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1.- Nacimiento e infancia de Hermann

Los Cohen

Hermann Cohen nació el 10 de noviembre de 1820, hijo de David-Abraham Cohen y de Rosalía Benjamín. El lugar de su nacimiento fue Hamburgo, ciudad libre de Alemania, situada en la orilla derecha del Elba, no lejos de su desembocadura en el mar del Norte.

Entre las numerosas familias judías, que desde hace siglos habitan en la ciudad, célebre por la actividad de su comercio, los Cohen ocupaban un lugar preeminente por su fortuna, así como por su inteligencia en los negocios. Descendían de la antigua tribu consagrada al servicio del templo de Jerusalén. El nombre de Cohen, cuenta Hermann mismo en sus Confesiones, significa sacerdote en hebreo, y los que llevan este nombre son los descendientes del gran sacerdote Aarón, de la tribu de Leví. Cuando los Cohennim se encuentran en la sinagoga, ejercen como un simulacro de sacerdocio; suben las gradas del santuario, extienden las manos y bendicen al pueblo.

«Recuerdo, decía más tarde Hermann, haber visto a mi padre y a sus hermanos dar esta bendición».

El neojudaísmo

El culto judío, sin embargo, había seguido en Hamburgo los progresos y usos de nuestra civilización moderna. Los que se decían más ilustrados, entre los descendientes de Abraham, forjaron una especie de reforma, y crearon un neojudaísmo. La misma lengua hebrea fue descuidada: se predicaba en alemán, se había dejado de leer el Talmud, y otras varias innovaciones habían hecho desaparecer poco a poco los viejos vestigios del antiguo rito de la sinagoga. Los Cohen se habían colocado del lado de los reformadores, y acudían con sus hijos a las asambleas de éstos.

Primeras vivencias religiosas

El pequeño Hermann experimentaba cierta repugnancia instintiva por tales novedades, y sentía mayor interés por las ceremonias antiguas que se habían conservado.

«Cuando veía, dice, al rabino subir las gradas del santuario, descorrer la cortina y abrir una puerta, me hallaba en solemne espera».

Su alma sentía ya como el presentimiento y la necesidad del infinito que había de llenarla un día. Estas ceremonias, a pesar de lo que tenían de majestuoso e imponente, dejaban siempre, sin embargo, un gran vacío en su corazón.

«Mi expectación no era nunca satisfecha cuando veía a los levitas sacar con mucha solemnidad un gran rollo de pergamino sembrado de letras hebraicas y rematado por una corona real, envuelto en una bolsa de magnífico paño. Llevaban entonces y ponían con gran ceremonia el rollo en un atril; quitaban el envoltorio y la corona; lo desenrrollaban y leían las santas Escrituras, impresas en hebreo. Estaba yo lleno de ansiedad durante toda la ceremonia».

Buscaba ya explicarse el sentido de la ceremonia, y hubiera querido penetrar sus misteriosas significaciones; pero sus dudas quedaban sin resolver, y sus investigaciones sin respuesta. Como no entendía el hebreo, las palabras de la Escritura nada le decían. Esta afición a las ceremonias religiosas, estas aspiraciones misteriosas de su alma, ¿no eran como una primera llamada de la gracia divina? Puede suponerse esto sin dificultad, tanto más cuanto que Hermann afirma que a estas primeras aspiraciones de su infancia «se juntaba una gran inclinación a la oración».

Algunas veces, por la mañana, invitaba a su hermanita a unírsele, y ambos entonaban cánticos en lengua alemana, cantaban salmos y recitaban oraciones. Y ya entonces estos dos corazones infantiles experimentaban «emociones» y «enternecimientos» al invocar al Dios de Israel. Era como el preludio de las emociones y alegrías, muy diferentes en profundidad y sublimidad, que debían experimentar un día en presencia del Tabernáculo, que encierra al autor mismo de la ley y al verdadero pan de vida. Estas impresiones pasaron, sin duda, pero dejaron huellas profundas en el alma del niño, ya que después de más de treinta años no las había olvidado aún.

