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18.- El apóstol de la Eucaristía

Apóstol de la Eucaristía

El padre Hermann tan sólo vivió para amar y hacer amar a la sagrada Eucaristía, a Jesús-Hostia, conforme se complacía en decir. Desde el día en que la gracia divina iluminó su alma haciéndole captar, en cierto modo sensiblemente, la presencia real de Jesucristo en el sacramento del Altar, no cesó de amar y de predicar a Cristo en la Eucaristía. Recién converso, fundó, como ya vimos, la Adoración Nocturna, admirablemente propagada y extendida. Ya en el Carmelo, siguió fomentando esa santa obra.

«No crea usted, escribía al día siguiente de su llegada al Carmen de Agen, no crea jamás, a pesar de las apariencias, que abandono esta santa obra. No; estoy aquí precisamente para mejor fundarla» (carta al conde de Cuers).

Y, efectivamente, trabajó poderosamente en su constitución definitiva y en su prodigiosa difusión, como consta, por ejemplo, en la obra publicada en París, en 1877, La Obra de la Exposición y Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento en Francia y en el extranjero.

Voto de predicar la Eucaristía

El padre Hermann no predicó ningún sermón sin hablar del misterio inefable de la Eucaristía, a lo que se había comprometido por un voto especial, al que fue siempre fiel. Todo lo referente al culto eucarístico le extasiaba y enajenaba completamente. Su gozo al erigir una nueva iglesia sólo podía compararse con su dolor cuando veía tratar las iglesias y lo sagrado sin respeto.

Llanto por la Eucaristía menospreciada

Cuando en 1859 fue a Wildbad, para responder a la última llamada de su padre, quedó vivamente impresionado cuando se le condujo a una especie de sala grande, que lo mismo servía para la celebración de los oficios católicos como para el culto protestante.

Después de haber celebrado la misa con mucho dolor y acrecentado amor, preguntó al cura en qué sitio reservaba las Formas consagradas. El pobre cura lo condujo tristemente a una casa vecina, le hizo subir al tercer piso, y allí, dentro de un armario vulgar, le descubrió el copón que encerraba el cuerpo de Jesucristo. Al ver esto, las lágrimas se escaparon en abundancia de los ojos del padre Hermann, se arrodilló, y así pasó varias horas llorando y orando, sin que se le pudiera consolar ni decidirle a que dejara aquel lugar.

El cura le enteró después de que la pobreza de los católicos no les permitía levantar un altar a su Dios. Al marcharse de la ciudad, el padre Hermann dio esperanzas al pobre sacerdote de que se pudiera elevar un nuevo templo a Jesús.

Una predicación en Ginebra

Algunas semanas después predicaba en Ginebra. Los fieles se estrujaban en torno del púlpito y no pocos aún recordaban al célebre y joven pianista. Allí les contó, con los ojos en lágrimas, lo que había visto en una ciudad de Alemania y en qué lugar había hallado a la adorable Eucaristía. Apenas había entrado en la sacristía, cuando una señora se le presenta y le dice:

«Padre, vuelvo de tomar las aguas y regreso a Francia con mi hijo; pero sus palabras me han conmovido. Sírvase indicarme la ciudad en que el Santísimo Sacramento se halla desprovisto de morada, pues yo soy rica, y con la gracia de Dios, creo que podré mandar construir una iglesia».

Feliz el Padre le dio todos los informes, y más tarde recibía carta del cura de Wildbad, en la que le anunciaba que su iglesia se estaba construyendo.

Enamorado de la Eucaristía

Lo que Jesucristo era en la Eucaristía para el Padre queda testimoniado en sus cartas:

«¡Viva Jesús-Hostia! ¡La sagrada Eucaristía sea para usted luz, calor, fuerza y vida!

«Quisiera que usted viviera de tal manera por la Eucaristía, que fuese ella quien moviese todos sus pensamientos, afectos, palabras y acciones; que ella le fuese faro, oráculo, modelo y perpetua ocupación. Quisiera que, del mismo modo que Magdalena derramaba lágrimas y perfumes sobre los divinos pies de Jesús, hiciera usted manar sin cesar al pie del sagrario el raudal de sus aspiraciones, oraciones, consagraciones y ofrendas.

