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13.- Fundación del convento de Londres

Canonización de los mártires del Japón

En 1862, el gran Pío IX, despojado de la mayor parte de sus Estados y rodeado de enemigos, dio al mundo una prueba de su inquebrantable fe en la santa Iglesia.

Con ocasión de la canonización de los mártires del Japón, no permitiendo el Piamonte, usurpador de las provincias pontificias y de los ducados del norte de Italia, que acudieran a la ceremonia los obispos, el papa Pío IX convocó a todos los obispos del mundo. Y así fue como éstos, el 8 de junio, día de Pentecostés, se reunieron en Roma en número nunca visto en ocasiones semejantes.

Encuentro con Franz Liszt

También el padre Hermann tuvo el gozo grande de asistir a la canonización. Y allí tuvo un encuentro muy cordial con su antiguo amigo y maestro Liszt, al que no había vuelto a ver desde su conversión. Poco después el gran artista acudía, una mañana, al convento de la Vittoria y recibía la comunión de manos de su antiguo alumno. Después de la misa se sentaba a la frugal mesa de los carmelitas, y después tocó alternativamente con el padre Hermann algunas piezas de música en un piano que no era precisamente excelente.

«Me he encontrado con Liszt, escribe a su hermana (7-VI-1862), con el que me veo a menudo, pues viene a visitarme. Esta mañana lo he presentado en visita a Monseñor de la Bouillerie, a Louis Veuillot y a Marie Bernard. Liszt nos ha tocado varias piezas de mucho mérito».

Este encuentro con su maestro, y sobre todo su conversión, fueron seguramente para el padre Hermann una de las más mayores alegrías de su peregrinación a Roma.

El cardenal Wiseman

Pero Dios le tenía reservado en la Ciudad eterna una gracia de suma importancia histórica. El cardenal Wiseman*, promotor del renacimiento católico en Inglaterra desde hacía más de cuarenta años, había acudido a Roma. A su palabra, a sus escritos y a su acción apostólica se debe la mayoría de las realidades católicas entonces existentes en la isla.

*[Nicolás P. E. Wiseman (1802-1865), nacido en Sevilla, arzobispo de Westminster, autor de la novela histórica Fabiola, en la que describe la vida de los primeros cristianos].

Cuando el Cardenal conoció al padre Hermann estimó que era el hombre adecuado para difundir en Inglaterra la devoción a la Eucaristía y a la Virgen, por ser converso de la Eucaristía y religioso de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Así, pues, solicitó al padre General que le cediera al padre Hermann para fundar en Londres un Carmelo. El General no aceptó su solicitud, estimando todavía necesaria la presencia del padre Hermann en Francia. Pero el Cardenal consiguió la ayuda del Papa, y obtuvo así su intento.

Misión en Londres

Antes de dejar Roma, el padre Hermann fue recibido por Pío IX, el cual le dijo:

«Le bendigo, hijo mío, y le envío a Inglaterra para convertirla, como en el siglo VI uno de mis predecesores bendijo y envió al monje Agustín, el primer Apóstol de dicho país».*

*[San Gregorio Magno envía en 596 a un grupo de monjes, encabezado por San Agustín de Cantorbery, para evangelizar a los anglosajones. Antes de un año, logran la conversión de Etelberto, rey de Kent, y de la nobleza del país].

Se trataba de una misión difícil, que le arrancaba de su ambiente, pero la aceptó con gozo y firme resolución. Salió de París el 5 de agosto y, verdaderamente como los apóstoles, iba sin ropa de recambio y sin dinero. Una colecta entre sus amigos de París fue precisa para pagar los gastos del viaje. En ella recogió ciento sesenta francos, y con tal suma partió para fundar un convento en Londres.

Conocía ya Londres, la ciudad de los placeres, de las fiestas y del movimiento, en la que había obtenido como artista grandes éxitos y había ganado mucho dinero. Pero esta vez llegaba sin amigos ni relaciones, no contando más que con la Providencia divina. Fue recibido en el convento de las religiosas de la Asunción. Allí este apóstol de Dios no careció de nada, pero se vio en una situación realmente penosa.

«No puedo disimular -escribe a su cuñada, esposa de Alberto (17-VIII-1862)-, que para mí es un sacrificio muy doloroso el hecho de dejar Francia, en donde mi carácter de religioso y sacerdote me daba tantas alegrías. Aquí, ni siquiera puedo salir de casa sin cambiar el hábito religioso por un levitón negro y un rígido cuello blanco con corbata negra, y este maldito cuello me oprime la garganta, la cabeza, los pensamientos y el corazón. No vivo sino a medias. Pero en fin, puesto que la vida del claustro es vida de sacrificios, ¿por qué no hacer algunos más cuando se trata de ayudar a tantos católicos de todas las naciones, que se hallan dispersos por esta inmensa ciudad de Londres y casi por completo abandonados a sí mismos, en lo que a asistencia religiosa se refiere?»

Fundación del convento

La llegada de Hermann a Londres no pasó ciertamente inadvertida. Su conversión había hecho mucho ruido y aún se recordaban los brillantes conciertos que había dado. El Padre recibió pronto numerosas visitas. Predicó, fue el pueblo a oírle, y pronto se presentaron bienhechores. En ese tiempo fue su hermano Alberto a Londres. Allí fue confirmado por el cardenal Wiseman, al que entregó una importante suma para la fundación del Carmelo.

