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La política, causa de grandes bienes o de grandes males

–Este tema es mucho tema. No sé si usted va a poder con él.

–Yo tampoco lo sé. Oremos.

La actividad política es nobilísima. Entre todas las actividades seculares, la función política es una de las más altas, pues es la más directamente dedicada al bien común de los hombres. Así lo ha considerado siempre el cristianismo, como podemos comprobarlo en la enseñanza de Santo Tomás de Aquino. Y el concilio Vaticano II ha exhortado con especial insistencia a los cristianos para que trabajen «por la inspiración cristiana del orden temporal» (+LG 31b; 36c; AA 2b, 4e, 5, 7de, 19a, 29g, 31d; AG 15g, etc.). Pablo VI, en la encíclica Populorum progressio (1967), hacía una llamada urgente:

«Nos conjuramos en primer lugar a todos nuestros hijos. En los países en vías de desarrollo, no menos que en los otros, los seglares deben asumir como tarea propia la renovación del orden temporal […] Los cambios son necesarios; las reformas profundas, indispensables: deben emplearse resueltamente en infundirles el espíritu evangélico. A nuestros hijos católicos de los países más favorecidos, les pedimos que aporten su competencia y su activa participación en las organizaciones oficiales o privadas, civiles o religiosas, dedicadas a superar las dificultades de los países en vías de desarrollo» (81).

Todos los Papas de los últimos tiempos, como León XIII, San Pío X, Pío XI, Pío XII, inculcaron con gran fuerza en los católicos su deber de colaborar al bien común de su pueblo, valorando en alto grado la actividad política y social, y encareciendo su necesidad.

Los mayores males del mundo actual han sido causados principalmente por la actividad política. Esta afirmación no es contradictoria con la anteriormente establecida, sino que más bien la confirma: corruptio optimi pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor). La perversión de la política moderna es la causa principal de la degradación social de la cultura y de las leyes, de las costumbres, de la educación y de la familia, de la filosofía y del arte. Sin la actividad perversa de los políticos, el pueblo común nunca hubiera llegado por sus propias tradiciones e inclinaciones a legalizar la eutanasia, a reconocer el aborto como un «derecho», o a considerar «matrimonio» la unión de homosexuales. Más aún, la apostasía de las naciones occidentales de antigua filiación católica, aunque se deba principalmente a causas internas a la vida de la Iglesia –herejías, infidelidades, aversión a la Cruz, mundanización creciente, etc.–, ha tenido en las coordenadas políticas de los últimos tiempos uno de sus condicionantes más decisivos.

Es muy escaso el influjo actual de los cristianos en la vida política de las naciones de Occidente, todas ellas de antigua filiación cristiana. Son muchos los católicos que ven con perplejidad, con tristeza y a veces con resentimiento hacia la Jerarquía pastoral, cómo la presencia de los laicos en la res publica nunca ha sido tan valorada y exhortada en la Iglesia como en nuestro tiempo, y nunca ha sido tan mínima e ineficaz como ahora. No pocas naciones actuales de mayoría cristiana, desde hace más de medio siglo, han ido avanzando derechamente hacia los peores extremos del mal, conducidos por una minoría política perversa y eficacísima. Esta minoría, en una y otra cuestión, con la complicidad activa o pasiva de políticos cristianos, ha ido imponiendo siempre sus objetivos y leyes criminales, como si la gran mayoría católica no existiera, y ¡apoyándose principalmente en sus votos! «Además de cornudos, apaleados»… Así ha logrado arrancar las raíces cristianas de muchas naciones, ha ignorado y calumniado su verdadera historia, ha encerrado el pensamiento y la vida moral de esas sociedades en unas mallas férreas cada vez peores y más constrictivas.

