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6.- El noviciado

El noviciado de Broussey

Broussey, a ocho leguas de Burdeos, encima de una pequeña colina, rodeada de campos arbolados, fértiles y alegres, es un lugar muy propicio para el recogimiento y la oración. El sacerdote Esteban-Pedro Guesneau, párroco de Cardán, había comprado este terreno con la intención de establecer en él una comunidad religiosa. Sus proyectos, sin embargo, no estaban aún muy bien determinados.

En 1839 llegó a Burdeos el padre Domingo. Estas dos excelentes personas no tardaron mucho en comprenderse, y el resultado de su entrevista fue que el padre Domingo establecería en Broussey el primer convento de su Orden en Francia. Al año siguiente, el 19 de marzo de 1840, fiesta de san José, el párroco Guesneau entregaba la propiedad al buen religioso y a sus dos compañeros, y el 8 de abril Nuestro Señor, presente en la sagrada Eucaristía, tomaba solemnemente posesión de la pequeña capilla y del convento entero. La gente había acudido numerosa a la ceremonia.

Retenido en la cama por enfermedad, el sacerdote Guesneau no había podido asistir a la fiesta; pero, al atardecer, pidió como un gran favor que le permitieran levantarse para poder hacer un acto de adoración ante la sagrada Eucaristía. Tuvo una emoción y alegría tan grandes, que al entrar en la capilla cayó desvanecido y exhaló casi en seguida el último suspiro.

El dolor de los religiosos fue profundo, lo lloraron sinceramente y quisieron guardar su cuerpo entre ellos.

El Hermano Agustín-María del Santísimo Sacramento

Este convento, el primero del renacimiento del Carmen en Francia, fue escogido para servir de noviciado, y en él, el 6 de octubre de 1849, víspera de la fiesta del santísimo Rosario, recibía Hermann el hábito basto y pesado de los hijos de santa Teresa, y cambiaba su nombre por el de Fray Agustín-María del Santísimo Sacramento*.

*[En las siguientes páginas usaremos normalmente el nombre de Hermann, Hermano o Padre, con el que pasó a la historia. Por lo demás, los carmelitas, una vez profesos, conservan actualmente su nombre de familia].

En lo sucesivo el mundo ya no es nada para él. En su pequeña celda, con Dios solo, teniendo por todo mobiliario una tabla de madera, que le servirá de cama, y el suelo como asiento, no echa de menos los mobiliarios preciosos y los lugares lujosos de otros tiempos. Entra ahora con alegría en una gran sala cuyas paredes enjalbegadas no presentan otro ornamento sino una gran cruz de madera colocada encima de la cabeza del superior. En compañía de sus hermanos, pobres y felices como él, se sienta a una mesa de pino blanco. Tiene ante sí un vaso y un jarro de barro cocido, un tenedor y una cuchara de madera, un pequeño cuchillo, todo ello envuelto en una servilleta.

La comida es la misma para todos: legumbres, frutas los días de gran fiesta, y pescado, todo medido y colocado ante cada uno en pequeñas escudillas de barro cocido o de madera. Ya no se levantará, como tantas veces antes, entrado el día, después de haber trasnochado hasta el amanecer. En adelante, se acostará temprano, y a medianoche, a pesar del rigor del invierno, con los pies descalzos, irá a la capilla para cantar durante dos horas las alabanzas a Dios. Luego volverá a acostarse en su tabla, para procurar reanudar el sueño durante algunas horas.

En su vida mundana lo rodeaban de elogios y aplausos, y ahora se presentará en medio del refectorio, llevando la cruz sobre los hombros, para arrodillarse ante todos sus hermanos, y en presencia de todos, acusarse de sus faltas a la Regla. Y otras veces escuchará en silencio las observaciones de sus superiores o las amonestaciones fraternas de sus compañeros.

Antes distribuía el tiempo, las actividades, trabajos y recreaciones a su antojo, según sus gustos o intereses. En lo sucesivo todo estará regulado y fijado de antemano por constituciones invariables o por la voluntad de los superiores. Los recreos los tomará en silencio y no podrá conversar más que con el permiso del maestro de novicios y sólo con aquél que le haya sido designado. ¡Qué cambio tan total!...

Un hombre feliz

Y, sin embargo, este hombre es feliz. Así lo asegura él mismo en una carta al monasterio de la Visitación en París (14-IV-1850).

