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5.- La vocación

El P. Domingo de San José en Burdeos

En 1839, el padre carmelita Domingo de San José, de la Reforma de santa Teresa, llegaba a Burdeos sin documentos, sin ropa y sin dinero. Capellán castrense en el ejército de Don Carlos de España*, se había visto obligado a huir después de la traición de Maroto**, traición que permitía a la reina Cristina extender su autoridad sobre toda esta nación, siempre tan abnegada al servicio de Cristo y de la Iglesia.

*[Domingo de San José (1799-1870), carmelita navarro, profesor de filosofía en Calahorra y de teología en Pamplona. Capellán de la Guardia Real de Don Carlos, huye a Francia tras la traición de Maroto, y restaura allí el Carmelo. General de la Orden (1865), participa en el Vaticano I (1869-1870)].

**[Rafael Maroto (1783-1847), general en jefe carlista, que pactó con el general Espartero, liberal].

La persecución había ya alcanzado a los religiosos y al clero de España, y muchos de éstos habían tomado el camino del destierro. El padre Domingo, designado como una de las primeras víctimas de las venganzas de los cristinos, había podido evadirse a tiempo del campamento carlista, y a través de mil peligros, había conseguido penetrar en territorio francés. Se hallaba, pues, en Burdeos, con intención de embarcar para México, en donde esperaba poder reemprender la vida religiosa en uno de los conventos de la Orden del Carmen, que dependían de la congregación de España.

La M. Batilde del Niño Jesús

Pero la Providencia había decidido otra cosa. La hermana Batilde del Niño Jesús* era entonces Priora de las Carmelitas en Burdeos. Desde hacía diez años, solicitaba de los Nuncios en París, y de los Generales en Roma, el restablecimiento de los Carmelitas Descalzos en Francia. Pero sus instancias no habían encontrado ninguna acogida favorable. El estado de Francia, los prejuicios en boga, la política dominante y, en una palabra, dificultades de todo género, no parecían poder permitirle ni siquiera una esperanza de ver realizarse su buen deseo antes de largos años.

*[Nacida en Périgord, de la ilustre familia de los Saint-Exupéry, ingresa en 1814 en el Carmelo de Burdeos, del que fue superiora. Funda más tarde en Vinça, Pirineos Orientales, donde muere en 1844, a los 78 años].

Sin embargo, la venerable Priora continuaba pidiendo a Dios lo que los hombres le negaban. Tan pronto como llegó a Burdeos el padre Domingo, fue a visitarla, y ya en esta primera entrevista la M. Batilde le contó sus deseos, las gestiones que había hecho y las esperanzas que tenía de que un día las vería cumplirse.

El santo religioso la escuchó atentamente, y quedó admirado de la nitidez de su lenguaje y de la energía de su fe. Se sintió arrastrado a darle la promesa de secundarla en la obra que había emprendido.

Renace el Carmelo en Francia

Pero el padre Domingo estaba solo. No obstante, compró una casa y buscó compañeros. Como la persecución continuaba en España, consiguió un religioso que, después de haber sido alumno suyo, vino a ser compañero suyo en religión, el padre Luis del Santísimo Sacramento*. Dos hermanos, uno de coro y un converso, se les habían juntado también.

*[También navarro (1806-1862), discípulo del P. Domingo, a quien sucede como preceptor de teología en Pamplona. Le sigue a Francia, maestro de novicios en Broussey y en 1861 provincial de la Orden en Aquitania].

Persecuciones y victorias

Ya han comenzado a vivir la regla, cuando la policía suspicaz del Gobierno de Julio dispersa a los miembros de la naciente comunidad.

Gestiones de la M. Batilde consiguen que pronto estén de nuevo reunidos en Burdeos. Grande es la alegría de los cuatro carmelitas, otra vez juntos. Crece con esto su confianza en la Providencia, y esta confianza no es vana: se presentan novicios franceses, se les ofrece un convento en Broussey, cerca de Burdeos, Roma aprueba el intento, reciben el socorro de algunos bienhechores, y pronto se abren otros conventos en Montigny y en Agen.

En esto, la revolución de 1848 estalla, y la religión y sus obras salen beneficiadas de la era de libertad que se abre en Francia. Las tentativas ya emprendidas por Dom Guéranger* y por el padre Lacordaire** para la restauración de las órdenes religiosas logran excelente resultado. Y también los hijos de santa Teresa, llegados entonces por un concurso de circunstancias inesperadas, aprovechan las victorias obtenidas por esos dos ilustres campeones del restablecimiento de la vida religiosa en su patria.

