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Conversión de un sobrino
En medio de todos esos trabajos, que Dios bendice con numerosas vueltas a la gracia y notables conversiones, el padre Hermann tuvo un gozo inmenso: administraba el bautismo al hijo de su hermana en la capilla de los religiosos del Santísimo Sacramento.
«Este 14 de octubre de 1856 -escribe un año después a su querido sobrino-, quedará para siempre grabado en mi corazón como uno de los más grandes y hermosos días de mi vida».
Historia de la conversión
Durante el adviento de 1857, el padre Hermann predicaba en Lión, en una reunión de niños que formaban la Asociación del Santo Niño Jesús. En esta institución lionesa, cada niño rico se hermanaba, por así decirlo, con un niño pobre, ya desde la primera comunión, y la unión y ayuda duraba por toda la vida.
En la reunión, presidida por el cardenal De Bonald, se había pedido al padre Hermann que contase la historia de la conversión de un judío. Se conserva hoy escrita de su puño y letra, entre los sermones que dejó escritos.
«Queridos hijos míos: Hace seis años, un niño que tenía entonces siete años, acudió con sus padres, ambos judíos como él, a visitarme al monasterio de los Carmelitas, cerca de la ciudad de Agen. Era en los días de las hermosas procesiones del Corpus. A este niño se le había inspirado un profundo horror hacia nuestro divino Crucificado.
«La gracia, sin embargo, irradiando con fuerza desde el fondo de la Custodia en que Jesús se digna ocultarse para nuestra felicidad, salió victoriosa de esta alma tan nueva, tan poco acostumbrada a nuestros misterios. Atrajo aquel infantil corazón hacia su amor con tanta vehemencia y suave dulzura, que el niño creyó en la presencia real de Jesucristo en el sacramento de su amor, antes de conocer ninguna otra de las verdades de nuestra divina religión. Además, al cabo de muchos ruegos y súplicas, obtuvo el insigne favor de poder revestirse con los ornamentos de uno de los monaguillos que durante las procesiones del Santísimo Sacramento esparcen flores delante de Jesús-Hostia.
«Arrebatado de gozo y alegría celestiales, después de haber ejercido esta angélica función, corrió hacía su padre: "¡padre mío, qué felicidad! ¿Sabes? Acabo de echar flores al buen Jesús". En boca de este niño judío, aquello era una profesión entera de fe nueva... El padre, temiendo que se hiciera cambiar de religión a su hijo único, en el que había puesto todo su cariño, en lo sucesivo lo vigiló estrechamente, y quiso regresar con él a París, en cuya ciudad residían.
«Pero, antes de que partieran, un dardo victorioso, salido del corazón de la divina Eucaristía, había alcanzado, penetrado, y casi derribado a la joven madre, la había hecho cristiana, y en el más profundo misterio de una noche silenciosa, aquélla había recibido el bautismo y la Eucaristía de las manos sacerdotales de su propio hermano. Al día siguiente el obispo le administraba el sacramento de la confirmación. Entre tanto, nada se había traslucido de este piadoso secreto, y la familia regresó a París sin sospechar que hubiese una cristiana en su seno.
«El pequeño Jorge -que así se llamaba el niño- no pudo olvidar las santas impresiones que su alma había experimentado en aquellas fiestas cristianas. Habló frecuentemente de las mismas a su madre, le hizo preguntas sobre ellas, y ésta, feliz al ver germinar en el alma querida la semilla de luz que le había concedido la gracia, no se hizo rogar para desarrollar en su mente, ávida de ilustración, el conocimiento del Dios de amor, del dulce Jesús que había querido nacer de una hija de Jacob y hacerse hombre para salvar a las ovejas de Israel...
«En efecto, desde este instante, su joven inteligencia y su corazón ardiente no estaban ocupados más que por el pensamiento y el recuerdo de la pequeña Hostia que había herido de amor su pequeño corazón, y cada noche, después de haberse asegurado de que su padre dormía, volvía a abrir los ojos, se ponía a rogar largo tiempo al dulce Niño Jesús y a estudiar bien el catecismo. "¡Jesús mío!, decía, ¿hasta cuándo durará mi ayuno? ¿Cuándo podré, pues, recibirte en la santa comunión y estrecharte en mi corazón?