«Quisiera que la Eucaristía fuese para su alma un hogar, una hoguera en que pudiera meterse, para salir nuevamente de ella inflamada de amor y generosidad, y que el altar de la Eucaristía en el que Jesús se inmola, recibiera sin cesar la ofrenda de sus sacrificios, y que usted misma en fin se convirtiera en víctima de amor y de caridad, cuyo perfume subiera en olor de suavidad hasta el trono del Eterno».

Y a su sobrina María cuando se preparaba para la primera comunión:

«Desde la última vez que te vi, estoy retirado al fondo de un Desierto, con el fin de pasar mis días y mis noches en incesantes diálogos con el Dios de la Eucaristía, de manera que, por así decirlo, se me pasa la vida entera al pie del Sagrario, sin que jamás sienta un instante de aburrimiento ni de cansancio» (Tarasteix 16-XII-1869).

«Tan sólo conozco un día que sea más hermoso que el de la primera comunión, escribía a otra joven, y es el día de la segunda comunión, y así sucesivamente» (27-III).

Y poco antes de su muerte:

«Quisiera comulgar a cada instante de la vida... No hay sino esto que sea bueno y tenga dulzura para el alma» (Montreux 10-X-1870).

«¡Ah, hermanos míos, os invito a todos a este banquete!, decía en uno de sus sermones. Desde que mis labios lo probaron, cualquier otro alimento me parece insípido. Jóvenes del mundo, conozco vuestros placeres engañosos, conozco vuestras lucidas reuniones, que brillan un instante y luego se empañan de mortal tristeza; conozco todo lo que perseguís, pues he saboreado todos vuestros gozos, y os lo certifico, os véis forzados a confesarme que no dejan tras ellos más que desengaño y cansancio.

«Sí, desde que sentí circular por mis venas la sangre del Rey de reyes, las grandezas todas de este mundo son ridículas para mí. Desde que Jesucristo vino a habitar en mi alma, vuestros palacios me parecen miserables cabañas. Desde que resolví buscar la luz en el sagrario, toda la sabiduría del mundo me resulta una locura patente. Desde que me siento a la mesa de las bodas del Cordero, me parecen envenenados vuestros festines. Desde que hallé este puerto de salvación, con dolor os considero en medio del océano azotados por multitud de tormentas, y tan sólo puedo hacer una cosa y es haceros señal con la mano para llamaros, para atraeros al puerto y guiaros hacia él...

«Ved que tengo derechos para ofrecerme como piloto, puesto que durante mucho tiempo he surcado los mares por los que navegáis, en ellos he aguantado muchos temporales, y me he visto tantas veces maltratado por los huracanes. Así pues, si queréis, os guiaré, con la ayuda de la estrella polar, y os mostraré el camino de la felicidad»...

Jesucristo es hoy la Eucaristía

Este amor abrasador a la Eucaristía era en el padre Hermann tan activo y dominante, que no podía dar durante mucho tiempo la sagrada comunión o llevar el Santísimo Sacramento sin experimentar una emoción tan viva y fuerte que se parecía a la embriaguez. Quedaba verdaderamente desfallecido, y experimentaba el mismo aturdimiento y debilidad que producen ordinariamente las violentas conmociones.

«¡Oh, Jesús! ¡Oh, Eucaristía, que en el desierto de esta vida me apareciste un día, que me revelaste la luz, la belleza y grandeza que posees! Cambiaste enteramente mi ser, supiste vencer en un instante a todos mis enemigos... Luego, atrayéndome con irresistible encanto, has despertado en mi alma un hambre devoradora por el pan de vida y en mi corazón has encendido una sed abrasadora por tu sangre divina...

«Después llegó el día en que te diste a mí. Aún me acuerdo de ello: el corazón me palpitaba y no me atrevía a respirar. Ordenaba a mis fibras que su estremecimiento fuese menos rápido, decía al pecho que latiera menos fuerte, por temor de turbar el dulce sueño que viniste a dormir en el interior de mi alma en este día afortunado.

«Y ahora que te poseo y que me has herido en el corazón, ¡ah!, deja que les diga lo que para mi alma eres...

«¡Jesucristo, hoy, es la sagrada Eucaristía! Jesus Christus hodie [+Heb 13,8]. ¿Es posible pronunciar esta palabra sin sentir en los labios una dulzura como de miel? ¿como un fuego ardiente en las venas? ¡La sagrada Eucaristía! El habla enmudece, y sólo el corazón posee el lenguaje secreto para expresarlo.

«¡Jesucristo en el día de hoy!...

