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10. San Ignacio de Loyola –y 2

–Muy ignaciano le veo. ¿No será usted jesuita?

–No, soy sacerdote diocesano, cura corriente. Pero hay que saber admirar todo lo admirable, dando gracias a Dios, el verdaderamente Admirable.

Roma estaba muy mal en tiempos de San Ignacio. Siete Papas residieron en Aviñón en el siglo XIV, y dos antiPapas. En ese tiempo de Aviñón, y posteriormente en Roma, la Sede Apostólica se había visto afectada por frecuentes intrigas, ambiciones, nepotismos, cohechos, al mismo tiempo que en ella se negociaban innumerables nombramientos y dispensas, y se toleraban el absentismo de Obispos, la acumulación de cargos o más bien de rentas, la sustitución en beneficios… El padre Domingo de Soto (1494-1570), profesor dominico de teología en Salamanca y confesor de Carlos I, calificaba la situación de la Iglesia como subversio ordinis.

Escribe Tellechea: «Varias generaciones venían clamando en vano por una decisiva reforma que atajase el mal de raíz, mas sus clamores se perdían en el vacío o se estrellaban contra aquella inmensa máquina centralizadora y fiscal de la Curia, demasiado interesada en que no cambiasen las cosas» (ob. cit. 268). Paulo III papa (1534-1549), un Farnese que antes había acumulado varios obispados, se preocupaba más del engrandecimiento de su familia y de sus dos hijos, que de la reforma de la Iglesia. Sin embargo, promovió hombres valiosos para el Colegio de Cardenales, y una comisión de éstos redactó un Consilium de emmendanda Ecclesia (1536), que indicó con realismo los males de la Iglesia, pero que se quedó en el papel. Con todo, sigue Tellechea, «el espíritu de Reforma no era voz periférica y de ataque, sino ansia que florecía en el corazón de la cristiandad» (269). (Digo al paso: ¿se da hoy entre los buenos este clamor por la reforma de la Iglesia?…)

Ignacio de Loyola, como es santo, no está afectado por el «buenismo oficialista», y es perfectamente consciente de los graves males de la Iglesia de su tiempo. Está muy lejos de ese buenismo –que a veces es ingenuidad ignorante y a veces es oportunismo culpable–, que aplaude automáticamente todo cuanto directa o indirectamente provenga del Papa, de la Santa Sede y de los Obispos, pensando erróneamente que con eso agrada a Dios y ama a la Iglesia. No es posible agradar a Dios y amar a la Iglesia sin permitirle al Espíritu Santo que nos abra completamente los ojos del alma para conocer y reconocer la verdad de la realidad.

En una carta de Ignacio a Diego de Gouvea (23-11-1538), principal del Colegio parisino de Santa Bárbara, donde él ha residido años antes, le confiesa: «no faltan tampoco en Roma muchos a quienes es odiosa la luz eclesiástica de verdad y de vida». Dice muchos. Y atribuye estos errores a la mala vida: «de temer es que la causa principal de los errores de doctrina, provengan de errores de vida; y si éstos no son corregidos, no se quitarán aquellos de en medio».

Un buen católico oficialista de hoy jamás diría una frase como ésa de San Ignacio. Pero son muchos los santos que han llorado los males de la Iglesia de su tiempo y que, según su estado y vocación, los han denunciado, procurando con oraciones y penitencias, con predicaciones y escritos, la reforma de todo lo que en doctrina o disciplina pueda estar mal en la Iglesia, también en la Santa Sede.

El Señor le dice a Santa Catalina de Siena: «Mira y fíjate cómo mi Esposa tiene sucia la cara. Cómo está leprosa por la inmundicia y el amor propio y entumecida por la soberbia y la avaricia» (Diálogo II, cp.XIV). Los pastores no corrigen «al que está en puesto elevado, por miedo de comprometer su propia situación. Reprenderán, sin embargo, al menor, porque ven que en nada los puede perjudicar… Por culpa de los pastores malos son malos los súbditos» (III, cp.CXXII). Y ella exclama: «¡Ay de mí! ¡Basta de callar! Gritad con cien millares de lenguas. Veo que, por callar, el mundo está podrido y la Esposa de Cristo ha perdido su color» (cta. 16, a un alto prelado).

