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15.- La predicación del padre Hermann

No era orador

El padre Hermann pasó casi toda su vida religiosa dedicado a la predicación en muchos lugares de Europa. Y Dios bendijo casi siempre su palabra, coronando su predicación con la conversión de los pecadores.

¿Era, sin embargo, verdaderamente orador el padre Hermann? Si se juzga conforme a las reglas de la oratoria, no. No era precisamente un orador, pues carecía por completo de aquella elocuencia humana que cautiva, que fascina a los oyentes, uniendo la gracia de la palabra y la del gesto. No, el padre no poseía en absoluto semejante elocuencia.

Elocuencia espiritual

Hemos visto varios cuadernos suyos, en los que escribía el plan y los pensamientos principales de sus sermones. Algunos de ellos están escritos casi íntegramente; pero, tal como van, difícilmente se podrían dar a la imprenta. Como regla general el Padre anotaba un texto de la Sagrada Escritura, un pensamiento de los santos Padres de la Iglesia y algunas reflexiones sugeridas por la meditación del tema. Otras veces, pocas, dejaba correr la pluma, y de ella brotaban páginas de verdadera elocuencia.

Meditaba, oraba, y luego subía al púlpito contando mucho con la gracia divina y nada con sus propios recursos. Él había pedido poder dar a conocer y amar a Dios por su predicación, pero sin ninguna gloria para sí. Y cada vez que predicaba rogaba a Dios que le hiciera indiferente a todo lo que se pudiera pensar del sermón, «lo que, según confesaba, es más difícil de lo que parece».

En uno de sus manuscritos, detrás del título del tema y del principio del exordio, hemos leído las palabras siguientes: «Dios me inspirará otras palabras».

Tenía realmente el sentimiento de que estaba realizando la obra de Dios: a ella se preparaba digna y seriamente, y luego iba lleno de confianza, seguro de que la asistencia divina no le faltaría. Su confianza nunca se vio defraudada, y él mismo confiesa que, cada vez que había tenido la intención de hablar cuidando las formas oratorias, el sermón no había sido provechoso en absoluto.

Esta confianza en Dios estaba lejos de parecerse a la presunción, pues cinco enormes cuadernos prueban que preparaba los sermones. Y concretamente, todos los que pronunció en Inglaterra los escribió íntegramente. Aunque supiera perfectamente la lengua inglesa y la hablaba corrientemente, sin embargo no se juzgaba lo bastante seguro para exponer la Palabra divina a los riesgos de una improvisación más o menos afortunada. Y así quiso imponerse el fatigoso trabajo de escribir y aprender de memoria los sermones.

Si el padre Hermann no poseía la elocuencia humana, ciertamente que tenía la del Apóstol, pues conmovía los corazones, y los pecadores, al salir de la iglesia, pensaban más en sí mismos que en el orador que tan profundamente les había conmovido.

«En el púlpito, dice un testigo, hablaba sin presunción, y en su corazón ardiente hallaba la elocuencia que cautivaba las almas. Más de un pecador, reacio a las demostraciones más convincentes, rendía las armas y se reintegraba a la fe oyendo a este apóstol de la Eucaristía, que exclamaba llorando: "¡Oh Dios mío! ¿es posible? ¡El amor no es amado!"» (periódico Echo de Fourvières).

Cuenta su pasado

Con frecuencia bastaba verlo para conmoverse. Uno se acordaba del joven artista, amigo de los placeres y de las fiestas, y le veía ahora vestido de burda tela, los pies descalzos, la cabeza rasurada. Imaginemos el efecto que debía producir cuando, después de un sermón sobre la esclavitud del pecado, exclamaba:

«¡Oh terrible esclavitud! ¡También yo me he hallado en tal estado, amordazado bajo esta esclavitud, encadenado por estas argollas de forzado! Cierto, conocía ya a Jesucristo, lo veía, lo sentía, lo palpaba en cada página de mis lecturas, en cada uno de los himnos sagrados, en todas las ceremonias del culto católico, y comprendía la necesidad de romper esas cadenas y dirigirme hacia Él... pero no podía. Y las resoluciones de la mañana se me desvanecían por la noche, y las resistencias de la noche sucumbían al día siguiente. ¡Qué tortura, qué angustia!»

A continuación hacía resaltar la fuerza inmensa de la gracia, que acaba siempre por triunfar y liberarnos de las cadenas, cuando encuentra en el corazón del hombre buen deseo y sumisión.

