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La reforma de la Iglesia hoy exige la reactivación de la acción política cristiana

–Si no lo veo, no lo creo. Esto se termina.
–Hombre de poca fe. Todas las cosas de este mundo tienen un final.

Termino ya la serie Católicos y política. Cuando la inicié, pensaba dedicar unos tres artículos de Reforma o apostasía a la Política, un campo en el que apenas había entrado yo anteriormente en mis estudios y escritos. Y han salido treinta. Quizá los lectores se pregunten: «¿y qué pecado hemos cometido nosotros para merecerlo?»… Me visto de saco, me cubro de ceniza, y pido perdón. No lo haré más.

Confieso que aún pensaba escribir algunos artículos más sobre este amplio tema, configurando un poco las líneas principales de un partido político, recordando las causas más preciosas y urgentes que están esperando la acción política de políticos católicos combatientes (educación, objeción de conciencia, aborto, familia, medios de comunicación, lucha contra la partitocracia y el totalitarismo de Estado, defensa de la subsidieriedad, superación del antipatriotismo, etc.). Pero finalmente ha prevalecido mi compasión por los lectores. Ya vale. Me limitaré a trazar un resumen de los 30 artículos de esta serie.

Dentro de las Reformas necesarias en la Iglesia, quizá una de las más urgentes sea la reforma de la actitud mental y práctica de los católicos en relación a la política. Hace unos días comentaba uno en este blog: «¿pero es que la política tiene algo que ver con el Evangelio?». El comentarista, ya se ve, está más perdido que un perro en Misa. Pero no es un caso aislado; es signo de una perdición mental que hoy en las Iglesias descristianizadas es bastante frecuente.

La política, que pretende el bien común, es la más alta de las profesiones seculares, y lo sigue siendo en el mundo de la gracia. Por eso mismo, los mayores males del mundo actual proceden de los poderes políticos: corruptio optimi pessima. De hecho, el Príncipe de este mundo está feliz de la absoluta inoperancia política de los católicos, paralizados en este campo por las falsas doctrinas. Dejan el mundo secular a merced del diablo.

Sin embargo, nunca se ha encarecido tanto en la Iglesia la dignidad y la necesidad de la acción política de los cristianos, y nunca ésta ha sido más débil (95). Incluso un apoliticismo piadoso se ha impuesto ideológicamente –contra la doctrina de la Iglesia– en casi todos los grupos laicales católicos del Occidente descristianizado (119). Pero, sin duda, también hay que tener en cuenta que la actividad política exige muy grandes virtudes, y que si éstas faltan, se paraliza o se corrompe (96). Reforma o apostasía.

La doctrina política de la Iglesia es muy abundante y preciosa, y sin embargo hoy es amplamente ignorada por los católicos. No solamente los laicos, también los Pastores parecen a veces ignorarla, pues hablan y actúan con frecuencia en contra de ella. Por eso en los primeros artículos de esta serie recordamos en síntesis sus principios fundamentales:

1.-La autoridad viene de Dios. Si la Constitución política de la nación afirma la soberanía del pueblo, un político cristiano solo podrá jurarla si confiesa claramente –en declaración bien explícita– que esa soberanía popular procede de Dios Creador, que dijo a los hombres desde su creación: «dominad la tierra» (Gén 1,27ss), y que en la plenitud de los tiempos procede de Cristo Rey, «a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).

2.-Las leyes civiles positivas han de fundarse en la ley natural establecida por Dios. Pero el liberalismo relativista y laicista, hoy vigente, afirma en todas sus versiones políticas la autonomía absoluta de la libertad humana. Y lo afirma con la frecuente complicidad activa o pasiva de los católicos liberales (97).

3.-Las leyes injustas deben ser desobedecidas, pero también deben ser eficazmente combatidas (98). No podemos los cristianos rendirnos a su vigencia degradante, como si fuera inevitable y necesaria.

4.-El principio de la tolerancia y del mal menor es muy valioso en la vida política, pero está pervertido por los políticos anti-cristianos –derecho al aborto, al matrimonio homosexual, a la eutanasia, al divorcio express, etc.–, y también por aquellos políticos malminoristas, que aseguran su existencia en buena parte secuestrando el voto católico, y que hacen del mal menor su estrategia política permanente (100).

