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Queremos que Cristo Reine en el mundo

–Perdone, pero ¿no será una ingenua pretensión enseñar qué debemos hacer los cristianos hoy en la política?
–El tema, ciertamente, es muy complejo y difícil; pero yo intentaré exponerlo, con el favor de Dios y confiando en las oraciones de los lectores.

Creo que hasta aquí he podido tratar del tema Católicos y política con un cierto orden; pero el campo en el que ahora entro no lo va a permitir. En muchas cuestiones habré de pasar de la seguridad doctrinal a la opinión probable. Por otra parte, son innumerables las diversas acciones políticas que al servicio del bien común han de ser realizadas por unos y por otros católicos, según vocaciones y circunstancias. Todo ello hace imposible una clasificación ordenada y aceptable.

–La necesidad de una Autoridad mundial que procure la paz y la colaboración entre los pueblos ha sido sugerida en varias ocasiones por los últimos Papas. El desarrollo más amplio del tema lo hizo, según creo, Juan XXIII al iniciarse el Concilio (11-X-1962), en la encíclica Pacem in terris (11-IV-1963, 130-145), meses antes de morir (3-VI-1963).

La argumentación en favor de una Autoridad única mundial es perfecta. La ciencia y la técnica han acrecentado sobremanera la interdependencia de las naciones en la economía, la cultura, la paz y en todos los aspectos (130). Ningún país puede hoy desarrollarse en forma autónoma (131). Las relaciones que había entre las naciones antiguamente hoy en modo alguno son suficientes (133-135). «Toda la familia humana», participando de una misma naturaleza (132), necesita una mayor unidad. Y así como «el orden moral exige una autoridad pública para promover el bien común en una sociedad civil» (136), de modo semejante «hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia que, por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública general» (137).

Un Gobierno mundial habría de ser establecido por un acuerdo general (138). Y deberá proteger los derechos de la persona humana (139), respetando siempre el principio de subsidiariedad (140-141). Termina el Papa aludiendo a la ONU (1945) y a la Declaración de los derechos del hombre (1948). Aunque ciertas cuestiones «han suscitado algunas objeciones fundadas», deben «considerarse un primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo» (144). «Ojalá llegue pronto el tiempo en que esta Organización pueda garantizar con eficacia los derechos del hombre» (145).

Pero hoy una autoridad política mundial no seria posible ni conveniente. La enseñanza de Juan XXIII, reiterada posteriormente –como en el Vaticano II, al tratar de la paz y de la evitación de guerras (1965, GS 82)–, en principio tiene un valor doctrinal indiscutible; pero en la práctica, su aplicación no es hoy posible ni conveniente.

–No es posible lograr ese «acuerdo general» de las naciones. Las grandes dificultades habidas para lograr una Constitución sólamente para Europa nos ayudan a imaginar las que habría para dar una Constitución única para todas las naciones. Ni si quiera en cuestiones que son obvias y al mismo tiempo de la más extrema gravedad, como la legislación sobre el aborto, puede esperarse un acuerdo mínimo. No es, pues, posible lograr una Constitución universal..

–Y tampoco es conveniente ese Gobierno mundial. Si esa Autoridad suprema se estableciera, tendría que fundarse en uno de estos principios: 1º.–bajo la realeza de Cristo, 2º.–bajo el imperio universal del derecho natural, el ius gentium, o 3.–o bien bajo los ideales naturalistas, relativistas y liberales, de corte masónico, hoy vigentes en los Estados más poderosos del mundo y en los principales organismos internacionales. Si las organizaciones mundiales ya aludidas hubieran de llevar la iniciativa en la constitución de esa Autoridad mundial, ésta serviría muy probablemente para una más rápida corrupción de las naciones. Vendría a ser, pues, una preparación próxima para el Anticristo.

