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1. Indigenismo teológico desviado –I. un libro sobre Guadalupe

–Precisamente hoy, el 12 de diciembre, Nuestra Señora de Guadalupe.

–Reina de México, Patrona de América, dulcísima Virgen de Guadalupe, Madre y Señora nuestra.

El indigenismo, el nacionalismo religioso, el pluralismo de religiones, son tendencias relacionadas entre sí, que se han ido acentuando en la Iglesia Católica en los últimos decenios. Los aspectos más negativos de la Teología de la liberación se conectan también con esas tendencias. Suele haber en el transfondo de ellas una exaltación de las religiones naturales y auctóctonas precristianas, que devalúa gravemente a Cristo y a la Iglesia, como «sacramento universal de salvación». Ën ocasiones, la unión sincretista de esas religiosidades naturales –hindúes, budistas, aztecas, incaicas, etc.– con el Evangelio conduce a una falsificación profunda de la fe católica.

Es significativo que entre las intervenciones reprobatorias que la Congregación de la Doctrina de la Fe ha publicado en los últimos años quizá las más numerosas son aquellas que, con una u otra perspectiva, tratan de frenar y superar estos males. Las Notificaciones sobre Anthony De Mello, S. J. (1998), el pluralismo religioso de P. Jacques Dupuis, S. J., las dos Instrucciones de la Congregación sobre la teología de la liberación (1984 y 1986) y la Notificación al P. Ion Sobrino, S. J. (2006; por cierto, doctor honoris causa en 2009 por la Universidad Católica S. J. de Deusto, España), vienen a reprobar ciertas deformaciones de la fe católica, que se presentan, sin embargo, como expresiones legítimas de un pueblo o como exigencias de una religiosidad antigua.

El Magisterio apostólico ha enfrentado siempre en estos años las desviaciones principales que en forma de inculturación exacerbada, de nacionalismos religiosos o de indigenismos desviados, han venido a lesionar la unidad y armonía de la verdad católica.Y en este tema el documento pontificio más valioso ha sido, sin duda, el de la Congregación de la Fe, Dominus Iesus; declaración sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6-VIII-2000).

Voy a tratar aquí de este amplio y complejo tema, pero limitando mucho mi intento: solo analizaré un libro mexicano muy notable sobre la Virgen de Guadalupe.

El libro El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego es quizá el estudio más valioso que sobre los diversos aspectos de este tema se ha escrito (Ed. Porrúa, México 2001, ed. 4ª, 608 págs.; la ed. 1ª es de 1999). No tenía yo conocimiento de este gran libro cuando escribí los Hechos de los apóstoles de América (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1992; 2003, ed. 3ª, 557 págs.), obra en la que traté con especial atención la evangelización de México, y dediqué un capítulo a San Juan Diego y Guadalupe.

El origen del libro que analizo ahora es el siguiente. En 1998, la Congregación para las Causas de los Santos, preparando la beatificación y canonización del indio Juan Diego, nombró una comisión de historiadores para que documentaran en cuanto fuera posible la veracidad del Acontecimiento Guadalupano y la santidad del indio vidente. Fue nombrado presidente de la Comisión Histórica el Dr. P. Fidel González Fernández, catedrático de historia eclesiástica en la Urbaniana de Roma y profesor en la Gregoriana. También fueron nombrados otros expertos auxiliares, entre los que destacaban el Dr. P. Eduardo Chávez Sánchez y el Lic. P. José Luis Guerrero Rosado. Son éstos los tres autores que firman el libro que ahora comento. Esta gran obra es un monumento de carácter principalmente histórico, y en esa condición estriba su valor fundamental. Pero también ofrece con bastante frecuencia consideraciones teológicas, muchas veces atinadas, pero en bastantes casos inadmisibles.

Y precisamente porque el libro es muy importante y de gran valor conviene señalar esos errores. Yo lo hice en primera instancia enviando un informe amplio al Arzobispado de México, que lo pasó a la consideración de los tres autores; y en segunda instancia, acudiendo a la Congregación de la Doctrina de la Fe. Estos intentos fueron amablemente recibidos, pero no produjeron resultado alguno. Transcribo, pues, ahora algunos textos entresecados del libro aludido, destacando yo en cursiva algunas frases erróneas más significativas.

