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14.- El padre Hermann en el Desierto

Por fin en el Desierto

Ya en 1857 el padre Hermann escribía al sacerdote Roziès, párroco de Tarasteix (7-IX-1857):

«Es imposible expresar cuánto aspiro a la soledad de Tarasteix. Así, pues, voy a esforzarme para reunir las limosnas necesarias lo antes posible para ponerlo todo en movimiento, y luego volaré hacia allá».

Años después, desde Broussey (2-XI-1865), le escribe a su hermana la misma idea:

«Acabo de hacer los anuales ejercicios espirituales, en los que he adquirido una afición aún más viva por la vida escondida, por el Desierto. Y voy a hacer todos los esfuerzos posibles para poder terminar esta importante fundación, en la que tengo la esperanza de sepultarme para toda la vida».

Pero la Providencia había dispuesto de él de manera harto diferente de sus deseos. Por lo demás, el santo Cura de Ars le había vaticinado lo que sucedió:

«Hace usted bien, le había dicho, en trabajar en la fundación de un Desierto; pero, en lo que le concierne, usted no gozará mucho del mismo».

En efecto, se puede decir que desde su profesión hasta su muerte se le vio casi tanto en los coches del tren como en la sagrada cátedra. Un día le preguntaron en una estación: «Pero, Padre, ¿dónde tiene usted la residencia? -En los trenes», replicó con una sonrisa ambigua, como quejándose de llevar una vida tan agitada. Pero la obediencia y la gloria de Dios lo encontraban siempre dispuesto a sacrificarse.

Parece, sin embargo, que ahora sus anhelos van a realizarse, pues acaba de obtener del Provincial el permiso de retirarse al santo Desierto. Su júbilo es tan grande que desde Colonia escribe el 21 de abril, a su sobrino (21-IV-1868):

«Entreveo aquella morada como la antecámara del cielo, y de mi estancia allí tengo una sed indescriptible».

Ritual de recepción

Vuelto a Francia, se dirige inmediatamente al santo Desierto, en donde es recibido con el ritual acostumbrado.

«Al acercarse el nuevo ermitaño, dice el sacerdote Moreau, la campana dobla para saludarle con sus más alegres tañidos. Dos antorchas arden en su honor en el coro de la capilla, en frente del crucifijo. Revestido con la capa, el padre Hermann se hinca de rodillas en medio del coro, mientras se salmodia el Veni Creator, seguido del versículo y la oración.

«Después todos oran en silencio algunos instantes para dar la bienvenida al feliz tránsfuga primeramente del mundo, y hoy tránsfuga de una soledad profunda a otra soledad más profunda todavía. Se le pone bajo la protección de Nuestra Señora del Carmen, tomando de la Antífona Sub tuum præsidium, tan querida del escolar cristiano, la fórmula de la consagración. Luego, entre el futuro ermitaño y sus hermanos, hubo el siguiente diálogo ritual:

-Ruega por nosotros, santa Madre de Dios.

-Para que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.

-Lo conduciré a la soledad.

-Y allí hablaré a su corazón.

-El Señor me conduce y nada me faltará.

-En los pastizales en que me ha colocado.

-Envía tu luz y tu verdad.

-Ellas me dirigieron y guiaron a tu montaña santa.

-Seran embriagados de la abundancia de tu casa.

-Y tú les darás de beber del torrente de tus delicias.

-Bienaventurados los que habitan en tu casa, Señor.

-Ellos te alabarán por los siglos de los siglos.

-Las misericordias del Señor.

-Yo las cantaré eternamente.

-Señor, oye mi oración.

-Y llegue hasta ti mi clamor.

-El Señor esté con vosotros.

-Y con tu espíritu».

Siguen luego unas hermosas oraciones para asegurar la paz del Desierto y la perseverancia.

«Protege, Señor, a tu siervo Agustín-María del Santísimo Sacramento con el auxilio de la paz, y defiende contra todos los enemigos al que se pone bajo la protección de la bienaventurada Virgen María.

«Dios de las virtudes, de quien procede todo lo que hay de excelente, difunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y auméntanos la devoción, para que las cosas que son buenas las conserves, y guardes las conservadas por el deseo de la piedad.

«Te rogamos, Señor, que concedas a tu familia aquí reunida en el Espíritu Santo, que en nada sea perturbada por las incursiones del enemigo de la salvación.