San Ignacio y la Compañía de Jesús guardan a la Sede Apostólica la más perfecta fidelidad. La guardan por convicción profunda de fe, de obediencia y de caridad eclesial. Pero también porque saben que la peste protestante que está devastando la Iglesia en Europa es una herejía cuyo mismo centro es precisamente un cisma, el rechazo de la Iglesia como Madre y Maestra. El libre examen luterano arrasa y se lleva por delante los Sucesores de los Apóstoles, los sacramentos, los Padres, los santos, los Concilios y la misma Sagrada Escritura, que de ser revelación de Dios viene a reducirse a pensamiento de hombres. De ahí ese énfasis ignaciano por la adhesión a la Iglesia, ya expresado en los Ejercicios (353-370):

«1ª regla. Depuesto todo juicio, debemos tener ánimo aparejado y pronto para obedecer en todo a la verdadera esposa de Cristo nuestro Señor, que es la nuestra santa madre Iglesia jerárquica». «9ª regla. Alabar todos preceptos de la Iglesia, teniendo ánimo pronto para buscar razones en su defensa y en ninguna manera en su ofensa». «13ª regla. Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas». La formulación de esta última regla hay que entenderla en sentido espiritual, pues en un estricto sentido literal no es apenas aceptable.

El combate ignaciano por la fe católica «adversus hæreses» es a vida o muerte. San Ignacio sabe, cree, que entre la fe verdadera y la herejía está en juego la salvación temporal y eterna de los hombres y de las naciones. Por eso da a este asunto una importancia central en sus Constituciones, cartas e instrucciones. «En las cosas más fructuosas y útiles para nuestro instituto es bien se ponga mayor estudio, como sería la materia de sacramentos y otras cosas morales, o controversias con heréticos» (Constituciones Colegios 67). La formación doctrinal y espiritual ha de dar a los jesuitas una absoluta vacunación contra todos los errores vigentes en su tiempo: y para ello, han de conocerlos exactamente, sin deformaciones o exageraciones, y deben estar preparados para vencerlos con la fuerza de la verdad católica, es decir, con la fuerza de Cristo y de su Iglesia.

Dispone Ignacio en una Instrucción enviada al P. Juan Pelletier, superior en Ferrara (13-6-1551): «Téngase especial advertencia sobre las herejías, y estén armados contra las tales, teniendo en la memoria las materias controvertidas con los herejes, y procurando estar atentos en esto a descubrir las llagas y curarlas; y, si tanto no se puede, a impugnar su mala doctrina» (II p., 6). Y a los Padres enviados a Alemania (24-9-1549): «Procuren todos tener a mano aquellos puntos del dogma controvertidos con los herejes, y, cuando sea oportuno, afirmen y confirmen la verdad católica con las personas que tratan, e impugnen los errores, y a los dudosos y vacilantes fortifíquenlos tanto en los sermones y lecciones, como en las confesiones y conversaciones particulares» (10). Pero han de hacerlo con toda veracidad y prudencia: «De tal modo defiendan la Sede Apostólica y su autoridad que atraigan a todos a su verdadera obediencia; y por defensas imprudentes no sean tenidos por papistas y por eso menos creídos. Y al contrario, de tal modo han de impugnar las herejías, que se manifieste con las personas de los herejes amor, deseo de su bien y compasión más que otra cosa» (12). Lo mismo había dicho poco antes: «cuiden de hacérselos amigos, y de ir poco a poco y con destreza y con muestras de mucho amor apartándoles de sus errores» (8).

Ignacio establece la estrategia del combate por la fe con todo cuidado. Podemos comprobarlo, por ejemplo, en la carta al P. Pedro Canisio (13-8-1554), en la que busca la regeneración católica de Alemania. No excluye la guerra, ya que muchos príncipes alemanes están apoyando la herejía y en cierto modo obligando a ella:

«Lo primero de todo, si la Majestad del Rey se profesase no solamente católico, como siempre lo ha hecho, sino contrario abiertamente y enemigo de las herejías, y declarase a todos los errores hereticales, guerra manifiesta y no encubierta, éste parece que sería, entre los remedios humanos, el mayor y más eficaz». Esta lucha incluye medidas elementales, como «no permitir que siga en el gobierno ninguno inficcionado de herejía»… El hereje o sospechoso de herejía «no ha de ser agraciado con honores o riqueza, sino antes derrocado de estos bienes».