«Hoy me siento débil... Necesito una fuerza que venga de arriba para sostenerme, y Jesús bajado del cielo se hace Eucaristía, es el pan de los fuertes.

«¡Hoy me hallo pobre!... Necesito un cobertizo para guarecerme, y Jesús se hace casa... Es la casa de Dios, es el pórtico del cielo, ¡es la Eucaristía!...

«Hoy tengo hambre y sed. Necesito alimento para saciar el espíritu y el corazón, y bebida para apagar el ardor de mi sed, y Jesús se hace trigo candeal, se hace vino de la Eucaristía: Frumentum electorum et vinum germinans virgines [trigo que alimenta a los jóvenes y vino que anima a las vírgenes: Zac 9,17].

«Hoy me siento enfermo... Necesito una medicina benéfica para curarme las llagas del alma, y Jesús se extiende como ungüento precioso sobre mi alma al entregárseme en la Eucaristía: impinguasti in oleo caput meum; oleum effusum... oleo lætitiæ unxi eum... fundens oleum desuper [Sal 22,5; 44,8; 88,21].

«Hoy necesito ofrecer a Dios un holocausto que le sea agradable, y Jesús se hace víctima, se hace Eucaristía.

«Hoy en fin me hallo perseguido, y Jesús se hace coraza para defenderme: scutum meum et cornu salutis meæ [2Re 22,3 Vulgata]. Me hace temible al demonio.

«Hoy estoy extraviado, se me hace estrella; estoy desanimado, me alienta; estoy triste, me alegra; estoy solo, viene a morar conmigo hasta la consumación de los siglos; estoy en la ignorancia, me instruye y me ilumina; tengo frío, me calienta con un fuego penetrante. Pero, más que todo lo dicho, necesito amor, y ningún amor de la tierra había podido contentar mi corazón, y es entonces sobre todo cuando se hace Eucaristía, y me ama, y su amor me satisface, me sacia, me llena por entero, me absorbe y me sumerge en un océano de caridad y de embriaguez.

«Sí, ¡amo a Jesús, amo a la Eucaristía! ¡Oídlo, ecos; repetidlo a coro, montañas y valles! Decidlo otra vez conmigo: ¡Amo a la Eucaristía! Jesús hoy, es Jesús conmigo... Esta mañana, en el altar, ha venido, se me ha entregado, lo tengo, lo poseo, lo adoro, en mi mano se ha encarnado. ¡Felicidad soberana! Me embriaga, me enciende en hoguera abrasadora. ¡Es mi Emmanuel, es mi amor, es mi Eucaristía!»

La Eucaristía y la muerte

En un sermón sobre la muerte muestra cómo la sagrada Eucaristía es la prenda más poderosa contra los rigores de aquélla.

«Tengo un talismán, exclama, que abre las puertas todas de la divina misericordia. Conozco un río que nos dará paso para entrar en la tierra de promisión. Sé de una palmera que con su sombra nos cobijará y nos protegerá contra los ardores devoradores de esta expatriación terrestre; un manantial cuyas frescas aguas nos calmarán la sed en el desierto de esta vida; una estrella cuyos fulgores nos conducirán, como la nube de los israelitas, a través de los desiertos de nuestra existencia hasta el término del viaje; un rocío que el mismo Dios hace llover del cielo y que debe sostenernos por el largo camino que aún nos queda por recorrer. Sé de un árbol cuyo leño volverá dulces las aguas amargas que bebemos en esta tierra, y nos dará el goce anticipado de la celestial tierra de promisión; conozco una víctima inocente cuya ofrenda sube en olor de suavidad hacia el Dios de Abrahán... Y el talismán, el río, la palmera, la estrella, el celestial rocío, el holocausto de que hablo, ¡es la sagrada Eucaristía!

«¡¡La Eucaristía!! Reto a quienquiera, que me halle contra la muerte prenda más confortadora y tranquilizadora que la sagrada Eucaristía. ¡Por mí sé decir que no conozco ninguna! ¡Es una prenda que me basta y no quiero otra! El que ha dicho: "mi carne verdaderamente es comida, y el que de ella coma no morirá nunca", dijo también: "el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Y estas palabras no han fallado... Palabras en las que me apoyo para desafiar a la muerte. O mors, ero mors tua, había dicho el profeta [Os 13,14]. ¡Oh muerte! ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está, pues, tu aguijón? [1Cor 15,55]. Ya no puedes nada contra mí. La Eucaristía me ha arrancado de tus manos. La Eucaristía me ha rescatado de tus garras. ¡Oh infierno! Morsus tuus ero, o inferne! [Os 13,14 Vulg.]».