«Dios misericordioso, Dios clemente, sin el cual nada bueno podemos empezar, ni nada bueno concluir, concede a nuestros corazones el inviolable deseo de tu amor, a fin de que ninguna tentación pueda variar los deseos concebidos por tu inspiración. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén».

Terminadas estas oraciones, ya en una sala común, cada solitario, usando de un derecho fraternal consagrado por la Regla, da su aviso y consejo al recién venido. El padre Hermann recibe así, con humildad y sencilla gracia, las breves normas sapienciales que cada uno le entrega.

«A su vez el Padre Prior le pregunta qué le trae al Desierto, qué ha venido a buscar.

«A esta pregunta del Ceremonial, el padre Agustín responde con sencillez y franqueza:

«Reverendo Padre y Hermanos míos: busco a Jesús. Desde mi conversión no busco ni quiero sino a Él. Lo he buscado por todas partes en dondequiera que he estado: en las plazas públicas como en las casas, en los castillos y palacios lo mismo que en las cabañas. Lo he buscado cerca de los grandes y de los humildes, esforzándome en todas partes para darlo a conocer y para que todos lo amen... Y en parte alguna lo he hallado. No he logrado darlo a conocer y amar sino a bien pocos: al menos en comparación a mis deseos. Y he aquí por qué, reverendo Padre y queridos Hermanos míos, me véis hoy entre vosotros con el más vivo anhelo de ser uno de los vuestros. ¿No es verdad que me ayudaréis con vuestras oraciones y vuestros santos ejemplos a que halle por fin a Aquél que mi corazón ama? Es decir, me ayudaréis a conocerlo y a amarlo mejor que he sabido hacerlo hasta ahora».

Se comprende la emoción de todos los ermitaños al oír semejantes palabras. El padre Prior terminó la ceremonia exhortando al postulante a perseverar en sus santos deseos, asegurándole que habían de ser satisfechos.

«Cumplido este último punto del ceremonial, el padre Hermann es hecho ermitaño y da un abrazo a cada uno de los hermanos: la ceremonia está ya terminada. Y como quien se interna en el propio elemento, cada uno se retiró en silencio a la celda respectiva para ya no salir más que a los actos de comunidad y para no hablarse ya más que dos veces al mes, en las conferencias espirituales».

Enferma de los ojos

Apenas el padre Hermann había saboreado las dulzuras del Desierto, cuando una enfermedad le hace temer que no pueda continuar esta vida rigurosa.

«La estancia en el Desierto, escribe a un sobrino (10-X-1868), conviene admirablemente a las inclinaciones de mi alma. Gozo de perfecta salud, excepto los ojos que los tengo muy enfermos. El médico exige que vaya a Burdeos para consultar a un especialista. Es probable que reciba el mandato para ello de nuestro padre General antes de la fiesta de nuestra Madre santa Teresa. Esta consulta me inquieta un poco, porque, si me prescribe un tratamiento complicado, se me obligará a dejar el santo Desierto hasta que pueda seguir el género de vida de los demás ermitaños».

Los médicos le prescribieron reposo absoluto del cerebro, alimento más sustancioso, calzarse con zapatos forrados para conservar el calor de los pies, y mitigar el rigor de la Regla.

Sanado en Lourdes

Así las cosas, el padre Hermann fue en peregrinación a Lourdes para pedir a la Virgen María la curación que el arte humano parecía impotente para darle. Él mismo da a conocer el resultado, en una carta que escribió a las cinco cofradías de la Acción de gracias que había fundado en Lión, Orléans, Arras, Rodez y Londres, que suman más de 50.000 asociados.

PAX CHRISTI

J. M. J.

Bagnères de Bigorre, 6 de noviembre de 1868.

«Queridos amigos en Jesucristo: Acabo de recibir un nuevo testimonio del cariño de la Santísima Virgen para con sus hijos, y el corazón me desborda de júbilo al ponerlo en conocimiento de ustedes.

«Desde hace un año se me iba debilitando cada día la vista, fatigada por el trabajo. Habiendo pasado los seis últimos meses en la deliciosa soledad de nuestro Desierto del Carmelo en Tarasteix, en los Altos Pirineos, fui atacado de oftalmía tan grave, que la obediencia me mandó partir para Burdeos, a fin de consultar a un célebre oculista.

