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9. El demonio –1

–Me lo temía, me lo veía venir. Y más de uno… Mejor no digo nada.

–Yo también me lo temía, me veía venir su comentario. Lo que me sorprende gratamente es su prudente decisión de no decir nada. Comienzo a sospechar que va usted mejorando.

Hoy no creen en el demonio muchos cristianos, sobre todo entre los más ilustrados. Actualmente, la existencia y la acción del demonio en la vida de los hombres y de las sociedades es silenciada sistemáticamente por aquellos sacerdotes que han perdido la fe en esta realidad central del Evangelio. O que tienen la fe tan débil, que ya no da de sí para confesarla en la predicación y la catequesis. Hemos de reconocer, sin embargo, que esta deficiencia en la fe es muy grave, ya que falsifica el Evangelio y toda la vida cristiana. En todo caso, esto es lo que hay: aleccionados por la Manga de Sabiazos omnidocente de los últimos decenios,

–algunos afirman que Satán y los demonios solo serían en la Escritura personificaciones míticas del pecado y del mal del mundo; de tal modo que «en la fe en el diablo nos enfrentamos con algo profundamente pagano y anticristiano» (H. Haag, El diablo, Barcelona, Herder 1978, 423). Están perdidos. Pablo VI, por el contrario, afirma que «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer la existencia [del demonio]; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» (15-XI-1972).

–algunos piensan que la enseñanza de Cristo sobre los demonios dependería de la creencia de sus contemporáneos. Absurdo. Jesús, «el que bajó del cielo» (Jn 6,38), siempre vivió libre del mundo. Siempre pensó, habló y actuó con absoluta libertad respecto al mundo judío de su tiempo, como se comprueba en su modo de tratar a pecadores y publicanos, de observar el sábado, de hablar a solas con una mujer pecadora y samariatana, y en tantas otras ocasiones.

Por lo demás, en tiempos de Jesús, unos judíos creían en los demonios y otros no (Hch 23,8). De modo que cuando le acusan de «expulsar los demonios» de los hombres «con el poder del demonio», si él no reconociera la existencia de los demonios, su respuesta hubiera sido muy simple: «¿de qué me acusan? Los demonios no existen». Por el contrario, Jesús reconoce la existencia de los demonios y la realidad de los endemoniados, y asegura que la eficacia irresistible de sus exorcismos es un signo cierto de que el poder del Reino de Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 12,22-30; Mc 3,22-30).

–algunos, de ciertas representaciones del diablo que estiman ingenuas o ridículas, deducen que la fe en Satanás corresponde a un estadio religioso primitivo o infantil, del que debe ser liberado el pueblo cristiano. Pero, por el contrario, cuando los hagiógrafos representan al diablo en la Biblia como serpiente, dragón o bestia, nunca confunden el signo con la realidad significada, ni tampoco se confunden sus lectores creyentes, que para entender el lenguaje simbólico no son tan analfabetos como lo es el hombre moderno. En todo caso, ese analfabetismo habrá que tenerlo hoy en cuenta en la predicación y en la catequesis.

–y otros piensan que son tan horribles «las consecuencias de la fe en el diablo», que bastan para descalificar tal fe: brujería, satanismo, prácticas mágicas, sacrilegios (Haag 323-425). Pero precisamente la Escritura misma, las leyes de Israel y de la Iglesia, han sido siempre las más eficaces para denunciar y vencer todas esas aberraciones. Y negar o ignorar al demonio lleva a consecuencias iguales o peores.

Pero salgamos de la oscuridad de las nieblas emanadas por esos sabiazos, y abramos las mentes a la luz de la Revelación bíblica, haciéndonos discípulos de Dios.

En el Antiguo Testamento el demonio, aunque en forma imprecisa todavía, es conocido y denunciado: es la Serpiente que engaña y seduce a Adán y Eva (Gén 3); es Satán (en hebreo, adversario, acusador), es el enemigo del hombre, es «el espíritu de mentira» que levanta falsos profetas (1Re 22,21-23).

El demonio es el gran ángel caído que, no pudiendo nada contra Dios, embiste contra la creación visible, y contra su jefe, el hombre, buscando que toda criatura se rebele contra el Señor del cielo y de la tierra. La historia humana fue ayer y es hoy el eco de aquella inmensa «batalla en el cielo», cuando Miguel con sus ángeles venció al Demonio y a los suyos (Ap 12,7-9). Todo mal, todo pecado, tiene en este mundo raíz diabólica, pues por la «envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 2,24).

En el Nuevo Testamento, Cristo se manifiesta como el vencedor del demonio. El Evangelio relata en el comienzo mismo de la vida pública de Jesús que «fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1-11). La misión pública de Cristo en el mundo tiene, pues, en ese terrible encontronazo con el diablo su principio, y en él se revela claramente cuál es su fin: llegada la plenitud de los tiempos, «el Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3,8).

Satanás, príncipe de un reino tenebroso, formado por muchos ángeles malos (Mt 24,41; Lc 11,18) y por muchos hombres pecadores (Ef 2,2), tiene un poder inmenso: «el mundo entero está puesto bajo el Maligno» (1 Jn 5,19). Efectivamente, el «Príncipe de los demonios» (Mt 9,34) es el «Príncipe de este mundo» (Jn 12,31), más aún, el «dios de este mundo» (2 Cor 4,4), y forma un reino contrapuesto al reino de Dios (Mt 12,26; Hch 26,18). Los pecadores son sus súbditos, pues «quien comete pecado ése es del Diablo» (1Jn 3,8; cf. Rm 6,16; 2 Pe 2,19).