Excelsa era la religión azteca, y sublime su Dios único. Con gran frecuencia afirman los tres autores de esta obra que los misioneros que llegaron a México no entendieron en absoluto la religiosidad de los mexicanos. Pensaron de ellos que eran politeístas e idólatras, sujetos al influjo del Diablo. Una visión extremadamente negativa y errónea, que vendría causada por el ambiente doctrinal de la época. No llegaron a conocer los misioneros que el concepto que aquellos indios tenían de Dios «era tan definido, tan depurado y tan rico en su sentido ontológico que podría equipararse –y superar– al pensamiento europeo de su época» (155); es decir, al pensamiento cristiano sobre Dios.

Por otra parte, la religiosidad náhuatl, siguen afirmando, no era propiamente politeísta. Es cierto que daba nombres y cultos diversos a varios dioses, pero con ello solo venía a personalizar atributos diversos de Dios. En realidad creía en un solo Dios y Señor. Y ese monismo integrador de diversos aspectos de la divinidad «contradice tanto y tan poco al principio monoteístico como la Trinidad cristiana» (156).

El nombre que daban aquellos mexicanos a Dios como Tlayocoyani, el que se crea a sí mismo, era un «nombre pasmoso, más rico que nuestra palabra Creador, que demuestra que los tlamatinime [los antiguos sabios religiosos] alcanzaron las máximas alturas a que ha podido llegar la mente humana en su reflexión sobre Dios» (159). Más aún, «su idea de Dios era tan o más cristiana que la de sus evangelizadores» (518).

«Tan sublime altura de pensamiento no va, de cierto, muy de acuerdo con el estereotipo de una religión embrutecida y embrutecedera que los españoles acusaron a los indios de profesar, y más sorprendente aún es comprobar que eso [ese pensamiento altísimo de Dios] no era patrimonio de unos pocos, sino que, con sus más y sus menos, así lo entendían todos» (159).

Los sacrificios humanos eran graves errores, pero también eran expresiones sublimes de la religiosidad azteca. El indio mexicano, nos explican, según sus ideas religiosas míticas, era perfectamente consciente de que ni él, ni la vida, ni el orden cósmico podían subsistir sin los sacrificios sangrientos humanos.

«La sangre, por tanto, el “Agua Divina”, era una necesidad tan imprescindible como el alimento y el aire, y debía procurarla a los dioses por un doble motivo», el agradecimiento y la propia conveniencia (522). «Detrás de esos mitos había una lógica impecable […] Era lógico, pues, que no viesen el sacrificio como un asesinato, sino como un privilegio: un favor de parte de quien lo ejecutaba, que venía siendo por ello un bienhechor insigne, y una gracia para quien lo recibía» (523).

En cierta ocasión, pidieron al Tlatoani de Culhuacán que les entregase a su hija «para convertirla en diosa de la guerra. El Tlatoani accedió, sin imaginarse cuan literal era el designio de los aztecas, quienes, con fiel apego a lo declarado, la sacrificaron, convirtiéndola así en diosa, y no contentos con eso, trajeron a su padre para que viniera a adorar al sacerdote que se había revestido de su piel desollada» (74). En este caso se trata de un sacrificio individual. Pero en realidad, como veremos más adelante, eran muchos miles los sacrificios humanos que anualmente habían de ser ofrecidos a los dioses, y más numerosos aún habían de ser en cada acontecimiento extraordinario.

La humanidad y el cosmos tenían, según la excelsa religiosidad azteca, una necesidad absoluta de la sangre humana sacrificada a los dioses. Según nuestros tres autores, esto obligaba a los aztecas a guerrear incansablemente con los pueblos vecinos, con el fin de capturar prisioneros, que serían luego ofrecidos a los dioses en sacrificios. Y por eso, «en la sociedad mexicana, por su continuo guerrear, había muchas más mujeres que hombres» (206). Los aztecas, en efecto, vivían «en una sociedad poligámica porque las continuas guerras diezmaban su población masculina provocando que hubiese mucho más mujeres que varones, y que las ausencias de estos fuesen no solo largas y sistemáticas, sino con desoladora frecuencia definitivas» (534).

