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-Cardenal Perraud: sermón predicado a los cincuenta años de la Adoración Nocturna

*[Card. Perraud, obispo de Autun, miembro de la Academia Francesa; sermón en Nuestra Señora de las Victorias en París, el 7 de diciembre de 1898].

[Tanto este sermón, como la Memoria que le sigue, tienen un gran valor histórico, pues muestran el verdadero espíritu de la Adoración Nocturna, tal como se entiende a los cincuenta años de su fundación, es decir, hace un siglo].

In noctibus extollite manus vestras in sancta, et benedicite Dominum.

Levantad por las noches vuestras manos hacia el Santuario, y alabad al Señor. (Sal 133,2)

Señores y queridos cofrades de la Adoración Nocturna:

Este versículo del salmo 133 me parece que expresa muy apropiadamente el espíritu de vuestra asociación, y que resume la edificante historia de la misma durante el primer medio siglo que ha pasado desde su fundación.

Fines de la Adoración Nocturna

Levantar las manos hacia el Señor, es decir, orar. Orar durante la noche, es decir, quitarlo del sueño y añadir a la eficacia de la oración la de la penitencia. Ofrecer homenajes de adoración y de reparación a Nuestro Señor Jesucristo en la presencia misma del misterio, por Él instituido en una noche particularmente solemne y dolorosa: in qua nocte tradebatur [en la noche en que iba a ser entregado: 1Cor 11,23]. Misterio en que el poder y la bondad infinita se pusieron de acuerdo para probar al hombre hasta qué extremo ha sido amado por su Dios: propter nimiam caritatem qua dilexit nos [por el amor inmenso con que nos amó: Ef 2,4]. En fin, aprovecharse, de esta conversación íntima, de este contacto de corazones con el de Nuestro Señor Jesucristo, real y sustancialmente presente en la Eucaristía, para unirse a sus intenciones, encomendarle los intereses de su Iglesia y los de las almas, y tomar parte en sus cuidados, dolor y gozos.

Tal es exactamente la inspiración excelsa de piedad, de religión y abnegación que decidió a vuestros fundadores a instituir la Adoración Nocturna. Tales son señores, los pensamientos e intenciones que os animan, especialísimamente cuando sois llamados al honor de hacer compañía al divino Solitario durante la noche; cuando, si vale la expresión, estáis de guardia ante el Santísimo Sacramento y os sucedéis unos a otros, como centinelas alertas, el santo y seña cuyas palabras yo he tomado de David: In noctibus extollite manus vestras in sancta, et benedicite Dominum.

Razón habéis tenido en querer celebrar solemnemente el quincuagésimo aniversario de la fundación de vuestra asociación.

Recuerdo de Angers

Me habéis pedido que sea el intérprete de los afectos que vuestros corazones albergan, y como el portavoz de vuestras acciones de gracias. Con mucho placer he accedido a vuestra invitación.

No las he olvidado, no las olvidaré jamás, las horas que pasé en otro tiempo en la capillita del palacio episcopal de Angers, cuando, siendo seglar y joven catedrático en el instituto de dicha ciudad [1850-1852] formaba parte de vuestra asociación, que acababa de establecerse allí. Quizás fuese durante estas sagradas vigilias cuando oí la voz de Aquél que había llamado a Samuel en medio de las sombras de la noche. Como éste, respondí: Señor, heme aquí: Ecce ego, quia vocasti me [1Re 3,9]. Y abandonando la honrosa carrera en que apenas acababa de dar los primeros pasos, empecé mi preparación para este sacerdocio cuya suprema función e inestimable prerrogativa son perpetuar en el mundo el misterio de la sagrada Eucaristía.

Vigilia de la Inmaculada

¡Oh María, a quien en esta noche, unidos a toda la Iglesia, felicitamos por el privilegio de haber sido preservada del pecado original! Aquí es donde empezó esta asociación durante la noche del 6 al 7 de diciembre de 1848. Aquí, en este templo, en el que tantas victorias habéis alcanzado sobre la indiferencia y el pecado, sobre la incredulidad y la herejía. Me imagino afectuosamente cómo tú misma, muchísimas veces, en Belén, en Egipto, en Nazaret, arrodillada junto a la cuna del Niño Jesús, que era tu Hijo y tu Dios, juntabas las manos virginales y maternales: extollite manus vestras in sancta, y te dejabas llevar por todos los afectos que llenaban tu alma, la extrañeza, la confusión, el agradecimiento, la adoración. El divino infante dormía; pero tú sabías que su corazón velaba constantemente: ego dormio, sed cor meum vigilat [yo duermo, pero mi corazón permanece despierto: Cant 5,2].

