inmenso mérito para con nosotros» (I p., cp.V,82).

—Si así «dicen» la Escritura y el Magisterio, los Padres y la Liturgia ¿cuál será el atrevimiento insensato de quienes «contradicen» una Palabra de Dios tan clara?… Cristo quiso la Cruz porque ésta era la eterna voluntad salvífica de Dios providente. Y los cristianos católicos están familiarizados desde niños con estas realidades de la fe y con los modos bíblicos y tradicionales de expresarlas –voluntad de Dios, plan de la Providencia divina, obediencia de Cristo, sacrificio, expiación, ofrenda y entrega de su propia vida, etc.–, y no les producen, obviamente, ninguna confusión, ningún rechazo, sino solamente amor al Señor, gratitud total, devoción y estímulo espiritual. Ellos han respirado siempre el espíritu de la Madre Iglesia. Y ella les ha enseñado no solo a hablar de los misterios de la fe, sino también a entenderlos rectamente a la luz de una Tradición luminosa y viviente. Por eso para los fieles que «permanecen atentos a la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), las limitaciones inevitables del lenguaje humano religioso jamás podrán inducirles a error.

Por tanto, aquellos exegetas y teólogos que niegan en Cristo el preconocimiento de la Cruz y explican principalmente su muerte como el resultado de unas libertades y decisiones humanas, sin afirmar al mismo tiempo que ellas realizan sin saberlo la Providencia eterna, ocultan la epifanía plena del amor divino, que en Belén y en el Calvario «manifestó (epefane) la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4).

El lenguaje de la fe católica debe ser siempre fiel al lenguaje de la sagrada Escritura. Quiso Dios que Cristo nos redimiera mediante la muerte en la Cruz. Quiso Cristo entregar su cuerpo y su sangre en la Cruz, como Cordero sacrificado, para quitar el pecado del mundo. Ésta es una verdad formalmente revelada en muchos textos de la Escritura. Cristo entendió su sacrificio final expiatorio como «inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo». Ningún teólogo puede negarlo sin contrariar la Escritura sagrada. Y si los apóstoles afirman una y otra vez que «Dios envió a su Hijo, como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1Jn 4,10), ningún teólogo, por altos y numerosos que sean sus títulos académicos, debe atreverse a afirmar que «Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, y menos la exige».

Un teólogo podrá explicar el sentido de las Escrituras, purificándolo de entendimientos erróneos, pero jamás deberá negar lo que la Biblia afirma, y nunca habrá de tratar las palabras bíblicas con reticencias y críticas negativas, como si fueran expresiones equívocas. Allí, por ejemplo, donde la Escritura dice que Cristo es sacerdote, teólogos o escrituristas no pueden decir que Cristo fue un laico y no un sacerdote, sino que han de explicar bien que nuestro Señor Jesucristo fue sacerdote de la Nueva Alianza sellada en su sangre.

El teólogo pervierte su propia misión si contradice lo que la Palabra divina dice. No puede preferir sus modos personales de expresar el misterio de la fe a los modos elegidos por el mismo Dios en la Escritura y en la Tradición eclesial. No puede suscitar en los fieles alergias pésimas contra el lenguaje empleado por Dios en la Revelación de sus misterios, que es el lenguaje constante de la Tradición teológica y popular. Es evidente que Dios, para expresar realidades sobrenaturales, emplea el lenguaje natural-humano, y que necesariamente usará de antropomorfismos. Pero en la misma necesidad ineludible se verá el teólogo. También su lenguaje se verá afectado de antropomorfismos, pues emplea una lengua humana. La diferencia, bien decisiva, está en que el lenguaje de la Revelación, asistido siempre por el Espíritu Santo en la Escritura, en la Tradición y en el Magisterio apostólico, jamás induce a error, sino que lleva a la verdad completa. Mientras que un lenguaje contradictorio al de la Revelación, arbitrariamente producido por los teólogos, lleva necesariamente a graves errores.

El deterioro intelectual y verbal de la teología siembra en el pueblo cristiano la confusión y a veces la apostasía. Ya traté en un artículo del Lenguaje católico oscuro y débil (24). Allí dije que «la reforma hoy más urgente en la Iglesia es la recuperación del pensamiento y del lenguaje que son propios del Catolicismo». Tanto en los niveles altos teológicos, como en la predicación y la catequesis, ese deterioro doctrinal hoy se produce

1º– cuando falla la fe en las sagradas Escrituras, es decir, si ésta queda prácticamente a merced del libre examen, mediante una interpretación histórico-crítica desvinculada de la Tradición y el Magisterio (7679). Entonces la fe católica ya no es apostólica, es decir, no se fundamenta en la roca de Cristo y de los Apóstoles, que dieron testimonio verdadero de «lo que habían visto y oído». Más bien se apoya en el testimonio, bastante posterior, de las primeras comunidades cristianas.