«Lo que le preocupaba en extremo era el cambio que había observado en su madre desde el viaje al sur de Francia. Le veía otras costumbres, otras maneras de proceder, principios y gustos más severos, y un día le dijo: "Júrame que no estás bautizada, si no creeré que sí lo estás". La madre, turbada, no supo qué responder. "Mamá, lo veo bien, tú eres ya cristiana; pero espero que Jesús nos unirá en una misma religión. Así que te perdono que me hayas precedido; pero, al menos, ¿me habrás aguardado para la primera comunión?" Entonces, conmovida de una emoción, en la que se mezclaba el gozo y el temor, la madre se atrevió a confesar a su hijo que ella recibía al Salvador casi cada mañana... Entonces el niño se puso a llorar a lágrima viva, a sollozar, a echarse al cuello de su madre: «¿por qué no me has esperado? Al menos prométeme tenerme junto a ti cuando Jesús esté en tu corazón, para que pueda abrazar con respeto al divino Niño tan amable... ¡Madrecita querida, te lo suplico!: la próxima vez guárdame algo de tu comunión. Una madre comparte de todo corazón la comida con su hijo". Y el niño se acercaba entonces a su madre y con respeto le besaba los vestidos al lado del corazón...
«Este deseo, queridos hijos míos, duró cuatro años completos. Sería imposible deciros los sacrificios, los esfuerzos que debió hacer el pobre niño para conciliar la obediencia que debía a su padre con la fe viva que sentía. Su preocupación única era hacerse cristiano, aprender a conocer, a amar y a servir a Jesucristo. Fue un largo martirio, ¡un martirio de amor por la sagrada Eucaristía!...
«¡Hijos míos! Quizá no hayáis jamás reflexionado en el inmenso beneficio de haber nacido de padres católicos, de haber recibido el bautismo a vuestro nacimiento, en una ciudad como Lión, en que la luz de la religión brilla con tanto esplendor. Quizá nunca hayáis dado gracias a Jesucristo por haberos hecho hijos de su Iglesia antes de que vuestra razón se abriera a la luz... de haberos admitido al banquete de su amor sin que hayáis encontrado obstáculos en el camino, antes al contrario, hallado siempre santos estímulos...
«Ved a este pobre niño. A los once años asiste a la solemnidad de una primera comunión en su parroquia*... Conoce a Jesús, ama a Jesús y no desea sino a Jesús... Su pequeño corazón arde todo de sed por Jesús... Ve a todos sus compañeros de infancia, amigos suyos, acercarse legítimamente a la santa Mesa, y vedle, a él, cómo se oculta en un rincón oscuro de la iglesia, devorando sus lágrimas, lanzando a todos aquellos felices niños miradas de inconsolable y santa envidia... Jamás vosotros, hijos míos, habéis experimentado semejante sentimiento. Jamás este tesoro, el dulce Jesús, os ha sido negado. No podéis comprender lo que es el deseo de la sagrada comunión cuando todavía se es judío o infiel, pero se está decidido a ser de Jesús. ¡No, jamás habéis sufrido semejante tormento de amor!... ¡Pero desgraciados de vosotros, hijos míos, si la facilidad con que os son distribuidos los tesoros de la gracia y de la salvación os los hace apreciar menos! ¡Desgraciados de vosotros, tres veces desgraciados, si fueseis ingratos o sólo indiferentes por este beneficio que sobrepasa a todos los demás beneficios de Dios!»
*[Era en 1856, en la iglesia de la Trinidad, de la calle de Clichy].
«Algunos meses después de aquella fiesta de parroquia, la madre me escribía que no podía resistir por más tiempo a las lágrimas de su hijo, quien amenazaba con ir a pedir el bautismo al primer sacerdote que pudiera mover a compasión sobre su suerte (y que le habían enterado de que reunía los requisitos indispensables para recibirlo). Se consideraron detenidamente todas las dificultades de su posición con respecto al padre querido, pero para quien la hora de la fe en Jesucristo no había sonado aún, y que se armaba de toda su autoridad para impedir que su hijo se hiciera cristiano.
