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Los partidos confesionales son necesarios

–Partidos confesionales. Yo creo que lo que usted quiere es provocar.
–Exactamente. Provocar una reforma completa, que implica también una reactivación de la vida política entre los católicos.

Al tratar de los partidos políticos católicos, expuse ya previamente lo que no son, lo que no deben ser; y también su necesidad, que los apolíticos y prepolíticos niegan, al menos en la práctica.

Los partidos confesionales, en nuestro caso de inspiración católica, son convenientes y necesarios. Otra cosa es que en ciertas naciones no haya católicos capaces, en calidad y número, para darles existencia. Pero esto es ya circunstancial, y yo considero el criterio general sobre la cuestión. Hemos de tener en cuenta que aquellos que, en contra de la doctrina de la Iglesia, niegan el Estado confesional como algo intrínsecamente malo (105-106), suelen también a veces negar también la licitud o la conveniencia de los partidos confesionales. Procuran en forma oculta o abierta impedirlos, dejan así la acción política para después de la recristianización de la nación, y establecen que, por principio, los católicos vocacionados por Dios a la política deben diseminarse por los partidos ya existentes. Es decir, los políticos católicos deben anularse y desaparecer. Deben suicidarse políticamente, pues los partidos laicos son laicistas (196).

No es ésa la doctrina de la Iglesia. Es verdad que hoy en Occidente no es viable el Estado confesional. Pero es falso que tampoco convengan los partidos confesionales, pues sin ellos queda el pueblo cristiano sin representación política, y condenado por tanto o a abstenerse del voto o a darlo a partidos malminoristas, lo que en el fondo, ya lo vimos también (100), equivale a alimentar una Bestia liberal, que sin el voto de los católicos, en bastantes naciones no podría seguir viva y poderosa, causando estragos.

Por el contrario, la voluntad de la Iglesia es «que los laicos coordinen sus esfuerzos para sanear las estructuras y los ambientes del mundo que incitan al pecado» (Vat. II, LG 36c). Y esto no van a conseguirlo solamente con actividades prepolíticas, culturales y apostólicas, o únicamente con las oraciones de los monasterios contemplativos.

Los partidos de confesionalidad implícita, no confesada, sufren una malformación congénita, pues siendo partidos confesionales, por principio, no-confiesan. Calculan que es suficiente que su partido profese una serie de principios morales y sociales del orden natural, con alguna inspiración del cristianismo, aunque solo sea verbal. Y creen que no es necesario ni conveniente confesar a Dios y a su Cristo abiertamente, pues si se hiciera, el partido perdería el voto de no pocos ciudadanos ajenos al cristianismo, que comparten más o menos sus valores.

Estos partidos de confesionalidad meramente implícita están afectados de varios errores graves:

1.–Niegan el deber de confesar públicamente a Dios y a su enviado Jesucristo «ante los hombres» (Mt 10,32-33), como siempre lo ha enseñado la Iglesia (1885, Immortale Dei; 1925, Quas primas; 1965, Vaticano II, Dignitatis humanæ 1).

2.–Profesan un pelagianismo según el cual los principios cristianos y del orden natural pueden ser vividos por el hombre sin que su naturaleza caída sea auxiliada por la gracia sobre-humana de Cristo, es decir, sin la ayuda de la Revelación y del Magisterio eclesial. En otras palabras, creen posible un cristianismo sin Cristo, un cristianismo que logre una síntesis de principios del orden natural, que de hecho sean aceptables y realizables por los ciudadanos sin la luz y la fuerza de la gracia.

3.–Alegan que un partido explícitamente confesional comprometería necesariamente a la Iglesia; lo que obviamente es falso.

4.–Dan por supuesto que si ese partido alcanzara el poder de gobernar, ciertamente establecería una tiranía religiosa, imponiendo incluso legalmente la moral cristiana a todos los ciudadanos, sin guardar la tolerancia y el respeto que se debe a los no creyentes y a los miembros de otras religiones. También ésta es una previsión falsa.

5.–Estiman también, aunque no lo digan, que el partido confesional no-confesante logrará evitar la persecución del mundo. Mala y vana esperanza, pues solamente podrá ser evitada la persecución si el partido, implícita o explícitamente confesional, renuncia a su propia identidad –deja de ser católico– y está dispuesto a dar culto a la Bestia, como los demás partidos. Solo entonces cesa la persecución.

Todos estos errores ya han sido previamente denunciados en la exposición de los grandes principios políticos de la Iglesia (97-108), y no es preciso detenerse ahora en su refutación.

