fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

6. El encuentro con la vida

¿Que sucedió hace millones de años, en el momento preciso en que la omnipotente voz del Eterno llamó de la nada al Universo? Hasta los más expertos especialistas en los grandes cálculos confiesan no saber cómo describir aquel instante. A menos que se haga novela en vez de ciencia.

Y ¿qué sucedió hace dos mil años, al final de la noche entre el sábado y el domingo de Pascua? El hecho es conocido: un crucificado, inerte y frío, muerto hace más de un día, estrechamente envuelto en una sábana, como cualquier otro cadáver de un palestino que hubiera recibido sepultura, en un momento se reanima y revive. Desde aquél preciso instante Cristo será el Resucitado. Ahora bien, ¿quien sino el mismo Hombre-Dios, que pudo morir, pero no ser sometido para siempre al poder de la muerte, quién sino El podría contarnos desde dentro el más increíble de sus milagros? ¿Quién puede hacer la crónica de lo que, bien entendido, debe llamarse la resurrección de sí mismo?

Por eso nuestras palabras parecerán el balbuceo de un niño, pues ya el misterio de una célula viva, que palpita y se reproduce, constituye un espectáculo impresionante. Podemos intentar imaginarnos lo que sucedió; pero al final, tendremos que admitir que nos hemos quedado en la superficie, mientras que la potencia divina actuó en las profundidades del Ser y dispuso según su voluntad de las más complejas e inmutables leyes de la naturaleza. Solo nos ayudan el insuficiente relato evangélico y la reflexión sobre las obras de Dios, es decir, la teología cristiana.

En primer lugar, hay que afirmar que Jesús, trágica e irreversiblemente acabado como hombre, seguía siendo el Hombre-Dios. El alma se había separado del cuerpo, ya que El, inclinando la cabeza, había gritado: «¡Padre te confío mi vida!». La suya había sido una muerte clínica en el más estricto sentido de la palabra, confirmada también con el golpe de la lanza que penetró hasta el fondo del corazón. Pero la divinidad –su ser Dios– que provenía a Cristo de la persona del Verbo, no se resintió, no podía resentirse de ningún modo por aquel drama. Durante la espera, cargada del misterio más grande de la historia humana, la persona del Verbo se mantuvo íntimamente en contacto con aquel cuerpo inanimado encerrado en la Sábana Santa, incluso siendo cuerpo y alma separados entre sí.

Dado que estamos tocando las cotas más elevadas de la teología, es más que normal que a veces parezca desfallecer nuestra mente. La persona de Cristo es una persona eterna. Es el Verbo eterno; así que no se podía disolver ni siquiera cuando no había unión del alma con el cuerpo de Jesús.

Intentaré explicarlo con las palabras de un sabio teólogo americano, W. Farrell: «es cierto, sin duda, que durante aquellos días Cristo estuvo realmente muerto; es decir, ya no era un hombre, porque un hombre no es ni sólo un alma ni sólo un cuerpo, sino un compuesto de las dos cosas. Y tal compuesto se había disuelto. El cuerpo muerto de Cristo era un cuerpo sin alma, pero por lo demás era exactamente el mismo de antes, todavía en posesión de la misma Persona, todavía unido a la Divinidad mediante aquella persona» (Guida alla Somma teologica, Alba 1958, vol II, 504).

La persona del Hijo de Dios –inmortal como el Padre– conservaba plenamente el dominio del alma y del cuerpo de Jesús de Nazareth mediante los cuales había vivido hasta ayer su espléndida y dolorosa experiencia humana. Podía resucitarse a sí mismo de los muertos, apenas quisiera. Y Cristo resucita. Porque Cristo era Dios.

¿Cómo apareció sobre la Sábana la imagen de Cristo? Cuando Cristo resucita en su cuerpo terrestre espiritualizado, y abandona la Sábana sobre la tumba, las huellas en ella son ya un hecho. La Sábana Santa es en este momento un verdadero y exacto negativo, único en su especie, que revelará su precioso secreto solo al final del siglo XIX, en el laboratorio fotográfico del abogado Pia.