2º– cuando se pierde la calidad del pensamiento y del lenguaje religioso (44-60). La teología católica, ratio fide illustrata, desde sus comienzos, se ha caracterizado no solo por la luminosidad de la fe en ella profesada, sino también por la claridad y precisión de la razón que la expresa. Sin un buen lenguaje y una buena filosofía, no hay modo de elaborar una teología verdadera. Los errores y los equívocos serán inevitables. Por lo demás, un pensamiento oscuro no puede expresarse en una palabra clara. Ni puede, ni quiere.

3º– cuando se desprecian las palabras y los conceptos que la Iglesia ha elaborado en su tradición, bajo la acción del Espíritu de la verdad (Jn 16,13), y se crean, por el contrario, alergias en el pueblo cristiano hacia esos modos de pensamiento y expresión. Pío XII, en la encíclica Humani generis (12-VIII-1950), denuncia a quienes pretenden «liberar el dogma mismo de la manera de hablar ya tradicional en la Iglesia» (9). Estas tendencias «no solo conducen al relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen, pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología favorecen demasiado a ese relativismo y lo fomentan» (10). Por todo ello es «de suma imprudencia abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones» que, bajo la guía del Espíritu Santo, se han formulado «para expresar las verdades de la fe cada vez con mayor exactitud, sustituyéndolas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía» (11). Reforma o apostasía.

Quiso Dios, quiso Cristo salvar a la humanidad pecadora por la sangre de su Cruz. Ésta es Palabra de Dios, como hemos visto. Pero podemos preguntarnos: ¿por qué quiso Dios en su providencia disponer la salvación del mundo por un medio tan sangriento y doloroso? Es la clásica cuestión teológica, Cur Christus tam doluit? La fe católica, como lo veremos, Dios mediante, en el próximo artículo, fundamentándose en la Revelación, da una respuesta verdadera y cierta a esa pregunta misteriosa.
(138)

2. Por qué Dios quiso la Cruz

–Nos signamos y nos persignamos con la señal de la Cruz.

–Exactamente. Nos gloriamos en la Cruz de Cristo. Como San Pablo.

El Señor quiso salvar al mundo por la cruz de Cristo (137). ¿Pero por qué quiso Dios elegir en su providencia ese plan de salvación, al parecer tan cruel y absurdo, prefiriéndolo a otros modos posibles? Es un gran mysterium fidei, pero la misma Revelación da a la Iglesia en las sagradas Escrituras respuestas luminosas a esta cuestión máxima.

1.–Para revelar el Amor divino. La Trinidad divina quiso la Cruz porque en ella expresa a la humanidad la declaración más plena de su amor. «Dios es caridad… Y a Dios nunca lo vio nadie» (1Jn 4,8.12). La primera declaración de Su amor la realiza en la creación, y sobre todo en la creación del hombre. Pero oscurecida la mente de éste por el pecado, esa revelación natural no basta. Se amplía, pues, en la Antigua Alianza de Israel. Y en la plenitud de los tiempos revela Dios su amor en la encarnación del Verbo, en toda la vida y el ministerio profético de Cristo, pero sobre todo en la cruz, donde el el Hijo divino encarnado «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Por eso quiso Dios la cruz de Cristo.

Si la misión de Cristo es revelar a Dios, que es amor, «necesita» el Señor llegar a la cruz para «consumar» la manifestación del amor divino. Sin su muerte en la cruz, la revelación de ese amor no hubiera sido suficiente, no hubiera conmovido el corazón de los pecadores. Si aun habiendo expresado Dios su amor a los hombres por la suprema elocuencia del dolor de la cruz, hay sin embargo tantos que ni así se conmueven, ¿cómo hubieran podido creer en ese amor sin la Cruz?

En la pasión deslumbrante de Cristo se revela la caridad divina trinitaria en todas sus dimensiones. Las señalo brevemente.