«Expresaros la felicidad que siento aquí, sin interrupción, desde mi toma de hábito, es imposible. Necesitaría la pluma de un ángel para describir la alegría de la vida interior que se lleva aquí en el noviciado. Estando continuamente en presencia del Santísimo Sacramento y careciendo de toda ocupación que pueda distraer el alma de su aplicación a los ejercicios de la vida religiosa, se olvida la tierra y se vive con los serafines y los querubines, eternamente prosternados ante el Cordero. Es una comunión perpetua».

Mortificaciones

La Regla del noviciado es rigurosa, y no obstante, el hermano Hermann halla medio de añadir nuevos rigores. En el refectorio echa agua a los pobres garbanzos para disminuirles el sabor, o los espolvorea de acíbar con objeto de hacerlos desagradables.

«El platito de coles que nos sirven a la colación de la noche me sabe a gloria, decía un día al Prior, y jamás en mi vida he comido algo tan agradable. Lo hallo tan bueno que me veo obligado a distraerme para no encontrar demasiado placer en comerlo».

Procura no distinguirse de los demás y oculta sus mortificaciones corporales; pero viéndole tan exacto al observar la Regla y tan diligente en humillarse y acusarse de las menores faltas, se podía juzgar del grado de abnegación y de renuncia al que la gracia le había ya elevado.

«Uno de los mayores sacrificios que el Padre tuvo que ofrecer a Dios durante el noviciado -cuenta el padre Raimundo, ex prior de Broussey-, fue romper con la costumbre de fumar, tomar polvo de tabaco y café. No nos dimos cuenta de las consecuencias de semejante privación repentina hasta después de su profesión. Los médicos lo comprendieron y le ordenaron de nuevo las tres costumbres y que lo dejara poco a poco. Y sólo conserva la de tomar polvo».

En el Carmelo es costumbre darse disciplina tres veces por semana. Hermann jamás faltó a la costumbre, y varias veces se azotó hasta hacer brotar sangre.

Humildad

Solicitaba los empleos más humildes y bajos. A su amigo el conde de Cuers (14-X-1849) le escribía:

«Ocupo los cargos más honoríficos; figúrese que he recibido lo que deseaba como primera función: el oficio de humildad que consiste en limpiar los comunes, barrer los corredores y desempolvar el noviciado. Considero este principio como una grande gracia y un honor. El padre Prior esta semana ejerce esta misma honrosa función en el convento, fuera del noviciado. El espíritu que reina aquí es así. Cada uno quisiera servir a todos los demás en lo que la gente encuentra más repugnante, y esto se hace aquí con alegría y gozo espiritual».

El noviciado es, claro está, un tiempo de oración y de penitencia, es el tiempo de la formación del hombre espiritual y nuevo, trabajo largo y penoso y a menudo doloroso para la naturaleza. Algunas fiestas religiosas y algunos recreos se dan en ciertos días para romper la severa monotonía.

Navidad en el Noviciado

Las solemnidades de Navidad, concretamente, siempre se celebran con especial alegría en el Carmelo. Así lo explica Hermann a su amigo (30-XII-1849):

«Le recomiendo vivamente la devoción ardiente al Niño Jesús. Esto da felicidad y arranca el alma de todo pensamiento demasiado terrestre. Nuestro noviciado se halla bajo la protección del Niño Jesús. Cada día, durante el Adviento, una pequeña estatua que representa al divino Niño visita a uno de los novicios y pasa veinticuatro horas en su celda. En ella se le erige un altarcillo, y así nos preparamos a las fiestas de Navidad. El Niño Jesús traerá alegría. Récele de manera especial. ¡Es tan hermoso! Le he compuesto un villancico de Navidad que cantamos por la noche en los recreos extraordinarios de estos días de fiesta».

Sacrifica la creación musical

La composición de este villancico fue una excepción en los usos y costumbres del noviciado, y Hermann no compuso más. Más tarde, sin embargo, sus superiores estimaron conveniente autorizarle la creación musical, en bien de su misma salud, quebrantada por el ardor y aplicación que ponía en seguir una vida tan diferente en todo de la que había llevado hasta entonces.