Este amor a la Eucaristía se traslucía en todos los sermones del padre Hermann, en todas sus cartas, y hasta en sus conversaciones familiares. Un día, por ejemplo, le ofrecieron miel al terminar una comida, y dijo:

«No me gusta mucho, pero siempre la tomo por ser la imagen de la Eucaristía».

En otra ocasión se ensalzaban ante el Padre las obras de un autor protestante, haciéndose sin embargo algunas objeciones: «Es muy frío de expresión », decía. «¡Ah, Dios mío! ¿Y dónde quiere usted que haya adquirido el calor? Jamás ha comulgado», replicaba el Padre. Y como se insistiera diciéndole que era propio de su carácter, ya de sí reservado y frío, continuaba repitiendo: «¡Jamás ha comulgado!»

En 1870, poco antes de salir para Prusia para auxiliar a nuestros prisioneros, se hallaba cerca de Ginebra, en casa de una familia protestante convertida al catolicismo. El Padre se sentía feliz en aquel hogar, y como se hablara de la muerte, él exclamó de pronto:

«¡Oh! En lo que me toca, preferiría morir hoy que no mañana, porque hoy he comulgado, y no estoy seguro de poder comulgar mañana».

María-Eustelle

Amaba a los santos y a las personas que habían tributado culto especial a la sagrada Eucaristía. Y vimos la alegría que sintió en Bélgica, visitando los lugares en que santa Juliana recibió la orden de que se instituyera la fiesta del Santísimo Sacramento. Sintió lo mismo en Saintes, al recuerdo de María-Eustelle [Harpain (1814-1842), laica, costurera], la piadosa joven que vivió y murió en olor de santidad, consumida de amor ante el sagrario.

«La introducción de la causa de la sierva de Dios María-Eustelle, escribía en 1869, es un acontecimiento que mis ardientes anhelos reclamaban desde hace mucho tiempo, y que me alegra y llena de consuelo.

«Fue en 1850, durante mi noviciado, cuando el padre Prior me puso entre las manos los escritos de esta enamorada de la Eucaristía, y cuantas más veces los leía, tanto más apreciaba la intensidad profundamente tierna con que María-Eustelle hablaba del misterio de amor, y por aquella intensidad se podía adivinar que tenía encerrado en el corazón un tesoro de amor aún mucho más grande de lo que ella podía expresar.

«Cuando más tarde hube de ejercer el ministerio sacerdotal, recomendaba con frecuencia la lectura de estas páginas inflamadas, y a quienes las daba a leer producían en sus almas el mismo efecto que en la mía, es decir, sincero y vivo deseo de obtener el acrecentamiento de la devoción a la sagrada Eucaristía, y de tomar parte en el amor tan suave como ardiente que María-Eustelle sentía por el adorable Sacramento.

«He ahí lo que he podido saber con respecto a la sierva de Dios. Por lo que a mí toca, la tenía por una santa y a menudo me informaba de los diocesanos de La Rochela si no se empezaba el proceso de su beatificación».

Lo que el Padre dijo de la venerable María-Eustelle podría decirse de él igualmente. En sus palabras se adivina que en su corazón se encierra un tesoro de amor más grande de lo que puede expresar.

«Jesús en el sacramento de su amor, escribe a su sobrina María, es el único objeto de mi vida, de las predicaciones que hago, de mis cantos y de mis afectos. Al misterio de la Eucaristía debo la felicidad de haber sido convertido a la verdadera fe, y de haber podido conducir a ella a tu tía, a tu primo Jorge y hasta a tu querido papá» (Londres 8-I-1867).

En Parayle-Monial

Para conocer bien al padre Hermann, era necesario verlo en el altar, donde realmente se transformaba. Sólo se le podía comparar con el Cura de Ars (Echo de Fourvières).

Varias veces dio ejercicios espirituales en Parayle-Monial. Y es que sentía predilección por estos lugares en que Jesús reveló a santa Margarita María de Alacoque las riquezas todas de su Corazón.

«¡Viva Jesús!, escribía a sor María Paulina. He pasado muy gratos días en Paray, en donde la Venerable me ha colmado de consuelos» (Carta 19-IX-1861).