«Pero el amor de Jesucristo fue más fuerte, y se decidió que yo fuera secretamente a París. ¡Ah, si vosotros lo hubierais visto al niño, cuando entró en la capilla conducido por su madre! Ésta temblaba de que la sorprendieran en aquella piadosa sustracción a la vigilancia paterna. ¡Si vosotros hubierais visto al pequeño Jorge arrodillarse con calma, feliz, fuerte en su resolución, el semblante radiante de santa alegría! ¡Si vosotros hubieseis oído las respuestas que me hacía en el solemne interrogatorio! "¿Qué pides, hijo mío? -El bautismo. -Pero, ¿no sabes que mañana quizás te querrán obligar a que entres en la sinagoga para participar de un culto abolido? -No tema usted nada, tío, abjuro del judaísmo. -Pero, ¿si quisieran con amenazas obligarte a pisotear el crucifijo por odio a nuestra divina religión? -No tenga usted miedo, tío, antes morir. Sin embargo, añadió, si me atasen de pies y manos y si, a pesar de mis gritos y protestas y de mi resistencia, se me llevara a la sinagoga y me colocaran los pies sobre la imagen del crucifijo, ¿habría apostasía, si mi voluntad resistiera? -No, hijo mío; la voluntad sola constituye el pecado. -Entonces, pido el bautismo. ¡Por favor, por favor, concédamelo!
«La ceremonia continuó en medio de la más honda emoción de los concurrentes. Después del bautismo fue la santa Misa, y cuando hube hecho descender y recibido a mi Dios, en la plenitud del agradecimiento, me volví y mostré al feliz niño el objeto de todos sus anhelos, de todos sus deseos. ¡Jamás espectáculo tan enternecedor había herido las miradas de la fe cristiana!... Arrodillado entre su madre y su madrina, recibió el divino beso y acogió en su corazón al dulce Niño Jesús que acudía a llevarle todo el cielo con él... Nada turbó su felicidad, ni siquiera el temor de ser sorprendido por su padre...
«Algunas semanas después, por Todos los Santos, comulgó de nuevo, con la misma alegría, y luego vino la hora de la prueba. Habiéndole su padre presentado un libro, le dijo: "Hagamos oración. -Padre mío, no puedo de ningún modo orar en este libro de los israelitas. -¿Por qué? -Porque soy cristiano, soy católico. -Hijo mío, ¡tú te entregas a un juego cruel! Supongo que no hablas en serio. Además, sabes perfectamente que tu bautismo no sería válido sin el consentimiento de tu padre. -Perdone, padre mío, pero en nuestra religión católica basta tener la edad de la discreción, la fe y la instrucción religiosa para ser bautizado válidamente.
«El padre disimuló al principio la violenta irritación que sentía; pero algunos días después, el 3 de diciembre, se llevaba a su hijo, partía con él y lo conducía a un país protestante, a más de 2.000 kilómetros de su madre. Todos los esfuerzos que se hicieron para descubrir el lugar al que se había relegado al niño fueron completamente inútiles. Se puso en movimiento a todas las autoridades civiles y políticas para buscarlo; pero como se le había colocado bajo nombre supuesto en un pensionado dirigido por protestantes, todas las gestiones hechas no tuvieron éxito.
«La madre se quedó sola... y el niño, como Daniel en el foso de los leones, expuesto a repetidos asaltos para obligarle a renegar de su fe. "¡Quisiera ver a mi madre!, exclamaba a menudo derramando abundantes lágrimas. -La verás de nuevo si abjuras, le replicaban. -¡No! Soy cristiano, soy católico, y prefiero sufrirlo todo antes que renunciar a mi fe.