Sor María-Paulina de Fougerais le había mandado un cántico, y con fecha 21 de junio de 1850 le responde en los términos siguientes:

«Hay momentos en que la felicidad parece que me ahoga. ¡Alabemos a Jesús! ¡Amemos a Jesús! Jesús no quiere que ahora componga el hermoso cántico que me ha enviado usted. Ayer, leyéndolo una sola vez, me parecía oír en mis adentros la música del cántico, y a medida que adelantaba en la lectura, aumentaba el deseo de componerlo, y creo que si hubiese podido leerlo por segunda vez, lo hubiera aprendido de memoria y hubiese podido escribir las notas.

«Pero Jesús quiere que antes de mi santa profesión no me ocupe en nada, y además el tiempo es muy corto. He debido hacer, pues, este sacrificio, y si un sacrificio hecho por Jesús pudiera parecer penoso, sería éste. ¡Hágase la santa voluntad de Jesús y bendito sea por darnos ocasiones de ofrecerle algún pequeño sacrificio!»

Amor a la Eucaristía

Nuestro querido novicio hacía con alegría el sacrificio de cualquier privación, incluso la de aquellas prácticas más caras a su devoción. Hay costumbre en el noviciado de hacer la adoración nocturna del Santísimo Sacramento desde las siete de la noche a las cinco de la madrugada. Ya se comprenderá la alegría del hermano Hermann:

«Tenía la gran dicha -escribe al Conde de Cuers (12-VI-1850)-, de levantarme una segunda vez por la noche para la adoración, de las tres a las cuatro de la madrugada -la misma hora que en París-, y entonces, como usted comprenderá... a esta hora le tenía apego, porque era entonces el único en rezar de todo el convento, representando la Orden entera y la Adoración de París... Pero he aquí que ayer llega una orden del padre Provincial para que no se vele después de las dos de la madrugada». El Provincial se creyó obligado a cuidar de la salud de novicios de Broussey, los cuales no eran en ese momento bastante numerosos para poder entregarse a esta adoración sin gran fatiga. «¡Vaya!, añade el hermano Hermann, ¡ha sido necesario obedecer! Como mi cama está muy cerca del altar y estoy acostumbrado a despertarme hacia las tres, creo que con frecuencia haré una pequeña adoración en posición horizontal; no es muy respetuoso, que digamos, pero es mejor que nada».

El único favor que Hermann había pedido al entrar en el noviciado había sido el de ocupar la celda más próxima a la capilla. La Eucaristía era siempre la vida de su alma y la fuerza de su corazón.

«Estoy en el cielo -sigue escribiendo a su amigo-. Imagínese que nuestro padre Provincial me ha enviado un permiso de comulgar cada día durante el mes de junio, en honor del sagrado Corazón de Jesús». [La comunión diaria sólo se generalizó a partir de un decreto de San Pío X de 1905].

Con este favor extraordinario pareciera como si el Señor quisiera prepararle para una dura prueba.

Visita de su madre

En el mes de julio, una dama muy distinguida fue a alojarse en una casita vecina del convento. Y al atardecer del mismo día de su llegada fue al convento, pidiendo ver al hermano Hermann. Era su madre.

Al poco rato, Hermann, acompañado del maestro de novicios, llegaba al locutorio en el que le esperaba. Su madre se desmayó de la impresión, y Hermann, abrazándola, le ayudó a volver en sí, diciéndole: «Madre mía, ¡soy feliz!». Poco después, ella asistía al Oficio divino desde un lugar separado del coro de los religiosos. Y desde allí reconocía en los sonidos del armonio las manos de su hijo.

Al día siguiente, viéndolo de nuevo, no pudo retener la exclamación: «¡Dios mío, cómo me lo han desfigurado con este hábito, las sandalias y esa cabeza rasurada!..». Hermann, conmovido por la desesperación de su madre, le hizo ver con insistencia cariñosa la felicidad que sentía.

«¡¡¡Mi madre está aquí!!! -escribía a Cuers (11-VI-1850)-. Jesús me la ha enviado, y no debe irse sin ser cristiana, aunque ella no haya venido para esto. Espero tal gracia de sus oraciones y de las que usted me proporcionará».