¡Oh María! En esta noche ruega por nosotros, implora muy especialmente para mí la asistencia del Espíritu Santo, para que me sea dado el aprovechar a estos animosos cristianos, a estos fieles siervos y adoradores de tu divino Hijo.

Orar con Cristo y como Él

Orar, señores, entre tantos otros aspectos en que puede considerarse la oración, consiste en asociarse a uno de los ministerios principales que Nuestro Señor quiso cumplir al venir a este mundo. Los Padres y los Doctores de la Iglesia han demostrado excelentemente cómo el Mesías, prometido por Dios y esperado por los hombres, no habría podido ofrecerse en sacrificio a su Padre por los pecados del mundo, sino después de haberse hecho semejante a ellos y haberse revestido una carne capaz de padecer. El mismo Salvador reveló esta ley al apropiarse las palabras proféticas del salmo 39, citadas por san Pablo en el capitulo X de la epístola a los Hebreos: «Las víctimas de la antigua ley no tenían fuerza para la obra de la redención. Por eso, Señor, me has dado un cuerpo, y yo dije: He aquí que vengo para cumplir tu voluntad» [Heb 10,5].

En efecto, Jesucristo no hubiera podido padecer, si no se hubiese encarnado. Con respecto a la oración, se puede hacer un razonamiento semejante. En el seno de la adorable Trinidad, ni la segunda ni la tercera persona rezan a la primera, porque las tres son iguales en todo, consustanciales, y tienen la misma naturaleza y el mismo poder, omnipotens Pater, omnipotens Filius, omnipotens Spiritus Sanctus [Símbolo Atanasiano]. Ahora bien, como en los designios de su sabiduría y de su providencia Dios quería que la oración fuese una de las mayores necesidades y a la vez uno de los mayores deberes de los hombres, su Verbo se encarnó y Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios juntamente, vino a darnos a un tiempo el precepto y el ejemplo de la oración.

En los días de su vida mortal, oraba cuando las madres le llevaban sus hijos para que les impusiera las manos [Mt 19,13]. Oraba cuando, en el desierto, levantaba los ojos al cielo, antes de bendecir los panes y los peces y multiplicarlos milagrosamente para alimentar a las multitudes [14,19]. Oraba cuando ejercía su misericordia con los enfermos para curarlos y su poder sobre los muertos para resucitarlos [Jn 11,41]. Oraba de día, oraba de noche. Mientras sus apóstoles iban a descansar después de haber escuchado sus exhortaciones y consejos, subía a la montaña; y allí, nos dice el texto sagrado, pasaba la noche en oración. Muy especialmente la noche que precedió a la elección de los apóstoles -san Lucas nos lo dice-, pasó toda la noche orando [Lc 6,12], como para solicitar de su Padre, antes de comunicárselas a ellos, las gracias necesarias para los que enviaba a llevar su palabra por el mundo.

Después de celebrar la Cena y de instituir la sagrada Eucaristía, se dirige al huerto de Getsemaní. La noche ha caído ya, y entonces es cuando se entrega, bajo los viejos olivos, a una oración que se prolonga entre indecibles dolores del alma y del cuerpo, y que para él se convierten en punzante agonía: Factus in agonia, prolixus orabat [sumido en la angustia, insistía más en su oración: Lc 22,43]. En fin, en la cruz, cuando las tinieblas invaden el cielo y provocan, en medio del día, una noche que dura tres horas, ruega por sus verdugos: Pater, dimitte illis; nesciunt enim quid faciunt [perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen: 23,34]. Ora hasta el fin, hasta el momento de entregar el alma a su Padre.

Y lo que hizo cuando estaba revestido de la forma natural de la humanidad, ha continuado haciéndolo en esta nueva vida, más misteriosa aún, de la santa Eucaristía, la cual multiplica y prolonga a través del tiempo y del espacio el prodigio de la encarnación.

En los tiempos de su vida mortal, y puesto que era hombre como nosotros, al mismo tiempo que Dios, había forzosamente para Jesucristo diversidad de estados y de ocupaciones: conversaba con sus apóstoles o instruía a las multitudes, viajaba, tomaba alimentos y descansaba en el sueño. En su vida sacramental, ya no existe todo esto: víctima que se ofrece y se inmola en silencio, pan vivo que, al darse a comer, da la vida eterna, el Jesús de la Eucaristía no cesa de orar: se halla constantemente en súplica, pidiendo a su Padre que bendiga a su Iglesia, que extienda su reino, que secunde los designios para el cumplimiento de los cuales se encarnó y padeció su dolorosísima pasión, semper vivens ad interpellandum pro nobis [vive siempre para interceder por nosotros: Heb 7,25].