«¡Oh instante adorable en que se recibe esta libertad! ¡También yo te he conocido!... ¡Gracias Dios mío, por haberme liberado pies y manos! Dirupisti vincula mea... Rompiste mis cadenas [Sal 115,7]. Y no me digáis que estas conversiones son raras. No, no. Jesucristo ha convertido más grandes pecadores que el obispo de Hipona, que el ladrón en la cruz y que la Magdalena, que bañaba con sus lágrimas sus pies adorables. Basta que os golpeéis el pecho, y Dios se os mostrará propicio».

En una ocasión había predicado sobre los desórdenes ocasionados por el pecado. Y después de haber hecho una impresionante pintura, a la que su propia experiencia daba tanto relieve, de los estragos que el pecado causa en la inteligencia, en el alma y en el corazón del hombre, terminaba con estas palabras capaces de vencer la vacilación de sus oyentes todavía indecisos:

«¡Sí, Dios mío! ¡Sí, Jesús mío! Doy fe de ello. Ésta era mi vida antes de conoceros, antes de amaros. Sí, queridos hermanos, lo he experimentado, y quiero que mi dolorosa experiencia os sirva de saludable aviso. Nací, he vivido en el estado de pecado original, sin ser rescatado por el bautismo. ¡Ah, sí! ¡Toda mi vida no fue sino tentación y lucha, no fue más que caídas y combates! Apenas había abierto los ojos a la razón, cuando mi razón, insuficiente para conocer el verdadero bien, y mi voluntad, demasiado débil para resistir a la inclinación del mal, demasiado débil para seguir las inspiraciones secretas de mi conciencia todavía recta, se fijaron apasionadamente en los bienes corruptibles. El orgullo ya me susurraba pérfidos consejos, quería ser preferido a mis hermanos, a los compañeros de mi infancia. Por mi gusto buscaba placeres prohibidos. Deseaba ya poseer lo que no me pertenecía, disfrutar de lo que no me convenía, recoger alabanzas que no merecía. Y estas pasiones se acrecentaron extraordinariamente con la edad. Y me devastaron el alma y me asolaron el corazón, y llevaron el desorden a todo mi ser moral. Sí, quería la ciencia sin la ayuda de la verdadera luz, ¡y no hice más que acumular error sobre error, ignorancia sobre ignorancia, utopía sobre utopía!

«Quise adquirir la gloria, cuando sólo merecía el desprecio. ¡Y no hice otra cosa que acumular decepción tras decepción, despecho tras despecho, amargura tras amargura!

«Quise ser amado, cuando no merecía más que ser odiado; y no acumulé sino vanidad sobre vanidad, disimulo sobre disimulo, seducción sobre seducción!

«En fin; quise enriquecerme con la posesión de bienes falaces. ¡Y no obtuve sino adulación tras adulación, daño tras daño, pérdida tras pérdida!

«Queriendo satisfacer mis inmensos deseos de poseer y gozar, no hice más que acrecentar un ardor devorador. Cada una de mis acciones era seguida de un remordimiento. Cada placer, de un recuerdo amargo y de un punzante dolor. Cada triunfo, de una decepción. Cada ganancia, de una pérdida mayor. Cada satisfacción, de una desgracia.

«La memoria me servía de verdugo; la previsión, de tortura. Mi imaginación se entretuvo en echar, acá y allá, algunos harapos de púrpura y oro sobre la desnudez y miseria que me abrumaban. Enamorado del bien, para el que había nacido, adelantaba a grandes pasos en la senda del mal en que me había internado. Sintiendo la necesidad de una divinidad, me forjaba ídolos, tan pronto de metal como de humo o de barro, y me arrojaba a los abismos insondables de todas las supersticiones. En fin, no encontrando la felicidad que buscaba, huía continuamente de la que me perseguía.

«Hasta que un día... entro en una iglesia... El sacerdote en el altar eleva en sus manos una forma blanca... Miro a la pequeña hostia y oigo estas palabras: Ego sum via, veritas et vita! ¡Yo soy el camino, la verdad y la vida! ¡Dios poderoso! ¿es posible?... Pero, sí... Saulo en el camino de Damasco, a donde va, como lobo rapaz, para devastar a la cristiandad, cae aterrado y oye la misma voz: Yo soy Jesús a quien tú persigues... -Señor, ¿qué quieres que haga?... ¡Y he aquí, hermanos míos, el orden restablecido! Él tiende las manos, los brazos, el corazón, el alma, la voluntad, todo él entero hacia ese objeto único y verdadero: la voluntad de su Dios. ¡Vedlo convertido! ¡Ojalá podamos hacer nosotros otro tanto!...»