El 15 de octubre, fiesta de santa Teresa, el Carmelo nacía en Londres en una casita que pertenecía a las religiosas de la Asunción, con varios religiosos que habían ido a reunirse con el padre Hermann. Se celebró una solemne misa en una modesta habitación transformada en capilla. Por la tarde, el cardenal Wiseman acudía a consagrar la nueva fundación y a saludar con júbilo esta resurrección del Carmelo en Inglaterra, en donde había producido antaño tantos frutos de gracia y santidad. La obra prosperaba, y el convento se puso bajo la protección de san Simón Stock.

«María Inmaculada, escribía el Padre (23-VIII-1862), dio el santo escapulario a san Simón Stock* muy cerca de Londres. Con ello se comprometió desde entonces con la tierra inglesa».

*[Simón Stock, inglés, fue Prior General de los Carmelitas (+1265)].

Según su costumbre, el Padre no se ahorraba ninguna fatiga. Como sólo él hablaba inglés, todo le caía necesariamente encima, hasta hacer las compras. En enero de 1863 dio laboriosamente unos ejercicios espirituales en inglés, lo que le exigió escribir todos los sermones antes de pronunciarlos.

Alemanes en Brighton

La caridad, activa e ingeniosa, le hizo descubrir en los alrededores de Londres una pequeña ciudad llamada Brighton, poblada tan sólo por alemanes protestantes. Tenían muy escasa relación con las poblaciones vecinas, pues habían conservado los usos y lengua del país de origen.

Como el Padre era también alemán, encontró con eso ocasión para entrar en comunicación con ellos. Pronto fue para predicar en Brighton. Y como la lengua nativa ejerce en los expatriados un atractivo irresistible, aquellos alemanes fueron a oír a su compatriota. El resultado fue que gran número de ellos, al final de la cuaresma de 1863, ingresaban en el seno de la Iglesia católica. Tal afecto tomaron allí al padre Hermann, que le consideraban como su sacerdote propio. El padre Hermann, en broma, solía llamar a Brighton su pequeña diócesis.

Otros trabajos apostólicos

Su celo apostólico, sin embargo, no se reducía a Londres o Brighton. A principio de la cuaresma escribía:

«He estado seis días ausente. En París, Jesús ha bendecido el objetivo de mi viaje. Aquí, la composición de los sermones en inglés me ocupa casi todo el tiempo. Estoy atrasadísimo con un considerable número de cartas sin contestar. Cada domingo de cuaresma iré a predicar a Brighton; el 18 y 19 de marzo en París, pero para regresar inmediatamente a Londres. El domingo pasado tuvimos una enorme muchedumbre en nuestra capilla. Allí vestí el santo hábito a un novicio y pronuncié un sermón en inglés, que tan difícil es. Adiós, hasta las fiestas de Pascua. ¡Buena Cuaresma!, y amor al religioso silencio de la soledad, a fin de que Jesús hable a nuestros corazones».

«En lo que a mí se refiere, escribía a otra persona (8-III-1863), me hallo lo bastante bien de salud para poder observar nuestra cuaresma, a pesar de tener un ministerio incesante, predicando tan pronto en inglés como en francés o alemán, y debiendo confesar además a mucha gente en las tres lenguas distintas. El buen Jesús empieza a recompensarme con alegrías y consuelos. Déle usted las gracias por varias abjuraciones de protestantes».

Primeras comuniones

El cardenal Wiseman le había encargado al padre Hermann todas las asociaciones eucarísticas de Londres. Pero este nuevo peso no parecía agobiarle.

«Todo lo que me da oportunidad para ocuparme en la Eucaristía me es queridísimo, decía, y el Cardenal ha adivinado muy bien mi aliciente».

Se consagró, pues, a las primeras comuniones, que venían haciéndose aisladamente y sin solemnidad. Reunió a las niñas en la capilla de las Hermanas, y a los niños en la del Carmelo. Explicó el catecismo, como en Francia, e hizo preceder la primera comunión de un corto retiro espiritual. El mismo Cardenal fue a bendecir a niños y niñas. Todo esto hizo mucho bien, y más de un protestante debió su conversión a la emoción de aquellas primeras comuniones.

En la Adoración Nocturna de París

El Cardenal había nombrado examinador de su clero al Padre, y quiso que le predicara los retiros. Tantos y tan diversos trabajos lo agotaron y cayó enfermo durante el verano.

Pero ya restablecido, va a París para predicar el retiro a la Adoración Nocturna en la iglesia de Santo Tomás de Aquino. El domingo de la infraoctava del Corpus, da la comunión a más de setecientos hombres, que se encuentran de nuevo por la noche en la procesión. El nuncio Chigi, que presidía la ceremonia, estaba conmovido. Y también el padre Hermann:

«Hoy, exclamaba, la Eucaristía, este sol del alma, ya no se pone en París desde la primera hasta la última noche del ciclo». Y a su regreso a Londres escribía: «He vuelto de París saturado aún del perfume de la hermosa jornada, el domingo de Corpus. Pero el buen Jesús me ha hecho pagar los gozos que tanto me han alegrado. En la travesía me he puesto enfermo, muy enfermo, por quince días, con fiebre gástrica... Sin embargo, no he perdido ni un solo día la santa misa».