Sus padres le hicieron aprender el hebreo; pero las lecciones consistieron sobre todo en escribir el alemán con caracteres hebraicos, según costumbre entre los judíos, a fin de conservar entre ellos el secreto de su correspondencia.

En el colegio

David Cohen era un opulento negociante, y quiso dar a sus hijos esmerada educación, en consonancia con su fortuna. Hermann y su hermano mayor, Alberto, fueron mandados al colegio más renombrado de la ciudad, dirigido por un protestante. En él tuvieron que sufrir bastante de parte de sus condiscípulos, en su mayoría protestantes. A causa de la religión que profesaban, fueron objeto de burlas despectivas y de dichos groseros; pero soportaron estas pruebas con la calma y la tenacidad judías, sabiendo que la tempestad no duraría, y que un día u otro encontrarían la ocasión de un desquite cierto y ventajoso, desde el punto de vista de los intereses materiales.

Este desquite Hermann intentó tomárselo en seguida, procurando con sus éxitos escolares que se acallasen los prejuicios, y eclipsando por su saber a todos los condiscípulos de su edad. Su inteligencia le permitió alcanzar fácilmente tal resultado, y maniobró con tanta habilidad y fortuna que pronto obtuvo la estima de sus maestros y el afecto de los demás colegiales.

Si el éxito coronó sus esfuerzos, también le desarrolló desmesuradamente el germen de la vanidad, que más tarde lo arrastró a grandes y dolorosos descarríos. Lejos de atajar el mal, sus padres habían favorecido en más de una ocasión el defecto, colmándolo de caricias y condescendiendo a todos los caprichos del pequeño ídolo. Esta preferencia parecía justificada por las raras disposiciones del niño para el estudio.

La música

A los cuatro años y medio, viendo que su hermano aprendía el piano, instó a su familia para obtener el mismo favor. Su madre, que nada sabía rehusarle, accedio a tal deseo. Pronto se dieron cuenta de las extraordinarias disposiciones del niño para la música: adelantó a su hermano en poco tiempo, y a los seis años tocaba ya al piano todos los aires de las óperas en boga, y más de una vez se entregó a improvisaciones que sorprendían a las personas más capacitadas para juzgarlas.

Estudiante

Parecía que había de ser superior en todo.

«En lengua francesa, dice, en latín y demás ciencias que nos hacían aprender, en todo era lo mismo: cual otro Jacob, arrebataba el derecho de primogenitura a mi hermano, atraía hacía mí las recompensas y los elogios, y de tal modo sabía hacer resaltar mi superioridad, que mi pobre hermano ha debido de sufrir mucho por culpa mía».

Orgullosa de su Hermann, la señora de Cohen había soñado con hacer cursar a su hijo las clases de la Universidad, y lo alentó a que correspondiera a tales deseos. Los adelantos del chico en latín y griego fueron tan rápidos que a los nueve años estaba en disposición de poder seguir los cursos de tercero en el Instituto.

Entonces se presentó una dificultad: los alumnos que frecuentaban dicha clase no tenían menos de catorce años, y se veía más de un inconveniente en que entrara en sus filas un niño tan pequeño. ¿No serían de temer los celos y los malos tratos de los mayores? Además, los médicos declararon que esta misma precocidad podría ser funesta a la salud del niño, cuyo cerebro tenía necesidad de reposo, y se decidió que se quedaría aún un año en casa.

Deja el colegio

Este año debía ejercer penosa influencia en el corazón del sensible niño. En el colegio no le habían enseñado ningún principio serio de religión. Referente a ella, toda la instrucción consistía en un curso de historia bíblica. La vivísima imaginación de Hermann se había impresionado e inflamado, sin duda, con el relato de las aventuras de José vendido por sus hermanos, de Moisés milagrosamente salvado de las aguas. El paso del mar Rojo, los relámpagos y truenos del Sinaí alternativamente habían hecho germinar en su mente la idea de la grandeza y del poderío del Dios de Israel; pero su corazón no había recibido ninguna dirección, y su alma, entregada a sí misma, se hallaba expuesta a todas las seducciones de la vida.