En el artículo (19) de este blog contemplaba yo la historia de la humanidad como una batalla incesante de Cristo y la Iglesia contra Satanás y «los dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6,12), que ciertamente terminará con la victoria final de Cristo (20-21). Pues bien, si nos atenemos al criterio fundamental de discernimiento que nos enseña Cristo –«por sus frutos los conoceréis»–, parece evidente que el pensamiento y la actividad del pueblo católico en la vida política exige hoy una reforma profunda, en el criterio y en la acción, pues de otro modo seguirá creciendo la apostasía de las naciones.

Reforma o apostasía. Sería absurdo esperar que este pobre blog ofreciera soluciones concretas a una cuestión tan enorme y compleja, en la que personas de Iglesia muy valiosas piensan en modos tan diversos. Mi intento se limita a señalar patentes errores y deficiencias, y a recordar los grandes principios católicos sobre la política, sin pretensión alguna de promover soluciones concretas de validez universal. De este modo las pocas fuerzas de este blog se unen otras fuerzas mayores que en la Iglesia de hoy están clamando ¡reforma! acerca de la inserción de los católicos en la vida política.

No vamos bien, es decir, vamos mal. Es urgente para la Iglesia discernir en todo, y concretamente en la acción de los cristianos en la vida política: verificar si los pensamientos y caminos que se están siguiendo son de Dios o más bien son de los hombres (Is 55,8-9). En la historia cristiana no pocas veces un Sínodo o Concilo se ha reunido para superar un grave mal de la Iglesia, respondiendo a un clamor reformationis, y sin conocer de antemano cuáles han de ser los modos concretos más convenientes para conseguir esas reformas necesarias. Para eso justamente se reúnen los sucesores de los Apóstoles en su intento reformador, para conseguir luz y fuerza del Espíritu Santo, el único que puede «renovar la faz de la tierra». Reforma o apostasía.

Nadie ponga principalmente su esperanza en la política. Sería un pelagianismo pésimo. La acción política, de hecho, es con frecuencia la causa principal de los males que sufre el pueblo. Desde luego, aún peor sería una total anarquía. Pero el pecado original, que deteriora tanto el ser y la acción de los humanos, obra con especial fuerza en los políticos, en los «poderosos» que tienen gobierno en las cosas de este mundo. Hemos de considerar esto en otro artículo con más detenimiento. Pero digamos ya, viniendo al campo cristiano, que aquellos políticos que, sin referencia a Dios, prometen grandes bienes al pueblo, y lo mismo aquellos que ponen su esperanza en ciertos hombres, partidos o grupos políticos, son infieles a la esperanza cristiana. Son más o menos pelagianos.

«Asi dice Yavé: “Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y aleja su corazón del Señor. Será como un arbusto reseco en el desierto. Bienaventurado el hombre que confía en el Señor, y en Él pone su esperanza”» (Jer 17,5-7). Alguna literatura postconciliar, sobre todo por los años 70-80, sin referencia alguna a la necesaria ayuda de nuestro Salvador Jesucristo, encarecía la acción política en la vida de los cristianos o ensalzaba los poderes salvíficos de ciertos partidos o movimientos en unos modos evidentemente pelagianos. Revistas y panfletos, grandes escenarios espectaculares, formidables megafonías y medios audiovisuales, slogans mesiánicos, VOTAR MPNR = VOTAR LIBERTAD Y PROGRESO, abundancia de flores y palomas echadas al vuelo, todos estos entusiasmos colectivos organizados son ridículos, y ningún cristiano debe participar con fe y esperanza en tales actos de culto.

Es cierto que la providencia de Dios misericordioso suscita a veces en un pueblo una vida política noble y benéfica: el rey San Fernando, Isabel la Católica, Gabriel García Moreno. Pero sólo los santos gobernantes, dóciles al Espíritu Santo y completamente libres de los condicionamientos negativos del mundo secular, son capaces por la gracia de llevar adelante un gobierno político santo y santificante. Y santos de éstos suelen darse pocos en la historia.