5.-La Iglesia es neutral en cuanto a la forma de los regímenes políticos, que suelen integrar en proporciones diversas los poderes monárquicos, aristocráticos y democráticos. Por eso la Iglesia, fiel a su doctrina, no debe ligarse a ningún régimen concreto, aunque con prudencia podrá apoyar a aquél que en una circunstancia histórica concreta se muestra como el más conveniente o el único posible.

6.-El principio de subsidiariedad ha de afirmarse hoy con todo empeño contra el totalitarismo característico de la Bestia estatal moderna en cualquiera de sus versiones. Hoy en Occidente la Bestia política es para los cristianos más totalitaria y opresiva que en la antigüedad o en la Edad media. Hoy el Estado totalitario –liberal, socialista, marxista– impone leyes en todos los campos de la vida social humana: por ejemplo, determina en algunas naciones que la enseñanza ha de ser mixta, y prohibe a escuelas y colegios formar comunidades masculinas y femeninas separadas. Obliga, pues, por ley a los ciudadanos en cuestiones ciertamente discutibles, imponiéndoles su ideología. Y así seguirá haciéndolo, si no hay una acción política católica con fuerza eficaz para impedirlo (102-103).

7.-Nuestro Señor Jesucristo es el Rey de todos los reyes de la tierra, y los hombres y las naciones solamente pueden hallar salvación temporal y eterna recibiendo su influjo benéfico, aceptando «sus pensamientos y caminos», que distan de los pensamientos y caminos mundanos tanco como el cielo de la tierra (Is 55,8-9). Los ateos y los cristianos pelagiano-liberales rechazan este principio (104), y –contra la doctrina de la Iglesia– estiman que un Estado confesional es malo de suyo, es malo semper et ubique (105). El Estado ha de ser laico.

Ahora bien, los Estados laicos nunca son neutrales, son todos laicistas, anti-cristianos (106). Una inmensa batalla entre los hijos de la luz y los de las tinieblas se libra en todos los siglos de la humanidad, y en los últimos siglos, impulsada por el diablo, ha arreciado hasta extremos antes no conocidos, y está dirigida por poderes mundiales ocultos y por los grandes organismos internacionales. Y son muchos los cristianos que se niegan a entrar en combate con el mundo, que incluso consideran ese combate ilícito, inmoral, incluso lo declaran inexistente, mientras profesan pacíficamente su colaboracionismo con el mundo moderno. El mundo avanza tanto como el Reino de Cristo retrocede, y estos cristianos mundanos consideran ese avance como un progreso. No hay duda, «ellos son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo, y el mundo los escucha» (1Jn 4,5). E incluso les confía altos cargos nacionales e internacionales, prestigiosos y bien pagados (107-108).

¿Qué debemos hacer hoy en política los católicos? En primer lugar, debemos ser conscientes de que la única Autoridad mundial posible y benéfica es la de Cristo, Rey de las naciones. Cualquier otra Autoridad mundial, como las ya diseñadas hoy en los grandes organismos internacionales, si no es cristiana, solo podrá encarnar al Anti-Cristo, «que ya está en acción» (2Tes 2,7) (109). En segundo lugar, hemos de confiar a la oración la vanguardia absoluta de toda acción cristiana, también de las actividades políticas. Así lo ha entendido siempre la Iglesia y lo ha expresado en su liturgia (111-113). Pero además de ese reconocimiento de la primacía de Cristo Rey y de la oración ¿qué debemos hacer los cristianos en el campo mismo de la vida política?

Los partidos confesionales católicos son hoy necesarios, pues es evidente que en el mundo político actual de Occidente todos los partidos, en uno u otro grado, son laico-laicistas, liberales, relativistas, naturalistas, cerrados a la ley divina, a la ley natural y a la esperanza de la vida eterna. Sin embargo, los mismos que condenan –contra la doctrina de la Iglesia– la posible existencia de un Estado confesional, hoy ciertamente imposible y por eso mismo inconveniente, van más lejos, y condenan incluso –contra la doctrina de la Iglesia– la existencia misma de partidos confesionales católicos. Han hecho y hacen todo lo que posible –y pueden mucho– para abortar sus nacimientos o para asfixiarlos en su vida incipiente.