Las primeras impresiones religiosas, de las que hemos hablado, parecen haber desaparecido por completo a la edad en que salió del colegio. En su familia, a su alrededor, en todas partes no veía sino gente ocupada en cuestiones materiales, cuya mirada sólo alcanzaba los intereses personales, que se limitaban a los placeres, al disfrute y a los honores del tiempo.

«Nuestra casa, dice, era como un hormiguero en que se iba y venía: mercancías por todas partes, por todas partes gente que contaba dinero, y la sola diferencia que yo veía entre estas gentes atareadas no estaba indicada más que por la cuantía de la fortuna, a la cual se rendían todos los honores».

Precoz pianista

Con tales ejemplos a la vista, desprovisto de práctica religiosa, lo pusieron en manos de un profesor encargado de perfeccionarle en el arte musical. Cómo era el tal profesor, él mismo lo cuenta. Tenía reputación de hombre genial, y esto bastaba para justificar a los ojos del vulgo todos sus caprichos y extravagancias. Impunemente podía contraer deudas, vestirse de manera extraña, tener las más locas y escabrosas aventuras; su pretendido genio lo cubría todo con su gloria, y no había nadie en Hamburgo lo bastante osado para vituperar sus desórdenes y cerrarle la puerta.

«Como lo veía admirado de todos, dice Hermann, quise pronto imitarle, y empecé a seguir su conducta fantástica. Le gustaba la caza, y yo pasaba el día entero con él, los pies en el agua; le gustaba el juego, y demasiado pronto, desgraciadamente, me aficioné a él. Le gustaban los caballos, todos los placeres, y como hallaba la bolsa de sus admiradores siempre abierta para satisfacerle todas las fantasías, empecé a meterme en la cabeza que no había existencia más feliz en la tierra que la de un artista. Mi maestro decía a menudo a mi madre: "Hermann tiene genio". Esto me alentaba aún más».

Niño prodigio

Pronto se presentó una circunstancia que puso de relieve la energía y el talento del niño. El mismo artista había compuesto una pieza para piano extremadamente difícil y que ejecutó con gran éxito en un concierto público. Celoso de este éxito, Hermann resolvio aprender a escondidas el papel, y en cuanto se creyó en disposición de poderlo tocar de manera satisfactoria, rogó al profesor tuviera la bondad de hacérselo estudiar. Profundamente ofendido por la jactancia de su alumno, le respondió con una bofetada. Mas Hermann replicó llorando: «pruébelo usted a lo menos, y verá si no lo consigo». La madre, que estaba presente, apoyó la petición del chico, y el profesor, de bastante mal humor, mandó a su alumno que se sentara al piano; pero pronto desarrugó el ceño, y maravillado de la manera como la pieza es tocada por los deditos del niño, no halla mejor modo de demostrar su gozo que llevándoselo consigo «a la taberna y a casa de los amigos, para mostrarles el pequeño prodigio».

Este éxito parece haber decidido de una manera definitiva la vocación de Hermann. Su madre consiente en que siga la carrera de artista. El señor Cohen presentó a tales proyectos más de una objeción; pero habiéndole hecho perder toda su fortuna desgraciadas operaciones de comercio, que se juntaron a las consecuencias de la revolución de 1830, dejó de oponerse a la realización de los deseos del hijo y de la madre.

No intentaremos siquiera describir el gozo del niño, que veía abrírsele un seductor porvenir:

«Éxitos, dice, honores, la celebridad, los placeres en que los artistas pasan parte de su tiempo, los viajes, las aventuras, todo ello se pintaba con colores rosados en mi imaginación, extraordinariamente desarrollada para mi edad».