«Desde un mes antes de mi partida, ya se me había prohibido la lectura, hasta la del santo breviario. El sabio oculista me examinó los ojos muy detenidamente y con la mayor escrupulosidad. Los halló en estado en extremo alarmante, diciendo que había observado verdaderas nebulosidades, hundimiento de las pupilas y tinte grisáceo en el fondo de la retina. Del conjunto de todo esto concluyó en la existencia de una enfermedad que la ciencia llama glaucoma. Me declaró que ningún remedio podría impedir que sobreviniera la inflamación, y que al sobrevenir ésta, por pequeña que fuese, era menester recurrir inmediatamente a la escisión del iris, operación inventada por el ilustre doctor Graefe, de Berlín (el mismo que operó con buen éxito a mi hermano don Luis Cohen de la catarata).

«Entre tanto el mal empeoraba cada día más. Salí de Burdeos armado de anteojos de cristales biconvexos, de una visera verde y de multitud de otras precauciones. Las sandalias del Carmelita Descalzo tuvieron que ceder el sitio a unos zapatos forrados de pieles. La tonsura monástica tuvo que abrigarse bajo un peinado que guardase el calor lo mejor posible. El órgano de la vista se había vuelto tan sensible que me era imposible soportar la luz de una lámpara ordinaria o de una bujía, ni siquiera la simple claridad del día. Sólo por intervalos conseguía leer algunas palabras, y aun esto violentando el nervio óptico con dolorosos esfuerzos.

«En este estado las cosas, se me sugirió la idea de una novena a Nuestra Señora de Lourdes [aparecida diez años antes, en 1858], la cual había curado ya milagrosamente a varias personas enfermas de ceguera.

«Esta proposición me agradó mucho más que la perspectiva de una operación quirúrgica, cuyo resultado estaba lejos de ser seguro. Me acordé que hace veintidós años María me había obtenido del Dios de la Eucaristía una curación infinitamente más importante que la de los ojos corporales, librándome de la ceguedad judaica; que más tarde por su intercesión había sacado de las tinieblas de la sinagoga a varios miembros de mi familia; que hace trece años, por sus instancias cerca de su divino Hijo, había obtenido en el lecho de la muerte la salvación de mi madre, no bautizada aún. Y pensé que, siendo estos prodigios de orden espiritual mucho más difíciles de obrar que el de una curación en el orden corporal, no debía vacilar en esperar de su bondad tan misericordiosa el beneficio.

«La novena se empezó el 24 de octubre, fiesta del arcángel san Rafael, el cual curó también de su ceguedad a Tobías. Cada día me bañaba los ojos en el agua saludable sacada de la Gruta milagrosa, y todos los días pedía por mi curación a la Virgen Inmaculada y conmigo gran número de santas almas.

«El sexto día de la novena fui a pie desde nuestro convento de Bagnères a Lourdes, deseando realizar esta peregrinación en las condiciones que pudieran darme más probabilidades de buen éxito. En Bagnères ya había experimentado cada día de la novena un alivio en la oftalmía de que padecía, y esto en el instante en que el agua de la Gruta me penetraba en los ojos. Hasta había tenido cuidado en hacer comprobar dicha mejoría por el oftalmoscopio, mediante el cual el médico pudo ver que la congestión en los órganos visuales disminuía gradualmente, y sin embargo no empleaba más remedio que el agua milagrosa.

«En fin, el último día, fiesta de Todos los Santos, encontrándome en la Gruta misma, y cerca del manantial, no sentí ya ninguno de los síntomas del mal. Desde entonces, escribo y leo tanto como quiero, sin lentes ni precauciones, sin esfuerzo ni fatiga. Fijo la mirada en la luz del sol, del gas o de las bujías, sin experimentar la más mínima molestia. He vuelto a tomar las sandalias, he dejado que me hicieran de nuevo la tonsura, y he obtenido lo que deseaba ante todo, es decir, poder continuar la vida eremítica en nuestro querido Desierto. En una palabra, estoy radicalmente curado, y, en mi convicción íntima, esta sanación es un milagro debido a la intercesión de la Santísima Virgen.