El número de los necios es infinito. Resulta duro decirlo, pero es la verdad. Hoy, quizá por soberbia de especie humana, por democratismo adulador del pueblo, buscando sus votos, o por lo que sea, esta verdad suele mantenerse silenciada. Sin embargo, no por eso deja de ser verdadera. Y son muchos los que la conocen, aunque la silencien. La misma razón natural la descubre fácilmente. Basta con abrir el periódico de cada día o con hojear las páginas de cualquier libro de historia. Pero además esta verdad está confirmada por la misma Palabra divina: «el número de los necios es infinito» (Ecl 1,15); «ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran» (Mt 7,13). Los autores espirituales, como Kempis, lo han dicho siempre: «son muchos los que oyen al mundo con más gusto que a Dios; y siguen con más facilidad sus inclinaciones carnales que la voluntad de Dios» (Imitación III,3,3).

El mismo Santo Tomás, tan bondadoso y sereno, señala la condición defectuosa del género humano como algo excepcional dentro de la armonía general del cosmos: «sólo en el hombre parece darse el caso de que lo malo sea lo más frecuente (in solum autem hominibus malum videtur esse ut in pluribus); porque si recordamos que el bien del hombre, en cuanto tal, no es el bien del sentido, sino el bien de la razón, hemos de reconocer también que la mayoría de los hombres se guía por los sentidos, y no por la razón» (STh I,49, 3 ad5m). Ésa es la realidad, y por eso «los vicios se hallan en la mayoría de los hombres» (I-II,71, 2 præt.3). Y con harta frecuencia en los políticos. Y todo esto tiene consecuencias nefastas para la vida política de la sociedad humana, pues «la sensualidad (fomes) no inclina al bien común, sino al bien particular» (I-II,91, 6 præt.3).

El imperio de la mediocridad causa grandes males en la vida política. Los hombres «muy buenos», así como los «muy malos», son muy pocos. Lo que abunda y sobreabunda es la mediocridad. La misma palabra nos hace ver que corresponde al nivel medio de los conjuntos humanos. Ahora bien, la mediocridad intelectual, moral y operativa en un político, en un gobernante, es una mediocridad mala, maligna, maléfica, cuya expresión política, sea en el régimen que sea, ha de causar grandes males. Un neurocirujano, dada la extrema delicadeza de su acción, ha de ser bueno o muy bueno, porque si es mediocre en sus conocimientos y habilidades, o si es malo, es muy malo, y hace estragos. Lo mismo hay que decir de los políticos, responsables principales del bien común de la sociedad, entre los cuales, obviamente predomina la mediocridad.

En otro orden de cosas, pero en clara analogía de doctrina, San Juan de la Cruz pone en guardia sobre los grandes males que causan los directores espirituales incompetentes. No siendo idóneos, se atreven a dirigir a las personas. Y les recuerda, con gran severidad, que «el que temerariamente yerra, estando obligado a acertar, como cada uno lo está en su oficio, no pasará sin castigo, según el daño que hizo» (Llama 3,56). Son ciegos que guían a otros ciegos, y que con ellos caen en el hoyo (Mt 15,14).

Los hombres están muy deteriorados, y los políticos también, o más. Hago notar, de paso, que hablar mal del hombre está permitido, e incluso está de moda en la cultura moderna, en el cine y la literatura, en filosofía y psicoanálisis, en pintura o teatro. Es incluso una nota progresista. Queda prohibido, por el contrario, a la teología cristiana hablar mal de la especie humana, y de la absoluta necesidad que tiene de la gracia de Cristo para sanarse y llegar a la salvación. Es decir, todos pueden hablar mal del hombre menos los teólogos.

La razón de esta situación absurda está en que la teología ve la defectuosidad tremenda del ser humano en términos de pecado y de posible castigo eterno, y en referencia a la fuerza salvadora desbordante de la gracia de Cristo. Y el pensamiento mundano no quiere hoy reconocer el mal congénito del hombre, ni menos aún quiere saber nada de una posible perdición eterna; y tampoco admite la necesidad de una salvación por gracia, por don sobre-humano y gratuito de Dios. Le parece humillante.