*[Prosper Guéranger (1805-1875), sacerdote primero y benedictino más tarde, historiador, liturgista, restaurador de la Orden benedictina en Francia, desde su abadía de Solesmes, y gran impulsor del movimiento litúrgico].

**[Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861), dominico, famoso predicador y escritor, restaurador de los dominicos en Francia].

Hermann queda libre

Hermann por fin era libre. Sus deudas habían sido pagadas, había dado el último adiós al mundo. Y su más vivo deseo consistía en servir a Dios en el sacerdocio, al que, como ya vimos, se había comprometido por voto. Pero ¿sería sacerdote secular o entraría en un convento? Tal era lo que se preguntaba con frecuencia, y aún había tenido la idea durante cierto tiempo

«de fundar un convento de hombres en una de las colinas que rodean París, para los jóvenes hastiados de la vida del mundo, que vivirían entregados a la oración perpetua» [Diario 22-X-1847].

Un día interrogó al padre Lacordaire acerca de su vocación, y le preguntó si debía hacerse fraile: «¿Tiene usted valor para dejarse escupir en la cara sin chistar?, le preguntó el gran dominico. -Sí, exclamó Hermann. -Entonces, hágase usted fraile».

Santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz

Pero, ¿en qué Orden lo quería Dios? Pertenecía ya a la Orden Tercera de santo Domingo, y a primera vista parece que hubiera debido atraerle la Orden de los Hermanos Predicadores, que entre sus miembros cuenta tantos artistas de todas clases. Sin embargo, no sucedió así. Al principio, no conocía claramente las intenciones que Dios tenía acerca de él.

No obstante, parece cierto que primeramente le fue indicado el Carmen, de manera vaga quizás. Y no cabe duda de que el deseo manifestado desde el bautismo de tomar el santo escapulario del Carmen no parecía un indicio suficiente para su vocación. Ya vimos, sin embargo, que en la primera entrevista que tuvo con el sacerdote de la Bouillerie, éste le prometió hacer lo necesario para que entrara en el Carmen, y Hermann anota dicha promesa en su diario. Además vemos en él que lee asiduamente las obras de santa Teresa. Casi cada página de este mismo diario menciona algún pensamiento sacado de las obras de la santa Reformadora del Carmen. Dios lo disponía así, y le preparaba lenta y seguramente.

Él, de todos modos, consultó a varias personas. A su amigo De Cuers le escribirá que había interrogado «a las más altas lumbreras de la espiritualidad y de la dirección de las almas» [Carta 31-VII-1849]. En fin, hizo un retiro espiritual entre la Ascensión y Pentecostés de 1849, durante el cual la lectura de la vida de san Juan de la Cruz determinó su vocación de manera irrevocable .

Algunos días después, fortuitamente, encontraba en París a un religioso de la Orden de Carmelitas Descalzos, establecida en Agen desde hacía poco tiempo. Habló con él, se informó sobre la situación de la Orden, y la luz se hizo entonces más viva en su alma. Tomó la resolución de dirigirse a ese convento para pedir el ingreso.

Despedida de su madre

El 15 de julio, Hermann fue a despedirse de su madre. Le anuncia que parte para un viaje un poco largo, que quiere tomar una decisión definitiva para su porvenir y que para tal objeto necesita soledad y descanso. La pobre madre no se engañó: su hijo la dejaba y quizás no lo viera nunca más.

El día siguiente, 16, día de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, la señora se dirigió con sus demás hijos a la estación de Orléans para ver de nuevo a su Hermann y para procurar retenerlo quizás en París. Hacía ya algún tiempo que esperaba, cuando a lo lejos divisó a su hijo que se dirigía hacia ellos. Iba a pie, modestamente vestido, con una maleta en la mano. El calor era agobiante, y el corazón de la pobre madre experimentó una dolorosa punzada al ver tal metamorfosis.

La despedida fue conmovedora. No fue sin grandes esfuerzos como Hermann pudo dominar su emoción. Pero Dios y la Virgen María lo asistían, y con ánimo resuelto se alejó de las caricias que podían debilitar su voluntad.

El Carmelo de Agen

Habiendo partido de París el 16 de julio, Hermann llegó a Agen el 19, para las primeras visperas del profeta san Elías, considerado como el primer fundador del Carmelo.