Consciente de este poder, Satanás en el desierto le muestra a Jesús con arrogancia «todos los reinos y la gloria de ellos», y le tienta sin rodeos: «todo esto te daré si postrándote me adoras». Satanás, en efecto, puede «dar el mundo» a quien –por soberbia y pecado, mentira, lujuria y riqueza– le adore: lo vemos cada día. Tres asaltos hace contra Jesús, y en los tres intenta llevar a Cristo a un mesianismo temporal, ofreciéndole una liberación de la humanidad «sin efusión de sangre» (Heb 9,22). Y esa misma tentación habrán de sufrir después, a través de los siglos, sus discípulos. Por eso Cristo quiso revelar en su evangelio las tentaciones del diablo que Él mismo sufrió realmente, para librarnos a nosotros de ellas. En el desierto, desde el principio, quedó claro que el Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30), porque en él no hay pecado (8,46). Es Jesús quien impera sobre el diablo con poder irresistible: «apártate, Satanás». Lo echa fuera como a un perro.

Tras el combate en el desierto, «agotada toda tentación, el Diablo se retiró de él temporalmente» (Lc 4,13). Solo por un tiempo. Vuelve a atacar con todas sus infernales fuerzas a Jesús cuando éste se aproxima al final de su ministerio. En la Cena, «Satanás entró en Judas» (22,3; Jn 13,27). Y el Señor es consciente de su acción: «viene el Príncipe de este mundo, que en mí no tiene poder alguno» (14,30). Por eso en Getsemaní dice: «ésta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas» (Lc 22,53). La victoria de la cruz está próxima: «ahora es el juicio del mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32; cf. 16,11).

Cristo es un exorcista potentísimo. En los Evangelios, una y otra vez, Jesús se manifiesta como predicador del Reino, como taumaturgo, sanador de enfermos sobre todo, y como exorcista. No conoce a Cristo quien no lo reconoce como exorcista. Y quien no cree en Jesús como exorcista no cree en el Evangelio. Consta que los relatos evangélicos de la expulsión de demonios pertenecen al fondo más antiguo de la tradición sinóptica (Mc 1,25; 5,8; 7,29; 9,25). Y como ya vimos, el mismo Cristo entiende que su fuerza de exorcista es signo claro de que el Reino de Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 12,28). Cito los exorcismos principales (sin dar la referencia de sus lugares paralelos).

Ya en el mismo inicio de su ministerio público, Cristo, en la sinagoga de Cafarnaún, libera con violencia a un endemoniado: «¡cállate y sal de él!». La impresión que su poder espiritual causa es enorme: «su fama se extendió por toda Galilea» (Mc 1,21-28). Es sin duda exorcismo la liberación del epiléptico endemoniado (Mt 17,14-18). Cristo realiza a distancia el exorcismo de la niña cananea (Mt 15,21-28). Particularmente violento es el exorcismo del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20). También se refiere con detalle el exorcismo del endemoniado mudo, o ciego y mudo (Lc 11,14; Mt 12,22). De María Magdalena había echado Jesús siete demonios (Lc 8,2).

Los Evangelios testifican reiteradas veces que la expulsión de demonios era una parte habitual del ministerio de Cristo, claramente diferenciado de la sanación de enfermos. «Al anochecer, le llevaban todos los enfermos y endemoniados, y toda la ciudad se agolpaba a la puerta. Jesús sanó a muchos pacientes de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios» (Mc 1,32; cf. Lc 13,32). Las curaciones, sin apenas diálogo, las realiza Jesús con suavidad y gestos compasivos, como tomar de la mano; los exorcismos en cambio suelen ser con diálogo, y siempre violentos, duros, imperativos. Una aproximación histórica a la figura de Jesús que venga a asimilar los exorcismos a las sanaciones se habrá realizado seguramente sin dar crédito a los Evangelios.

También los Apóstoles son exorcistas, ya que Cristo, al enviarlos, les comunica para ello un poder especial: «les dió poder sobre todos los demonios y para curar enfermedades» (Lc 9,1). Jesús profetiza: «en mi nombre expulsarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, pondrán sus manos sobre los enfermos y los curarán» (Mc 16,17-18). Y los Apóstoles, fieles al mandato del Señor, ejercitaron frecuentemente los exorcismos, como lo había hecho Cristo. Por ejemplo, San Pablo: «Dios hacía milagros extraordinarios por medio de Pablo, hasta el punto de que con solo aplicar a los enfermos los pañuelos o cualquier otra prenda de Pablo, se curaban las enfermedades y salían los espíritus malignos» (Hch 19,11-12).

Reforma o apostasía. Seguiré con el tema, Dios mediante; pero antes de terminar quiero recordar una vez más que la reforma de la Iglesia requiere principalmente una meta-noia, un cambio de mente, un paso de la ignorancia, del error, de la herejía, a la luz de la verdad de Cristo. Aquellas verdades de la fe que hoy sean ignoradas o negadas, han de ser reafirmadas cuanto antes. De otro modo seguirá creciendo la apostasía.

Hace unos decenios, cuando más ruidosamente se difundían herejías sobre el demonio –ahora ya se han arraigado calladamente en no pocas Iglesia locales–, Pablo VI reafirmó la fe católica, haciendo notar que hoy, con desconcertante frecuencia, aquí y allá, «encontramos el pecado, que es perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, y que es además ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el demonio. El mal no es sólamente una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa… Y se trata no de un solo demonio, sino de muchos, como diversos pasajes evangélicos nos lo indican: todo un mundo misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco» (15-XI-1972).