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Capítulo 55

1-5: «Comed sin pagar»

Después de los anuncios realizados, el profeta siente la necesidad de invitar al pueblo «sediento» a recibir los bienes prometidos. Son dones básicos para la vida que Dios les ofrece gratuitamente. La Palabra del Señor transmitida a través del profeta es vino y leche, agua y pan. Es el alimento sin el cual el hombre no puede subsistir. Pues puede carecer de muchas cosas, pero si carece de la Palabra de Dios que ilumina y da sentido a su vida le falta lo más importante. «No sólo de pan vive el hombre»... (Dt. 8,3).

Este don vital, abundante y sustancioso, es ofrecido gratuitamente. Basta acogerlo. Por el contrario, el hombre se agota afanosamente, gastando tiempo, medios y energías, para conseguir un alimento que no sacia. Con palabras de Jeremías, abandona el manantial de aguas vivas para excavarse cisternas agrietadas que no retienen el agua (Jer. 2,13). Por eso el profeta llama al discernimiento y a la sensatez: «prestad oído, venid a mí, escuchadme y viviréis». Sólo haciendo caso al Señor se puede alcanzar vida y felicidad.

Y lo que ofrece esta palabra es nada menos que una alianza «eterna», irrevocable, basada en promesas «amorosas y fieles». Una alianza renovada, de la que el pueblo va a ser testigo en favor de otros pueblos que también se beneficiarán de ella: «tú llamarás a un pueblo desconocido, un pueblo que no te conocía correrá hacia tí».

-Es impresionante la insensatez de los hombres luchando afanosamente por un pan que no sacia y por un agua que no calma la sed. Es la ceguera del ser humano que no quiere reconocer que su corazón está hecho para Dios y sólo en Él encontrará descanso y plenitud.

Pero lo que resulta más desconcertante es que los que deberíamos estar deslumbrados por el fulgor de la verdad regalada en la revelación divina y deberíamos saciarnos a boca llena del Pan de la vida en el banquete de la eucaristía, andemos mendigando en otras mesas migajas de pan y gotas de agua que no pueden calmar nuestra sed. ¿Es tan difícil tender la mano para dejarse saciar gratuitamente? «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn. 7,37). «El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed» (Jn. 6,35).

Sólo viviendo esta plenitud hallada en Cristo, sólo experimentando gozosa/mente que Él nos basta, podremos ser testigos suyos ante el mundo y podremos atraer a otros hombres hacia Él para que también ellos entren en su alianza y disfruten de esa misma plenitud -hasta donde es posible- ya en este mundo.

6-11: «Mis caminos no son vuestros caminos»

Al final de su predicación, el profeta nos da una de las claves de todo lo que ha dicho. Su profecía ha anunciado cosas tan grandes que pueden parecer increíbles. Por eso nos invita a remontarnos al plano de Dios. Él ha hablado siempre en nombre del Señor, transmitiendo su Palabra como «boca de Yahveh». Lo que ha manifestado es el pensamiento de Dios y sus planes. Y no se trata de traer al Señor a nuestro nivel, sino de dejarnos levantar al suyo.

Uno de los aspectos de la grandeza infinita de Dios es su capacidad y su deseo de perdonar (vv. 6-7). En el perdón Dios manifiesta especialmente su poder y su bondad inagotable, su capacidad de recrear al hombre, de hacer todo nuevo. Basta que el hombre deje un resquicio de arrepentimiento para que Dios penetre derramando su compasión. Con la grandeza sobrehumana e inconcebible del perdón Dios demuestra precisamente que es Dios y no hombre (Os. 11,9).

Y otra manifestación de su trascendencia es que su palabra produce vida y fecundidad, al estilo de la lluvia cuando riega los campos. A diferencia de los hombres, que «dicen y no hacen», la palabra de Dios posee vigor creador, es viva y dinámica, se cumple siempre. La Palabra de Dios es como un sacramento: produce lo que significa. Dios «lo que dice lo hace».

-Cuando se habla de la conversión se suele pensar en cambio de conducta, en hacer bien lo que uno hacía mal. Sin embargo, hay otra conversión más profunda y radical: el cambio de criterios y de mentalidad, la transformación de nuestro modo de ver y valorar las personas, los acontecimientos, las dificultades, etc. Se trata de salir de la estrechez y cortedad de nuestra mente -impregnada además de egoísmo y pecados- para dejarnos levantar -iluminados por el Señor y su palabra- a las alturas de la sabiduría divina. Se trata de poder llegar a decir con verdad: «nosotros tenemos la mente de Cristo» (1 Cor. 2,16).

Al príncipe de los apóstoles Jesús le llamó «Satanás». ¿Razón? «Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt. 16,23). Cada vez que hablamos o actuamos con los criterios de los hombres y no con los de Dios, somos instrumentos -aun sin saberlo- de Satanás, que es «el Padre de la mentira» (Jn. 8, 44) e intenta apartar a los hombres de los planes infinitamente sabios y amorosos del Padre.

Y uno de los aspectos de este cambio de mentalidad es salir de los esquemas de justicia para entrar en la lógica del amor y la misericordia. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc. 6,36). «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn. 15,12).

12-13: «Será para renombre de Yahveh»

El profeta termina recalcando lo que ha anunciado desde el principio: «Sí, con alegría saldréis, y en paz seréis traídos». Ante la presencia del Señor que actúa en favor de su pueblo y camina con él (52,12), la creación entera exulta y aclama. Más aún, ante la presencia del Señor todo se transforma: «en lugar del espino crecerá el ciprés».

Y finalmente remata -como no podría ser de otra manera- poniendo de relieve que todo será para gloria del Señor, «para renombre de Yahveh». Estos nuevos prodigios quedarán como «señal eterna que no será borrada» que dará testimonio perpetuamente de la grandeza y del poder del Señor y le glorificará de generación en generación.

-Propiamente hablando, nosotros no glorificamos a Dios. Le damos gloria cuando le permitimos actuar y realizar cosas grandes en nosotros. En realidad, como María, a nosotros nos toca dejar hacer al Señor, acoger y secundar dócilmente las maravillas que El obra en nuestra pobreza, y después reconocerlas y proclamarlas ante los hombres (Lc. 1, 46ss) hasta el punto de quedar convertidos nosotros mismos en signos vivos de su poder, en reflejo de su gloria (2Cor. 3,18).