Podemos preguntarnos: ¿se fijó aquella imaginaron en un lento proceso que duró unas treinta y seis horas? ¿Se grabó en una fracción de segundo, en el mismo instante en el que el cuerpo del Señor se reanimó? ¿O, tercera hipótesis, la sabia omnipotencia de Dios se sirvió de los dos modos o de otros sistemas que no llegamos a adivinar? La ciencia hasta hoy se limita a esto: propone hipótesis e intenta verificarlas en el laboratorio, y pienso que nunca podrá ofrecernos más. Entre los elementos que tiene a su disposición o de los que podrá disponer en el futuro, le faltará uno, indispensable, que estuvo presente y fue determinante entonces: la intervención personal de Dios. ¿Quién podrá como El utilizar los secretos misteriosos de la naturaleza que El mismo ha ideado y creado?

Y, volviendo a las hipótesis: ¿La impresión en la tela se verificó como una escritura por un proceso vaporigráfico debido al efecto oxidante de los gases amoniacales que exhalaba el cuerpo del crucificado? En el estado actual de las investigaciones, hay pocos pareceres a favor de esta explicación.

¿Puede ser que la aparición en el tejido de la Sábana de una especie de calco de la figura humana que envolvía se debiera a la cualidad hemolítica del áloe y de la mirra sobre la sangre de Jesús, coagulada y extendida por toda la superficie del cadáver? Parecen más numerosas las probabilidades a favor de esta clásica tesis.

Así, Ricci habla de que «la Sábana puede considerarse una prueba del fenómeno de fibrinolisis. De hecho, cuando esto sucede, sigue leyes precisas, acordes con el tiempo de contacto, de modo que si no llega a 10 el número de horas, no se imprime el calco sobre la tela, o se hace de forma rudimentaria, mientras que si se supera ese número de horas, los regueros de sangre emborronan la tela por excesivo ablandamiento de la fibrina» (Op. cit., 84-85). Refiere asimismo una afirmación del doctor Black, según la cual el fenómeno de la fibrinolisis es hoy bastante conocido y estudiado, en sujetos expuestos a un stress salvaje.

¿O en cambio, hipótesis más atrevida y –como se ha dicho– al límite de la ciencia-ficción, la clave estaría íntimamente conectada a los misteriosos rayos mitogenéticos de Gurwitsch, originados por la actividad normal de los tejidos orgánicos y capaces de ser proyectados en el ambiente circundante –en nuestro caso, la Sábana adherida al cuerpo de Jesús– en forma de radiaciones secundarias residuales? Esto equivaldría a decir que el influjo sobrenatural del Verbo sobre los restos mortales de Jesús no se limitó a parar el proceso de descomposición, sino que habría incluso potenciado la fuente de radiación, hasta conseguir registrar en la Sábana, con una objetividad fotográfica, el perfil de Cristo y cada detalle de su martirio.

Tendremos entonces que trasladar el tiempo de formación de las huellas al momento en que se reúnen el alma y el cuerpo de Cristo pensando, pues, que el Hombre de la Sábana Santa nos dejó su retrato, casi como mediante un flash prodigioso, al reanudar su actividad cardiovascular y respiratoria; es decir, exactamente en el instante en que resucitaba. Así, el doctor Jumper se declara favorable a la tesis de un relámpago de radiaciones como causa inmediata de la imagen. Radiaciones fotoquímicas, no necesariamente acompañadas de calor o de explosión de energía.

Se han aventurado también teorías sobre alguna radiación térmica como causa instrumental de las huellas de la Sábana, algo así como una incandescencia parcialmente análoga al fuego por sus efectos.

Una cosa es segura. Que en la hora preestablecida, objeto de una profecía repetida varias veces, Cristo se dispone a volver en medio de los vivos, con plenitud absouta de vida. Y su cuerpo, en el que quiere conservar al menos las cicatrices mayores de su martirio, vuelve a palpitar en la soledad del sepulcro. Es un cuerpo glorificado, un auténtico cuerpo humano, es más, el mismo recibido de su madre, pero totalmente lleno de vida divina, que dispone ahora de cualidades extraordinarias. ¿No entrará dentro de poco en el Cenáculo, aunque todas las puertas estén cerradas cuidadosamente?

Afuera, a dos pasos, separados de Él sólo por un muro corredizo, los soldados dormitan, convencidos de estar haciendo la guardia a un cadáver ya en estado de putrefacción. Nadie sospecha lo que sucede en el interior de la tumba, donde ha sido sellado el cuerpo de Jesús de Nazareth. De hecho, en la ciudad alta, los enemigos descansan; finalmente, sus deseos más profundos se han cumplido. Los mismos amigos del Maestro no saben nada; tampoco aquellas discípulas que quizás han pasado la noche velando, en espera de que surja el sol. Dentro de poco bajarán silenciosas por las calles que conducen a la colina de enfrente, a concluir un ritual de sepultura que ha quedado incompleto...