Algunos días después de su llegada [25-VII-1849], escribía a sor María-Paulina de Fougerais:

«Habito aquí, en una gratísima soledad, una ermita santificada por la estancia de dos mártires de la fe en este país, san Caprasio y san Vicente. Los dos primeros obispos de Agen se refugiaron aquí, y tras ellos, toda una serie de ermitaños han perpetuado el servicio divino en estas grutas talladas en la roca. Se creería estar en las catacumbas y vivir en los primeros tiempos de la cristiandad, cuando se asiste a la santa Misa en estas estrechas grutas. El silencio, la pobreza y la desnudez de estos lugares elevan con facilidad el alma a Dios. El 31 de julio, fiesta de san Ignacio, entro en retiro espiritual».

La Ermita -así se llama el Carmelo de Agen- está situada al norte de esta ciudad, sobre una encantadora colina que domina todo el país. El aire, el sol, el verdor, todos los grandes recuerdos del naciente cristianismo en Agen, lo hacen uno de los más favorables lugares para el estudio y la oración. Y así, el padre Domingo lo había destinado para casa de estudios de la Orden, en la que los jóvenes religiosos, después del noviciado, acudirían para estudiar la filosofía y la teología. Hermann no sabía cómo contener su entusiasmo:

«Santa Teresa va a ser mi madre, escribe a su amigo De Cuers; el escapulario, mi hábito; una celda de ocho pies cuadrados, todo mi universo. ¡Qué feliz soy! ¡Siento que voy a cumplir la santa voluntad de Dios!» [31-VII-1849].

El padre Domingo entendía bien el ardor y la generosidad de Hermann. Alma fogosa, reunía en su persona todas las cualidades que forman al religioso, al apóstol y al soldado. Cuando años después, en 1865, fue elegido Superior General de los Carmelitas Descalzos, Pío IX le dijo: «He aquí a mi General políglota. Tendrá la energía de España, el ardor de Francia y la sabiduría de Italia. Será un perfecto General». Pues bien, este buen religioso acogió con gozo al nuevo postulante, le dirigió unos ejercicios espirituales que hizo en su retiro, y desde entonces le quiso con verdadero afecto de padre.

Al acabar los ejercicios, el padre Domingo envió a Hermann al noviciado, en Broussey, cerca de Burdeos. Como se trataba de un judío convertido, Hermann no podía ser recibido en la Orden del Carmen sin dispensa expresa de los superiores generales. Como le era necesaria dicha dispensa antes de entrar en el noviciado, continuó preparándose con la oración y el recogimiento.

Carta a su familia

Durante este tiempo escribió a su familia para participarle sus resoluciones.

«Broussey, 16 de agosto de 1849.

«Querida madre, querida hermana y queridos hermano y cuñado:

«Hace ya un mes que he dejado París y he tenido tiempo de reflexionar, solo con Dios y lejos del mundo, acerca del partido que debo tomar para llevar desde ahora una vida conforme a mis convicciones y a la voluntad de Dios respecto de mí.

«Habéis presentido perfectamente que iba a dejar el mundo y la relación peligrosa que al mismo me ligaba. Pero aún no sabéis a qué género de vida religiosa voy a consagrarme. Ahora bien, lo que tanto temíais no va a suceder. No, no me veréis en París con sotana de sacerdote; ni me veréis de misionero, aunque sea cosa excelente. He escogido otro destino. Voy a tomar como patrimonio la soledad, el retiro, el silencio, la vida oculta e ignorada, una vida de abnegación.

«En una palabra, me hallo en el noviciado de una Orden religiosa famosa en la historia por sus austeridades, sus penitencias y su amor a Dios. Esta Orden tuvo su origen entre los judíos, 930 años antes de Jesucristo. El profeta Elías del Antiguo Testamento la fundó en el monte Carmelo, en Palestina. Es una Orden de verdaderos judíos, de los hijos de los profetas que esperaban al Mesías, que creyeron en Él cuando vino, y que se han perpetuado hasta nuestros días, viviendo siempre de la misma manera, con las mismas privaciones del cuerpo y los mismos gozos del espíritu, como vivieron en el monte Carmelo en Judea, hace unos 2.800 años. Aun hoy día llevan el nombre de Orden del Monte Carmelo...