–El amor de Cristo al Padre solo en la cruz alcanza su plena epifanía. El mismo Jesús quiso en la última Cena que ésa fuera la interpretación principal de su muerte: «es necesario que el mundo conozca que yo amo al Padre y que obro [que le obedezco] como él me ha mandado» (Jn 14,31). En la Biblia, amor y obediencia a Dios van siempre juntos, pues el amor exige y produce la obediencia: «los que aman a Dios y cumplen sus mandatos» (Ex 20,6; Dt 10,12-13). Y en la cruz nos enseña Jesús que Él obedece al Padre infinitamente, «hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8), porque le ama infinitamente. Y al despedirse de sus discípulos en la Cena, se aplica a sí mismo lo que las Escrituras dicen únicamente de Yahvé: «si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15), y «si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (15,10).

–El amor que el Padre tiene por nosotros se declara totalmente en la cruz, pues «Dios acreditó (sinistesin, demostró, probó, garantizó) su amor hacia nosotros en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; cf. Ef 2,4-5). «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3,16); lo entregó primero en Belén, por la encarnación, y acabó de entregarlo en la Cena y en la Cruz: «mi cuerpo, que se entrega… mi sangre, que se derrama». Éste es el amor que el Padre celestial nos tiene, el que nos declara totalmente en la Pasión de su Unigénito.

–El amor que Cristo nos tiene a los hombres solo en la cruz se revela en su plenitud. Cuando uno ama a alguien, da pruebas de ese amor comunicándole su atención, su ayuda, su tiempo, su compañía, su dinero, su casa. Pero, ciertamente, «no hay amor más grande que dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ésa es la revelación máxima del amor, la entrega hasta la muerte. Pues bien, Cristo es el buen Pastor, que entrega su vida por sus ovejas (10,11). «Él murió por el pueblo, para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,51-52). Después de eso, ahora ya nadie, mirando a la cruz, podrá dudar del amor de Cristo. Él ha entregado su vida en la cruz por nosotros, pudiendo sin duda guardarla. Y cada uno de nosotros ha de decir como Pablo: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

San Agustín: «El Hijo unigénito murió por nosotros para no ser el único hijo. No quiso ser único quien, único, murió por nosotros. El Hijo único de Dios ha hecho muchos hijos de Dios. Compró a sus hermanos con su sangre, quiso ser reprobado para acoger a los réprobos, vendido para redimirnos, deshonrado para honrarnos, muerto para vivificarnos» (Sermón 171).

El P. Luis de la Palma, S. J. (1560-1641), en su Historia de la Sagrada Pasión, contemplando a Jesús en Getsemaní, escribe: «Quiso el Salvador participar como nosotros de los dolores del cuerpo y también de las tristezas del alma porque cuanto más participase de nuestros males, más partícipes nos haría de sus bienes. «Tomó tristeza, dice San Ambrosio, para darme su alegría. Con mis pasos bajó a la muerte, para que con sus pasos yo subiese a la vida». Tomó el Señor nuestras enfermedades para que nosotros nos curásemos de ellas; se castigó a sí mismo por nuestros pecados, para que se nos perdonaran a nosotros. Curó nuestra soberbia con sus humillaciones; nuestra gula, tomando hiel y vinagre; nuestra sensualidad, con su dolor y tristeza».

Por otra parte, es en la cátedra de la Cruz santísima donde nuestro Maestro proclama plenamente los dos mandamientos principales del Evangelio, simbolizados por el palo vertical, hacia Dios, y el horizontal, hacia los hombres: «Miradme crucificado. «Yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Así tenéis que amar a Dios y obedecerle, hasta dar la vida por cumplir su voluntad. Así tenéis que amar a vuestros hermanos, hasta dar la vida por ellos».

–El amor que nosotros hemos de tener a Dios ha de ser, según Él mismo nos enseña, «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5). Pero ¿cómo ha de entenderse y aplicarse un mandato tan inmenso? Sin la cruz de Cristo nunca hubiéramos llegado a conocer plenamente hasta dónde llega la exigencia formidable de este primer mandamiento:

–El amor que nosotros hemos de tener a los hombres tampoco hubiera podido ser conocido del todo por nosotros sin el misterio de la cruz. Nos dice Cristo: «habéis de amaros los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). ¿Y cómo nos ha amado Cristo? Muriendo en la cruz para salvarnos. «No hay un amor mayor que dar uno la vida por sus amigos» (15,14). Por tanto, el sentido profundo del mandamiento segundo es muy claro: Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16).

