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Diversas clases de carmelitas
Los Carmelitas Descalzos, hijos de santa Teresa, se dividen en tres ramas: los que están en las misiones extranjeras; los que, en diferentes conventos de la Orden, unen la vida activa a la vida contemplativa; y aquéllos, en fin, que alejados del mundo, en un desierto, viven exclusivamente la vida contemplativa en su forma eremítica.
Todos forman una sola familia, con reglas y superiores comunes. No obstante, el Santo Desierto tiene sus reglas especiales. Los religiosos que viven en los conventos predican, dan misiones, atienden confesiones, y trabajan así por la salvación de las almas y la gloria de Dios. Los ermitaños se proponen ese mismo fin, pero por vía diferente. Mientras sus hermanos combaten en el llano, ellos, a ejemplo de Moisés, se quedan en la montaña elevando día y noche el corazón y las manos hacia el cielo para obtener la victoria.
Los Desiertos carmelitas
Los conventos del Carmen llamados Santos Desiertos conservan y perpetúan en la Orden el espíritu primitivo, es decir, el espíritu de retiro, de silencio, de recogimiento y de oración. Hasta podría decirse que constituyen la esencia misma del Carmelo, tal como fue concebido por sus primeros fundadores, san Elías y san Eliseo [hacia 870 a. Cto.]. Estos santos asilos de la oración acogen también a religiosos ancianos, que quieren terminar sus años en vida plenamente contemplativa. Y también los carmelitas de vida apostólica pueden acudir a ellos para renovarse, pasando un año o más en la soledad.
Ninguna voz humana ha de resonar en esos Desiertos conventuales, y en él mismo pueden hallarse soledades aún más retiradas, ermitas perdidas en la soledad y el silencio de la montaña o el bosque. Allí los religiosos hacen los ejercicios a las mismas horas que el resto de la comunidad, pero en soledad. Viven de frutas y legumbres, y se juntan con los demás hermanos los domingos, para celebrar solemnemente la liturgia y oír los consejos espirituales del superior. En cada Provincia carmelita debe haber un Desierto.
El padre Hermann y el Desierto
La Orden del Carmelo en Francia ya había logrado una notable extensión, y comenzaba a sentir la necesidad de un Santo Desierto. Por otra parte, el padre Hermann, lanzado por sus superiores a una vida de predicaciones, de viajes y de obras sin descanso, experimentaba, sin embargo, un gran deseo de soledad y de vida contemplativa, consumiéndose ante el sagrario, sin ruido, sin brillo y sin fin.
Pero Dios parecía haberle dado una misión completamente diferente. Lo quería en medio del mundo, convirtiendo a las almas y también -no lo ocultemos- abriendo los corazones y los bolsillos en favor de la Orden del Carmelo. Concretamente, él contribuyó decisivamente a la fundación del santo Desierto, dedicando a ello hasta su fortuna personal, según decidió en su testamento. A la muerte de su padre, por tanto, dio a esta obra, ya iniciada, 14.000 francos. Y al mismo fin dedicó el rendimiento económico de sus cánticos, que aún hoy día está destinado al santo Desierto.
También la madre Teresa del Santísimo Sacramento, la que contribuyó, como vimos, a la fundación del convento de Bagnères, dio la suma necesaria para comprar el terreno destinado al santo Desierto. Había entonces una extensa propiedad en venta cerca de Tarasteix, a algunos kilómetros de Tarbes y de los montes benditos en que la Virgen Inmaculada de Lourdes se apareció a Bernadette.
El párroco Roziès
El cura párroco de Tarasteix, el reverendo Roziès, proporcionó también a los carmelitas grandes ayudas para la adquisición de aquellas extensas soledades cubiertas de bosques.
El terreno fue finalmente comprado en diciembre de 1856. Y al tomar posesión del mismo, el padre Hermann hizo poner tres cruces en la cumbre de la colina más elevada del recinto.
Austeridad del padre Hermann
En lo sucesivo, el padre Hermann dividirá su tiempo entre el santo Desierto de Tarasteix y las predicaciones en diversos lugares de Francia y del extranjero.