«Hay dos clases de carmelitas: los unos, hallando la vida llevada por el profeta Elías demasiado rigurosa, solicitaron que la Iglesia la suavizara un poco, hace ya de ello unos quinientos años, y son los Carmelitas mitigados o Carmelitas calzados. Los otros quisieron volver de nuevo a los primitivos rigores de la Orden, como, por ejemplo, jamás comer carne, andar a pie descalzo lo mismo en invierno que en verano, ayunar casi todo el año, dormir sobre una tabla de madera sin sábanas, ni ropa blanca, colchón ni jergón; ir vestidos con una especie de sayal de lana sobre el cuerpo (ya que no se da la ropa blanca más que a los enfermos), practicar el silencio y la soledad casi continuos, levantarse todas las noches para cantar, desde medianoche hasta las dos, las alabanzas del Señor, y meditar día y noche en su ley santa.

«Estos religiosos generalmente habitan en las montañas, fuera de las ciudades, pero sin embargo lo bastante cerca de ellas para que puedan prestar ayudas espirituales si se les piden. He aquí lo que los distingue de las Órdenes misioneras, como los maristas y los jesuitas. Los Carmelitas Descalzos permanecen en la soledad y sólo salen de ella para ayudar al prójimo, cuando éste los llama para confesar, para celebrar misa o bien para predicar, etc. Pero en cuanto han cumplido con la obra de caridad, deben volver a la soledad, a su querida celda de seis pies cuadrados. La mía tiene unos cuatro o cinco pies de ancho y siete de largo, y en ella estoy más feliz y contento que si reinara en la gran sala de las Tullerías o en el palacio imperial de San Petersburgo. Hay que decir también que jamás se está ocioso: cada momento está consagrado a algún trabajo, y la campana nos advierte puntualmente, cada hora o cada media hora, lo que debemos hacer...

«En Palestina había ya en tiempo de los judíos numerosas sociedades de hombres piadosos que llevaban una vida semejante. Y ¿para qué? Para atraer la misericordia del Todopoderoso sobre la tierra, y apartar su justa cólera, pronta a castigar a los que le ofenden... ; para sufrir en lugar de los que, temiendo el padecimiento, viven en los placeres; y, en fin, para amar a Dios como Él nos ha amado e imitar la vida llevada por Jesucristo cuando vino sobre la tierra a salvar a los hombres por medio del padecimiento, la abnegación, el sacrificio, la obediencia, la sumisión, la humillación, la pobreza y la muerte.

«Ésta es la vida que he escogido, y cuando me veáis, lo que deseo mucho, veréis una cara contenta, feliz, serena, un corazón que os ama, que pide y que pedirá, día y noche, al Señor que os bendiga a todos vosotros paternalmente, que os colme de felicidad y de todo lo que pueda contribuir a haceros dichosos. Si alguno de vosotros tuviere alguna vez la desgracia de disgustarle o de ofenderle, le pediré que me lo haga expiar a mí, aquí, en la tierra, a fin de quien hubiere pecado no sufra eternamente y de que todos nos hallemos reunidos un día en el seno de Abrahán, nuestro padre común...

«Mucho os agradeceré que anunciéis a mi padre mi nuevo estado, puesto que ya está preparado a ello por mi carta. Se extrañará de ver a su hijo descalzo, fraile mendicante y contentísimo en serlo: vivimos únicamente de la caridad del prójimo, en una palabra, de limosna, y lo tenemos a gloria. Un día comprenderéis todo eso»...

Luego exhorta a su cuñado, que le había propuesto una controversia religiosa, a que reflexione seriamente y a que lea con imparcialidad la Doctrina Cristiana de Lhomond, que de modo tan eficaz le iluminó a él mismo, y termina diciendo:

«Deseo sinceramente que sintáis la paz y júbilo interiores de que disfruto continuamente desde hace dos años, y sobre todo desde que todo lo dejé por Dios. Él me devuelve una y mil veces cada día lo que le he sacrificado, vertiendo en mi alma tesoros de gracia. ¡Adiós!

Vuestro devoto y afectísimo,

Hermann»

Fácil es adivinar la desesperación y los sollozos que hubo después de la lectura de esta carta. Desde este instante, la señora de Cohen resolvió hacer todo lo posible para recuperar a su hijo.

Viaje a Roma

Entre tanto, Hermann no era todavía novicio. Los superiores generales del Carmelo, que temían que el joven y recién converso no perseveraría en su vocación, habían enviado una respuesta negativa. Esta negativa afligió profundamente a nuestro postulante, pero sin desanimarle. Vio en ella una prueba de la Providencia, y la aceptó con sumisión.