La señora de Cohen permaneció diez días al lado de su hijo, empleando todos sus recursos maternales para decidirlo a volver a casa. Pero Hermann, temiendo la debilidad de su propio corazón, había obtenido licencia para pronunciar los votos en secreto la víspera de la llegada de su madre. Y lleno de calma, empleaba todos los recursos que se le ocurrían para probarle que era feliz y para persuadirla de que pidiera el bautismo. Todos sus esfuerzos fracasaron, y el 8 agosto escribía a su amigo:

«Mi madre se ha vuelto sin conversión definitiva, pero muy conmovida y con el ánimo vacilante. La familia la retiene. ¡Oh familia! ¡Siempre serás la enemiga de los actos heroicos con respecto a Dios!»

Renuncia total

Su dolor fue grande, pero no perdió el ánimo y continuó rogando por su madre. El fervor y la consolación que experimentaba parecían crecer con las pruebas. «Había renunciado a todo lo que no es Dios», y Dios le recompensaba dándose por entero a él. Es admirable ver, en esta misma hora en que su corazón de hijo ha de hacer un sacrificio de profunda abnegación, cómo le habla a su amigo de la renuncia más completa

«a todo lo que nos es propio... Y no le hablo del sacrificio de los placeres de los sentidos, de los honores o de las riquezas. Eso es el abecé de la entrega, y, ¡gracias a Jesús!, hace largo tiempo que usted y yo nos hemos desembarazado de tales obstáculos. Pero persisto en creer que si a menudo siente su paz interior turbada, si experimenta a veces un vacío en su vida, es porque hay -permita esto a un hermano que le ama en Jesús-, hay un rincón en sus adentros que usted se ha reservado: su abandono no es total..». Luego le anima a que «vuele hacia las esferas en que habita eternamente el buen Jesús, el celestial amigo, el amor de los amores» (11-VII-1850).

Profesión religiosa

Realmente un novicio que piensa y habla así está en condiciones de consumar con alegría la ofrenda de todo su ser y de su vida entera. En efecto, el 7 de octubre de 1850, el hermano Agustín-María del Santísimo Sacramento hizo su profesión religiosa.

Desde la mañana, cuenta un testigo ocular, la misteriosa capilla de Broussey estaba atestada de aldeanos y de damas venidos de los contornos, de Burdeos y hasta, según se dice, de París. La iglesia está preciosamente adornada con luces y flores.

Después del Oficio de las horas, el padre Raimundo de la Virgen, Prior del noviciado, acompañado de los demás religiosos, todos con la capa blanca carmelitana, se colocaron en semicírculo ante el altar. Hermann entonces se acercó, con su maestro de novicios, a la sede del Prior. Se puso de rodillas ante el Prior, besó el extremo de su escapulario, y respondio en latín a estas preguntas:

«¿Qué pides?

-La misericordia de Dios, la pobreza de la Orden y la compañía de los Hermanos.

-¿Estás resuelto a perseverar en la religión hasta el fin de tu vida?

-Estoy resuelto, confiado en la misericordia de Dios y en las oraciones de nuestros Hermanos».

Luego, arrodillado a los pies del Superior, las manos en sus manos, Hermann pronunció la fórmula de sus votos:

«Yo, Fray Agustín-María del Santísimo Sacramento, hago mi profesión, y prometo obediencia, castidad y pobreza a Dios y a la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, y a nuestro reverendo padre Fray José María del Sagrado Corazón de Jesús, Prepósito General de la Congregación de San Elías de los Hermanos Carmelitas Descalzos y a sus sucesores, según la regla primitiva de dicha Orden, hasta la muerte».

Seguidamente, se postró echado en el suelo, mientras sus hermanos cantaban el grandioso himno del Te Deum. Luego se acercó a cada uno de los religiosos y les dio el beso de paz, mientras el coro cantaba el salmo Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos (Sal 132).

Escolasticado en Agen

Se envió entonces al hermano Hermann a Agen para estudiar la teología y para prepararse al presbiterado. El tiempo pasado en el escolasticado puede resumirse con la carta escrita a su amigo De Cuers el 7 de noviembre de 1850:

«Me pregunta usted si la Adoración pierde con mi cambio de vida. Al menos no debería ser así en manera alguna. ¿Quién me impide ofrecer todos mis estudios a Jesús como homenaje de amor a su Santísimo Sacramento? ¿No puedo aprender por amor, a leer por amor, a discutir y argumentar y filosofar por amor?