El padre Hermann a menudo hablaba en el púlpito de la gracia de su conversión. Así cantaba las infinitas misericordias de Dios en su favor. Así lo hace, por ejemplo, en la profesión del padre Bernardo-María, judío converso como él:

«¿Imagináis que me sea agradable levantar el velo que cubre mi vida pasada? ¿Suponéis que no es penoso volver la mirada hacia atrás, y despertar recuerdos, gracias a Dios, casi extinguidos, recordar una época borrada por la sangre adorable de Jesucristo, época llena de oprobio e ignominia, y tan lejos ya de mí que me parece más bien un sueño?... ¡Un sueño doloroso, un sueño horrible y sangriento! Uno temblaría por menos...

«Pero Dios nos ha hecho misericordia, y su gracia, mayor que nuestra malicia, se ha derramado sobre nosotros con sobreabundancia, llenándonos con la fe y la caridad, que es en Cristo Jesús. Superabundavit autem gratia Domini nostri cum fide, et dilectione, quæ est in Christo Iesu [1Tim 1,14]. Y es una verdad cierta y digna de todo acatamiento: que "Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo". Christus Iesus venit in hunc mundum peccatores salvos facere, quorum primus ego sum [ib.15].

«Pero si Dios nos ha hecho misericordia, continúa san Pablo, es con el fin de poner en evidencia la extremada paciencia que tiene para aguardar a los pecadores, y a fin de que les sirvamos de ejemplo: ad informationem eorum... [ib.16]. Sí, querido hermano, si Dios aparta hoy de la nación réproba dos pecadores como nosotros, es también para que sirvamos de ejemplo y estímulo a los pecadores más empedernidos...

«Es para probar que no hay grado en el mal y en la perdición del cual su gracia no pueda sacarnos, siempre que la hora del juicio no haya sonado...

«Y éste es el motivo por el que debemos con frecuencia declarar al mundo que somos grandes pecadores. Comprendo que tal palabra parezca casi ofensiva, por no decir chocante, cuando está asociada al santo hábito que llevamos y al carácter sagrado de que estamos investidos... Pero, repito de nuevo, esta reunión de conceptos es saludable, hasta diré que es necesaria, para hacer apreciar toda la virtud de la sangre de Jesucristo en el alma del más grande de los pecadores: quorum primus ego sum.

«¿Creéis, hermanos míos, que Dios nos ha convertido por nosotros solos? No, ¡mil veces no!... Lo ha hecho tanto por vosotros como por nosotros... Lo ha hecho a fin de que evitéis los escollos contra los que nosotros habíamos naufragado. Oídlo bien y no lo olvidéis jamás... Nos ha puesto como señales a las puertas del infierno, para deciros: "¡No vayáis por allí!"».

Al recordar así su pasado, el padre Hermann seguía el ejemplo de san Pablo, quien en sus epístolas no se cansa de recordar a los primeros cristianos que había perseguido a Jesucristo, para que resplandezca mejor la omnipotencia y el amor infinito de Dios que lo sacó de los abismos.

«Yo también perseguía a la Iglesia, y yo también respiraba tan sólo amenazas y muerte [Hch 9,1]... Era impío. Pero, felizmente, la misma luz de san Pablo me derribó».

Amor a Cristo, y a Cristo crucificado

El amor del padre Hermann a Jesucristo le lleva una y otra vez a expresarlo en términos arrebatados.

«¡Dios mío!¿Es posible, es posible que haya vivido sin pensar en Jesús, sin amar a Jesús, sin vivir para Jesús y en Jesús?... Y ahora que tu gracia me ha despertado, ahora que mis ojos han visto, que mis manos han tocado, que mis oídos han percibido, que mi corazón ha saboreado... Sí, amo a Jesucristo y me guardaré de ocultarlo. Al contrario, tengo en honor proclamarle ante el universo. Amo a Jesucristo: he aquí el secreto entero de mi inmensa felicidad, la cual ha ido aumentando desde que empecé a amarlo. Amo a Jesucristo, y quiero gritarlo a todos los ecos de la tierra, y quisiera que los muros de este templo pudiesen ensancharse y encerrar en él a todos los millones de hombres que pueblan el mundo, y que mi voz pudiera llegar y penetrar hasta las más recónditas fibras de su corazón y hacerlas vibrar al unísono con el mío, y que todos, como una sola voz, me respondiesen con un inmenso canto de alegría y triunfo, que resonara desde la tierra hasta el cielo: "¡También nosotros amamos a Jesucristo! ¡También nosotros amamos a Jesucristo!"»