2.–Para expiar por el pecado del mundo. Jesucristo es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» mediante el sacrificio pascual de la Nueva Alianza, sellada en su sangre. Esta grandiosa verdad, en las palabras del Bautista (Jn 1,29), queda revelada desde el inicio mismo de la vida pública de Jesús. Por eso aquellos que al hablar de la Pasión de Cristo niegan o hablan con reticencias de «sacrificio, víctima, expiación, redención, satisfacción», merecen la denuncia que hace el Apóstol a los filipenses: «ya os advertí con frecuencia, y ahora os lo repito con lágrimas: hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Si no quieren perderse y perder a muchos, abran sus mentes a la Revelación divina, tal como ella se expresa en la Escritura y en el Magisterio apostólico.

El Catecismo de la Iglesia, en efecto, nos enseña que «desde el primer instante de la Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora» (606). «Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús, porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (607).

«Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (Mt 26,42), acepta su muerte como redentora para «llevar nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1Pe 2,24)» (612). Ese «amor hasta el extremo» (Jn 13,1) confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo» (616). «Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación», enseña el Concilio de Trento» (617).

Juan Pablo II, en la Salvifici doloris, confirma la fe de la Iglesia en el misterio de la cruz de Cristo. «El Padre «cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,6), según aquello que dirá San Pablo: «a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21)… Puede decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas realidad las palabras del Poema del Siervo doliente: «quiso Yavé quebrantarlo con padecimientos» (Is 53,10). El sufimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo» (18)….

«En la cruz de Cristo no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo, sin culpa alguna propia, cargó sobre sí «el mal total del pecado». La experiencia de este mal determinó la medida incomparable del sufrimiento de Cristo, que se convirtió en el precio de la redención… «Se entregó por nuestros pecados para liberarnos de este siglo malo» (Gál 1,4)… «Habéis sido comprados a precio» (1Cor 6,20)… El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre» (19).

Benedicto XVI, igualmente, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis (22-II-2007), confiesa la fe de la Iglesia, afirmando que en la Cruz «el pecado del hombre ha sido expiado por el Hijo de Dios de una vez por todas (cf. Hb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10)… En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la «nueva y eterna alianza» establecida en su sangre derramada… En efecto, «éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo», como lo repetimos cada día en la Misa. «Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza» (9)… «Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (1Pe 1,18-20)» (10).

Y esta expiación que Cristo ofrece por nuestros pecados es sobreabundante. Muchos se han preguntado: ¿por qué ese exceso de tormentos ignominiosos en la Pasión de Cristo? ¿No hubiera bastado «una sola gota de sangre» del Hijo divino encarnado para expiar por nuestros pecados? Eso es indudable. Santo Tomás, cuando considera cómo Cristo sufrió toda clase de penalidades corporales y espirituales en la Pasión, expresa finalmente la convicción de la Tradición católica: «en cuanto a la suficiencia, una minima passio de Cristo hubiera bastado para redimir al género humano de todos sus pecados; pero en cuanto a la conveniencia, lo suficiente fue que padeciera omnia genera passionum (todo género de penalidades)» (STh III,46,5 ad3m; cf. 6 ad3m).

Por tanto, si Cristo sufrió mucho más de lo que era preciso en estricta justicia para expiar por nuestros pecados, es porque, previendo nuestra miserable colaboración a la obra de la redención, quiso redimirnos sobreabundantemente, por exigencia de su amor compasivo. En efecto, el buen Pastor no solamente quiso «dar su vida» para salvar a su rebaño, sino que quiso darle «vida y vida en abundancia» (Jn 10,10-11).

3.–Para revelar todas las virtudes. La Pasión del Señor es la revelación máxima de la caridad divina, y también al mismo tiempo de todas las virtudes cristianas. Santo Tomás de Aquino, en una de sus Conferencias, al preguntarse ¿por qué Cristo hubo de sufrir tanto? cur Christus tam doluit?, enseña que la muerte de Cristo en la cruz es la enseñanza total del Evangelio.

«¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.

«Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado. La segunda razón es también importante, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.

«Si buscas un ejemplo de amor: «nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.

«Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que «en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca» (Is 53,7; Hch 8,32). Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: «corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia» (Heb 12,1-2).

«Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.

«Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte, pues «si por la desobediencia de uno [Adán] todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno [Cristo] todos se convertirán en justos» (Rm 5,19).

«Si buscas un ejemplo de menosprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 17,14), «en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,4), que está desnudo en la cruz, ridiculizado, escupido, flagelado, coronado de espinas, y a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre. No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que «se repartieron mis ropas» (Sal 21,19) ; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que «le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado» (Mt 27,29); ni a los placeres, ya que «para mi sed me dieron vinagre» (Sal 68,22)».

