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7. El adulterio –1

–Y ahora del adulterio. Y más de uno. Pues vamos bien…

–El adulterio es hoy cada vez más frecuente y más tolerado por el pueblo cristiano. La palabra adulterio, palabra fuerte propia de la Biblia y de la Tradición cristiana, no se emplea ya casi nunca, sino que se habla de divorciados vueltos a casar, que suena mejor. Comienzo citando dos casos.

El caso Pavarotti, 2007. La grandiosa catedral de Módena, una de las joyas más preciosas del románico en Europa, en el corazón de la Emilia-Romaña, pocas veces durante sus nueve siglos de existencia se ha visto invadida y rodeada por muchedumbres tan numerosas, unas 50.000 personas, como las que acudieron a ella, encabezadas por una turba de políticos, artistas y periodistas, con ocasión de los funerales de Luciano Pavarotti.

Nacido en Módena, en 1935, fue unos de los más prestigiosos tenores de ópera de su tiempo. Casado con Adua Vereni, de la que tuvo tres hijas, se divorció de ella después de treinta y cuatro años, en 2002, y en 2003, a los sesenta y ocho años de edad, se unió en ceremonia civil con Nicoletta Mantovani, treinta años más joven, con la que convivía desde hacía once años y de la que tuvo una hija. Hubo de pagar por el “cambio», según la prensa, cifras enormes de dinero. Murió en el año 2007 y sus funerales, celebrados en la catedral de su ciudad natal por el Arzobispo de Módena y dieciocho sacerdotes, «fueron exequias propias de un rey». La señorita Mantovani ocupaba el lugar propio de la viuda, aunque también, más retirada, estaba presente la señora Vereni. El Coro Rossini, el canto del Ave Maria (soprano Kabaivanska), del Ave verum Corpus (tenor Bocelli), el sobrevuelo de una escuadrilla de la aviación militar, trazando con sus estelas la bandera italiana, fue todo para los asistentes una apoteosis de emociones. Pero quizá el momento más conmovedor fue cuando el señor Arzobispo leyó un mensaje escrito en nombre de Alice, la hija de cuatro años nacida de la Mantovani: «Papá, me has querido tanto», etc.

La abominación de la desolación instalada en el altar. El Código de Derecho Canónico manda que «se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento […] a los pecadores manifiestos, a quienes no pueden concederse las exequias eclesiásticas sin escándalo público de los fieles» (c. 1184). Es verdad que, tal como están las cosas, muchos de los fieles cristianos, curados ya de espanto, no suelen escandalizarse por nada, tampoco por ceremonias litúrgicas como ésta, tan sumamente escandalosa. Pero es éste un signo muy malo.

El caso Martini, 2008. En sus Coloquios nocturnos en Jerusalén propugna «una Iglesia abierta» (edit. San Pablo, pg. 7, 168) frente a una Iglesia cerrada, obstinada en su enseñanzas y en sus normas. El señor Cardenal Carlo Maria Martini, jesuita, durante muchos años rector de la Universidad Gregoriana y después Arzobispo de Milán, ya jubilado, estima que habría que replantear en la doctrina católica varias cuestiones importantes:

entre ellas, la moral de la vida conyugal, reconociendo que la Humanæ vitæ es «culpable» del alejamiento de muchas personas (141-142); y ya que el Papa no va a retirar la encíclica, convendrá escribir cuanto antes «una nueva e ir en ella más lejos» (146); las relaciones sexuales pre-matrimoniales: «aquí tenemos que cambiar de mentalidad» (148-151). Éstas y otras, «son cuestiones a las que tendría que enfrentarse el nuevo Papa y a las que tiene que dar nuevas respuestas. Según mi opinión, entre ellas está la relación con la sexualidad y la comunión para los divorciados que han vuelto a contraer matrimonio» (68). Adviértase que ésos que «vuelven a contraer matrimonio», en realidad «contraen adulterio», para ser más exactos.

Las expresiones del Sr. Cardenal son siempre cautelosas –«ir más lejos», «nuevas respuestas»–, pero es claro que a su juicio la doctrina enseñada por la Humanæ vitæ sobre la moral conyugal, así como la dada por la Iglesia en otras cuestiones, sobre todo las relacionadas con la sexualidad, es una doctrina errónea, que debe ser cambiada cuanto antes. Él «sería partidario de otro concilio», que tendría como uno de los temas importantes «la relación de la Iglesia con los divorciados. Afecta a muchísimas personas y familias y, desgraciadamente, el número de las familias implicadas será cada vez mayor. Habrá que afrontarlo con inteligencia y con previsión» (entrevista con Eugenio Scalfari, político y escritor, en La Repubblica: cf. Religión Digital 27-06-09).