Adoración Nocturna en Londres

El 6 de agosto de 1863, día en que se cumplía un año de su llegada a Londres, la Adoración Nocturna celebraba su primera vigilia:

«¡Feliz noticia! La Adoración Nocturna ha empezado en Londres. Acabamos de pasar la noche ante el Santísimo Sacramento, expuesto en nuestra capilla de Kensington. Estoy poseído de una inmensa alegría, y ruego que la Asociación de París dé gracias a Jesucristo por el feliz éxito de nuestro nacimiento»... «La noche de la fiesta de la Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor, escribe a otra persona, nuestros corazones han repetido infinidad de veces con dulzura: "¡Señor Jesús! ¡Ah, qué agradable es estar aquí!"... La noche se ha deslizado más rápida que un instante».

El padre Hermann cuenta personalmente en el congreso de Malinas los motivos que tenía para alegrarse de este acontecimiento.

«Ustedes lo saben, señores: el Dios de la Eucaristía es, desgraciadamente, hasta en los países católicos, con demasiada frecuencia el Dios desconocido, el Dios abandonado, y sólo una ínfima minoría acude a dar pública satisfacción por la ingratitud de la inmensa mayoría de los católicos.

«Pero, más aún, en Inglaterra la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía se había convertido desde hace tres siglos en objeto especial de ultrajes y blasfemias. En aquel país se halla cumplida la profecía: saturabitur opprobriis, le hartarán de oprobios [Lamentaciones 3,30].

«Pues bien, cuando en esta Babilonia, en la que se agitan día y noche más de tres millones de hombres -unos ignorando este dulce misterio de amor, otros blasfemándolo-, el sacerdote puede conseguir levantar una nueva morada al Dios de amor y formarle allí mismo, en el centro de la abominable sentina, que propaga la corrupción por el mundo entero, una reunión de benditos adoradores, les digo, señores, que hay allí por ese culto de la Eucaristía, ya tan tierno de por sí, circunstancias aún más conmovedoras y, si me permiten la expresión, un aparato escénico que aumenta infinitamente la santa sensación de la presencia de Jesucristo. Nuestra fe experimenta entonces algo más íntimo, más grande y penetrante. Siente que las pruebas de amor consuelan a este buen Maestro que las recibe, el cual también derramó su sangre por estos millones de hombres y les tiende en vano los brazos para estrecharlos sobre su corazón de amigo y Salvador... Y entonces, cada acto de adoración que sube hacia el altar se convierte al mismo tiempo en enérgica profesión de fe y de amor contra tres siglos de ceguera voluntaria y de odio sacrílego.

«¿Lo creerán, señores? Ya tenemos siete casas de Adoración perpetua en plena actividad en Inglaterra. Excepto una, las demás son de creación reciente. En esto la proporción está también en favor de Londres, que posee dos de ellas.

«La oración de las Cuarenta Horas se celebra durante toda la cuaresma. Cada iglesia tiene su Estación dos días enteros, y así el clero como los fieles pugnan por solemnizar con el mayor esplendor posible los días y noches de adoración.

«Hemos fundado también la Adoración Nocturna para hombres, que se celebra varias veces al mes durante el año, y tales noches de amor seráfico -en las que gran número de convertidos ruegan por la conversión de sus hermanos ante la sagrada Eucaristía expuesta- se celebran con un fervor que no puede ser más edificante» (Disc. del P. Hermann, Prior del Carmelo de Londres, 3-IX-1864, en el Congreso de Malinas; cf. El Catolicismo en Inglaterra, París 1864).

La Adoración Nocturna inglesa, habiendo aceptado el reglamento y la organización de la de París, le añadió algunos ejercicios particulares, tales como ciertos cánticos y rezar oraciones para la conversión de Inglaterra. Se celebra una vez por semana, cada miércoles por la noche, y, a pesar del celo de los católicos ingleses, se desarrolla lentamente.

«La Adoración Nocturna encuentra serios obstáculos en el carácter, costumbres e ideas de este pueblo esencialmente dado a las comodidades materiales, y en el que el respeto de las desigualdades sociales hace muy difícil la fusión de las diferentes clases de la sociedad. Si un inglés de alta alcurnia necesita tener una virtud casi heroica para pasar parte de una noche descansando sobre un colchón duro en exceso, junto a un obrero o al lado de un pequeño comerciante, a éstos no les cuesta menos hallarse en un mismo pie de igualdad tan completa con el gran señor. Los religiosos Carmelitas toman parte en la Adoración Nocturna, y su presencia da a las noches particular fisonomía, pues a medianoche el gran oficio de maitines y laudes de los Padres realza la solemnidad de los ejercicios, y de la una y media a las cinco siempre hay dos Carmelitas al pie del altar, prontos a llenar los vacíos, si el número de adoradores no fuese bastante. Estas noches fervientes, al igual que aquí, son un manantial de vocaciones religiosas, y es ya considerable el provecho que han producido en las almas» (Memoria de la Adoración Nocturna, leída en la iglesia de Sto. Tomás de Aquino, 30-V-1869).

Nuevo convento

El Carmelo de Londres creció en número de religiosos y en amistades, y pronto la casa resultaba demasiado pequeña. En la vecindad había una casa grande con jardín, pero pertenecía a un inglés octogenario, el señor S. Bird, lleno de prejuicios contra el catolicismo.

El padre Hermann, después de rogar a Dios, confía el asunto a san José, va resueltamente a encontrar a nuestro hombre y le propone alquilarle la casa para hospedar a sus hermanos. Y mister Bird, maravillado de hallar un fraile tan agradable y de tan buenos modales, aceptó sin ninguna objeción.