Pero más aún, ya en el interior mismo de la Iglesia católica deben tomarse decisiones que aseguren la victoria del «combate por la fe», y sin las cuales, ciertamente, esa lucha estaría destinada al fracaso. Los profesores públicos de Universidad o de colegios privados inficcionados de herejía deben ser «desposeídos de sus cargos»… «Convendría que cuantos libros heréticos se hallasen, en poder de libreros y de particulares, fuesen quemados, o llevados fuera»… «Sería asimismo de gran provecho prohibir bajo graves penas que ningún librero imprimiese alguno de los libros dichos»… «¡Ojalá tampoco se consintiese a mercader alguno, bajo las mismas penas, introducir en los dominios del Rey tales libros, impresos en otras partes!»… «No deberían tolerarse curas o confesores que estén tildados de herejía, y a los convencidos de ella habríase de despojar de todas las rentas eclesiásticas; que más vale estar la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo»… «Quien no se guardase de llamar a los herejes “evangélicos” convendría pagase alguna multa… a los herejes se los ha de llamar por su nombre, para que dé horror hasta nombrar a los que son tales, y cubren el veneno mortal con el velo de un nombre de salud»… Haya «buenos predicadores y curas y confesores en detestar abiertamente y sacar a luz los errores de los herejes, con tal que los pueblos crean las cosas necesarias para salvarse, y profesen la fe católica»…

Exhorta también San Ignacio a fundar colegios y centros teológicos, elaborar uno o dos catecismos, componer algún libro «para los curas y pastores menos doctos, pero de buena intención», y alguna buena «suma de teología escolástica que sea tal, que no la miren con desdén los eruditos de esta era, o que ellos a sí mismos se tienen por tales»… Todas estas intenciones, todas, se fueron cumpliendo, del modo más perfecto. Entre ellas, la fundación en Roma del Colegio Romano, que vendría a ser la Gregoriana, y también «el Colegio Germánico de Roma». Innumerables colegios, Seminarios, Universidades, fueron naciendo de la Compañía de Jesús, en tanto que los Ejercicios espirituales hacían grandes bienes entre los laicos. La Compañía además, ya desde sus comienzos, mostró una formidable potencia misionera para difundir el Evangelio: sin salirme de mis letras, remito a lo que ya escribí sobre San Francisco de Javier (post 28) y en mi libro Hechos de los apóstoles de América (cf. II,11; IV,3 y 6; V,1-3).

La santidad personal de San Ignacio de Loyola es fuente de todos estos bienes para la Iglesia. Él es

–un místico: la visión de la Virgen en Loyola, las revelaciones junto al río de Manresa, en La Storta, las frecuentes lágrimas en la celebración de la Eucaristía, siempre «contemplativo en la acción»…

–extremadamente humilde: dice que tener o no devoción, consolaciones, amor intenso, no está en nuestra voluntad, «más que todo es don y gracia de Dios» (Ejercicios 322). Él se ve como puro «impedimento» para la acción de Dios. «Antes que venga la gracia y obra del Señor nuestro, ponemos impedimentos», con pecados, distracciones, enamoramientos de lo terreno, «y después de la venida, lo mismo… Antes y después soy todo impedimento; y de esto siento mayor contentamiento y gozo espiritual en el Señor nuestro, por no poder atribuir a mí cosa alguna que buena parezca» (cta. a Francisco de Borja, fines de 1545). ¡Nada tienen que ver con él, nada, las desviaciones voluntaristas en cuestiones de gratia de un P. Luis de Molina S. J. (1535-1600)!

–se comprueba también su santidad por la cantidad de santos que el Señor le dió como hermanos en la Compañía. Recordaré solo a los más próximos a él:

el saboyano Beato Pedro Fabro (1506-1546), uno de los primeros y principales; el navarro San Francisco de Javier (1506-1552), patrono de las misiones católicas; el joven polaco San Estanislao de Kostka (1550-1568); el duque de Gandía, San Francisco de Borja (1510-1572), tercer General de la Compañía; el joven italiano San Luis Gonzaga (1568-1591); el holandés San Pedro Canisio (1521-1597), doctor de la Iglesia, autor de un «Catecismo» que tuvo más de 200 ediciones en 15 idiomas; el italiano San Roberto Belarmino (1542-1621), doctor de la Iglesia, cuyos tres volúmenes de «Controversias» fueron ayudas formidables para los defensores de la fe católica; el joven flamenco San Juan Berchmans (1599-1621); el hermano San Alonso Rodríguez (1533-1617), viudo, encargado de la portería, maestro espiritual de San Pedro Claver (1580-1654), esclavo de los esclavos… Los jesuitas canonizados son 24, y los beatificados 141.

¿Qué pensaría San Ignacio de Loyola si viera hoy que dentro de la Iglesia los principales centros difusores del error están precisamente situados en ciertos Seminarios, Facultades de teología, Universidades, congregaciones, editoriales, librerías y otros centros católicos? ¿Qué diría y qué haría? No sé lo que haría; pero sí sé lo que diría: reforma o apostasía.