Los teatros

El padre Hermann ha descrito varias veces, en sus sermones y en las Confesiones, los estragos que hizo entonces en su alma la frecuentación de los teatros, donde lo conducían bajo el pretexto de que oyera buena música. Y dice cómo, jovencito aún, su imaginación sobreexcitada se complacía en tomar en serio el papel de los héroes de teatro. No soñaba más que con aventuras novelescas, citas misteriosas, conquistas brillantes y fantásticos proyectos.

«Ardía en deseos de llegar a la edad en la cual podría realizar todos estos sueños».

Primer viaje

¿Qué era del corazón del muchacho en medio de vida semejante? Un rasgo de egoísmo, por él mismo contado, nos muestra a lo vivo lo que el orgullo y las lecciones del teatro habían hecho del corazón de un niño de once años, de ordinario tan sensible al cariño y tan sensible a los dolores de la separación.

Debiendo su maestro ir a Francfort, había propuesto a la familia Cohen que le dejaran llevarse consigo de viaje a Hermann. Fue una gran fiesta para el niño-artista: parte de sus sueños iban a realizarse, y estaba impaciente de ver las novedades cuyas maravillas se imaginaba.

El viaje era largo. Se trataba de la primera separación, y la familia, entristecida, quiso acompañar al pequeño viajero. Para prolongar la dulzura de la compañía, atravesó el Elba. Hermann se mostró insensible a esta demostración de ternura, y mientras su madre le cubría de caricias y de lágrimas, dirigiéndole las recomendaciones más afectuosas y previsoras, él se mostraba impaciente y sólo aspiraba a la hora de la libertad y del adios.

Este viaje de algunas semanas le encantó, desarrolló aún más el poder de su imaginación, y volvió a Hamburgo con el propósito todavía más firme, si cabe, de ser un gran artista. Se arrojó, pues, con ardor por esta nueva vía.

«El latín, el griego y el hebreo se habían olvidado; pero, en cambio, añade, a los doce años aprendí muchas otras cosas cuyo conocimiento fue funesto para mi alma».

Primeros triunfos

Los adelantos que hizo fueron tan rápidos y maravillosos que se juzgó había llegado la hora de presentarlo al público. Su maestro debía dar un concierto en Altona, con el concurso de otros dos de sus alumnos de mucha más edad, profesores ya, y honró a Hermann admitiéndole a figurar en la solemne reunión. El niño fue aplaudidísimo.

Entonces se decidieron a presentarlo en un teatro de más importancia, ante un público más difícil y entendido, en Hamburgo mismo, su ciudad natal. El éxito excedio al de los días precedentes. Todo lo que la ciudad contaba de distinguido y de ilustre se había dado cita para oír al pequeño prodigio; la sala estaba atestada, y al día siguiente la ciudad entera no hablaba sino del talento extraordinario de Hermann.

Se comprende que tales éxitos embriagaran su infantil imaginación, y la madre, aún más feliz acaso que su hijo, ya no veía obstáculo alguno a la realización de los sueños que su amor materno acariciaba desde hacía mucho tiempo en favor de su idolatrado Hermann. Como todas las madres dignas de tal nombre, se resolvió a todos los sacrificios para hacer de su hijo un verdadero artista. Lo condujo primeramente a la corte del Gran Duque de Mecklemburgo-Strelitz, luego a su vecino el príncipe heredero, el Gran Duque de Schwering. Y habiendo enterado la señora de Cohen a los príncipes de su deseo de llevar a su hijo a París, las Altezas le ofrecieron cartas de recomendación para sus ministros plenipotenciarios cerca del Rey de Francia. Luego colmaron de caricias y regalos al joven Hermann.

«Regresamos, dice, triunfantes a Hamburgo».

Pequeño accidente

A pesar de los éxitos y satisfacciones de la vanidad, Hermann continuaba siendo todavía un niño, y estuvo a punto de comprometer todo su porvenir por seguir el deseo de golosinas.

Le gustaba mucho el dulce, y un día fue secretamente y en silencio hasta la despensa, y con prontitud introdujo la mano en el tarro de confitura. Desgraciadamente, el tarro de cristal estaba roto, y con la avidez precipitada que puso Hermann en cometer el inocente latrocinio, se cortó en la mano de manera tan grave, que el índice estuvo casi desprendido por una ancha y sangrienta herida. Imagínese el dolor de la madre y la desesperación del chico.