«La verdadera adoración, la adoración de las adoraciones, es hacer la voluntad de Dios... y como me consta con certeza que el buen Jesús exige de mí, sobre todo, que dedique todos mis esfuerzos y todos mis instantes libres al estudio, debo procurar ofrecerle esta adoración estudiosa, que seguramente le será más agradable que si pasara mis días y noches abismándome en el coro en los más extáticos afectos y gustos, cuando los superiores me mandan otra cosa».

Estudios breves y excelentes

La Orden carmelita exigía normalmente siete años de estudios filosóficos y teológicos. Pero a Hermann se le dieron sólamente dos o tres de escolasticado, y buena parte de ellos empleado en obras apostólicas. Sin embargo, Dios bendijo sus labores, y de sus breves y tardíos estudios teológicos sacó una ciencia tan verdadera y pura que con razón se ha podido decir:

«Jamás se le vio extraviarse en el campo de las novedades, a las que parecía debían conducirlo naturalmente su rica y brillante imaginación, así como los recuerdos de su primera educación. Desde su conversión, supo separar lo verdadero de lo falso y colocarse inmediatamente en el centro de las más puras doctrinas» (periódico Echo de Fourvières)*.

*[Hermann «se aficionó sobre todo a las epístolas de San Pablo, a los Padres de la Iglesia y a la Summa teológica de Santo Tomás de Aquino» (Dom Beaurin, 175)].

Hermann tuvo siempre en las cosas de la fe un juicio recto y lúcido, y una exacta ciencia teológica, a pesar de tan pocos años de estudios. Dios llenaba su inteligencia de claridades divinas porque su corazón se había dado por entero a Dios. En una de sus predicaciones le oiremos decir más tarde:

«Me acuerdo de que cuando me decidí a creer en Jesucristo, todo cuanto leía, sentía, veía y oía, después de esta determinación de mi razón, todo se me manifestaba bajo una nueva claridad, pero una claridad luminosa, brillante, y de un gozo caía en otro, a medida que con la ayuda de esta fe veía desarrollarse el cuadro magnífico de nuestras santas Escrituras. El Mesías prometido en el Antiguo Testamento, lo tocaba con el dedo a cada página de nuestros libros... ¡Qué hermoso y magnífico me parecía todo!»



Cánticos en honor de la Eucaristía

Como descanso de sus estudios teológicos, los superiores le permitieron que volviera a cultivar la música y compuso una magnífica colección de cánticos al Santísimo Sacramento. Al final de 1850 y a comienzos de 1851 compuso esta obra, la más perfecta de todas las suyas. En una introducción bellísima, Fray Hermann, con una serie de exclamaciones desbordantes de amor, canta su felicidad, y se complace en manifestar los cambios que la gracia divina ha obrado en él:

«Jesús, adorado por mí, que me has conducido a la soledad para hablarme al corazón [...]; por mí, cuyos días y noches se deslizan felizmente en medio de las celestiales conversaciones de tu presencia adorable, entre los recuerdos de la comunión de hoy y las esperanzas de la comunión de mañana... En la unión amorosa de un Dios con la más pobre de sus criaturas, yo beso con entusiasmo las paredes mi celda querida, en la que nada me distrae de mi único pensamiento, en la que no respiro sino para amar tu divino Sacramento; en la que, libre de la carga de los bienes perecederos, despojado de todo lo que retiene a la tierra y rompiendo las trabas que cautivan los sentidos, puedo, como la paloma, emprender el vuelo y elevarme hacia las regiones celestiales del santuario, atravesar las misteriosas nubes que rodean tu Tabernáculo, exponerme a los penetrantes rayos de este hermoso Sol de gracia y sumirme en el océano de luz para consumirme en las llamas de este horno ardiente...!

«Después, cobijándome bajo la refrescante sombra de este árbol de vida, del que respiro la fragancia de las flores y saboreo los frutos..., me dejo mecer suavemente al son de tus dulces palabras y me duermo, embriagado de amor y de dicha, a los pies de mi Bien Amado...

«¡Que vengan, pues, que vengan los que me han conocido en otro tiempo, y que menosprecian un Dios muerto de amor por ellos!... Que vengan, Jesús mío, y sabrán si tú puedes cambiar los corazones. Sí, mundanos, yo os lo digo, de rodillas ante este amor despreciado: si ya no me véis esforzarme sobre vuestras mullidas alfombras para mendigar aplausos y solicitar vanos honores, es porque he hallado la gloria en el humilde tabernáculo de Jesús-Hostia, de Jesús-Dios.

