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8. Lenguaje de San Juan Crisóstomo

–¿Y el buen Crisóstomo no se excedía un poquito en las cosas tan duras que decía a veces?

–No creo que se excediera más que Cristo –raza de víboras, hijos del diablo– o que San Pablo, hablando contra los que exigían la circuncisión: «¡ojalá se castraran del todo los que os inquietan!» (Gal 5,12).

¡Tantas secularizaciones en los últimos decenios!… de sacerdotes, religiosos, religiosas. En Estados Unidos, el número de las religiosas se redujo a la mitad en 25 años (1966-181.000, 1993-92.000). Por supuesto que en esos datos se incluyen fallecimientos y falta de vocaciones nuevas; pero, ciertamente, hubo un muy elevado número de secularizaciones. Un fenómeno tan amplio, grave y extendido por la Iglesia en Occidente no puede explicarse simplemente por un debilitamiento moral, sino que antes y más ha de atribuirse a una debilitación de la fe en la Palabra divina: «lo dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).

Cuántas veces, éstos que abandonan su vocación, en vez de recibir llamadas a la conversión, reciben felicitaciones por su «valor»: se han atrevido a cambiar su vida, para ser fieles a sí mismos, es decir, para mantenerse «auténticos»… Pero ser auténtico no es tan difícil. Sin especiales esfuerzos y méritos, puede uno ser un «auténtico» sinvergüenza. Tendremos, pues, que recuperar la mentalidad de la Tradición católica sobre la fidelidad vocacional, y para ello recordaré algunos preciosos testimonios.

San Juan Crisóstomo escribió dos Exortaciones a Teodoro caído, un monje joven que había abandonado el desierto por el mundo y aún más por la joven Hermione. El Crisóstomo (350?-407), doctor de la Iglesia, fue un gran predicador, escritor y Obispo. Sus escritos, con los de San Agustín, fueron los más numerosos y los más leídos en la antigüedad y en la Edad Media. De esas dos exhortaciones, recojo aquí, abreviando a veces, algunos textos de la IIª exhortación, relativamente breve, en la que nombra a Teodoro. La Iª, bastante más larga, en la que no le nombra, parece una ampliación posterior en forma de tratado sobre la fidelidad a la vocación. Ya el inicio de la carta es contundente:

«Si fuera posible poner de manifiesto en letras las lágrimas y gemidos, esta carta que te envío estaría llena de ellos. Y lloro no porque te ocupes en los negocios paternos, sino porque te has borrado del catálogo de los hermanos [monjes] y has faltado a tus compromisos con Cristo. Por esto lloro, temo y tiemblo, pues sé que el desprecio de esos compromisos acarrea condenación grande a quienes se inscribieron en esta bella milicia y por negligencia han desertado de su puesto. El castigo de estos desertores ha de ser muy duro.

«No es lo grave, querido Teodoro, que quien lucha caiga, sino que permanezca caído… Y no te inquiete el hecho de que tan pronto, al comienzo mismo de tu camino, hayas dado un tropiezo. Es que el Maligno sabía, sabía muy bien la virtud de tu alma y por mil indicios sospechó que había de tener en ti un terrible enemigo… Por eso se dió tanta prisa, estuvo alerta y se arrojó entero contra ti…

«Nosotros corremos para ganar el cielo y nada nos importa lo terreno, y por eso quiero recordarte que… “todos nosotros hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo” (2Cor 5,10). ¿Qué diremos, pues, entonces? ¿Qué defensa tendremos si nos obstinamos en despreciarle? ¿Qué alegaremos?… Temible es, querido Teodoro, aquel tribunal donde no se necesitan acusadores ni testigos, porque todo está patente y desnudo a los ojos del juez…

«El matrimonio es bueno, ciertamente: “honroso es el matrimonio y el lecho sin mácula; y Dios juzgará a los fornicarios y adúlteros” (Heb 13,4). Pero tú ya no puedes guardar la justicia del matrimonio. El que una vez se une al Esposo celeste y luego lo abandona y se une a una mujer, comete un adulterio, por mucho que hable de matrimonio…