4.–Para revelar la verdad a los hombres. En efecto, bien sabe Dios que el hombre, cautivo del Padre de la Mentira, cae por el engaño en el pecado, y que solamente podrá ser liberado de la mentira y del pecado si recibe la luz de la verdad. Y por eso nos envía a Cristo, el Salvador, «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), para «santificarnos en la verdad» (17,17), para darse a nosotros como «camino, verdad y vida» (14,6).

Por eso, si el testimonio de la verdad es la clave de la salvación del mundo, es preciso que Cristo dé ese testimonio con la máxima fuerza persuasiva, sellando con su sangre la veracidad de lo que enseña. No hay manera más fidedigna de afirmar la verdad. Aquél que para confirmar la veracidad de su testimonio acerca de una verdad o de un hecho está dispuesto a perder su trabajo, sus bienes, su casa, su salud, su prestigio, su familia, es indudablemente un testigo fidedigno de esa verdad. Pero nadie es tan creíble como aquél que llega a entregar su vida a la muerte para afirmar la verdad que enseña.

Pues bien, Cristo en la cruz es «el Testigo (mártir) fidedigno y veraz» (Apoc 1,5; 3,14). Por eso lo matan, por decir la verdad. No mataron a Jesús tanto por lo que hizo, sino por lo que dijo: «soy anterior a Abraham», «el Padre y yo somos una sola cosa», «nadie llega al Padre si no es por mí», «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados», «vosotros tenéis por padre al diablo», «ni entráis en el Reino ni dejáis entrar a otros», etc. Cristo es crucificado por dar testimonio de la verdad de Dios en medio de un mundo sujeto al Padre de la Mentira (Jn 8,43-59). Y en consecuencia nos enseña Jesús en su Cruz que la salvación del mundo está en la verdad, y que sus discípulos no podremos cumplir nuestra vocación de testígos de la verdad, si no es perdiendo la propia vida. El que la guarda en este mundo cuidadosamente, la pierde: deja de ser cristiano. Para que conociéramos esta verdad, que para nosotros es tan necesaria y tan difícil de asimilar, quiso Dios disponer en su providencia la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.

5.–Para revelar el horror del pecado y del infierno. ¿Cómo es posible que Dios providente decida salvar al mundo por la muerte sacrificial de Cristo en la cruz? Quiso Dios que el horror indecible del pecado se pusiera de manifiesto en la muerte terrible de su Hijo, el Santo de Dios, el Inocente. «El pecado del mundo» exige la muerte del Justo y la consigue, y en esta muerte espantosa manifiesta a los hombres todo el horror de sus culpas. Si piensan los hombres que sus pecados son cosa trivial, actos perfectamente contingentes, que no pueden tener mayor importancia en esta vida y que, por supuesto, no van a producir una repercusión de castigo eterno, seguirán pecando. Solo mirando la Cruz de Cristo conocerán lo que es el pecado y lo que puede ser su castigo eterno en el infierno. En la muerte ignominiosa del Inocente, conocerán el horror del pecado, y por la muerte del Salvador podrán salvarse del pecado, del demonio y de la muerte eterna.

La cruz de Cristo revela a los pecadores la posibilidad real del infierno. Ellos persisten en sus pecados porque no acaban de creer en la terrible posibilidad de ser eternamente condenados. La encarnación del Hijo de Dios y su muerte en la cruz demuestra a los pecadores la gravedad de sus pecados, el amor que Dios les tiene y el horror indecible a que se exponen en el infierno si persisten en su rechazo de Dios.

Charles Arminjon (1824-1885), en su libro El fin del mundo y los misterios de la vida futura (Ed. Gaudete, S.Román 21, 31174 Larraya, Navarra 2010), argumenta: «Si no hubiera Infierno ¿por qué habría descendido Jesucristo de los cielos? ¿por qué su abajamiento hasta el pesebre? ¿por qué sus ignominias, sus sufrimientos y su sacrificio de la cruz? El exceso de amor de un Dios que se hace hombre para morir hubiera sido una acción desprovista de sabiduría y sin proporción con el fin perseguido, si se tratara simplemente de salvarnos de una pena temporal y pasajera como el Purgatorio. De otra manera, habría que decir que Jesucristo solo nos libró de una pena finita, de la que hubiéramos podido librarnos con nuestros propios méritos. Y en este caso ¿no hubieran sido superfluos los tesoros de su sangre? No hubiera habido redención en el sentido estricto y absoluto de esta palabra: Jesucristo no sería nuestro Salvador» (pg. 171). Señalo de paso que para Santa Teresa del Niño Jesús la lectura de este libro, según declara, «fue una de las mayores gracias de mi vida» (Historia de un alma, manuscrito A, cp. V).