Un momento después, un terremoto que parece tener el epicentro en aquel sepulcro aterroriza y pone en fuga a la patrulla encargada de la vigilancia.

«Jesús recupera la vida y, libre de las leyes naturales, atraviesa, invisible para todos, la roca rosa con vetas blancas del más glorioso sepulcro de la historia» (G. Ricci, op. cit. 83).

Más resplandeciente de luz, y más transfigurado que en el Monte Tabor, para asegurar al mundo su victoria. Ahora, una humilde y común sábana, que ya sería una preciosa reliquia sólo por haber acogido entre sus pliegues el cuerpo mortal del Hombre-Dios, se ha convertido en la Sábana Santa. Las huellas que el Resucitado parece haber dejado intencionadamente, son la fotografía de aquello que Él ya había dicho con notable anticipo sobre sí mismo: «Tomad nota de todo lo que os digo. El Hijo del hombre –el que os habla– será abandonado a las manos de los enemigos que lo matarán, pero después de su muerte, resucitará al tercer día».

La presencia real de Cristo Eucaristía en medio de nosotros y en nosotros está garantizada por la fe en la narración de los evangelios. La Sábana ofrece al evangelio mismo y a la fe en el evangelio una garantía más, una garantía máxima, en la medida en que se demuestre que es auténtica. Si la fe es un don sobrenatural, que asiente a lo impalpable, aun sostenida por motivos naturales de credibilidad, la Sábana Santa es hoy y seguramente será más en el futuro, un documento concreto, tangible y disponible para efectuar sobre él cuantos experimentos se quiera, sobre la real humanidad de Cristo.

Los viejísimos y retorcidos olivos que todavía hoy pueden verse enraizados en las tierras de Getsemaní son documentos del paisaje existente en el tiempo en que Jesús predicaba la Buena Nueva. Hace dos mil años que están a punto de secarse completamente, pero han revivido siempre gracias a alguna yema, a algún brote que cada año se ha ido abriendo paso en la corteza casi petrificada. Jesús vio estos olivos, y ellos le vieron a Él. Pero su testimonio es muy limitado, porque no son personas. El testimonio que los cristianos dan de Jesucristo es mucho más elocuente que el reservado a los viejos olivos de Getsemaní; nuestra fe es sustancialmente idéntica a la de los primeros cristianos, aunque haya llegado hasta nosotros a través de cien generaciones intermedias, lo que hace de nosotros testigos cualificados, aunque indirectos, de la historia de Jesús.

La Sábana Santa, en cambio, tiene un papel exclusivo, una importancia y una misión absolutamente única. Si se demuestra que es auténtica, será no sólo la más esplendida reliquia existente en el mundo, sino algo infinitamente importante: será la garantía visible, tangible, inatacable, de que el Verbo de Dios –descendido del Cielo para la salvación de los hombres, encarnado en el vientre de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, como recitamos en el Credo– se ha hecho verdaderamente uno de nosotros, en el hombre llamado Jesús. Y de que tuvo la fisonomía psicológica y moral que aparece en la atenta lectura de los evangelios, los rasgos que aparecen en el autorretrato de la Sábana. Y de que fue crucificado por nosotros bajo Poncio Pilatos, y fue sepultado con esta Sábana Santa, y fue resucitado y ascendido al Cielo, sentándose a la derecha del Padre, cumpliendo así lo que preanunciaron los profetas, las promesas de Dios, los anuncios hechos por Jesús mismo.

Todo esto tiene el valor de un testimonio escrito con letras de sangre, en esta Sábana que envolvió por unas treinta y seis horas el cuerpo del Hombre; testimonio unido indirecta pero válidamente al único milagro, el más impresionante realizado por Jesús en su favor y de acuerdo con su solemne afirmación: «yo doy mi vida para recuperarla nuevamente; nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente, y tengo poder para darla y para recuperarla» (Jn. 10, 17-18).

Los numerosos y complicadisimos problemas, relacionados sobre todo con la elaboración de una imagen tan perfecta y con la conservación de la misma en medio de toda clase de circunstancias difíciles a lo largo de los siglos, han sido resueltos con una facilidad que lleva el sello exclusivo de la Omnipotencia Divina. Jesús, que prometió estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, lo cumplió de un modo indudablemente cierto, con su presencia eucarística; y encontró también el modo de estar cada día a nuestro lado, con la presencia entre los hombres del Hombre de la Sábana Santa.