Pronto se hicieron las acomodaciones necesarias, y el mismo día de santa Teresa los Carmelitas tomaban posesión del nuevo monasterio. Las ceremonias de inauguración continuaron por la tarde con una hermosa procesión por el jardín, y en ella varios hombres llevaron la imagen de la Santísima Virgen. Y como el jardín no estaba separado de la calle más que por una verja de hierro, los transeúntes pudieron ver aquel día lo que en verdad podría decirse el primer culto público que recibía en la anglicana Inglaterra desde hacía tres siglos.

El cariño al Carmelo crecía entre los católicos, que les ayudaban cada vez más con sus limosnas y con las diarias provisiones necesarias. Pero también crecía el odio de los sectarios, y se vio varias veces al pueblo aglomerarse alrededor del convento, lanzar gritos de odio y romper a pedradas los cristales de las ventanas. El Padre entonces recurría a las autoridades, que nunca le regatearon el apoyo.

Asiste a condenados a muerte

Un suceso puso de relieve en ese tiempo la abnegación de los Padres y les dio ocasión de mostrar en público los signos de nuestra santa religión. El Padre lo cuenta:

«En el mes de febrero fui llamado a la cárcel de Newgate, pues ocho marineros católicos, uno de los cuales era natural de España y los demás de las islas Filipinas, estaban encarcelados acusados de haber realizado actos de piratería y varios asesinatos.

«Dudo, señores, que haya hoy día un solo país católico en el que los oficiales de una cárcel acojan al sacerdote con los miramientos con que fui recibido en Londres y que debo elogiar.

«Si pudimos cada día pasar largas horas en compañía de los presos, fue gracias a la extrema cortesía de que hizo gala el gobernador (protestante) de Newgate, que nos conmovió profundamente.

«Afortunadamente, el Maestro de novicios de nuestro Carmelo era español (cuya lengua era la común que los presos comprendían), y así, durante más de un mes, pudo ejercer su celoso apostolado con aquellos infortunados.

«Seis fueron condenados a la horca, con un séptimo compañero que era griego cismático. La pena la debían padecer en el patíbulo de Old-Baily.

«Ahora bien, señores -lo diremos para gloria de nuestra divina religión-: durante los quince días que iban de la sentencia a la ejecución, la fe convirtió a estos lobos en corderos; sí, señores, en corderos que se resignaban, sin exhalar ni una sola queja, a ofrecer a Dios el sacrificio de su vida. Y lo que probaba su conversión, era el ardor con que, los que se confesaban culpables, reclamaban contra la sentencia de dos de sus compañeros, cuya inocencia proclamaban. En efecto, lograron con nuestra ayuda que se indultara a estos dos, de modo que sólo cinco, cuatro de los cuales eran católicos, debían subir al cadalso el 22 de febrero.

«¡Ah, si ustedes, señores, los hubiesen visto recibir, algunos días antes, la sagrada comunión en sus celdas de condenados a muerte, se habrían ustedes conmovido, contemplando el santo gozo que les rebosaba!

«¡Y cuando se piensa que hace treinta y cinco años tal cosa hubiera sido imposible en Inglaterra! ¡Imposible entonces a los presos católicos que pudieran recibir los sacramentos de su religión!...

«El mismo día de la ejecución, antes del alba, tres sacerdotes, provistos de un salvoconducto, atravesaban la incontable muchedumbre que durante toda la noche había estado esperando en las calles vecinas de la cárcel para disfrutar del más atroz de los espectáculos... Se estimaba en 30.000 el número de los curiosos.

«Señores, puesto que estoy aquí hablando a cristianos de fe viva, díganme lo que hubo de sentir el sacerdote cuando, pasando por en medio de esta muchedumbre, llevaba, oculto bajo el traje, al Dios de la Eucaristía... a Jesucristo, que, antes que el verdugo, quería tomar posesión de los reos...

«Es probable que los carceleros no supieran cuál era el tesoro misterioso que con nosotros entraba en la cárcel, ya que en Inglaterra no llevamos el santo Viático ostensiblemente; pero si los oficiales de la cárcel no se arrodillaban a nuestro paso, puedo decir, sin embargo, que nos recibían con muestras del más religioso respeto, y durante dos horas nos dejaron en cierto modo dueños del terrible recinto.

«Hallamos a los desgraciados reos hincados de rodillas ante el crucifijo. Habían pasado la noche en oración. Cuando recibieron el santo Viático, los terrores de la muerte y las horribles angustias del suplicio ignominioso que les esperaba a algunos ;minutos de distancia... desaparecieron ante el esplendor de la vida divina que Jesús acababa de darles en el abrazo eucarístico. Jamás, en los trece años que llevo de sacerdote, he experimentado de modo tan sorprendente la eficacia del poder de la Eucaristía y del sacerdocio.

«Durante estas dos largas horas de agonía, sus almas se alzaban constantemente por las regiones en las que ya no hay ni luto ni lágrimas, y mientras los gritos siniestros de la muchedumbre, impaciente de cebarse en el espectáculo del suplicio de los jóvenes reos, se dejaban oír por entre los muros de la prisión y me causaban terror, ellos no nos hablaban más que de la paz que experimentaban, de la felicidad que habían tenido de ser perdonados por Dios, de la brevedad de la expiación, comparada con la grandeza de sus ofensas, y de la esperanza de ver pronto a Dios para siempre...

«Entonces los exhorté a tener confianza en la Santísima Virgen María. ¡Qué dulce había sido su amor por ellos al cubrirlos con su santo escapulario, y al prometerles que todos los que muriesen revestidos con él se librarían del fuego del infierno!

