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Virtudes y condiciones del político

–Si la política es tan valiosa y necesaria, y tan recomendada por la Iglesia a los laicos ¿yo también he de meterme en política?
–Usted, usted concretamente, con cuidar bien de su familia y de su trabajo tiene más que de sobra.

Ya vimos que la actividad política, entre todas las actividades seculares, es una de las más altas, pues es la más directamente dedicada al bien común de los hombres. Y cómo la Iglesia, especialmente en los últimos tiempos, exhorta a los fieles laicos a que participen en ella, pues es parte de su propia vocación secular. En todo caso, varias virtudes y condiciones importantes son necesarias para que los cristianos puedan dedicarse a la actividad política concreta.

1.– Vocación. Todos los cristianos, sin duda, están llamados por Dios a colaborar políticamente al bien común, cada uno en su familia y su trabajo, como ciudadanos activos y responsables, actuando de cuantos modos les sean posibles. Pero es también indudable que para dedicarse más en concreto a la labor política el cristiano requiere una vocación especial, que sólo unos pocos reciben de Dios. Esta verdad se olvidó un tanto en los decenios post-conciliares, cuando la exaltación del compromiso político de los cristianos fue máxima. Por eso Maritain vió la necesidad de recuperar la verdad perdida en este punto:

«No basta decir que la misión temporal del cristiano es de suyo asunto de los laicos. Es preciso decir también que no es asunto de todos los laicos cristianos, ¡ni mucho menos!, sino sólamente de aquéllos que, en razón de las circunstancias, sienten a este respecto eso que se llama una vocación próxima. Y convendrá añadir todavía que esa llamada próxima no es bastante: que se requiere también una sólida preparación interior» (Le paysan de la Garonne, Desclée de Brouwer, París 1966, 7ª ed., 70).

2.– Virtud. Efectivamente, una sólida preparación interior. Por muchas razones evidentes «el que gobierna debe poseer las virtudes morales en grado perfecto» (Santo Tomás, Política I,10, 7). Quien se dedica a la vida política necesita tener de modo eminente virtudes decisivas que posibiliten el ejercicio honrado de su ministerio: abnegación, caridad, sabiduría, veracidad, fortaleza, justicia, prudencia, etc. Las necesita, pues, si no las tiene, su trabajo político causará necesariamente enormes daños. Necesita, pues, el político cristiano de todas estas y de otras virtudes porque en la función gubernativa 1.-representa en su medida al Señor, de quien viene toda autoridad; 2.-porque de sus actos se siguen con frecuencia muy importantes consecuencias para todo el pueblo; y 3.-porque en el desempeño de su alta misión ha de resistir tentaciones especialmente graves de soberbia, falsedad oportunista, enriquecimiento injusto, complicidades y silencios criminales, etc.

En las consideraciones que siguen hablo a veces con cierta dureza de los políticos cristianos; pero en el fondo han de ser vistos más bien con mucha compasión. Sirven muchas veces un oficio que les viene grande, y para el cual no han sido ni siquiera rudimentariamente preparados –también hay culpas de omisión en quienes no les han dado la doctrina católica sobre su altísimo ministerio–. Y les faltan las virtudes personales necesarias. Es posible que un zapatero, aunque no sea muy virtuoso, desempeñe su oficio dignamente. Pero un político cristiano, si no es muy virtuoso, ciertamente cumple su oficio de un modo indigno y gravemente perjudicial para el mundo, y sobre todo para la Iglesia. Los mayores males que vienen sobre ésta proceden muchas veces de los malos políticos cristianos.

Algo semejante le ocurre, como ya vimos, p. ej., a un neuro-cirujano: o es muy bueno o es muy malo. Pero aún más elocuente analogía la hallamos en la vocación del sacerdote. Su ministerio es tan alto y sagrado, es una colaboración tan importante en la obra del Salvador del Mundo, que si no la cumple muy bien, probablemente la cumplirá muy mal, al menos en algunos aspectos.

3.–Amor a la Cruz, es decir, espíritu martirial, que hace posible vivir libres del diablo y del mundo. No me alargaré en este punto, porque ya lo he tratado en varias ocasiones, por ejemplo en (19). La historia humana es una incesante y tremenda batalla entre las fuerzas de Cristo y las del Maligno, entre la luz y las tinieblas. En esta situación el cristiano, y el político de un modo especial, ha de elegir entre militar bajo la bandera de la Luz divina o militar bajo la bandera de la Mentira diabólica, imperante en el mundo, asociándose en este caso «con los dominadores de este mundo tenebroso, con los espíritus malos» (Ef 6,12). La opción es obligada, inevitable. Y no caben opciones intermedias. «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24), y menos si están en guerra.