Los partidos católicos confesionales deben serlo explícitamente, evitando sin embargo ciertos riesgos, perfectamente evitables. Si cayeran en ellos, quedarían inhabilitados prácticamente para la actividad política.

–Un partido católico debe serlo en la substancia, y no en el nombre. Aunque parezca una contradicción. Concretamente, el canon 216 del Código de la Iglesia asegura que los fieles católicos «tienen derecho a promover y sostener la acción apostólica también con sus propias iniciativas», y lo mismo ha de ser dicho de las actividades políticas; «pero ninguna iniciativa se atribuya el nombre de católica sin contar con el consentimiento de la autoridad eclesiástica competente». Y ningún partido católico confesional conseguirá hoy esa autorización.

Pero hace medio siglo, y anteriormente también, era posible que la consiguiera. Cuentan que en la Italia de mediados del siglo XX unos feligreses consultaron a su párroco a qué partido debían votar. Y el buen cura les dijo que eran plenamente libres para elegir en conciencia entre los diversos partidos, siempre que fuera un partido demócrata y cristiano.

–Un partido católico, aunque no proclame su identidad en el título, ha de confesarla explícitamente en sus Estatutos y programas. En ellos, «sin complejos de inferioridad», como diría Benedicto XVI, el partido confiesa a Dios, a Cristo, a la Iglesia, y profesa abiertamente su propósito de atenerse al orden natural, a la ley de Cristo y a la fidelidad debida al Magisterio eclesial. Lo mismo deben hacer sus diputados y senadores en los discursos políticos, nombrando a Dios y a Cristo, argumentando abiertamente por las exigencias del orden natural, y alegando también las tradiciones cristianas de la nación. Y todo ello sin inhibiciones y con la mayor fuerza persuasiva.

Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica, toda institución social parte de una visión de Dios, del hombre y del mundo (2244), y nada impide que un partido confesional católico publique explícitamente cuáles son sus principios filosóficos y religiosos, a los que quiere atenerse en sus actividades políticas.Y aunque el partido no exija de sus miembros la fe, al menos sí habrá de exigirles el respeto y también el reconocimiento de algunos «principios éticos fundamentales e irrenunciables», de los que trataré en otro artículo.

–Un partido católico que gobierne habrá de aplicar sin duda el principio de la tolerancia y del mal menor, tal como la doctrina tradicional de la Iglesia lo ha enseñado siempre (100). Y como es obvio, no es posible aplicar el principio de la tolerancia sin ejercitar un discernimiento prudencial, que habrá de tener en cuenta a todos los grupos integrantes de la nación y otras circunstancias. Por otra parte, los objetos morales y cívicos diferentes no podrán recibir de ningún modo ante las leyes un mismo trato. Si el aborto, por ejemplo, ha de ser prohibido en absoluto, no necesariamente ha de ser penalizado como lo merece, siendo como es un homicidio. Es posible en cambio que, en una nación, convenga prohibir y penalizar la bigamia y toda forma de poligamia. Del mismo modo habrán de ser gobernadas de modos diversos otras realidades malas, como la prostitución, el divorcio, la eutanasia, la unión de homosexuales, etc., con leyes y medidas administrativas diferentes.

–Un partido católico no debe servirse de la Iglesia, y lo haría, por ejemplo, si invocara su identidad católica para conseguir los votos en las elecciones, sin guardar luego fidelidad a esa identidad en la práctica diaria de la vida política. También se serviría de la Iglesia, por ejemplo, si lograra captar muchos votos de católicos gracias a una política firmemente antiabortista, pero profesara al mismo tiempo un economicismo salvaje, muchas veces condenado por la Iglesia. Un partido católico tiene que ser fiel a todas las enseñanzas de la Iglesia.

–Tampoco los partidos católicos deben estar al servicio de la Iglesia, si entendemos esta expresión en un mal sentido. Los partidos cristianos han de estar al servicio de Dios y del bien común temporal de la sociedad, promoviendo políticamente «el saneamiento de las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes» (LG 36c). Preparan así con su acción los caminos del Evangelio, y si llegan al gobierno, amparan a la Iglesia ya existente en los modos que sean justos y convenientes según su presencia en la nación.