«Pero, ¿no les arrancarán esta prenda de salvación en el instante del terrible revestimiento de los reos? "¡Padre!, me dice uno de ellos, ¡consiga que podamos conservar sobre nosotros el crucifijo, el Rosario y el santo escapulario!"

«En este instante, el Gran Sherif me mandó a buscar y acudí a su despacho. Se informó del estado de los presos, si estaban muy exasperados, violentos y furiosos. Y cuando le hube contestado que jamás había visto hombres, a la hora de la muerte, más resignados a hacer el sacrificio de la vida, el Sherif me preguntó:

-¿Desean algo que yo pueda otorgarles?

-Tres gracias, le dije: la primera, que puedan llevar encima los signos de su fe.

-Consiento de buena gana en ello.

-Desean también que sus confesores los acompañen al lugar del suplicio. (He de advertirles que se me había notificado la víspera que nuestro ministerio debía terminarse antes de que los reos subieran al cadalso). Por eso fue grande mi satisfacción cuando el Gran Sherif respondió:

-Dígales que ustedes los acompañarán.

-Finalmente, piden que se les permita despedirse mutuamente unos de otros... Consuelo que les fue concedido también.

«Entonces empezó una escena que jamás olvidaré, escena que arrancó lágrimas no sólamente a aquellos hombres que iban a morir y a nosotros, que nos habíamos convertido en sus padres en Jesucristo, sino también a los carceleros y hasta al gobernador de la cárcel, presente en la entrevista...

«Imagínense ustedes a aquellos jóvenes, de los cuales el de más edad tenía apenas veintiseis años, casi todos de una raza poco menos que salvaje, convictos y confesos de crímenes de una crueldad atroz... No obstante todo eso, ¡qué cambiados estaban!

«Caen de rodillas uno ante el otro, pidiéndose perdón mutuamente, echándose en los brazos unos contra otros, sollozando y mostrándose el cielo diciendo: "¡Hasta la vista, hermano! ¡Hasta vernos muy pronto!"

«Uno de ellos, el español, que en el juicio había comparecido como el instigador de la revuelta, exclamó con entusiasmo: "¡Soy feliz! Dentro de media hora estaré en presencia del buen Dios". Era el mismo que a la primera visita del sacerdote español había dicho: "¡Ah! ¡Ahora que tengo a un sacerdote de mi nación junto a mí, ya no temo morir!"

«Era menester separarse. El gobernador me encargó que les preguntara si estaban contentos.

-Una cosa nos falta aún, dijeron: quisiéramos abrazar también a nuestros camaradas indultados. Mas, vamos a carecer de tiempo... ¡No importa!

«El gobernador estaba visiblemente emocionado: "Vaya usted mismo a buscarlos, me dijo". Y los guardias, extrañados, se vieron obligados a abrirme las puerta de los otros presos.

«Cuando los hube conducido junto a los que iban a morir, algo de misterioso pasó entre ellos. "¡Dios lo sabe, Dios lo sabe todo!", exclamó uno de ellos, y esta despedida fue aún más desgarradora que la primera... En este instante el reloj de la torre dio la horas. De rodillas recibieron una última absolución. Debo pasar rápido sobre otros detalles.

«El más joven, Francisco, que apenas había cumplido veinte años, había subido ya la fatal escalera, cuando me dijo en castellano: "¡Padre, Padre, no me deje usted!" Sin perder momento me adelanté a los demás condenados y me hallé sobre el entarimado del cadalso en presencia de 30.000 espectadores, varios de los cuales (y hasta damas de la aristocracia) habían pagado más de mil francos para obtener un sitio en cualquier ventana...

«Parecido al mugido de las olas del Océano, el sordo murmullo de la muchedumbre resonó en mis oídos. Daba por seguro que la vista del sacerdote, que la estola y la tonsura daban a conocer como papista, levantaría un torrente de imprecaciones y amenazas en este barrio de la ciudad, en que el odio contra los católicos había llevado cien veces al populacho a los excesos más execrables...

«Otros dos sacerdotes se hallaban a mi lado sobre el cadalso. Los reos, ante nosotros, estaban colocados bajo las cinco horcas, que se habían dispuesto en una sola hilera. Podíanse ver el rosario, la cruz y el escapulario colgados al cuello de cada reo. Pero ni una sola palabra hostil se dejó oír entre la multitud. Apenas se nos hubo divisado cuando el grito: "¡Quítense el sombrero!" resonó de un extremo a otro, y las 30.000 cabezas se descubrieron...

«En cuanto a nosotros, solícitos en torno a nuestros penitentes, les exhortábamos a que hicieran actos de fe, esperanza, caridad y de contrición. Les dábamos a besar nuestro crucifijo y les exhortábamos a que invocasen en alta voz el nombre de Jesús y de María.

«Pero he aquí que López, el español, con un esfuerzo sobrehumano, rompe las cuerdas que le ataban los brazos. ¿Con qué objeto? Para hacer el signo de nuestra redención sobre sí mismo. En un abrir y cerrar de ojos levanta con la mano la cogulla con que el verdugo les había tapado la cara, y se persigna en la frente, los labios y el corazón. Luego, con un gesto elocuente, golpeándose tres veces el pecho, dice a la multitud la única palabra inglesa que había aprendido: "¡Perdón, perdón, perdón!"

«Entonces un grito unánime de entusiasta aprobación se eleva de la multitud que aplaude. Pero en el mismo instante, a ras de nuestros pies, el escotillón del entarimado se abre, desaparece... Y los cinco ajusticiados quedan suspendidos.