Se nos asegura, pues, que en la visión religiosa mexicana, «ni el Politeísmo era tal, ni los sacrificios humanos un culto diabólico incompatible con la rectitud moral. Uno y otros eran expresiones, todo lo erradas que se quiera, pero coherentes y válidas en su buena fe, de su incondicional entrega a Dios, que fue eso: absoluta, incondicional, desbordante, quizá el caso más completo que conoce la historia de un pueblo todo entero que se entrega tan por entero al servicio de Dios» (523).

Alguna rara vez, no obstante, los tres autores señalan en su libro ciertos errores graves de la religiosidad azteca, pero lo hacen sin dejar por eso de considerarla absolutamente excelsa y sublime. Así, por ejemplo, cuando escriben: …«por más que admiremos el excelso concepto que motivaba los sacrificios humanos, éstos eran un innegable atentado contra la propia especie, que ya tenían a esa nobilísima religiosidad mística en un tris de desbocarse en un incontrolable fanatismo patológico y ciego que hubiese terminado devorándose a sí mismo» (215).

La buena fe de los aztecas era total, y en modo alguno estaban bajo el influjo del Diablo. Los misioneros, se nos dice en esta obra, veían en la religiosidad de los aztecas una idolatría cruel que, bajo el poder del Diablo, les llevaba a reiterar y añadir, en frase de fray Gerónimo Mendieta, «pecados a pecados». Pero para aquellos indios, arguyen nuestros autores, en su historia precristiana, «no había, ni podía haber, añadiduras de “pecados a pecados” por la irrebatible razón moral de que no puede pecar quien actúa de buena fe. Todo esto era y es obvio, pero Mendieta no lo podía ver entonces, ni lo pudo ver jamás; ni hasta antes del Vaticano II lo pudimos ver nosotros» (518).

Ninguno de aquellos misioneros, siguen diciendo, «ni aún Las Casas, podía aceptar que fuera “inculpable” el desconocimiento de algo tan elemental como el derecho a la vida» (123). Misioneros y cronistas –Motolinía, Mendieta, Sepúlveda, Sahagún, Durán, López de Gómara–, todos pensaban más o menos lo mismo (524-525): que detrás de tales aberraciones colectivas tenía que estar la acción de Satanás, padre de la mentira, que tenía engañados a aquellos indios. Y así, por ejemplo, a mediados del siglo XVI, fray Francisco de Aguilar, en su Relación breve de la Conquista de la Nueva España, decía que habiendo estudiado los ritos de antiguas religiones de distintos países, «en ninguna de estas he leído ni visto tan abominable modo y manera de servicio y adoración como era la que estos hacían al demonio, y para mí tengo que no hubo reino en el mundo donde Dios nuestro Señor fuese tan deservido, y a donde más se le ofendiese que en esta tierra, y adonde el demonio fuese más reverenciado y honrado» (123).

La ceguera de los misioneros, que veían por todas partes influjos diabólicos en la religión mexicana, es denunciada una y otra vez por nuestros tres autores. Aquellos frailes sufrían inevitablemente el error de la Iglesia de su tiempo, un error que no sería superado hasta llegar al concilio Vaticano II (cf. 162). Todos los misioneros de entonces, todos, incurrían en esta ceguera. Ni «el mismo comprensivo y tolerante P. Acosta, S. J.», en su Historia natural y moral de las Indias, escapa a esa visión, y en el capítulo 11 expone: «De cómo el demonio ha procurado asemejarse a Dios en el modo de sacrificios y religión y sacramentos»… «Y ante esto [el P. Acosta] considera no que Dios viera con paternal complacencia esa entrega en total buena fe, sino que, efectivamente, el Demonio conseguía subyugar a maravilla a sus víctimas» (137).

La evangelización, en estos planteamientos de los misioneros, se presentaba, pues, a juicio de estos tres autores, como una misión imposible, «pues se trataba de dos pueblos [el de los cristianos europeos y el de los mexicanos] totalmente en buena fe y decididos a ser fieles a sus principios hasta la muerte; sin embargo, ese problema no era el peor; el peor era que los mexicanos estaban, si cabe, aun más convencidos de su verdad que los españoles de la suya»… (526).

Con el favor de Dios, continuaré.