«Y a pesar de esta heroica fidelidad, escribían a la madre que su hijo había vuelto a las tinieblas del judaísmo. Pero como ella tenía puesta toda su confianza en Jesús, María y José, no lo creyó, y no sabiendo qué hacer sola en París, vino a refugiarse aquí, en Lión, en esta parroquia, en donde fue acogida por la madrina de su hijo. Y no puedo dejar pasar esta ocasión, señor Cardenal, sin manifestarle, al pie del altar, mi filial agradecimiento por la confortación, tan paternalmente bondadosa y frecuente, que el corazón compasivo de Su Eminencia le prodigó. Todos ustedes han visto, señores eclesiásticos de esta iglesia de la parroquia de Ainay, han visto ustedes qué a menudo sus lágrimas caían sobre la santa Mesa, a la que acudía para sacar fuerzas de flaqueza en la recepción del pan de cada día, de Jesús, por cuyo amor se había expuesto a esta cruel separación de su hijo único.
«Otros tres meses pasaron, y una carta venida del fondo de Alemania le decía: "Venga usted; su hijo se halla aquí". Acude con presteza, y después de largo y penoso viaje de más de 2.000 kilómetros, en el momento en que se encuentra con su familia y exclama: "¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?", le contestan: "No volverá usted a ver a su hijo hasta que haya jurado ante Dios que lo educará en la religión judía, y que usted no manifestará por ningún signo exterior la religión católica que usted ha abrazado".
«¿Comprendéis, hijos míos, esta terrible situación? Hemos dejado al pobre niño en la zozobra, en las angustias del foso de los leones. Pero Dios no permitirá que las bestias feroces puedan perjudicarle. Después de algunas semanas de penosa agonía, el corazón del padre se enterneció, y permitió una entrevista, en presencia suya, a condición de que no se hablara para nada de religión*. El hijo se echó al cuello de su madre, ésta lo inundó de lágrimas. No pudieron pronunciar los dulces nombres de Jesús y de María; pero en una carta mi pobre hermana me decía: "No ha podido decirme nada; pero he comprendido, he sentido y estoy segura de que ha permanecido fiel. Sí, he sentido en sus miradas, en sus cariñosos besos, que mi hijo continúa siendo cristiano».
*[La entrevista fue el 11 de mayo de 1857, en Hamburgo, en presencia del padre y en casa de los hermanos del padre Hermann].
«Pero el pobre Jorge se halló de nuevo privado del tesoro por el que había arrostrado toda esta persecución religiosa. Se había hecho cristiano para poder comulgar, y he aquí que, desde Todos los Santos hasta Pascua, una severa vigilancia le ha impedido ir a la iglesia, y se le ha colocado en un pensionado... ¿Sabéis dónde, hijos míos? En una ciudad en que no hay ni un solo sacerdote católico... ¿Podéis imaginaros semejante tortura?... Ha encontrado de nuevo a su madre; pero a su querido Jesús, ¿cuándo lo volverá a ver?...
«Así pasan varios meses. Por fin, un día puede burlar la vigilancia de los que lo guardan y va a jugar a un bosque. Pero no son flores ni mariposas lo que busca. Su mirada inquieta espera a un mensajero del cielo... Un caballero pasa cerca de él y lo mira con visible interés. Ciertamente es él. ¿Sabéis quién era? Era un sacerdote misionero a quien la madre del pequeño Jorge había informado de la situación. Se había vestido de paisano y, como si fuese casualidad, se había ido a pasear al mismo bosque y el feliz niño pudo confesarse por primera vez después del secuestro de que había sido objeto, lo que no había hecho desde hacía ya diez meses. Se confesó en un bosque, a la sombra de un árbol protector...
«Pero esto no bastaba: ¿cómo comulgar? El sacerdote tuvo que pasar de nuevo el río [Elba], que separaba la misión de la que formaba parte, del lugar habitado por el pobre neófito. Oraron, estudiaron el terreno y, por último, algunos días después -el 2 de septiembre último-, el misionero se disfrazó de nuevo, tomó una cajita de plata que contenía al tesoro de los cielos, la santa Hostia, y se embarcó en un vapor, en medio de una multitud ignorante, que no se imaginaba que Jesucristo, hombre verdadero, se hallase oculto sobre el pecho del buen sacerdote. El niño pudo escaparse de la escuela para acudir al aposento de su madre, y allí, en el cuarto en donde habían improvisado un altarcito cubierto de flores y de luces, ambos, de rodillas, esperaron la visita, tan ardientemente deseada, del Salvador Jesús en persona, que les hacía la merced de condescender a visitarles para fortalecerlos en su destierro.