«Por eso tengo necesidad de publicar, en todo lo que de mí depende, la bondad del corazón de María, y suplico a todas las almas que aman a esta tierna Madre que den gracias a Dios por mí, del mismo modo que conjuro a todos los que padecen a que recurran con entera confianza a Aquélla a quien nadie ha invocado jamás en vano».

Viaje de acción de gracias a Lourdes

El 12 de noviembre el Padre volvía a Lourdes para celebrar una misa de acción de gracias. Los Annales de Lourdes (año Iº, entrega 8ª) relatan la ceremonia, completamente íntima, de la manera siguiente:

«Se cantaron, acompañados al armonio, algunos de los cánticos cuyas suaves melodías le ha inspirado [al padre Hermann] el amor por el Santísimo Sacramento, y que lo han hecho tan popular... Después del santo Sacrificio, tomó la palabra. La asistencia era poco numerosa, pues la presencia del Padre apenas se supo en el pueblo. Pero necesitaba que se le desbordara el corazón demasiado lleno de agradecimiento.

«¿Qué daré yo a cambio al Señor?, exclamaba. Y suplicó a sus oyentes que le ayudaran a pagar la deuda contraída. Le dominaba la emoción y no pensaba en ocultar sus sentimientos: con su palabra fácil y ardiente nos descubría el corazón, y su aliento nos hacía respirar el milagro y el ardor de su agradecimiento. Se le escuchaba como a aquéllos que, sanados por el Salvador y rebosantes de júbilo, maravillaban luego a las multitudes publicando sus alabanzas».

Sacristán

En 1869, a petición de monseñor Mermillod, dejó el santo Desierto para ir a predicar la cuaresma en Ginebra. Una vez cumplida la misión, volvió felizmente a su querida soledad para ejercer las modestas funciones de sacristán. Gozaba de la mayor dicha en preparar el altar, adornando y embelleciendo el lugar de la Eucaristía. Ningún detalle descuidaba. Escribía a las Carmelitas de Bagnères para pedirles flores, y todo se hallaba maravillosamente cuidado.

Músico

Desde hacía largo tiempo el Padre había tomado la resolución de no escribir más música; pero en el Desierto sintió la necesidad de desahogar en himnos de amor y agradecimiento los sentimientos de su alma. No obstante, tenía escrúpulos, y pidió consejo al padre Raimundo, de cuyo discernimiento se fiaba mucho.

«¿Por qué, le respondió, si los malos componen cantos para perder las almas, por qué no componer Vuestra Reverencia para atraerlas a Dios y bendecir al Señor?»

Así, pues, Hermann se puso a la obra. Primero oraba, y después de recibir sus inspiraciones al pie del altar, tomaba la pluma y componía. De este modo nació una colección de cánticos, que tituló El Tabor, nombre que simbolizaba admirablemente el estado de su alma. A la superiora de la Visitación de Santa María de París (18-XI-1868) le escribía:

«He sido colmado, inundado de gracias, durante mi estancia en la soledad. En ninguna parte he hallado con tanta facilidad a Dios. En ninguna parte lo he sentido tan cerca. Jamás he saboreado las alegrías de la vida religiosa en grado tan eminente. No es raro que me sienta como rozado por un toque sensible de la Divinidad, que me invita, me llama y me apremia a que me abandone a las influencias sagradas de una gracia infusa. No sé todavía lo que la adorable voluntad de Dios me reserva para la primavera próxima. Hasta entonces debo permanecer en esta bendita soledad para ir a predicar la cuaresma en la catedral de Poitiers, y luego regresar al Desierto».

«¡Jesús sólo!, escribía a la Condesa de*** (14-VIII-1869). Nada tiene melodía tan bella como estas dos palabras que me complazco en hallar en sus cartas como un eco del cielo y un cántico de los ángeles... Estas dos palabras tienen una dulzura y un poder inefables. Su corazón hallará siempre eco en el mío cuando usted exclame ¡Jesús sólo! No hay verdadera felicidad sino en esto, únicamente en la unión de nuestros corazones con el suyo adorabilísimo, tan rico en afectos».

Impulso a la Adoración Nocturna

En su soledad el padre Hermann continuaba ocupándose en impulsar la Adoración Nocturna*.

*[Dom Beaurin dedica un precioso capítulo de su obra a exponer la relación del padre Hermann con la Adoración Nocturna que él había fundado (81-100)].