«No tuvieron ni tiempo de padecer. La asfixia les hizo perder inmediatamente el conocimiento. Entonces el Gran Sherif, de pie en la escalera, nos toca con su vara: hay que bajar del cadalso. El Padre español se ve obligado a arrancar el crucifijo de los labios de su penitente, porque la boca de éste está todavía pegada al mismo...

«Llegado al pie de la escala, el buen padre José se desploma sobre sí mismo, deja caer la cabeza entre sus manos, rompe en sollozos y me dice: "¡Ah! ¡Me han arrebatado a mis hijos!" En efecto, ¡nadie sino él los había engendrado en Jesucristo!

«Los magistrados se acercaron entonces para invitarnos a que descansáramos en las habitaciones del gobernador. Allí nos hicieron diversas preguntas respecto a los últimos sentimientos de los pobres jóvenes ajusticiados, y manifestándonos honrosa estima, ordenaron a dos oficiales de policía que nos acompañasen.

«Pero esta escolta era una precaución inútil, ya que por todas partes, a nuestro paso por entre la multitud, no recogimos más que demostraciones de respeto.

«El diario The Times, al dar cuenta de la quíntuple ejecución, observa que, cuando se inspeccionaron por la tarde los cadáveres de los ahorcados, sorprendió ver que las facciones de varios de ellos, contra el efecto ordinario del suplicio, no se habían alterado en nada. Se encontró a cuatro cuya fisonomía se había conservado tranquila, como si reposaran en apacible sueño (as if in a gentle sleep: como si estuvieran dormidos); mientras que el rostro del quinto había quedado desfigurado a consecuencia de las horribles contorsiones del suplicio.

«El mismo diario da el nombre de este último. Era el único que no había hecho profesión de fe católica...

«En cuanto a los demás, la Eucaristía los había como embalsamado. El divino Sacramento, al mismo tiempo que les conservaba las almas para la vida eterna, les había preservado la cara, espejo del alma, de la desfiguración...

«Transportémonos ahora a cuarenta años atrás. Imaginemos este mismo suplicio en Londres, antes de la emancipación de los católicos. Supongamos que estos desgraciados padezcan la pena capital sin la asistencia del sacerdote. ¿No hubieran muerto como réprobos? Ya que, al fin, sus sentimientos religiosos dataron de la primera visita del Padre español...

«Hace cuarenta años, ningún sacerdote hubiera logrado llegar hasta ellos. Hace cuarenta años, ningún reo en Londres hubiera podido armarse y confortarse con el Pan de los fuertes, con el Pan celestial, y en aquella época el populacho de Londres no habría tolerado la presencia de un sacerdote católico junto al paciente en el cadalso de Old Baily» (Disc. ya citado del P. Hermann en Malinas).

L'Indépendence Belge

y la compra del convento

El discurso de Malinas en 1864 había de tener para los Padres un efecto inesperado, pues un periódico ruin, L’Indépendence Belge, tomó pie del mismo para injuriar al padre Hermann. Cegado por el odio, llegó a calificarle de músico mediocre, que tocaba continuamente la misma fuga, lo mismo que siempre predicaba el mismo sermón. The Times se apresuró a reproducir dicho artículo.

Como hemos dicho antes, los Carmelitas habían alquilado la casa del señor Bird, pero querían adquirir en propiedad dicha casa. El propietario sentía cierta repulsión a cederles el inmueble, sabiendo que se destinaba a un fin católico. No rehusaba la petición, pero buscaba por todos los medios dar largas al asunto. Los religiosos empezaban a desconfiar y se preguntaban con inquietud cómo podrían establecerse definitivamente en Londres, pues no hallaban facilidad alguna para adquirir una casa adecuada.

En este estado de cosas, el artículo de L’Indépendence Belge, traducido por The Times, cayó en manos del señor Bird. Su lectura le hizo pensar: «Ciertamente, un hombre a quien se trata de tal manera debe de valer algo». E inmediatamente mandó recado al padre Hermann, que atravesando la calle, llegó al instante.

«¡Ah, ah, Padre -dijo sonriendo el señor Bird apenas le vio, mostrándole The Times-; escriben cosas preciosas de usted en el diario!». Y añadió en seguida: «Le he llamado porque hoy tengo yo mucha más prisa de venderle la casa que seguramente tendrá usted de comprarla. No es que tenga necesidad de dinero: mis hijos, gracias a Dios, tendrán una herencia bastante aceptable aún. Pero la lectura de este diario me ha hecho a ustedes tan simpáticos, que quiero proceder inmediatamente y terminarlo todo con usted desde ahora. ¿Quién sabe? Quizás más tarde sería capaz de cambiar de opinión».

En seguida, pues, los carmelitas quedaron propietarios de la finca, que comprendía la casa y el vasto jardín, en el que se proponían levantar una iglesia, según comunicaba entonces a sus lectores el Bien Public, diario de Bruselas, que añadía irónicamente por su cuenta:

«Pasamos la noticia a L’Indépendence Belge, que no querrá detenerse en el camino tan bueno que ha emprendido, sabiendo que sólo el primer paso es difícil. Perge quod coepisti! ¡Termina lo que iniciaste!

«No es de presumir, ni siquiera de desear, que abra una suscripción en sus oficinas. Pero sí diré al autor de aquel artículo en cuestión: "Sea usted lo bastante bondadoso, caballero, para tomar de nuevo su pluma malévola. Ya tenemos el convento. ¡Gracias! ¡Ahora, por amor de Dios, una limosna para la iglesia!"» (citado por Le Monde 9-XI-1864).