«Por fin, atravesando sin dificultad los riesgos de la peligrosa empresa, el sacerdote llegó con su precioso depósito, y en aquel país sin fe, en aquella ciudad sin sacerdote, sin verdadera Iglesia, y en aquel modesto aposento, el niño pudo por fin cumplir con el precepto pascual y unirse a su Jesús.
«He aquí ahora lo que el niño me escribía algunos días después: "Cuando por la noche me despierto, querido tío, para pensar en todas las gracias que el buen Jesús me ha concedido desde que estoy aquí, lejos de todo socorro religioso, cuando pienso sobre todo en la comunión casi milagrosa que pude hacer en el cuartito de mamá, me pongo a brincar de júbilo en la cama y muerdo la manta de la misma en el arrebato de mi agradecimiento".
«Algunos meses después, me escribía de nuevo: "Estamos en vísperas de Navidad, y en la proximidad de tan solemne fiesta la vigilancia redobla para impedir que reciba a mi Dios. ¡Ah! ¡Deberé pasar estas hermosas fiestas en ayuno doloroso, privado del Pan de vida! Ruegue al santo Niño Jesús que este ayuno mío acabe pronto. He de ser bueno y sensato para resarcir a mamá de que no pueda hallarse en Lión mientras usted predica en Ainay".
«De modo que, en este instante, queridos hijos míos, a la misma hora en que os hablo, este querido niño piensa en nosotros; a más de 2.000 kilómetros de aquí, está unido espiritualmente con nosotros, y rogaremos al Niño Jesús que le conceda la gracia de ir pronto a consolarlo con la santa comunión».
Así terminó el conmovedor relato que hizo el padre Hermann. El niño fue devuelto a su madre, y ya no se han separado jamás hasta hoy.
Cartas al sobrino
En cuanto al padre Hermann, no pudo ver de nuevo a aquel hijo de su corazón y de su fe hasta el año de 1859, es decir, tres años después de haberlo bautizado, y sólo unos instantes. Pero no ha cesado de animarlo con sus cartas. En una le dice que dé gracias
«al divino Salvador, que se digna enriquecernos con la fe y la perseverancia: dos gracias tan excelsas que todas las buenas obras de todos los santos y mártires no podrían merecerlas, ya que son dos dones absolutamente gratuitos, sin previsión de nuestros méritos, dones que el Señor ha sacado de los tesoros de su misericordia y predestinación» (14-X-1869).
«Veo ante mí, le había escrito en otra ocasión, el altar del número 114 de la calle del Infierno*, en el que te hice cristiano y te di a Jesús-Eucaristía... Lazos indisolubles son éstos, ¿no es verdad?, emociones profundas, que no se borran jamás. ¡Oh, no, jamás, jamás olvidemos lo que Jesús y María han hecho por nosotros!» (23-XII-1865).
*[Capilla de los religiosos del Santísimo Sacramento].
No se limita el padre Hermann a exhortarle a que se muestre agradecido para con Dios; quiere además hacer de su sobrino un apóstol, un auxiliar en la obra que ha emprendido de conducir a toda su familia al catolicismo.
«Tengo empeño, le escribe, en que mantengas con tus demás tíos relaciones afectuosísimas, íntimas, para que, en un momento dado, una palabra tuya pueda llevarles el bien al alma. ¡Tienen tanta necesidad de ello! Estando continuamente atareados con sus negocios, no gozan de la dulce paz en que Dios se hace sentir y oír del alma... Con esto te confío una misión en la que, claro está, debes evitar todo lo que pueda asemejarse a proselitismo. Querido mío; en cualquiera que sea la situación en que nos hallemos, debemos trabajar al servicio de Jesucristo, en esparcir el buen olor de Jesús, en extender su reino y en salvar las almas. Sólo que un joven seglar como tú necesita obrar con cautela y tomar precauciones y, por decirlo así, disimular su juego con mucha prudencia. Pero, en nuestro siglo, los seglares tienen más influencia en las almas que los mismos eclesiásticos, y las conversiones que conozco hechas por seglares son innumerables».