«Muchos son, por la gracia de Dios, los que por ti se duelen, los que te animan, los que temen por tu alma. Éstos se lamentan diariamente y no cesan de hacer oración por ti… Pero ¿no es absurdo que otros no desesperen ni aún ahora de tu salvación y estén continuamente rogando para recobrar ese miembro perdido, y tú, una vez caído, no quieras ya levantarte?…

«Veo que me he salido de los términos de una carta. Pero, perdóname, pues no le he hecho por mi gusto, sino forzado por mi amor y mi dolor, los mismos que me obligaron a escribirte cuando muchos trataban de disuadirme: “no trabajes en balde, me decían muchos, no te entretengas en sembrar sobre las piedras”. Tengo confianza, me decía a mí mismo, que si Dios lo quiere, mis letras han de producir algún provecho… Ojalá, querido amigo, por las oraciones de los santos, pronto te recobremos sano con la verdadera salud».

Parece ser que el destinatario de la carta, es aquel Teodoro nacido en Antioquía y compañero probable del Crisóstomo en la escuela de Libanio, que vino a ser teólogo y obispo: Teodoro de Mopsuestia (+428). Ese escrito del Crisóstomo, llamando a su amigo a la fidelidad vocacional, conforta hoy nuestra fe, tan debilitada en este grave tema. Pero recordaré otros ejemplos semejantes.

La carta de San Bruno (1030-1101), fundador de los cartujos, dirigida desde Calabria «al venerable señor Raúl, preboste de Reims, digno del más sincero afecto», es una joya, en la que Bruno, el antiguo rector de los estudios teológicos de Reims, dimitido por no hacerse cómplice de la simonía de su arzobispo, le recuerda a su íntimo amigo Raúl el compromiso que éste había hecho de dejarlo todo para abrazar la vida monástica. De unas ocho páginas, dedica siete a la expresión de su más profunda amistad y al elogio de la vida contemplativa: «cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ama, sólo lo saben quienes lo han experimentado». Pero en una página, la que principalmente motiva la carta, le dice lo que debe decirle en el nombre del Señor:

«Ya sabes con qué promesa estás ligado, y a quién. Es todopoderoso y temible el Señor, a quien te entregaste en ofrenda grata y enteramente aceptable. A Él no te es lícito ni conviene que mientas, porque no permite ser impunemente burlado (cf. Gál 6,7). Te acuerdas sin duda, amigo, cómo cierto día estando juntos yo, tú y Fulco, en el jardincillo contingua a la casa de Adam… prometimos, hicimos voto y dispusimos abandonar en breve el mundo fugaz, para captar lo eterno y recibir el hábito monástico». Pero pasan los años y Raúl no cumple su voto: «¿Qué queda, carísimo, sino liberarte cuanto antes de los lazos de tan gran deuda? No sea que, por tan grave y tan prolongado pecado de mentira, incurras en la ira del Todopoderoso, y con ello en terribles tormentos»… El honorable preboste señor Raúl no hizo caso de la llamada de San Bruno a la conversión. Dios le haya perdonado.

La carta de San Anselmo (+1109), Arzobispo de Canterbury, a unos monjes desertores de su vocación expresa el mismo espíritu del Crisóstomo y de San Bruno:

«He sabido que, cediendo a la persuasión de la antigua serpiente, cuya astucia hizo arrojar del paraíso a nuestros primeros padres, habíais abandonado en todo lo que dependía de vosotros el paráiso del claustro y de la vida religiosa, y he sentido una profunda pena. Pero se han convertido en consuelo y alegría al ver que Dios no os había cerrado la puerta del paraíso hasta el punto de impediros la vuelta. En lugar de eso, os ha obligado en su misericordia volver a la paz que habíais dejado… Bajo la mirada de Dios solo, asustaos de lo que habéis sido capaces de querer y avergonzáos; pero delante de los hombres, fuertes con el testimonio de vuestra conciencia, tomada ánimo y tened confianza… Que Dios todopoderoso os absuelva de toda vuestras faltas pasadas y os guarde en lo futuro y para siempre de todo pecado. Amén» (Cta. 118).