Siguen sus obras y trabajos

Por la misma época el padre Hermann daba cuenta de sus obras en una carta íntima:

«Tendría para un gran libro si quisiera contarle las misericordias de Jesús. Hemos establecido la Acción de gracias... La procesión del escapulario junta cada mes a muchos fieles. La Adoración Nocturna aumenta en número y en fervor. El Cardenal nos ha pedido que fundemos una devoción en favor de las almas del purgatorio. Hemos logrado adquirir la casa en Londres y esperamos edificar una iglesia en el jardín».

Confió a san José que completase la obra con la iglesia.

«José, escribía a una de sus penitentes, estará contento al enterarse de que la semana última, en la octava de santa Teresa, cerramos el trato para la adquisición de nuestra casa de Kensington-London. Ahora podemos decir sin faltar a la verdad que la Orden está fundada en Inglaterra, puesto que hay un pedazo de tierra en que el Carmelo está en casa propia... Deo gratias! Sería necesario ahora construir una iglesia en el jardín... Diga usted una palabra a san José, al oído, bajito... ¿Por qué no? Ha hecho ya otras. ¡Vivan Jesús y María!»

La iglesia se construyó, y el 13 de agosto de 1866 el Padre escribía a su hermana:

«Las fiestas para la inauguración han sido espléndidas, gozosas y concurridísimas. Tenemos una hermosa iglesia, un órgano excelente de Cavaillé y... muchas deudas. Pero esto incumbe a nuestro Padre san José».

Había ido personalmente a Burdeos para buscar las reliquias de san Simón Stock, patrón de su convento, y el recibimiento de las reliquias dio lugar a la celebración de fiestas solemnes.

¿Cómo seguir ahora al padre Hermann en todos sus viajes apostólicos? Sucesivamente se le oye en los púlpitos de Irlanda, Escocia, Francia, Bélgica y Prusia. Y sin embargo, ninguna de las obras que ha fundado o emprendido en Inglaterra está en suspenso. Humanamente hablando, difícilmente se explica tal actividad, pues era superior a las fuerzas del temperamento más sólidamente constituido.

A menudo se sentía enfermo; pero llegado el día y la hora, cuando había que predicar o emprender un viaje por la gloria de Dios, parecía resucitar de repente, se ponía en camino, predicaba el sermón, y con frecuencia, le volvían de nuevo a su regreso los mismos padecimientos que tenía al salir.

En el mes de febrero de 1865 predicó una misión en Altona, cerca de Hamburgo, su país natal, con motivo de la fiesta de san Anscario. Su familia fue a reunirse con él, y esta reconciliación le produjo santas y grandes alegrías.

La reina María Amelia

Tan pronto como regresa a Londres, empieza las predicaciones cuaresmales. Por este tiempo la reina María Amelia*, cuyas virtudes y desgracias la han hecho digna de todos los respetos, habitaba el castillo de Clarendon. Correspondiendo a los deseos de la augusta señora, desde 1863 los carmelitas solían predicar la cuaresma en aquella residencia, y con frecuencia eran llamados también durante el año.

*[María Amelia de Borbón-Dos Sicilias (1782-1866), hija de Fernando I de Nápoles y viuda de Luis Felipe I de Orléans, rey de los franceses entre 1830 y 1848].

La reina sentía profunda veneración por el padre Hermann. Y la cuaresma de 1865, la última que vivió, fue predicada por el Padre, quien, a pesar de esta labor añadida, predicaba también en la iglesia del convento. María Amelia bordó con sus propias manos una casulla para la iglesia de los carmelitas, y obsequió al Padre una edición francesa de los santos Evangelios, con una dedicatoria suya llena de agradecimiento.

Deja el priorato de Londres

Agotado el padre Herman en medio de sus trabajos, resucita con Nuestro Señor en la Pascua, y viaja a Francia para dar ejercicios espirituales a unas religiosas de Mans. El 16 de mayo está de vuelta en Londres, predica en la fiesta titular de la capilla del convento. Por fin, el 27 de mayo de 1865, entrega con inmensa satisfacción su autoridad de Prior al padre José-Luis.

Su última obra como Prior había sido la de hacer excavar los cimientos de la iglesia cuya primera piedra colocaba Monseñor Manning*, sucesor del cardenal Wiseman, el 16 de julio de 1865, estando presente el padre Domingo, restaurador del Carmelo en Francia, y entonces Superior General de la Orden.

*[Henry Edward Manning (1808-1892), pastor anglicano convertido en 1851 al catolicismo, fue Cardenal-arzobispo de Westminster y primado de Inglaterra. Trabajó mucho por los más pobres y por la infalibilidad pontificia en el Vaticano I].

Berlín

Descargado de la responsabilidad del Priorato, el padre Hermann continuó la vida apostólica de siempre. Predica el octavario de santa Teresa en Rennes y en seguida el adviento en Berlín*.

*[Antes de ir a Berlín, Hermann visita el noviciado de las Hermanitas de los Pobres en Saint-Pern. Y a ruegos de la fundadora, la beata Juana Jugan -sor María de la Cruz-, cantó con todo agrado para las novicias un cántico suyo a la Eucaristía (Dom Beaurin, 315)].

En Berlín predicó en alemán y en francés:

«Aquí, escribe, tengo auditorios de cuatro mil personas. Todo anuncia una rica cosecha. Ore y haga orar en Nuestra Señora de las Victorias por la fiesta de Berlin».