En otra ocasión decía:

«Cuando miro un crucifijo, y contemplo a mi Salvador clavado en un patíbulo de infamia, con los brazos extendidos, la cabeza inclinada hacia nosotros, el corazón ampliamente abierto, me parece oír estas palabras: "Extendí todo el día y noche mis manos hacia mi pueblo, que no quiere creer en mí. ¿Qué es lo que debí hacer y que no haya hecho por mi viña?" ¡Oh, Señor! ¿Por qué esos raudales de sangre, que derramas de tus manos, de tus pies, de tu frente coronada de espinas y de tu corazón atravesado por la lanza? Quid sunt plagæ istæ in medio manuum tuarum?

Y Jesús me respondió: "La sangre que derramé en Getsemaní, en la columna del pretorio, y que derramé hasta la última gota clavado en la cruz, por tus hermanos la vertí, para rescatarlos, para reconciliarlos con mi Padre. La derramé para abrirles el cielo, para pagar su deuda a la justicia eterna, y para lograr su amor. ¡Ah, me dijo, si supieras cuánto amo a los hombres! Me humillé a mí mismo, me hice esclavo y fui obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, únicamente para conseguir el amor de los hombres. Ello constituye por entero el fin de mi encarnación, de los trabajos inmensos de mi Redención, de los dolores infinitos de mi Pasión, como es así mismo el objeto de mi inmenso amor en la Eucaristía. Sí, si todas las mañanas continúo derramando mi sangre sobre el altar a la hora del sacrificio, es para probarles que los amo, y también para enseñarte a amarlos por ti mismo y a que los ames como los he amado yo".

«¡Ah, Señor! Sí, yo te amo en la Eucaristía, y puesto que tanto amas a los hombres, dame un gran corazón y grande caridad para amarlos del mismo modo... Sí, es menester que los ame tanto que no puedan resistirme de ninguna manera... Señor, me darás palabras que los conmuevan, palabras que los muevan a compasión... Es, pues, necesario que los salve por ti, por tu gracia todopoderosa... ¡Hermanos!... ¡Hermanos, por la gracia de Jesucristo!... ¡Hermanos!, por la sangre de Jesucristo queremos salvaros, porque os amamos con el mismo amor con que Jesucristo os ha amado. ¿Podríais resistir a esta inmensa caridad?»...

Motivos para hacerse fraile

Varios extractos de un sermón del padre Hermann sobre el amor de Jesucristo podrán explicarnos por qué un cristiano se hace fraile.

«Quiero vengarte, ¡oh amor desdeñado! Sí, quiero castigar este corazón traidor y perjuro. Sí, corazón mío, puesto que has llevado la audacia y demencia hasta cometer la fechoría execrable y monstruosa de preferir a este amor de caridad un amor vil y abyecto, en lo sucesivo no tendrás en absoluto satisfacción alguna ni tregua en la tierra. Voy a privarte de todos los consuelos de este mundo. Te privaré del cariño materno, de la bendición paterna. Te apartaré de todo lo que te ama, te relegaré, te desterraré a una soledad, y allí, te mortificaré a cada instante de tu existencia. Obrarás tan sólo conforme a la voluntad de un dueño severo. Ya no conocerás más las dulces expansiones de la amistad, ni las tiernas emociones de la naturaleza. Te convertirás en hielo, en frío mármol para todo lo que en otro tiempo te complacía.

«Pero, ¡oh sublime venganza, oh generoso cambio, oh feliz culpa!, todas estas privaciones te valdrán en recompensa un amor nuevo y una vida divina... Renacerás de tus cenizas como el ave fénix. Una llama virginal prenderá en ti. Como al águila te resurgirá con alas una juventud primitiva, y con estas alas remontarás el vuelo hasta inexploradas esferas, y te elevarás a través de los celajes de la fe, y atravesándolos subirás a una región etérea, a un mundo sobrenatural. Allí verás lo que el ojo nunca vio, oirás lo que el oído nunca oyó, palparás lo que ninguna mano ha tocado jamás, conocerás lo que el corazón nunca ha concebido, te enterarás de secretos que deben permanecer para siempre ocultos a los sabios y a los prudentes del siglo, y te inflamarás de amor inextinguible por la belleza de las bellezas, la luz de las luces, Dios verdadero de verdadero Dios... ¡Amarás a Jesús!

«¿Comprendéis ahora, queridos hermanos míos, que uno se haga fraile para vengar a este amor desdeñado?»