«Después de haber predicado la cuaresma en 1857, cuenta el párroco Roziès, el padre Hermann obtuvo el permiso de venir a establecerse en la casa rectoral de Tarasteix, para vigilar mejor desde allí la fundación del santo Desierto. El ayuno, las predicaciones y las numerosas confesiones que había oído, le habían agotado de tal modo que los superiores le prohibieron el trabajo en absoluto y le obligaron a que comiera carne; en una palabra, a que suspendiera la observancia de la severa regla del Carmelo. Los tres primeros días de la semana que siguieron a su llegada, el Padre se sometió al régimen indicado. Yo lo cuidaba lo mejor que podía, pero llegado al viernes, me dijo: "Mi querido cura, los excelentes cuidados de que usted me hecho objeto durante los primeros días de esta semana me han aliviado mucho; de modo que me siento con fuerzas para hacer mañana abstinencia de carne". Según su deseo, hicimos abstinencia; el sábado, igual régimen; la misma noche el Padre me dijo: "La abstinencia no me ha causado ningún mal durante estos días; así es que, si usted consiente en ello, continuaremos lo mismo". Y con eso volvió a la regla del Carmelo en todo su rigor. Le había preparado también una cama un poco más cómoda que la simple tabla del Carmelo; pero a los ocho días me rogaba que le mandase el carpintero, y le encargara una cama de tablas...
«Y si los muebles y paredes del cuarto pudiesen hablar, añadía el buen cura, podrían decirnos las grandes mortificaciones a que se entregaba en secreto este siervo de Dios. Para él no había nada que fuese penoso o difícil. Se le vio, bajo un calor espantoso, cubierto de sudor y expuesto a los ardientes rayos de un sol de fuego, delinear personalmente los cimientos del convento.
«Recuerdo que un día que habíamos llegado al fin de nuestros recursos, nos vimos obligados a vender una yunta para hacer frente a los gastos de la semana. El lunes siguiente, el Padre me dijo: "Mi querido cura, no tenemos ni un céntimo y no sé dónde hallar los recursos que nos permitan continuar los trabajos. Nos es menester llamar a la puerta del Corazón de Jesús. Nuestros ruegos serán oídos, tengo confianza en ello, venga usted conmigo, vamos a empezar una novena.
«Le seguí a la iglesia y nos pusimos a orar. Cuando creí haber expuesto lo bastante a Nuestro Señor las necesidades que teníamos y nuestra confianza, salí de la iglesia; pero el Padre se quedó en ella aún más de una hora. Y cada día acudíamos así, a la misma hora, a presentar nuestra súplica al Dios de la Eucaristía, cuyo socorro no se hizo esperar mucho tiempo, pues al cuarto día de la novena recibimos por correo la suma de dos mil francos para el Desierto de parte de una persona en quien estábamos lejos de pensar.
«En otra ocasión, hicimos una novena a san José con el mismo objeto, y aún no la habíamos terminado cuando recibíamos grandes ayudas».
Fundación de Tarasteix
Dos religiosos, por fin, tomaron posesión de una casita provisional el día de san Pedro de 1859, y el padre Hermann era enviado a otras labores. Más tarde, en 1867, a pesar de las dificultades, se establecía en el Desierto de Tarasteix la observancia canónica, siendo el padre Domingo superior general de la Orden.
Sería difícil hallar paraje más conforme a la vida eremítica. La soledad, el silencio, la lejanía del mundo, los bosques que lo circundan, con sus frescas umbrías, la pureza del aire, la brisa de la meseta, el murmullo de las fuentes, cuyas aguas bajan hacia el vallecito, las flores, los pájaros, la calma de la naturaleza, todo lleva el alma al recogimiento y la eleva hacia Dios, desasiéndola de las criaturas. Todo dispone a la contemplación de las cosas divinas, que ha de ser la principal ocupación de los religiosos en el Desierto (Cf. Rv. Moreau, can. hon. de La Rochela, Hermann en el Santo Desierto de Tarasteix).
Tal era el convento del Santo Desierto cuando, como veremos más adelante, el padre Hermann fue a habitarlo en 1868. De él era conventual cuando murió. Y si no se puede decir que fuese exclusivamente obra suya, es imposible sin embargo negar que el recuerdo y nombre que había dejado sirvieron mucho para que se pudiera continuar la obra después de su muerte. Tenemos la esperanza de que un día sus cenizas reposarán en este lugar bendito, para aguardar la hora de la resurrección.
Las veinte celdas forman un cerco exterior alrededor de los grandes claustros, a los que se abren en la planta baja y en el piso superior. Cada celda se compone de cuatro aposentos, dos abajo y dos arriba, y de un pequeño jardín, que el ermitaño cultiva. El silencio es total.
La iglesia y algunas salas completan el conjunto imponente, cuya belleza resulta de su misma sobriedad y ausencia de ornamentación. La grandeza del lugar resulta sobrecogedora.