Ahora bien, señores y amados cofrades, es especialísimamente a esta oración continua y silenciosa de la sagrada Eucaristía a la que os unís durante las horas que pasáis ante Él, haciendo vuestros todos sus deseos, intenciones y elocuentes plegarias en favor de la humanidad culpable o desgraciada.

Orar de noche

San Juan Crisóstomo hace con respecto a la noche una delicada reflexión. Este santo Doctor dice que la noche es una invención de la bondad paterna de la providencia de Dios sobre los hombres. Después de los trabajos y del cansancio del día, les proporciona el descanso de la noche para que, conforme rezamos en nuestra oración vespertina, podamos reparar nuestras fuerzas y volver de nuevo a servirle mejor, si cabe, al día siguiente.

Pero, ¿es exactamente éste el uso que los hombres hacen de la noche? Por el contrario, ¿no hay muchos entre ellos que pervierten el tiempo destinado por la sabiduría de Dios para recoger y renovar nuestras energías vitales?

Ah, sí. Con demasiada frecuencia la noche es la hora de los mayores crímenes. Es entonces cuando, como dice el profeta Oseas, abundan tanto el robo, el adulterio, con todos los libertinajes y desórdenes de la impureza, que es imposible nombrar, y el homicidio que derrama la sangre humana a raudales [Os 4,2].

¡Cuántas ofensas se infligen a la Santidad infinita! ¡Cuántas heridas tan profundas se infligen al corazón de Dios! Y, por lo tanto, ¡cuánta necesidad de reparación! Así pues, señores y amados cofrades, cumplís con este noble ministerio cuando permanecéis durante toda la noche ante el Santísimo Sacramento. Os unís a las congojas de Jesús paciente. En otro tiempo, Dios se había quejado a su profeta Ezequiel de que no había hallado a nadie que se interpusiera entre el pecador y Él. Pero vosotros, presentes ante la Hostia en las horas en que se cometen las horribles maldades aludidas, sois con ella suplicantes e intercesores. Abogáis por la causa de los desgraciados que tratan de persuadirse de que Dios no los ve porque están rodeados de las tinieblas.

Tal es, en efecto, el razonamiento absurdo del criminal, cuando aprovecha la noche para entregarse a sus malas pasiones: «las tinieblas me rodean, se dice, nadie me ve: nemo me videt. Por lo tanto, puedo dar libre curso a mis instintos depravados» [Ecles 23,26].

El insensato olvida que «las miradas de Dios son más penetrantes que los rayos del sol, y que van hasta el fondo de los abismos» [Ecles 23,28]. Un refrán popular de los pueblos de Oriente expresa en forma original esta perpetua omnipresencia de la vista de Dios, a la cual ningún ardid de los hombres puede sustraerse: «Sobre el mármol negro, en la noche lóbrega, la hormiga negra, Dios la ve».

¡Bella y santa misión, señores, la que consiste en formar contrapeso al mal y emplea en esta obra de reparación la oración y la penitencia! Los metafísicos nos dicen con razón que el mal no tiene existencia por sí mismo, y que es una carencia, mientras que el bien es algo positivo y sustancial. De ello resulta que la calidad intensiva del bien puede compensar sobreabundantemente la cantidad del mal. Era el razonamiento conmovedor de santa Teresa cuando escribía a sus hijas: «...Toda mi ansia era, y aún es, que, pues [el Señor] tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos» [Camino Perf. 1,2].

Adoradores del Santísimo Sacramento, vosotros sois de esos amigos, poco numerosos sin duda, si se os compara a la totalidad de los hombres, pero sois de esos amigos fieles, generosos y abnegados que, gracias a vuestros piadosos ejercicios, compensáis la acción del mal y contribuís a desarmar la acción de la justicia divina.

Acabo de hablar de los crímenes, pero ¿podemos olvidar tantos desastres y accidentes que, por acaecer durante la noche resultan más espantosos, vienen a trastornar tantas existencias, causar tantas desgracias, hacer derramar tantas lágrimas? Incendios durante la noche. Naufragios o choques de trenes durante la noche. ¡Qué de víctimas! ¡Cuántos lutos! ¡Qué de ruinas! Entonces es cuando vuestras oraciones, vuestras adoraciones, cumplen con uno de los ministerios más conmovedores que la caridad pueda desempeñar.