Sólo Cristo Rey, «verdad, camino y vida», puede regir sin violencia a todas las naciones de la tierra (Jn 14,6), sólo Él puede enseñar y establecer una verdad universal, perfectamente conforme con la naturaleza humana y con el plan de Dios creador y conservador del hombre. Sólo Él puede establecer unas normas de vida social que, con la ayuda de la gracia, sean aceptables sin violencia por todos los hombres, pueblos y culturas. Ése vino a ser el mensaje central del discurso de Benedicto XVI a la ONU (18-IV-2010). Ninguna otra Ley, que no sea la de Cristo, tiene la plenitud de verdad necesaria que la haga válida para todas las naciones y civilizaciones.

Por eso solamente Cristo es el Señor y el «Salvador del mundo»: de los hombres y de las naciones (1Jn 4,14; cf. Jn 3,17). En ningún otro Nombre hay salvación (Hch 4,12). Y por otra parte, el destino cierto e incambiable de la humanidad es precisamente congregarse bajo su cayado: «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16). «A su luz caminarán las naciones» (Apoc 21,24). «Todas las naciones vendrán a postrarse en su presencia» (15,4).

El Magisterio apostólico ha mantenido siempre en alto las esperanzas históricas de la Iglesia. Lo vimos ya en otros artículos anteriores (19), (20) y (21). Pero a los textos entonces aducidos, añadiré aquí algunos otros.

León XIII (1902, enc. Annum ingressi) describe con toda precisión la persecución del mundo que hoy sufre la Iglesia, y las terribles consecuencias que esa agresión a Cristo tiene en las sociedades (3-15). Muestra los previsibles fracasos de todos los remedios políticos intentados sin-Cristo o contra-Cristo (16-18). Señala a la masonería como el principal de los influjos maléficos (26; cf. 1884, enc. Humanum genus). Y de ese diagnóstico verdadero, deduce el Papa la medicina realmente sanante: la salvación temporal y eterna de las naciones está sólo en Cristo y en su Iglesia.

El mundo que «se ha substraído a la vivificante eficiencia del cristianismo» se ha hundido por la apostasía en males innumerables, y «debe retornar al seno del cristianismo si quiere el bienestar, la paz, la salud. Si [la Iglesia] transformó los pueblos paganos, haciéndoles pasar de la muerte a la vida, sabrá igualmente, después de los terribles ataques de la incredulidad, establecer de nuevo el orden en los Estados y en los pueblos actuales» (19). Esa misma doctrina es ampliamente expuesta y demostrada por Pío XI (enc. Ubi arcano 1922; Quas primas 1928) y por Pío XII (enc. Summi Pontificatus 1939).

Juan Pablo II sigue proclamando a Cristo Rey ante los Estados del mundo. «El reto del siglo XXI consistirá en humanizar la sociedad y sus instituciones mediante el Evangelio, y dar nuevamente a la familia, a las ciudades y pueblos un alma digna del hombre creado a imagen de Dios» (Disc. al Pont. Consejo para la Cultura 10-I-1992). Y en una Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor:

«Cristo es rey en cuanto revelador de la verdad que trajo del cielo a la tierra, y que confió a los Apóstoles y a la Iglesia para que la difundieran por el mundo a lo largo de toda la historia». Esta misión ha de ser cumplida de un modo por los Pastores, y de otro por los laicos. Pero está claro que «el orden temporal no se puede considerar un sistema cerrado en sí mismo [el Estado laico]. Esa concepción inmanentista y mundana, insostenible desde el punto de vista filosófico, es inadmisible en el cristianismo, que conoce a través de San Pablo el orden y la finalidad de la creación, como telón de fondo de la misma vida de la Iglesia: “todo es vuestro”, escribía el Apóstol para poner de relieve la nueva dignidad y el nuevo poder del cristiano. Pero añadía seguidamente: “vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios”. Se puede parafrasear este texto, sin traicionarlo, diciendo que el destino del universo entero está vinculado a esa pertenencia» a Dios y a Cristo.

«Esta visión del mundo a partir de la realeza de Cristo participada a la Iglesia constituye el fundamento de una auténtica teología del laicado sobre el compromiso cristiano de los laicos en el orden temporal». Y cita el Papa la doctrina del Concilio: «“coordinen, pues, los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas” (LG 36; cf. Catecismo 909)… Es un programa de iluminación y animación del mundo que se remonta a los primeros tiempos del cristianismo, como lo atestigua, por ejemplo, la Carta a Diogneto» (9-II-1994).