Por supuesto, con la opinión del Cardenal coincide dentro de la Iglesia una manga de sabiazos –sigo empleando la expresión de Leonardo Castellani–. Y también nosotros coincidimos con él, aunque solo en un punto, en la necesidad urgente de un Concilio de reforma. Dios iluminará al Papa para convocarlo cuando su providencia lo disponga. Pero es de esperar que en algún momento el Señor nos lo conceda. Reforma o apostasía.

En el pueblo cristiano, actualmente, crece el número de los adulterios en la misma medida en que crece su aceptación moral. Va siendo cada vez más frecuente que no pocos matrimonios cristianos se quiebren, y que los cónyuges, una vez divorciados, se «casen» de nuevo. Y lógicamente a medida que se multiplican estos casos tan escandalosos, van causando en la Iglesia local menos alarma y pena. La inmensa mayoría de los adulterios, ciertamente, no se producen en una forma tan ignominiosa como la de Pavarotti, sino en formas, digamos, mucho más modestas y «aceptables». A veces, los divorciados vueltos a casar, después de una primera unión llena de sufrimientos, logran una segunda unión en paz y felicidad. Y cuando es así, para sus familiares y amigos es muy grande la tentación de justificar la nueva unión, llevados por un falso amor compasivo –«después del calvario que pasó, se merecía la felicidad que ahora tiene»–. De este modo, quienes viven en adulterio ven confortadas sus conciencias por tantas personas de su estima, que en uno u otro grado aprueban una relación que Dios reprueba gravemente: el adulterio.

No pocos sacerdotes de la Iglesia toleran también estos adulterios, los aprueban a veces, e incluso hay casos en que los recomiendan. Cito un caso concreto, que yo conocí.

Hace años, en Chile, un joven casado se vió abandonado por su mujer, que se fue con otro, dejando a su esposo como recuerdo una niña. Era un buen cristiano, muy asiduo a su parroquia, y permaneció durante algunos años solo, con su hijita, fiel a su vínculo conyugal. Hasta que un día el párroco –que por cierto, era centroeuropeo– le dijo: «Eres muy joven, con mucha vida por delante, y así, solo con tu niña, no puedes seguir. Tú tienes derecho e incluso deber de procurar tu felicidad y la de tu hija. Búscate una buena mujer y reconstruye tu vida. Es imposible que Dios te pida seguir viviendo sin mujer quién sabe cuántos años más». El joven, dejándose engañar por el mal sacerdote, es decir, por el diablo, Padre de la mentira, se casó de nuevo, vivió muy feliz y, como decía el párroco, «su matrimonio era uno de los mejores de la parroquia».

Ahí tenemos a un sacerdote que estimula a uno de sus feligreses a quitarse la cruz de encima, desobedeciendo el mandato del Señor… «Es imposible que Dios te pida…» ¡Dios no pide, siempre da! Pide que le recibamos sus dones; pero a eso se le llama dar, directamente. A ese joven el Señor quería darle la gracia inmensa de una fidelidad esponsal heroica, martirial, ejemplar, maravillosa. Ese mal sacerdote fue la causa principal de que no recibiera de Dios esa gracia tan preciosa, y de que la comunidad cristiana, en vez de recibir un ejemplo extraordinario de fidelidad conyugal, se viera herida por un grave escándalo.

Una Iglesia local en penumbra, en la que se apaga poco a poco la luz de la fe, y que va quedándose a obscuras, apenas reacciona ante el horror del adulterio. Se ha acostumbrado a él, porque es muy numeroso en ella. Lo ve con indiferencia, como algo relativamente normal. Es una Iglesia que exhorta, eso sí, a los fieles para que amen, acojan y asistan en todos los modos posibles a los cristianos divorciados y vueltos a casar, de tal modo que no se sientan ajenos a la comunidad eclesial; pero con poca frecuencia olvida exhortar a que les ayuden a convertirse, y a salirse de la trampa mortal del adulterio. Encendamos, pues, la luz de la Palabra divina, la única que puede iluminar y superar esas tinieblas engañosas, emanadas por el Padre de la mentira.