«Si ya no me véis jugar a una carta el patrimonio de una familia entera, o correr sin aliento para adquirir oro, es porque he hallado la riqueza, el tesoro inagotable en la copa de amor que guarda a Jesús-Hostia.

«Si ya no me véis tomar asiento en vuestras mesas suntuosas y aturdirme en las fiestas frívolas que dáis, es porque hay un festín de gozo en el que me alimento para la inmortalidad y me regocijo con los ángeles del cielo; es porque he hallado la felicidad suprema; sí, he hallado el bien que amo, él es mío, lo poseo, y que venga quien pretenda despojarme de él.

«Pobres riquezas, tristes placeres, humillantes honores eran los que perseguía con vosotros... Pero ahora que mis ojos han visto, que mis manos han tocado, que sobre mi corazón ha palpitado el corazón de un Dios, ¡oh, cómo os compadezco, en vuestra ceguera, por perseguir y lograr placeres incapaces de llenar el corazón!

«Venid, pues, al banquete celestial que ha sido preparado por la Sabiduría eterna; ¡venid, acercaos!... Dejad ahí vuestros juguetes vanos, las quimeras que traéis, arrojad a lo lejos los harapos engañadores que os cubren; pedid a Jesús el vestido blanco del perdón, y, con un corazón nuevo, con un corazón puro, bebed en el manantial límpido de su amor.

«Creedme, ahora que vuestro divino Salvador, para daros audiencia, cada día sube al trono en vuestras iglesias, os escuchará aún con más clemencia. Echáos a sus pies, dadle el corazón, y os bendecirá, y saborearéis gozos, pero gozos tan inmensos que yo no puedo describíroslos, si no váis a probarlos: ¡venid y ved qué bueno es el Señor! [Sal 33,9].

«¡Oh Jesús, amor mío, cómo quisiera demostrarles la felicidad que me das! Me atrevo a decir que, si la fe no me enseñase que contemplarte en el cielo es mayor gozo aún, no creería jamás posible que existiera mayor felicidad que la que experimento al amarte en la Eucaristía y al recibirte en mi pobre corazón, que tan rico es gracias a ti!... ¡Qué maravillosa paz! ¡Qué bienaventuranza! ¡Qué santo contento!»...

El diaconado

La felicidad y la alegría de Hermann no ha llegado todavía a su punto culminante, pues todavía no tiene el honor de ser ministro de la Eucaristía, de llevarla en sus manos y de distribuirla a los demás. Pero es entonces cuando recibe el diaconado:

«Jesús me ha elevado a la dignidad de diácono, y -tiemblo de emoción al pensar en ello- en la fiesta de Reyes. En su inconmensurable misericordia, quiso que yo lo llevase en mis indignas manos. Imagínese cómo temblaría, al exponer en el altar al creador del universo llevado en mis débiles manos... ¡Oh, amor de un Dios!» (Carta a sor María-Paulina, 10-I-1851).

El presbiterado

Poco más tarde recibe la ordenación sacerdotal, y la comunica así al doctor Gouraud, padrino suyo:

«Agen, convento de la Ermita. Domingo de Ramos, 1851.

«Mi querido padrino:

«Hay, en la vida, grandes circunstancias en las que se tiene necesidad del apoyo de todos los que nos son queridos y que por nosotros se interesan. Tal es la de mi ordenación, que debe celebrarse el sábado próximo. ¡Cuánto sentiré no ver a mi lado al que me asistió en el santo bautismo, en la primera comunión y en la confirmación, todos ellos acontecimientos de gracia y de misericordia! Pero el más formidable de todos es el que se celebrará el sábado, y sobre todo el domingo de Pascua, día en que subiré al santo altar. No le olvidaré ni a usted ni a los suyos... No les he olvidado ni un solo día. Haga por mí lo que le inspire su bondadoso corazón. Suplique a mi buena madrina [la señora de Gouraud] que ruegue por mí, a Javier, a la señora Paulina del Sagrado Corazón y al buen sacerdote Perdreau... En fin, no deje medio alguno a fin de obtener misericordia para su pobre ahijado. Espero algunas líneas de usted para esta solemnidad. Es un día en que siento la necesidad de estar sostenido por los que me aman y me han conducido hacia la salvación...