Sin embargo, el mal no fue tan grande como se temió en un principio. Hermann curó bastante pronto; pero su madre ya no hablaba más de ir a París. Sin embargo, nuestro joven ambicioso no había olvidado la promesa materna, y con sutileza y oportunidad, le recordó el compromiso contraído de llevarlo a París.

¿Qué dirían, en efecto, en Mecklemburgo si no se servía de las cartas de recomendación que le habían facilitado tan amablemente? Además, ¿qué podía hacer desde entonces en Hamburgo? ¿No le había enseñado su maestro todo lo que sabía? ¿Por qué detenerse de este modo en el camino de la celebridad y romper un porvenir que con tan brillantes aspectos se presentaba?

Por su parte, la madre no quería más que dejarse convencer.

El señor Cohen trabajaba penosamente para reconstituir los elementos de su fortuna, y, ante los grandes gravámenes que sobre él pesaban, no opuso ninguna dificultad a la partida de su mujer y de sus hijos.

Primera composición musical

Mientras se hacían los preparativos, Hermann compuso una cantata en honor de su madre para solemnizar el día de su fiesta. Esta primera composición musical, a pesar de la juventud de su autor, estaba ya marcada por el profundo sentimiento religioso que encontramos casi siempre en las diferentes obras de este artista en la misma época de sus mayores triunfos en sociedad y de sus más graves desórdenes.

Se consideró que la cantata era digna de la imprenta, y sus amigos, con el maestro al frente, se dedicaron a realzar, en los diarios de la localidad, los méritos de la obra. Hermann acogió los elogios con entusiasmo, se hinchó de orgullo, y, creyéndose ya un hombre de genio, partió sin caberle duda alguna de su triunfo definitivo.

París

Su suficiencia es tan grande que ni siquiera juzga necesario prepararse y estudiar antes de comparecer ante el público. Su madre le hace inútilmente amables reproches; pero, según él confiesa,

«había ya perdido todo respeto, desobedecía abiertamente y me creía independiente».

Los éxitos que obtuvo en las diferentes ciudades en que pararon, en la corte de Hannover, en Cassel, en Francfort, etc., los elogios que le prodigaban los artistas más reputados justificaban a sus propios ojos su jactancia, y eran otros tantos argumentos irrefutables que oponía a las sensatas y prudentes observaciones de su madre.

Metz fue la última etapa de los viajeros, y como sin duda no habían tomado las oportunas medidas, se vieron amenazados de quedarse en dicha ciudad más tiempo del que hubiesen deseado. En la diligencia pública no quedaban más que sitios incómodos que ofrecerles. Como esto pasaba en el mes de julio y el calor era considerable, la señora de Cohen vacilaba en ponerse en camino, más en interés de sus hijos que la acompañaban que por ella misma. Pero Hermann estaba impaciente por llegar a París; y de tal modo insistió para partir inmediatamente, que su madre dejó de poner dificultades. Para Hermann, París era el non plus ultra de la felicidad y de la gloria, y su emoción crecía a medida que se iban acercando a la capital.

Cuenta después que poco antes de llegar a París, molestaba a los que le rodeaban preguntándoles a cada instante,

«¿Se ve ya París? ¿Se divisa alguna torre? ¿Alguna cúpula?»

A cada respuesta negativa volvía a caer anhelante sobre la banqueta. Por fin, el conductor gritó: Ahí está París.

«Experimenté a estas palabras una verdadera conmoción eléctrica y no supe cómo manifestar mi gozo».

El pobre pequeño ignoraba lo que le esperaba en la gran ciudad. Después de tantos años pasados en febril agitación, demasiado a menudo culpable, debía hallar una gloria y una felicidad bien diferentes de las que él buscaba, y cuya imperiosa necesidad sentía su noble corazón.