La Ley de Israel, ya desde antiguo, prohibía el adulterio, pero lo permitía en la práctica (Éx 20,14; Dt 5,18; Jer 7,9; Mal 3,5), ya que «por la dureza de los corazones», toleraba el divorcio y la posible unión subsiguiente. «Si uno se casa con una mujer y luego no le agrada, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribirá el acta de divorcio, y poniéndosela en la mano, la mandará a su casa» (Deut 24,1). En tiempos de Jesús esa tolerancia era muy amplia, mayor en unas escuelas rabínicas que en otras. Pero, en todo caso, muchos rabinos autorizaban al marido a repudiar a su esposa por causas mínimas, hasta ridículas, un defecto corporal, un carácter desagradable, una escasa habilidad en las tareas domésticas.

Es Cristo quien restaura la santidad original del matrimonio, condenando tanto el divorcio como el adulterio (Mt 5,27-28. 31-32; 19,3-9; Mc 10,2-12). Es Él, en la plenitud de los tiempos, quien devuelve al matrimonio la suprema dignidad que el Creador quiso darle ya «en el principio». Dios, en efecto, al crear al varón y a la mujer, los unió con un vínculo sagrado e inviolable, que el hombre no debe quebrantar. El vínculo matrimonial es, pues, único e indisoluble, y por eso precisamente es imagen de la Alianza de amor mutuo que une a Cristo con la Iglesia, su esposa. Esta Alianza es tan firme y profunda, que siempre será mantenida por el amor fiel y gratuito del Señor, a pesar de que tantas veces Israel y la Iglesia la traicionen con el adulterio de sus pecados (Os 2,21-22; Is 54,5; Ef 5,22-33).

Es Cristo quien consigue reafirmar en su Iglesia la verdad del matrimonio monógamo y el horror hacia la mentira del divorcio y del adulterio: «no adulterarás» (Rm 13,9). Efectivamente, el Espíritu Santo, difundido como alma de la comunidad cristiana, logra en la Iglesia reducir en gran medida el divorcio, el adulterio, el concubinato, la poligamia, y tantas otras falsificaciones del amor conyugal. Es una formidable novedad maravillosa en la historia de la humanidad. A través de los siglos, innumerables matrimonios cristianos, confortados por el sacramento del orden, se han mantenido unidos toda la vida. Y la Iglesia siempre ha dispuesto que «el matrimonio sea tenido por todos en honor; el lecho conyugal sea sin mancha, porque Dios ha de juzgar a los fornicarios y a los adúlteros» (Heb 13,4).

La Iglesia siempre ha velado por la santidad del matrimonio, suscitando en los fieles el horror a cualquier modo de profanación de vínculo tan santo. «¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los adúlteros… poseerán el reino de Dios» (1Cor 6,9-10; cf. Gál 5,16-21). «No os engañéis: de Dios nadie se burla. Lo que el hombre sembrare, eso cosechará. Quien sembrare en su carne, de la carne cosechará la corrupción; pero quien siembre en el espíritu, del espíritu cosechará la vida eterna» (Gál 6,7-8). Éste es el mandato de Cristo: que los esposos guarden fielmente en el amor el vínculo conyugal; y que si llegan a una situación –quizá sin culpa– en que no pueden ya vivir en paz, se separen; pero que no establezcan otro vínculo nuevo, que sería adulterio, y no sería matrimonio, pues éste es único e indisoluble.

El horror de la Iglesia por el adulterio ha sido total en su historia. Así se expresa, ya muy pronto, en los Concilios, como en aquellos cánones acordados en el de Elvira (a. 306, cc. 8-11). Igualmente, apostasía, homicidio y adulterio son siempre considerados en la disciplina penitencial –con algunos otros, como la herejía o el aborto–, los pecados mayores, los más conducentes a una perdición eterna, los que requieren una más grave y prolongada penitencia. Por eso, aquellas Iglesias locales que hoy padecen una tolerancia comprensiva hacia los «cristianos divorciados vueltos a casar», se alejan infinitamente, bajo un disfraz de misericordia y benignidad, de Juan Bautista, de Cristo, de los Apóstoles, de la Iglesia antigua, de la Iglesia de siempre, una, santa, católica y apostólica.