Si las diferentes veces que estuvo en Parayle-Monial fueron para él motivo de grandes consolaciones, también lo fue para las religiosas. En 1861 les dio ejercicios espirituales.

«Imposible relatar las impresiones que su palabra ardiente hacía sentir en el alma de sus oyentes, dice una circular dirigida al Instituto en 1862, sobre todo cuando se dirigía a Jesús, expuesto en el altar, a Jesús-Hostia, cuyo nombre sagrado repetía muy a menudo con encanto indefinible, y que hacía que se envidiara la felicidad de estar unido tan íntimamente como él al Corazón del divino Maestro».

Fue durante estos ejercicios, a la hora del recreo en el locutorio con el Padre, cuando una de las religiosas le preguntó lo que había sucedido en su primera misa.

«¡En mi primera misa!... ¡Oh, tan feliz de tocar a Jesús y de tenerlo en mis manos! Ese día recibí una impresión tan fuerte que desde entonces siempre he estado enfermo».

En 1866 predicó el triduo por la beatificación de Margarita María, y de ello nos escribe la superiora de Paray:

«A continuación, nos hizo el favor de darnos cinco días de retiro, con gran provecho de nuestras almas. Todas sus enseñanzas nos conducían y nos enlazaban invenciblemente a Jesús-Hostia. Era algo inspirado. En esta segunda visita nos pudimos dar cuenta fácilmente de los adelantos maravillosos por la senda de la santidad de esta alma eminente. Su humildad sobre todo nos pareció un verdadero prodigio. Y su ejemplo no nos aprovechó menos que sus maravillosas palabras».

El Niño Jesús

Sentía también predilección particular por el misterio de la infancia de Jesús, y una vez le escribía a sor María-Paulina:

«Deseo que el Niño Jesús le abrase de su amor de tal modo que le reduzca a cenizas el corazón. Este Niño tan bueno nos ha trastornado en verdad el juicio y nos ha vuelto locos por Él. Es un pequeño cazador hábil y astuto que nos ha prendido en sus redes y nos ha robado el corazón. ¡Ojalá no podamos nunca recuperarlo!

«¡Seamos locos por el Niño Jesús! ¿No ha hecho Él acaso locuras por nosotros? Hagámoslas, pues, nosotros por Él». Y el padre Raimundo, su antiguo Maestro de novicios, escribía en 1874: «Su semblante radiaba de júbilo al solo nombre del Niño Jesús. Tenía la locura del amor de Jesús».

Sor María-Paulina

Se suele decir que los mejores de sus cánticos son sin duda los que compuso en honor del Santísimo Sacramento. Y refiriéndose a sor María-Paulina, confesaba el Padre:

«Debo en gran parte a la unción de sus himnos al Santísimo Sacramento la inspiración musical, que me ha permitido que se celebre por innumerables voces este misterio de amor» (Carta a la Superiora de la Visitación de Santa María, 8-XII-1863)».

Y en la misma carta dice: «Recibí la noticia de la muerte de la muy venerada sor María-Paulina hacia fines del mes de agosto (creo el 29). Inmediatamente pedí permiso para poder aplicar desde la mañana siguiente el santo sacrificio de la Misa por el eterno descanso de su alma. Recuerdo que fue en el campo, en la rústica capillita de Nuestra Señora del Rastrojo (Notre-Dame-du-Chaume), en Collonges, cerca de Lión, en casa del señor Natividad Lemire. Allí celebré la citada misa. Llegado al memento de los difuntos, con todo corazón encomendé la querida alma a María. Luego, después de la Misa, durante la acción de gracias, quise rezar aún por ella, cuando de pronto la vi en espíritu, que se me mostraba con aire sonriente y animada de la más dulce paz. Sus facciones habían recobrado la gracia de la juventud. La vi bella y animada de santa alegría, y en el mismo instante tomó en mí cuerpo la convicción irresistible de que la Hermana poseía ya la felicidad y que se hallaba junto a su esposo Jesús. Y cada vez que he recordado su nombre en mis mementos por las almas del purgatorio, algo indecible me ha detenido siempre, diciéndome: "la Hermana no tiene necesidad de tus plegarias".

«Lejos de tener la pretensión de dar a esto el carácter de una revelación, lo he narrado sólo para que sirva de consuelo a las Hijas de san Francisco de Sales y de santa Chantal, que se servirán encomendarme a sus santos fundadores».