Pues bien, el cristiano político que no tiene fuerza espiritual para tomar la cruz y seguir a Cristo, el que es incapaz de dar al mundo el testimonio de la verdad, el que está decidido a guardar su propia vida, tiene obligación gravísima de abandonar su profesión, pues si la sigue, se perderá ciertamente en la vida presente y posiblemente en la vida eterna. Por muchas que sean las argucias mentales que elabore para justificarse –no le faltarán ayudas–, su vida política es falsa y diabólica, pues se hace cómplice de quienes pretenden matar a Cristo en la sociedad y destruir su Iglesia. No es una casualidad insignificante que el patrono de los políticos católicos, Santo Tomás Moro, sea mártir.

Vende su alma al diablo, expresión popular antigua y muy profunda, el político cristiano que no pone en primer lugar el Reino de Dios y su justicia, sino la prosperidad de sí mismo y de su familia. Así no se puede servir a Cristo Rey. El que quiere guardar su vida, ciertamente la perderá. El que no se niega a sí mismo, el que no toma su cruz cada día, también en el ejercicio de la profesión política, no puede seguir a Cristo (Lc 9,23-24). Traiciona a Cristo y a la Iglesia. Vende su alma al diablo, y éste, cumpliendo el contrato, le da dominio y poder sobre su mundo. No son falsas las palabras del diablo, padre de la mentira, cuando le dice al cristiano lo que le dijo a Cristo: «te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, pues todo mo ha sido entregado y lo doy a quien quiero. Por eso si tú te postras ante mí, todo eso será tuyo» (Lc 4,6-7).

4.–Posibilidad histórica. Para que el cristiano pueda servir en el nobilísimo oficio de político necesita, pues, vocación y virtud; pero necesita también posibilidad histórica concreta. En los primeros siglos de la Iglesia, por ejemplo, apenas era posible que los cristianos, estando proscritos por la ley romana, pudieran servir en la política al bien común. Se dieron en esto algunas excepciones, pero en campos políticos reducidos y en zonas periféricas del Imperio. Y actualmente estamos en condiciones bastante semejantes.

Cuando Platón explica por qué los sabios se abstienen de los negocios públicos, acude a este símil.

Un sabio observa cómo en la calle la multitud se empapa bajo una tremenda lluvia. Por un momento piensa en salir de casa para persuadir a la gente de que se ponga a cubierto. Pero renuncia al intento, considerando que si la multitud aguanta bajo la lluvia, ello indica su estupidez, y que esa insensatez hace prever que rechazarán el consejo razonable. Decide, pues, no ir a mojarse con ellos inútilmente, y se queda en casa (República VI,496).

Santo Tomás Moro (1477-1535), años antes de llegar a ser Canciller del Reino, describe en su obra Utopía (1516) el fin que le corresponde a quien pretende afirmar políticamente la verdad y el bien donde predomina en gran medida la mentira y el mal. En el libro I de la obra, pone prudentemente su pensamiento en labios del navegante Rafael, el cual, aunque conoce la sabiduría de los utopianos, se niega a aceptar cargos políticos, alegando:

–«si dijera esto y otras cosas semejantes, a los encarnizados partidarios de métodos totalmente opuestos, ¿no sería como hablar a los sordos?». Moro lo reconoce en parte, pero arguye:

–«Aunque no podáis desarraigar las opiniones malvadas ni corregir los defectos habituales, no por ello debéis desentenderos del Estado y abandonar la nave en la tempestad porque no podáis dominar los vientos… Hace falta que sigáis un camino oblicuo, y que procuréis arreglar las cosas con vuestras fuerzas, y, si no conseguís realizar todo el bien, esforzáos por lo menos en menguar el mal». Estas palabras –la aspiración habitual de ciertas políticas: el mal menor– no convencen a Rafael:

–«De esta manera, sólo puede acaecer que, al dedicarme a cuidar la locura de los demás, me vuelva loco como ellos. Cuando deseo decir verdades, se me hace necesario decirlas. No sé si el decir mentiras sea propio de un filósofo, pero ciertamente no lo es para mí. Si debemos pasar en silencio, como si se tratase verdaderamente de cosas raras y absurdas, todo lo que las pervertidas costumbres de los hombres hacen considerar inoportuno, será preciso que ocultemos de los ojos de los cristianos la mayor parte de lo que Cristo enseñó y prohibió, todas aquellas cosas que Él susurró a oídos de los suyos, mandándoles que las proclamasen desde las azoteas. La mayor parte de ellas difiere mucho de la manera de vivir actual.