La carta de San Bernardo (1090-1153) a Fulk es otro testimonio semejante. Este joven de la alta sociedad, después de haber hecho sus votos como canónigo regular, cede a los engaños de su tío, el deán de Langres, y vuelve a la vida secular. «¿No merece ser llamado ladrón quien no tuvo escrúpulos para robarle a Cristo la valiosa perla del alma de Fulk?» La carta es terrible. Ya antes, confiesa San Bernardo, ese mismo deán «se esforzó por extinguir en mí el fervor de mi noviciado; pero gracias a Dios no lo consiguió».

La carta encíclica del Papa Pablo VI, Sacerdotalis cælibatus lamenta las «dolorosas deserciones» de tantos sacerdotes que han abandonado su sagrado ministerio (24-6-1967). En este tema, como en varios otros –por ejemplo, la castidad conyugal en la Humanæ vitæ–, la verdad de Dios apenas llega al pueblo cristiano si no es por la predicación del Papa. Se queda a veces muy solo, muy desasistido. Realmente, es él, como Sucesor de Pedro, quien «confirma a sus hermanos» en la fe (Lc 22,32). Es él, concretamente, quien reacciona según la verdadera Tradición católica ante tan numerosas y dolorosas deserciones:

«En este punto, nuestro corazón se vuelve con paternal amor, con estremecimiento y gran dolor, hacia aquellos infelices, pero siempre amadísimos y queridísimos hermanos nuestros en el sacerdocio, que, manteniendo impreso en el alma el sagrado carácter conferido en la ordenación sacerdotal, fueron desgraciadamente infieles a las obligaciones asumidas en su consagración sacerdotal». El Papa lamenta «su lamentable estado» y «los dramas y escándalos que por ellos sufre el Pueblo de Dios» (83)… La Iglesia a veces ve conveniente conceder dispensas del ministerio y del celibato, pero lo hace «siempre con la amargura en el corazón, especialmente en los casos particularmente dolorosos en los que el negarse a llevar dignamente el yugo suave de Cristo se debe a crisis de fe o a debilidades morales, por lo mismo frecuentemente responsables y escandalosas» (85).

«Oh, si supieran estos sacerdotes cuánta pena, cuanto deshonor, cuánta turbación proporcionan a la santa Iglesia de Dios, si reflexionasen sobre la solemnidad y belleza de los compromisos que asumieron, y sobre los peligros en que van a encontrarse en este vida y en la futura, serían más cautos y más reflexivos en sus decisiones, más solícitos en la oración y más lógicos e valientes para prevenir las causas de su colapso espiritual y moral» (86). «No queremos, por fin, dejar de agradecer con gozo profundo al Señor advirtiendo que no pocos de los que fueron desgraciadamente infieles por algún tiempo a su compromiso… han vuelto a encontrar, por la gracia del Sumo Sacerdote, la vía justa y han vuelto, para alegría de todos, a ser sus ejemplares ministros» (90).

La Iglesia Católica, ante las dolorosas deserciones de numerosos sacerdotes y religiosos, llama a la fidelidad y a la conversión, porque cree que con la gracia de Dios son posibles, y cree también en la oración de intercesión. La Iglesia afirma que la infidelidad es tentación sugerida por el demonio, pone en peligro la vida presente y la salvación eterna, es dolor para la Iglesia y escándalo para los fieles, pues todos ellos, también los laicos casados, deben «perseverar cada uno ante Dios en la condición en que por Él fue llamado» (1Cor 7,24). Todos, asistidos por la gracia divina, tienen que tomar la cruz de cada día, si quieren permanecer como discípulos en el seguimiento de Jesús.