Pero al mismo tiempo, solo mirando la Cruz pueden conocer los pecadores hasta dónde llega el amor que Dios les tiene, el valor inmenso que tienen sus vidas ante el Amor divino. Allí, mirando al Crucificado, verán que el precio de su salvación no es el oro o la plata, sino la sangre de Cristo, humana por su naturaleza, divina por su Persona (1Pe 1,18; 1Cor 6,20).

6.–Para revelar a los hombres que solo por la cruz pueden salvarse. Sabiendo el Hijo de Dios que «su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación» (Catecismo 607), y que precisamente en la Cruz es donde va a consumar su obra salvadora, enseñaba abiertamente «a todos: el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Porque el que quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,2324). Enseña, pues, que si «es necesario que el Mesías padeciera esto y entrase en su gloria» (Lc 24,26), también es necesario a los hombres pecadores tomar la cruz, morir en ella al hombre carnal y pecador, para así alcanzar la vida eterna.

De este modo Cristo se abraza a la Cruz para que el hombre también se abrace a ella, llegado el momento, y no la tema, no la rechace, sino que la reciba como medio necesario para llegar a la vida eterna. Él toma primero la amarga medicina que nosotros necesitamos beber para nuestra salvación. Él nos enseña la necesidad de la Cruz no solo de palabra, sino de obra.

El hombre pecador, en efecto, no puede salvarse sin Cruz. Y la razón es obvia. El hombre viejo, según Adán pecador, coexiste en cada uno de nosotros con el hombre nuevo, según Cristo; y entre los dos hay una absoluta contrariedad de pensamientos y deseos, de tal modo que no es posible vivir según Dios sin mortificar, a veces muy dolorosamente, al hombre viejo (cf. Rm 8,8-13). Por tanto, sin tomar la cruz propia, sin matar al hombre viejo, no llega el hombre a la vida. No es posible participar de la Resurrección de Cristo sin participar en su Pasión crucificada. Ésta es continuamente la lógica interna de la vida cristiana, que se inicia ya en ese morir-renacer sacramental propio del Bautismo.

Se comprende, pues, que Cristo no hubiera podido enseñar a sus discípulos el valor y la necesidad absoluta de la Cruz, si Él no hubiera experimentado la Cruz, evitándola por el ejercicio de sus especiales poderes. Es evidente que quien calmaba tempestades, daba vista a ciegos de nacimiento o resucitaba muertos, podría haber evitado la Cruz. Pero la aceptó, porque sabía que nosotros la necesitábamos absolutamente para renacer a la vida nueva. Era necesario que el Salvador padeciera la cruz, para que participando nosotros en ella, alcanzáramos por su Resurrección, la santidad, la vida de la gracia sobrenatural. Por eso, desde el primer momento de la Iglesia, los cristianos se entendieron a sí mismos como discípulos del Crucificado.

San Pedro, por ejemplo, enseña a los siervos que sufrían bajo la autoridad de sus señores: «agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas. Pues ¿qué mérito tendríais si, delinquiendo y castigados por ello, lo soportáseis? Pero si por haber hecho el bien padecéis y lo lleváis con paciencia, esto es lo grato a Dios. Pues para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,19-21).

Quiere el Señor morir en la Cruz y resucitar al tercer día, porque sabe que nosotros necesitamos morir en la cruz al hombre carnal y renacer al hombre espiritual. Quiere ser para nosotros en el Misterio Pascual causa ejemplar de esa muerte y de ese renacimiento que necesitamos, y ser al mismo tiempo para nosotros causa eficiente de gracia que nos haga posible esa muerte-vida. Muriendo Él, nos hace posible morir a nosotros mismos, y resucitando Él, nos concede renacer día a día para la vida eterna. La Iglesia, desde el principio, entiende así esta condición continuamente crucificada y pascual de la vida en Cristo.

San Ignacio de Antioquía (+107): «permitid que [mediante el martirio] imite la pasión de mi Dios» (Romanos 6,3). Y San Fulgencio de Ruspe (+532): «Suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [cf. Gál 5,14]» (Trat. contra Fabiano 28, 16-19).