Es, pues, misión de la Iglesia cristianizar personas, familias, comunidades y naciones, difundiendo así la luz vivificante del Evangelio de Cristo en círculos concéntricos cada vez más amplios. «Id, enseñad a todas las naciones a observar todo cuando yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28,19-20). La conversión comienza en las –personas individuales, se expande en las –familias, como en Zaqueo: «hoy ha venido la salvación a tu casa» (Lc 19,9), o en aquel carcelero de San Pablo (Hch 16,30-34); las familias unidas forman –comunidades cristianas, y cuando éstas se multiplican, obrando como fermento de la sociedad total, surgen en forma suave y providencial las –naciones cristianas. Cuando Dios quiere y como Dios quiere. Cuando Dios quiera: estamos dispuestos a esperar tres siglos, lo que la Providencia divina disponga. La prisa es pecado.

Juan Pablo II recuerda que así fue como las primeros cristianos, después de tres siglos de persecuciones, sin tener participación alguna en la autoridad política, llegaron a dar forma a las naciones cristianas del Imperio romano. Ellos –también mientras duraba el tiempo de la persecución– estaban ciertísimos de que «Cristo es el Señor, el Rey de las naciones», y de que «es preciso que Él reine, y el universo entero le sea sometido» (1Cor 15,25). Esta convicción se expresa, por ejemplo, en las terminaciones habituales de las Actas de los mártires: «Fue martirizado el siervo de Dios… bajo el imperio de Diocleciano, siendo presidente Probo, reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien es la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Martirio de San Ireneo).

Las Actas de los mártires no eran notas fúnebres necrológicas, sino alegres partes de victoria. Reconociendo aquellos cristianos primeros la realeza universal de Cristo, consideraban que el mundo estaba temporalmente «robado» a Dios por el Imperio romano y puesto así bajo el influjo del Maligno. Y no estaban dispuestos a colaborar con los «ladrones», ni éstos, a diferencia de ahora, lo permitían. Por el contrario, aquellos cristianos, perseverando en la súplica, «venga a nosotros tu Reino», estaban absolutamente ciertos de que ese Reino de Cristo llegaría. Y llegó en el milenio de la Cristiandad, en toda su grandeza y con las miserias propias de este valle de lágrimas. «El que pide recibe» (Jn 16,23-24).

Cristo pretende la conversión de los «pecadores» y de las «naciones». Benedicto XVI señala que cierta reducción del cristianismo es propio del individualismo de la teología liberal. Pero no fue ésa la intención de Cristo. Cuando el Señor envía a los Apóstoles a las naciones, los manda para que enseñen a los hombres y a los pueblos sus pensamientos y caminos evangélicos:

«Aunque su predicación es siempre una exhortación a la conversión personal, en realidad él tiende continuamente a la constitución del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar. Por eso, resulta unilateral y carente de fundamento la interpretación individualista, propuesta por la teología liberal, del anuncio que Cristo hace del Reino. En el año 1900, el gran teólogo liberal Adolf von Harnack la resume así en sus lecciones sobre La esencia del cristianismo: “El reino de Dios viene, porque viene a cada uno de los hombres, tiene acceso a su alma, y ellos lo acogen. Ciertamente, el reino de Dios es el señorío de Dios, pero es el señorío del Dios santo en cada corazón” (Tercera lección, p. 100ss). En realidad, este individualismo de la teología liberal es una acentuación típicamente moderna: desde la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del judaísmo, en el que se sitúa la obra de Jesús aunque con toda su novedad, resulta evidente que toda la misión del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: él ha venido precisamente para unir a la humanidad dispersa, ha venido para congregar, para unir al pueblo de Dios» (15-III-2006).