En su primera epístola a los Corintios, enumerando las que se pueden llamar funciones orgánicas de la santa Iglesia, el apostolado, la profecía, el don de los milagros, la interpretación de las santas Escrituras, san Pablo coloca entre estas funciones, en cierto modo oficiales de la sociedad cristiana, la que consiste en socorrer a sus hermanos, y que él llama opitulaciones [asistencias, 1Cor 12,28].

Señor, no puedo estar en todas partes donde hay desastres que prevenir o remediar, lágrimas que secar, viudas y pobres huérfanos que consolar, pero por mi oración hecha ante el Santísimo Sacramento, me multiplico en espíritu y puedo acudir a todas esas desgracias y a sus víctimas, y cumplir con éstas el hermoso ministerio de la consolación. Es inútil decir hasta qué punto con ello estáis al unísono del Corazón de Aquél que dijo: «venid a mí todos los que andáis agobiados y yo os aliviaré» [Mt 11,28].

Horas de gracia

Hablaré ahora del bien que os hacéis a vosotros mismos con estos ejercicios, con estas vigilias santas, con estas plegarias prolongadas durante la noche. ¿No habéis experimentado que vuestra fe aumenta en intensidad, que vuestra certidumbre experimental de la presencia de Jesucristo tras los velos eucarísticos se acrecienta en vosotros, y que de las densas tinieblas del Sacramento brota para vosotros dulcísima y penetrante luz? Quizá entonces se os haya ocurrido repetir en acción de gracias las palabras de David en el salmo 138: «Esta noche inunda mi alma de claridad, al mismo tiempo que la llena de felicidad: et nox illuminatio mea in deliciis meis».

Escribiendo un día a su querido amigo Nebridio, san Agustín le hablaba del miedo instintivo y del natural horror que todos sentimos a la muerte. Sin embargo, añadía, en ciertos momentos, cuando el alma se repliega en sí misma, y desciende por el recogimiento a lo recóndito de su interior más íntimo, dicho sentimiento de aprensión se amortigua; el alma se vuelve capaz de considerar la muerte bajo otro aspecto y de no temerla ya tanto [Carta 10].

¿No es precisamente, señores, lo que habéis experimentado vosotros cuando pensáis en la muerte en la presencia de la santa Hostia? Os habéis dicho: «Será la luz que me alumbrará en el sombrío tránsito. Será mi fuerza y con ella no temeré nada» (cf. Sal 22,4). Y estas consoladoras perspectivas os han ayudado a dominar el temor natural de la muerte. Ya no la habéis visto sola. Al mismo tiempo que ella, habéis considerado el viático de vuestra suprema comunión. Y una dulce confianza os ha llenado los corazones.

Os hablo de la muerte: quisiera así mismo hablaros de vuestros muertos y saludar a los que pertenecieron a vuestra asociación, y cuyo recuerdo guardáis ante Dios. Debo limitarme a algunos nombres, y ante vosotros pronunciaré el del ilustrísimo señor de la Bouillerie; del ilustrísimo señor Sibour, obispo de Trípoli y auxiliar del arzobispo de París, primo suyo; del padre Hermann; del excelente Ricou, que os traía los colchones en los principios de vuestra asociación; del buen Bonvalet, que reparaba vuestras sillas; y el del digno Presidente que habéis perdido en el transcurso de este año, y al cual he tenido el honor de conocer, el señor De Benque.

Encendiendo hogueras de amor

A todos vuestros cofrades difuntos, así como a vosotros señores, que les sobrevivís y continuáis la obra, aplicaré una palabra que decía hace unos treinta años a uno de los vuestros, con quien me ligaba afectuosísima amistad.

El barón de S. G. disfrutaba en el mundo de un excelente bienestar económico; pero, sobreviniendo ciertos reveses de fortuna, le fue necesario subvenir a la existencia de la familia y se vio obligado a solicitar un empleo. El barón de X*** fue admitido como inspector en una compañía de seguros contra incendios. Para cumplir con su cargo, se veía obligado a viajar mucho. Yo lo veía a menudo, y me ponía al corriente de sus frecuentes peregrinaciones. Debía pasar uno, dos, tres días en tal o cual localidad. Las horas de asueto que le quedaban después de cumplir con los deberes de su cargo, las empleaba en visitar al párroco de la parroquia o al presidente de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Les preguntaba si no les sería posible reunir a su alrededor a algunos celosos cristianos que se dieran cita una noche por mes en la iglesia para adorar al Santísimo Sacramento y ofrecer a Nuestro Señor homenajes y oraciones de reparación. A veces recibía una negativa; pero, a menudo también, sus esperanzas se realizaban, y cuando volvía algo más tarde a la misma población, tenia la alegría de encontrarse con la Asociación establecida.