«Estoy en un estado de emoción imposible de describir: la felicidad y un santo temor han invadido mi corazón. ¡Rueg ue por su pobre ahijado!»

Gozo espiritual

Con la misma fecha, Hermann escribe al joven Max Récamier, hijo del célebre médico, y más tarde coronel de infantería:

«Agen, convento de la Ermita. Domingo de Ramos, 1851.

«Todo por Jesús.

«Querido hijo mío:

«Le escribo el Domingo de Ramos, y por tanto es necesario cantar hoy con alegría: Hosanna in excelsis!

«No habrá quizás olvidado al pobre maestro de piano que le dio las primeras lecciones, y que ahora es un feliz Carmelita Descalzo, prueba viva de la misericordia del buen Jesús. Sí, querido hijo, no creo que, desde que el mundo existe, nadie haya visto los dos extremos de horrible perdición y de vida celestial completa en el grado en que yo he visto ambos contrastes. Desde que dejé París, me parece que ya no vivo en la tierra, de tal modo Jesús me embriaga de felicidad en el estado de religión, en el que hice profesión solemne el 7 de octubre último.

«Pero un día mucho mayor para mí se acerca. Debo ser sacerdote el sábado santo y cantar misa el domingo de Pascua. Ni usted ni yo, querido hijo, conoceremos jamás, en esta vida terrena, lo que encierra de grandeza y majestad el temible misterio de los altares, al cual los ángeles asisten temblando.

«A menudo ante Jesús me he acordado de la sincera piedad de usted. Sé que lo ama y sobre todo que Él le ama. Y el buen Jesús me ha inspirado que le escriba a usted para rogarle que se acuerde de mí en su comunión pascual y que tenga la bondad de pedir para su pobre amigo las gracias que me son necesarias en este santo día, a fin de que no sea rechazado por la justa cólera de un Dios airado por mis pecados.

«Hágalo. Sus oraciones le serán gratas, y escríbame unas palabras. Sírvase transmitir mis humildes respetos a sus queridos padres.

«Acuérdese de su pobre amigo y servidor.

«En Jesús y María,

«Fray Agustín del Santísimo Sacramento,

«Carmelita Descalzo»

En la víspera de su ordenación, escribe también a sor María-Paulina de Fougerais (19-IV-1851):

«¡Consumámonos por su gloria! ¡Consumámonos! Se me ocurre pensar que, habiendo hecho yo morir a Aquél que amo, habiéndolo hecho morir tan a menudo por mis pecados, voy mañana, en cierto modo, a devolverle nueva vida, consagrando con el obispo. Pero, aunque dijera la santa misa cada día durante miles de años, jamás podría darle nueva vida con la frecuencia con que le he dado la muerte al ofenderle con mis abominables ingratitudes y crimenes».

Y al día siguiente de su ordenación, 20 de abril, canta así la acción de gracias:

«Deseo más tarde tener tiempo para daros más detalles de los acontecimientos sobrehumanos que tanto me han conmovido estos días. No he salido aún de ellos ni deseo salir. Que a lo menos el ardor del amor aumente en mi alma, tan pobre e incapaz de corresponder a los sobreabundantes favores de que estoy lleno. Pida para mí la fidelidad, la gratitud, el amor a la cruz y la sed de la gloria de Dios».

Primer sermón

El primer sermón que pronunció, ya en la semana que siguió a la ordenación, fue sobre la comunión frecuente. Nadie mejor que él sabía sus efectos, y fácilmente se puede imaginar con qué calor, con qué fuerza y con qué autoridad, predicó a su auditorio todo lo que «la fe, la esperanza y la caridad» hallaban de luces y de mociones en esta comunicación íntima de la persona con su creador, amigo y salvador.

Las emociones que siguieron a estos días fueron tan violentas que cayó enfermo. Hubiese sido feliz, escribe con fecha 28 de junio, en marchar

«de esta tierra de destierro a la patria. Pero la obediencia me ha dicho: "levántate", y hallo la energía y la actividad, no rehuso el trabajo, non recuso laborem [frase famosa de san Martín de Tours], y cualquiera que sean la longitud y la dificultad del camino que me queda por hacer estoy resuelto a no mirar atrás».