Dios bendijo su celo y el éxito fue muy grande. Los periódicos religiosos afirmaron que el Padre, en la clausura de unos ejercicios, había distribuido la sagrada comunión a más de siete mil personas. Él mismo cuenta las maravillas de la gracia, operadas por su ministerio:

«Le agradezco las oraciones que usted ha mandado hacer en Nuestra Señora de las Victorias, pues han dado sus frutos, y la misión de Berlín ha sido favorecida con infinitas mercedes. Para darle idea del fervor desplegado por los habitantes de esta ciudad, le diré que dos mil personas (más hombres que mujeres) han recibido de mi mano el santo escapulario. También en Hannover he tenido motivo para bendecir a Jesús por su misericordia y por su ayuda continua en las cosas que he procurado hacer en servicio suyo» (Carta a la Condesa de X***, enero 1866).

Lión

Dijón y luego Lión escuchan con entusiasmo su palabra. En esta última ciudad, en la que había dejado tan hondos recuerdos, todos le rodean y festejan. Parece que con su ausencia ha crecido la veneración que por él se sentía. Pero el Padre sólo piensa en la salud de las almas.

«Señoras, dice al empezar unos ejercicios: Jesús fue la última palabra que les dirigí al dejarlas hace tres años. Jesús será también el primer saludo que salga de mis labios al encontrarme de nuevo en medio de ustedes. Jesús ha sido el lazo con que hemos estado unidos durante esta larga ausencia. Que Él sea hoy el objeto de nuestra reunión. Durante los últimos años pasados, he realizado numerosos viajes, me he ocupado en mucho asuntos, he tratado con muchas almas, y no he aprendido más que una sola cosa, y esta cosa es que todo lo que no es Jesús no es nada».

Después de estos ejercicios predicó un triduo con motivo de la beatificación de sor María de los Ángeles, y la iglesia del Carmen resulta demasiado pequeña para contener a la multitud ávida de oír la voz amiga. Él hizo abrir las puertas, para que su palabra llegara a los oídos de todo el pueblo, silencioso y conmovido.

Pasa revista de todas las asociaciones que fundó hace años. La Acción de gracias, la Orden Tercera y la archicofradía del Carmen reciben sucesivamente sus paternales estímulos. Y antes de dejar esta querida ciudad de Lión, aún quiere defender la causa de los pobres, tendiendo personalmente su mano en su favor después de un sermón, y dejando así al marcharse un testimonio de su amor por los desheredados.

En 1866, el cólera hacía grandes estragos en un barrio de Londres, y allá fue el Padre inmediatamente.

«He asistido, escribe, a un buen número de moribundos, y Dios no me ha juzgado digno de hallar mi fin en esta tarea».

Más viajes apostólicos

En la misma carta, dirigida a una de sus penitentes, habla de un viaje que hizo a Irlanda.

«Recibí su carta, dice, al Sur mismo de Irlanda, en Waterford, en donde hallé con gran gozo mío a un pueblo animado de un espíritu católico tan vivo que cualquiera se creería estar en los tiempos de la primitiva Iglesia. Ayer tenía nueve mil oyentes ¡nunca había visto tan grande fe!».

El Padre continúa perteneciendo al convento de Londres, pero en los años de 1866 y 1867 vive entregado a sus viajes apostólicos. Sucesivamente se le ve en Ruán, Rennes, París, en Prusia, Londres, en Irlanda, en Parayle-Monial, Roma, Geuzot, Rodez, Valencia de Francia, Montélimart, etc. En todas partes predica ejercicios, cuaresmas o sermones de beneficencia: va a todas partes a donde lo llaman.

Vuelve a Londres a fines de 1867, pero pronto deja esta ciudad para ya no volver más a ella. Después de haber predicado el adviento en Ruán, se dirige a Broussey, en donde se considera feliz al poder descansar algunas semanas en el amado convento que le recuerda los felices días del noviciado. Predica la siguiente cuaresma en Berlín, en donde gran multitud se congrega para oírle, con provecho verdaderamente extraordinario.

Se retira al Desierto de Tarasteix

Pero mientras así se afanaba por la salvación de los demás, pensaba también en la suya, y más que nunca aspiraba a la vida silenciosa y solitaria del Desierto de Tarasteix.

Sus anhelos iban a verse satisfechos, y el 11 de abril de 1868 escribe desde Berlín al Prior de Londres:

«A nuestro muy Rdo. padre Prior: Alleluia! Surrexit Dominus vere, alleluia!

«He recibido un telegrama de nuestro muy Reverendo Padre General, en el que me dice que pertenezco desde ahora a la provincia de Aquitania. Al dejar de formar parte de su comunidad, creo un deber para mí agradecer vivamente a Vuestra Reverencia toda la caridad de que ha hecho gala para conmigo, y pedir perdón por tantas faltas como he cometido. Del mismo modo hago extensivo mi agradecimiento a todos los Padres y Hermanos, así como mi profundo sentimiento por haberlos tan a menudo mal edificado y mortificado con mi detestable carácter. Tengo esperanza de que Vuestra Reverencia y los religiosos rogarán a Jesús Nuestro Señor para que me perdone y me convierta...

«La estación ha terminado con satisfacción de las personas a quienes he visitado. Mi salud es buena... De nuevo repito: ¡felices fiestas! Mañana parto para Posen... ¡Déme su bendición!»

Por fin el padre Hermann parte hacia la paz del Desierto.