Viendo a todos los obispos del orbe católico reunidos en Roma para el Concilio [Vaticano I, 1869-1870], pensó Hermann en los medios de encomendar dicha asociación a su celo.

Escribe a este propósito al señor de Benque, adorador, animándole a influir sobre estos prelados, dándoles a conocer a todos ellos la Adoración establecida en Francia:

«Le aconsejaré también que escriba algunas palabras sobre este asunto a nuestro padre Domingo de San José, General de los Carmelitas Descalzos en Roma. Es español y debe de estar en relación con los obispos de España. Los españoles aman a su patria apasionadamente, y usted pudiera hacer valer el argumento de que, en Roma y en París, la institución de la Adoración ha obtenido en los días de tempestad social la cesación de la tormenta y la vuelta al orden. Se cumplen mañana veintiún años desde que nosotros empezamos la Adoración Nocturna. Este aniversario siempre me produce una muy dulce impresión de alegría y de agradecimiento.

«Aquí, en el Desierto, en el que practicamos la vida eremítica, cada noche permanecemos desde las doce a las dos de la madrugada ante el sagrario, primeramente para salmodiar el oficio divino y luego para hacer oración ante el Santísimo Sacramento.

«Ya puede usted imaginarse si me uniré con frecuencia a usted y demás asociados durante estas horas deliciosas...

«Estoy disfrutando de profunda felicidad, de deliciosa paz en la soledad, y hallo que éste es el verdadero elemento del religioso carmelita...

«Nuestras almas y manera de ver y sentir, dice al terminar, han estado siempre perfectamente de acuerdo desde veintiún años que hace que nos conocemos» (Tarasteix 5-XII-1869).

Enfermero

El 17 de febrero de 1870 escribía a su sobrino:

«Nuestra comunidad se halla convertida actualmente en un hospital. El año pasado, por poderosas y justas razones, me hice nombrar enfermero. Y ahora, desde hace quince días, nuestro buen padre Prior se halla en cama con una llaga en una pierna, y tengo el honor de hacerle los vendajes.

«Por otra parte, un buen Hermano converso, al querer dominar a un mulo furioso, fue lanzado violentamente contra la pared, fracturándose el húmero. Tiene para un mes y claro está que no puede valerse por sí mismo. El padre Subprior sufre un fuerte resfriado. Yo tengo varios forúnculos, pero me mantengo en pie. Sólamente somos tres para el rezo del divino oficio de día y de noche, y para todos los actos de la observancia y del culto.

«Ya ves que con todo esto practico al mismo tiempo la vida activa y la contemplativa, y disfruto de la mejor parte, puesto que puedo cuidar a los demás. Es un oficio que me proporciona muchas alegrías. Me parece que tendría sumo gusto en pasar la vida en una sala de hospital como enfermero.

«Por lo demás, mi salud es buena y el humor también. Sí, estoy contentísimo. Pero quisiera que Dios estuviera tan contento de mí como yo estoy contento de la manera con que se digna tratarme».

Cuaresma en Poitiers

Poco después de esta carta, el 28 de febrero, partía para Poitiers, en donde Dios le envió una ruda prueba. Se vio obligado a suspender la predicación durante los últimos días de la cuaresma. Fijo en la cama con persistente fiebre, ofrecía a Dios su enfermedad por la salvación de sus oyentes, y «no pudiendo, según decía, hablarles de Jesús, se desquitaba hablando sin cesar de ellos a Jesús».

Al dejar Poitiers, pasó algún tiempo en Bagnères de Bigorre, antes de reanudar la severa vida del santo Desierto. Pero a él volvió pronto alegremente, y en él permaneció hasta mayo de 1870, cuando el Definitorio provincial le nombró primer Definidor y Maestro de novicios.

Vuelta al combate

Poco antes, la piadosa persona que de parte de Dios le había dirigido la comunicación relativa a la salvación de su madre, le mandaba decir estas otras palabras:

«Diga al padre Hermann que no debe permanecer en el Desierto, pues es menester que combata».

Y Dios mismo, por la voz de los superiores, acababa de sancionar la veracidad de este aviso. Dejando, pues, con gran pena su querida soledad, el Padre acudió diligentemente al convento de Broussey, a donde Dios lo llamaba.