Pero el mismo día partió para Roma, decidido a ir hasta Gaeta a prosternarse a los pies del Santo Padre, si fuese necesario, para obtener la dispensa que necesitaba, como judío convertido, para entrar en el Carmelo. Ya no es el viajero elegante y rico de otro tiempo, va casi pobremente vestido, y toma pasaje en el barco de Marsella a Cività-Vecchia en las últimas clases.

A pesar de esta manera de disfraz, durante la travesía es reconocido por varios de sus compañeros de viaje de la primera clase. Le rodean y festejan, y durante las horas de escala en Génova, le obligan a que toque el piano. Se presta a ello de buena voluntad, pero se muestra insensible a los elogios y a todas las tentativas que le hacen para que vuelva a la vida mundana.

Es admitido en la Orden del Carmen

Llega a Roma hacia el 12 de septiembre, y se dirige inmediatamente a la casa generalicia de los Carmelitas Descalzos. La Providencia misma verdaderamente lo conducía a tal día y circunstancia. Los superiores generales se hallaban reunidos en consejo para tratar de todos los asuntos de la Orden. La reunión se había abierto el 10 de septiembre, y la cuestión de la admisión de Hermann fue tratada en la tercera sesión, el día 14. Hermann escribe a su amigo De Cuers:

«Acabo de resolver favorablemente, no sin dificultad, el asunto que me ha traído, y sin necesidad de recurrir al Papa. El Santo Padre está en Nápoles, y para llegar hasta él se necesitan 21 días de cuarentena. Debo renunciar a la dicha de besarle los pies».

Breve estancia en Roma

Hermann había dedicado a los viajes buena parte de su vida, conocía casi toda Europa y había vivido largo tiempo en Italia. Pero por Roma no había hecho sino pasar en 1839. La ciudad eterna presentaba más de un aliciente para el cristiano y para el artista, así es que debía tener un atractivo irresistible para él. Pero Hermann no se dejó distraer del objeto de su viaje ni siquiera por la piadosa tentación de visitar Roma con mayor detención, ver rápidamente sus iglesias y buscar esas emociones que tan gratas son al corazón de un católico.

Verdad es que Roma estaba todavía de luto, pues el Papa continuaba en el destierro, y aunque la autoridad pontificia estuviese restaurada entonces por los ejércitos franceses, no estaba todavía completamente restablecida de los padecimientos que había sufrido bajo la dictadura de los Mazzini y de los Garibaldi.

A pesar de la fraterna hospitalidad que hallaba en el convento de la Scala, Hermann no tenía sino un deseo: volver a Broussey y empezar el noviciado. Por eso, después de haber pasado tan sólo doce días en Roma, el 28 de septiembre lo hallamos en Marsella, en cuya ciudad se detiene con la esperanza de ver a su amigo De Cuers. Pero éste no puede dejar Tolón, y Hermann le escribe para darle cuenta de los resultados e impresiones de su viaje.

Interés por la Adoración romana

Si no ha visitado los monumentos e iglesias de Roma, en cambio sí ha tenido tiempo para interesarse por una asociación, que ha querido estudiar de cerca, y de ello da cuenta a su amigo, refiriéndole lo que ha visto y averiguado.

En efecto, al dejar París, Hermann no se ha desinteresado de la asociación de la Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento que había fundado. «Jamás crea, a pesar de las apariencias, que la abandono», escribe a su amigo, el conde de Cuers (Agen, 31-VII-1849). En efecto, trabajará en ella toda su vida, como veremos, y en Roma no le abandonó jamás el pensamiento de esta admirable obra, de sus adelantos y de las gracias y privilegios con que se puede enriquecer.

«Dejo a nombre de usted en casa del sacerdote Brunello, una tabella con las numerosas indulgencias plenarias y parciales de que goza en Roma la archicofradía de los hermanos que velan por la noche ante el Santísimo Sacramento. He entrado en relaciones con su dirección. Pasé una noche en adoración con ellos y he empezado gestiones con objeto de agregar canónicamente la Adoración de París a la de Roma, lo que dará como resultado que se conceda a los adoradores y bienhechores de París disfrutar de todas las indulgencias y privilegios otorgados por varios Papas a la archicofradía de Roma» (Carta a Cuers, Marsella 28-IX-1849).

Luego le refiere cómo se practica la Adoración y le señala las particularidades que podrían ser imitadas en París. Finalmente, el 30 de septiembre, después de haber esperado en vano a su amigo, emprende la vuelta a Broussey, en donde recibe el hábito religioso el 6 de octubre. [Es el año de 1849, y el 10 de noviembre Hermann cumplirá los veintinueve años de edad].