–Los partidos católicos deben ser fieles a los principios políticos que la Iglesia enseña, pero deben proteger al mismo tiempo su autonomía prudencial para elegir entre las acciones concretas que son conciliables con esos principios. Un partido confesional católico no ha de ser el partido de los Obispos o del clero, ni tiene por qué comprometerlos. Los Pastores no deben dirigir sus opciones políticas prudenciales: no tienen gracia de estado para ello. Y cuando incurren en esa tentación, muy frecuentemente se equivocan. Es verdad que esa injerencia de los Pastores en la vida política no suele darse en mandatos formales, entre otras cosas porque no hay entre los mismos Obispos unanimidad de criterio en campos tan variables y complejos. Esa injerencia, cuando se produce, suele darse más bien en encuentros extraoficiales entre líderes de la Iglesia y de los partidos; o en forma de omisiones patentes del apoyo jerárquico a ciertas iniciativas, que quedan así frenadas o impedidas.

En consecuencia, cuando los políticos católicos resisten estas presiones indebidas, no cometen normalmente una desobediencia, sino que cumplen con su conciencia y responsabilidad. Por eso ha habido Reyes católicos bien santos que en cuestiones políticas muy concretas llegaron hasta enfrentarse con el Papa. Ellos, precisamente porque eran fieles hijos de la Iglesia, sabían defender la autonomía del poder civil de interferencias indebidas del poder religioso.

–En la promoción del bien común temporal uno es el ministerio de los Pastores y otro el de los laicos. Y si no se conoce y respeta suficientemente esa distinción se siguen grandes males, abusos y confusiones. La autoridad se pierde cuando ejercita sus mandatos fuera de su campo propio. Recordemos, pues, en esta importante cuestión la doctrina bien precisa del Concilio Vaticano II:

«Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo. Toca a los Pastores el manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales.

«Es preciso, sin embargo, que los laicos acepten como obligación propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden, dirigidos por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana; el cooperar, como conciudadanos que son de los demás, con su específica pericia y propia responsabilidad, y el buscar en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios. Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana y se mantenga adaptado a las variadas circunstancias de lugar, tiempo y nación» (AA 7).

Por el contrario, cuando los Pastores sagrados dan a los laicos la doctrina política de la Iglesia muy escasamente o solo en formas «políticamente correctas», es decir, según el mundo; cuando les prestan un auxilio espiritual insuficiente, y cuando en cambio, por acción o por omisión, les imponen ciertas opciones políticas concretas, hacen justamente en todo ello lo contrario de lo que deben hacer. Y se producen entonces unos efectos que no es necesario describir, porque desde hace medio siglo ya están ante nuestros ojos. Es un desastre.

El clericalismo ha sido generalmente nefasto en la vida política del pueblo cristiano. No tienen autoridad los Obispos para enseñar que, por principio, conviene más que los católicos se diseminen por los diferentes partidos ya existentes, ya que no es ésta la doctrina de la Iglesia. No es tampoco competencia suya discernir si son o no convenientes los partidos confesionales en su nación. Y los laicos no están obligados a seguir esos eventuales discernimientos políticos concretos, pues son ellos quienes deben decidir en estas cuestiones «con su específica pericia y propia responsabilidad». Por otra parte, no todos los laicos coincidirán ni en sus discernimientos, ni en su vocación personal o de grupo.

Una cosa es, como ya dije, que los laicos procuren la aprobación de la Jerarquía cuando pretenden organizar, por ejemplo, una gran manifestación, con asistencia quizá incluso de Obispos en la misma (114-115). Y otra cosa es que hayan de esperar la aprobación de los Obispos, cuando ésta falta, para «coordinar sus fuerzas» en la acción política concreta, tal como lo recomienda la Iglesia (LG 36).

El clericalismo político lleva implícita la convicción de que el orden natural no tiene consistencia propia, y que las opciones políticas deben tomarse con el objetivo directo de favorecer a la Iglesia. Pero la acción política tiene en la procura del bien común temporal una entidad natural propia, que es anterior a la existencia misma de la Iglesia. Debe ser cristianizada, pero no clericalizada. La gracia perfecciona la naturaleza, pero no la suprime, y debe regirse por sus propias leyes.

Por otra parte, Obispos y sacerdotes no suelen tener la preparación necesaria para el gobierno civil de la sociedad. Y además, siendo ministros de la misericordia divina, no siempre, como es comprensible, saben esgrimir las armas de la justicia para lograr el bien común del pueblo. El gobernante civil, en cambio, «es ministro de Dios, que no en vano lleva la espada, para hacer justicia y castigar al que obra el mal» (Rm 13,4).

–Es deseable que los partidos católicos sean varios, y que no se forme un solo gran partido. Ésta es una cuestión importante, que dejo para el próximo artículo.

Post post.- Es muy valioso el artículo de Luis María Sandoval, La pluralidad de partidos políticos, en la Revista Arbil nº 69.