¿Qué debemos, pues, los católicos hacer en política? Lo primero de todo: creer que sólo en Cristo puede lograrse el bien temporal y eterno de los pueblos, y que las naciones se salvan en la medida en que reciben el espíritu de Cristo Rey y el auxilio de su gracia. Los políticos católicos que no tienen bien firme esta fe, los que no tienen esperanza alguna de que, ni siquiera a largo plazo, ha de reinar Cristo sobre las naciones, se conforman inevitablemente con hacerse colaboradores de aquellos que se alían contra la naturaleza y contra Cristo. Harían mejor en dedicarse a otras profesiones honestas –como médicos, agricultores, zapateros, albañiles, administrativos–, porque si con ese espíritu persisten en su oficio, será sólo por su conveniencia egoísta o porque están engañados, y no podrán evitar hacerse cómplices de «los dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6,12).

La Iglesia comienza por formar «unas comunidades» minoritarias, pero siempre pretende llegar a formar, cuando y como Dios quiera, «un pueblo» santo, naciones cristianas. No se limita a suscitar la conversión de unos grupitos crónicamente reducidos, sumergidos en un mundo degradado y degradante. Cuando los cristianos, en una sociedad mayoritariamente pagana, no son más que un «pequeño rebaño», habrán de conformarse con su débil y vulnerable situación, sin temores ni ansiedades: «no temas, pequeño rebaño mío, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el Reino» (Lc 12,32). Pero aún en las épocas en que son pocos, deben aspirar siempre a ser un gran pueblo, han de pretender evangelizar las naciones y cristianizar los Estados, de tal modo que el granito de mostaza, llegue a «hacerse un árbol, y las aves del cielo vengan a anidar en sus ramas» (Mt 13,31-32).

Esta grandiosa transformación de las naciones la ha conseguido realizar la Iglesia, a lo largo de su historia, en innumerables pueblos. Y la ha logrado con la fuerza poderosa del Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra. Por tanto, la misma historia de la Iglesia nos confirma que está de Dios que el «pusillus grex», con el favor de su gracia, venga a hacerse en las naciones cristianas «plebs sancta». En un Estado católico se celebra el domingo, se establece la monogamia, se evangelizan las leyes, costumbres e instituciones, se favorece la virtud en la sociedad y se combate el pecado, de tal modo que la vida cristiana no es posible solamente para algunas minorías heroicas y martiriales, sino que se hace asequible a las grandes masas populares. Este tema fue debatido en tiempos del Concilio, y sobre él dió grande luces el Cardenal Jean Daniélou (L’oraison problème politique, 1965; L’avenir de la religion, 1968; Christianisme de masse ou d’élite, 1968).

El relajamiento del celo apostólico y la extinción de la acción política cristiana van juntos, porque nacen de un mismo error, de una falsificación de la fe y de un gran desfallecimiento de la esperanza.

Si los Misioneros, carentes de esperanza, aceptan que la Iglesia sea cada vez más pequeña en la humanidad, cesa en gran medida la acción evangelizadora. Juan Pablo II lamentaba que «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio casi se ha duplicado» (1987, enc. Redemptoris Mater 3).

Si los Pastores, carentes de esperanza, al frente de un rebaño pequeño y en buena parte disperso, se conforman con atender a este Resto mínimo, no intentan siquiera lógicamente la evangelización de la sociedad. Incluso, si están picados de modernismo, prefieren una pésima sociedad pluralista a cualquier otra forma de vida social y de Estado. Parecen ignorar o incluso negar lo que enseña el Concilio Vaticano II: «al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad” (Apostolicam actuositatem 13)» (Catecismo 2105).

Si los Políticos, carentes de esperanza, aceptan el Estado laico, es decir, laicista, jamás intentarán cumplir lo que el Vaticano II declara que es la misión de los laicos: «evangelizar y saturar de espíritu evangélico el orden temporal» (AA 2). En realidad, no creen que «hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana» (7). No aceptan que «a la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (GS 43). Más aún: creen que todo eso es falso. En otras palabras: están convencidos de que un político católico no debe intentar una actividad política católica.

Y así llegamos a la enorme mentira: ¡¡estos Misioneros,Pastores y Políticos atribuyen su miserable actitud a las enseñanzas renovadoras del último Concilio!! Sin que nadie les abuchee ni les confunda.

Reforma o apostasía.