Un día le dije -me permito repetiros, señores, unas palabras que, bajo la apariencia de un chiste, encierran el más hermoso elogio que yo pueda hacer de vuestro celo y piedad, el mayor estímulo para que perseveréis en vuestros santos ejercicios y en vuestras adoraciones nocturnas-, le dije, pues : «Amigo mío, usted parece viajar para apagar los incendios; pero sucede todo lo contrario, puesto que viaja para encender por doquiera el incendio sagrado del amor de Jesucristo en la santa Eucaristía, y realizar de esta manera uno de los anhelos más ardientes manifestados por nuestro divino Salvador: "yo he venido a poner fuego en la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? Ignem veni mittere in terram, et quid volo, nisi ut accendatur"» [Lc 12,49].

Ojalá, señores, vuestras legiones de adoradores puedan llegar a ser cada día más numerosas y ayudarnos, con sus fervorosas plegarias, a atravesar la crisis dolorosa que estamos padeciendo, sobre todo desde hace veinte años. Y como es muy legítimo en esta iglesia hablar de victoria, ojalá esas plegarias puedan secundar nuestros esfuerzos para contrarrestar victoriosamente las influencias nefastas de las sectas que quieren echar mano a la conciencia cristiana de Francia y ahogarla. In noctibus extollite manus vestras in sancta, et benedicite Dominum.

Oración litúrgica

Sí, bendecid al Señor. Y para ello servíos de las mismas fórmulas que emplea la santa Iglesia en el «Gloria in excelsis Deo»: laudamus te, te alabamos; benedicimus te, te bendecimos; adoramus te, te adoramos; gratias agimus tibi, te damos gracias.

Rogad por los pobres pecadores. Repetid frecuentemente al Corazón misericordiosísimo, que tan dispuesto se halla para escucharos y satisfaceros, la súplica que Él mismo en la cruz elevó hacia Dios: «Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen; Pater, dimitte illis, nesciunt enim quid faciunt».

Oración en silencio

Otras veces -es una práctica indicada por un autor del siglo XVII, discípulo del padre Olier [Jean-Jacques Olier, fundador de los sulpicianos, +1657]-, limitaos a uniros en silencio a las oraciones que Jesucristo hace por la Iglesia, por su Vicario y por las almas.

Cuando los fieles oyen recitar o cantar por el sacerdote una oración litúrgica en una lengua que no comprenden, basta que digan cuando ha terminado: Amen, y con ello, hacen suya la intención de la misma. Frente al silencio profundo y misterioso del Corazón de Jesucristo, guardad silencio por vuestra parte de vez en cuando. En unión con la oración incesante que sale de las profundidades del misterio eucarístico, decid: Amen ¡Señor, así sea! Ignoro lo que pedís a vuestro Padre, pero sé que lo que pedís es su gloria, es la extensión de su reino, es la difusión de vuestro Evangelio. Rogáis para que los hombres se vuelvan mejores y, por lo tanto, para que sean más felices. Yo me uno a todas vuestras intenciones, y digo: Amen [Catecismo, de M. de Lantages, sulpiciano].

Preludio de la alabanza eterna

Benedicite Dominum! Bendigamos al Señor en todo y siempre! Señor, te damos gracias por todos los bienes de que nos has colmado. Te damos gracias por la gracia que nos has concedido de ser iniciados en tus más santos misterios. Mas, Señor Jesús, luego que te hayamos servido, adorado y amado detrás de esos velos del Sacramento que nos ocultan tu esplendor, cuando la muerte venga a buscarnos, te suplicamos te sirvas ser el compañero de nuestra última etapa y hacernos franquear sin daño y contigo la frágil barrera que separa el tiempo de la eternidad.

Entonces, según la promesa que nos hiciste y que se realizará, te veremos cara a cara. Con tu santa Madre, con los querubines y los serafines y todos los coros de bienaventurados, no nos cansaremos de repetir: «Al Cordero inmolado, gloria, honor, poder y bendición por los siglos de los siglos. Así sea» [Apoc 5,12-14].