Ahora bien, es cierto que un partido católico-liberal, como lo fue la Democracia cristiana en Italia, no vale de nada, es sal desvirtuada, y causa graves daños a la vida natural y sobrenatural de los ciudadanos (118). Pero pasar de ahí a un apoliticismo cerrado es inadmisible. Ésta es, sin embargo, la actitud mental y práctica que ha prevalecido ampliamente en el mundo católico del Occidente descristianizado. Los católicos llamados por Dios a la vocación política o no la oyen o la rechazan o «se diseminan» entre los partidos laicistas ya existentes, que tienen posibilidades de gobierno. Y permaneciendo en ellos, paralizan la misión propia de los políticos católicos, pues la hacen imposible (119).

Por eso Benedicto XVI renueva hoy el llamamiento que el Señor y la Iglesia hacen a los fieles, para que surja una «nueva generación de católicos», que «renovados interiormente» en el pensamiento y en la virtud, se «comprometan en la política sin complejos de inferioridad». Incluso, tal como están las cosas, serían hoy deseables ciertas Hermandades laicales especialmente llamadas al excelso ministerio de la política. Como las antiguas Órdenes militares, con el mismo espíritu, aunque con medios muy diversos, habrían de combatir los buenos combates de la fe bajo las banderas de Cristo, quebrantando al Príncipe de este mundo, hoy tan débilmente resistido (121).

Los partidos confesionales católicos no tienen por qué ser únicos en una nación, aunque a veces pueda ser conveniente. Mejor es en principio que sean varios, pues diversas son las maneras que hay de realizar la única doctrina política de la Iglesia, en la que todos han de coincidir. Y todos esos partidos también han de ser capaces aliarse en formaciones políticas mayores, especialmente en orden a las elecciones, pero también en el curso ordinario de la vida política.

Hoy el Padre de la mentira, Príncipe de este mundo, logra casi paralizar en algunas Iglesias las actividades pastorales y misioneras, educativas y políticas, apoderándose cada vez más de la cultura y de todo el mundo social y político (123).

–La vida pastoral es en esas Iglesias débilmente evangelizadora, y con frecuencia la inmensa mayoría de los bautizados están en ellas dispersos, pues no se congregan en las comunidades parroquiales ni tampoco en otras.

–En las misiones la missio por antonomasia, la evangelización, cede con frecuencia al diálogo interreligioso, si es que de verdad llega a él, y a una dedicación predominante a la beneficencia temporal.

–Escuelas, colegios y universidades que se denominan católicos han decaído notablemente en su capacidad apostólica para dar una formación cristiana a sus alumnos.

–El desistimiento casi absoluto de la actividad política de los católicos ha de enmarcarse y entenderse en este desfallecimiento generalizado en la fe y la esperanza, aunque posteriormente esta dimisión haya sido ideologizada en doctrinas que, ciertamente, son inconciliables con la doctrina política de la Iglesia. En consecuencia los católicos, desde hace ya mucho tiempo, se ven obligados en las elecciones a elegir entre la abstención o el voto útil concedido a partidos malminoristas-laicistas. Pero el único voto útil es el que se da a Cristo y a su Reino. Reforma o apostasía.

Pero el Espíritu Santo quiere y puede renovar la faz de la tierra. Como enseña la Iglesia católica, Él quiere que los laicos «coordinen sus fuerzas para sanear aquellas estructuras y ambientes del mundo» que incitan a la inmoralidad y la injusticia, de modo que todas las cosas «se conformen a las normas de la justicia y más favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes» (LG 36). Él quiere que a través de su acción política se «logre que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (GS 43). Él quiere, con su colaboración inteligente y abnegada, «instaurar el orden temporal de forma que se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana» (AA 7). Para construir grandes asilos para ancianos, hacen falta instituciones, arquitectos y albañiles. Para construir hospitales son necesarios médicos y enfermeras. Y la realización de esas obras no saldrá adelante solamente por la actividad de evangelizadores, científicos, familias cristianas, agricultores, párrocos y religiosos de vida activa o contemplativa. Esas y otras obras necesitan ser realizadas por sus obreros propios. Del mismo modo, la edificación de la ciudad tempral según Dios necesita absolutamente la actividad de los políticos católicos.

Y ya vale.

Deo gratias!