«En verdad, parece que los predicadores, gente sutil, siguieron vuestros consejos: viendo que los hombres se plegaban difícilmente a las normas establecidas por Cristo, las han acomodado a las costumbres, como si éstas fuesen una regla de plomo, para poder conciliarlas de alguna manera. Pero no veo que con ello se haya adelantado nada, a no ser que se pueda obrar el mal con mayor tranquilidad.

«Tampoco sería yo de ninguna utilidad en los consejos de los príncipes, ya que si opinase de manera diferente de la mayoría sería como si no opinase; y si opinase de igual manera, sería auxiliar de su locura. No distingo el fin de vuestro camino oblicuo, según el cual decís que hay que procurar, a falta de poder realizar el bien, evitar el mal por todos los medios posibles. No es aquel [el Consejo del Rey] lugar para disimulos, ni es posible cerrar los ojos. Se hace preciso aprobar allí las peores decisiones y suscribir los decretos más pestilentes. Y pasa por espía, por traidor casi, quien no hace elogio de medidas malignamente aconsejadas. Así pues, no hay ocasión de realizar ninguna acción benéfica, ya que es más probable que el mejor de los hombres sea corrompido por sus colegas [políticos], que no que les corrija, ya que el perverso trato con éstos o bien le deprava o le obliga a disfrazar su integridad e inocencia con la maldad y la necedad ajenas. Tan lejos está, pues, de obtener el resultado propuesto con vuestro camino oblicuo» (56-61).

Tomás Moro escribía esas reflexiones en 1516, describiendo anticipadamente su propia muerte. Recordemos algunas fechas. Fue nombrado Lord Canciller de Inglaterra en 1529. Dimitió de su cargo y se retiró al campo en 1532, queriendo marginarse de las decisiones perversas del rey Enrique VIII, en las que no quería comprometer su conciencia. Y finalmente, en 1535, su santa cabeza, por ser incapaz de aprobar los crímenes del rey, fue violentamente separada de su cuerpo en la Torre de Londres.

San Juan Fisher (1469-1535), Obispo de Rochester y Cardenal, le precedió unos días antes en el mismo camino del martirio. Los demás Obispos ingleses, antes que ser mártires y dejar a su pueblo sin Pastores sagrados, prefirieron tomar el camino del cisma y de la herejía, conservando así, de paso, su cabeza y sus bienes.

5.–Conocimientos. Para ser un buen político no bastan las virtudes morales, sino que se requieren una serie de conocimientos históricos, religiosos y jurídicos, sociales y económicos, así como otras habilidades prácticas, que no pueden darse por supuestos. Aunque en la vida política muchas veces se estime otra cosa, no vale aquella norma de que en el combate «la falta de armas se suplirá con valor».

He dicho antes que el político necesita tener en alto grado las virtudes; pero no se olvide aquí que la posesión de un hábito virtuoso no implica necesariamente la facilidad para ejercitarlo, ya que pueden darse factores extrínsecos que impiden ese ejercicio o pueden faltar aquéllos que son necesarios (STh I-II,65, 3). Por muy virtuoso que sea un cristiano, mal podrá servir la acción política si no sabe expresarse bien, si le falla la salud, o sobre todo si carece de la formación suficiente. Necesita poseer un nivel suficiente de conocimientos y de cualidades personales.

6.–Conocimiento de la doctrina política de la Iglesia, y fidelidad a ella. Los políticos cristianos, por otra parte, para servir realmente al bien común de la sociedad, impregnándola cuanto sea posible de Evangelio, necesitan conocer y seguir la doctrina católica acerca de la vida política. Si en su pensamiento y en su actividad política se guían por los criterios del siglo, ellos serán sin duda alguna los más eficaces aliados del diablo, Príncipe de este mundo.

De estos seis puntos quiero destacar el tercero, el amor a la Cruz, al Crucificado salvador: es lo único que puede hacer a los políticos libres del diablo, del mundo y de sí mismos, y servidores fieles de Cristo y de los hombres. Actualmente, en los niveles más altos de la política, la evitación semipelagiana del martirio (63) ha llegado a frenar casi totalmente la acción propia de los políticos católicos. Concretamente, en las naciones de Occidente de antigua filiación cristiana nunca la Iglesia ha tenido menos influjo que hoy en la configuración política de leyes y gobiernos.