Incluso le añade que tuvo más intervención de lo que supone en la conversión de su tío Alberto (carta, Tarasteix 25-III s/a). En efecto, Alberto Cohen le había comentado a su hermano Hermann, hablando del niño Jorge: «una religión que tanta fuerza de ánimo da a un niño debe ser divina, y por esta razón quiero ser católico».
Cartas a otros familiares
Y así fue. Dios concedió al padre Hermann la alegría de ver que su hermano mayor renunciaba al judaísmo. Le había administrado el bautismo el 1 de mayo de 1862 en la iglesia provisional de Hamburgo. Y el entusiasta converso, para agradecer el don que había recibido, mandó edificar casi totalmente a su costa la iglesia actual católica de Hamburgo. Esta ciudad, en la que ni siquiera había un solo cura católico en 1857, debe, sin duda, a la familia del padre Hermann la gracia inapreciable de tener actualmente iglesia y sacerdotes católicos. Por eso el Padre escribía desde Londres (1862) a su querido hermano:
«Quisiera deshacerme en acción de gracias y en admiración por las grandes misericordias de Dios sobre nuestra familia».
Hemos tenido oportunidad de leer varias cartas escritas a su hermano mayor Alberto, a la cuñada y a los hijos de ambos, todas ellas plenas de afecto, e inspiradas por el amor divino y la fe más pura. Cuando María, la hija mayor, se preparaba para la primera comunión, el padre Hermann supo comunicarle conmovedoras exhortaciones y fuertes estímulos. Es admirable, sin duda, que en medio de tantos trabajos, predicaciones y viajes, tuviera aún tiempo de escribir con tanta extensión a sus sobrinos. Pero él quería siempre incitarles a las virtudes más elevadas, quería precaverlos contra los peligros propios de su edad, especialmente en las vacaciones, y pretendía inspirarles el más ardiente amor hacia Dios y la fe más viva. Y su celo le permitía llegar a todo. La última vez que vio reunida a toda su querida familia, fue en el Sagrado Corazón de Blumenthal, cerca de Aquisgrán, en 1870, cuando administró la primera comunión a su sobrina.
Muerte de su padre
El padre Hermann, que había tenido el dolor de ver morir a su madre fuera de la verdadera fe, tampoco tuvo la alegría de conducir a su padre a la verdad. Estaba en Lión, cuando en el mes de agosto de 1859 fue llamado al balneario de Wildbad, en Alemania. Desde que él se había hecho católico, su padre no había querido verlo más, y hasta lo había maldecido y desheredado.
Tal estado de cosas duraba desde hacía doce años, cuando la enfermedad y la proximidad de la muerte hicieron que el señor Cohen recordara que era padre, y no pudo soportar la pena de abandonar este mundo sin haber vuelto a ver a su hijo. Le mandó, pues, escribir que le perdonaba y que tendría gran alegría en recibir su visita, a condición, sin embargo, de que no se presentara en hábitos religiosos.
A pesar de los trabajos inevitables de una fundación, el Padre Hermann sin vacilar partió en seguida. La entrevista de padre e hijo fue muy cariñosa, y ambos pasaron algunos días juntos. Pero el hijo pronto tuvo que renunciar a la esperanza de una conversión.
«Te perdono las tres mayores culpas de tu vida, le dijo su padre: haberte convertido al catolicismo, haber convertido a tu hermana y, finalmente haber bautizado a tu sobrino».
El señor Cohen murió el 10 de agosto de 1861, sin haber abjurado del judaísmo. Esta muerte fue un dolor tanto más profundo para el padre Hermann, ya que no había recibido aún la carta de que hablamos, acerca de la conversión final de su madre, en el capítulo séptinmo. Un año después, Dios le consolaba con el bautismo de su hermano Alberto.