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Capítulo 3. San Fernando

La estampa de San Fernando se destaca con relevancia en el marco del glorioso siglo XIII, el siglo de oro de la Cristiandad, que cobijó a personajes como San Alberto Magno, Santo Tomás, San Buenaventura, San Luis, y tantos otros. Su figura, señera en la política de España, es sólo comparable con la de Isabel la Católica.

Cuando nace Fernando, la Iglesia estaba gobernada por Inocencio III, uno de los Papas más insignes de todos los tiempos, que concebía a Europa como un conglomerado de pueblos –la Cristiandad– bajo su tutela espiritual. «Un papa demasiado joven», se murmuró en Roma al ser elegido, en 1198. Tenía entonces 38 años. Pero empuñó el timón de la Iglesia con magnanimidad y señorío, no sujetándose a nada mundano, plenamente consciente de representar como vicario nada menos que al mismo Jesucristo, el Señor, el Emperador supremo. Fue durante su pontificado cuando emergieron las dos grandes Órdenes mendicantes que dieron un nuevo giro al curso de la historia, la iniciada por Francisco de Asís, y la fundada por Domingo de Guzmán.

Esplendoroso, por cierto, aquel siglo XIII, el siglo de las Cruzadas, de las Catedrales, de las Universidades, de las Sumas. El siglo de Fernando.

I. De hijo de Doña Berenguela a Rey de Castilla

No se conoce con exactitud la fecha de su nacimiento. Según las crónicas de la época, su madre, mujer de Alfonso IX, lo habría dado a luz en pleno monte, entre Zamora y Salamanca. Durante aquellos tiempos tan andariegos, la corte se trasladaba con frecuencia de un lugar a otro. En el transcurso de alguna de aquellas mudanzas vio la luz nuestro Santo. Hay quienes dicen que en 1198, pero lo más seguro es que fue en 1201. Probablemente la comitiva debió aminorar su marcha cuando doña Berenguela, en razón de su gestación ya avanzada, estaba por dar a luz a su hijo Fernando.

1. Sus primeros años

Los años iniciales de su vida quedan en la penumbra de la historia. Al parecer, transcurrió su primera infancia en Galicia, mientras Berenguela aún era reina de León. Pronto se mudó a Castilla, con su madre y sus hermanos, permaneciendo en la corte castellana. Allí aprendió los rudimentos de un idioma que comenzaba a abrirse paso como lengua literaria. Recordemos que fue precisamente en aquellos tiempos cuando nacerían las lenguas romances, así llamadas por su proveniencia común del romano o latín.

Doña Berenguela, hija de Alfonso VIII de Castilla, era prima del padre de Fernando. Dado que dicho parentesco implicaba un impedimento canónico, Inocencio III, había declarado disuelto el matrimonio, por lo que los padres debieron separarse, tras seis años de estar unidos. Berenguela retornó a Castilla, a la corte de Alfonso VIII. Fernando permaneció con su padre. Un tiempo después, cuando Fernando tenía cinco años, Inocencio III subsanó el impedimento, declarando legítima la prole surgida de esta unión.

2. La educación que recibió de su madre

No se puede hablar como corresponde acerca de Fernando si se pasa por alto la figura admirable de su madre, doña Berenguela. Por sus venas corría sangre inglesa, ya que de Inglaterra era oriunda su abuela, doña Leonor, una mujer muy temperamental, así como su hermano, el famoso Ricardo Corazón de León. Berenguela, hija mayor de Alfonso VIII de Castilla y de Leonor de Inglaterra, nació en Segovia, según algunos, o en Burgos, según otros. Las crónicas de la época la califican de prudentísima, sapientísima, reina sin par, espejo de toda España. «Esta es –dice don Lucas, obispo de Tuy– la que dilató la fe en Castilla y León, la que reprimió los enemigos del Reino, la que edificó magníficos templos y la que enriqueció las iglesias». Sin duda que ha de haber merecido todos estos elogios, porque fue, de veras, una reina incomparable, digna madre y educadora de un rey tan santo como Fernando.

Una de las hermanas de Berenguela, para seguir con sus parientes, fue también una mujer fuera de serie. Nos referimos a Blanca de Castilla, quien se desposó con Luis VIII de Francia, dando a luz nada menos que a San Luis, ese otro gran rey, primo, por consiguiente, de Fernando. Así como doña Berenguela amamantó a Fernando, doña Blanca lo hizo con Luis. Siglo verdaderamente de oro para España y para Francia, en que merecieron un Fernando y un Luis, pudiendo así ambas naciones ser testigos de una gloriosa competencia entre el talento y la santidad de sus respectivos reyes.

Doña Berenguela educó primorosamente a su hijo. La Crónica General, documento de la época, subraya su esmero en dicho quehacer:

«Esta noble reyna enderezó siempre este su fijo en buenas costumbres, et buenas obras, et le dio su leche, et lo crió mucho dulcemente, de guisa que magüer que fuese ya varón fecho, la Reyna Doña Berenguela su madre non quedaba de enseñarle aguciosamente las cosas que placen a Dios et a los omes: et nunca le mostró las costumbres nin las cosas que pertenescien a las mugeres, si non los que facien menester a grandeza de corazón, et a grandes fechos, et a devoçión... et por esta lozanía et mesuramiento se maravillaban della los Moros et los Christianos de los nuestros tiempos: ca non vino y fembra que la semejase».

Destaquemos la preocupación de su madre por iniciarlo en la grandeza de corazón, en la magnanimidad, y ello desde sus primeros años. Nos dicen las Crónicas que el tiempo que Fernando no empleaba en la devoción o en las armas lo ocupaba en leer historias de los antiguos héroes, para aprender de ellas acciones que imitar, y errores que eludir, con lo que fue inclinado a imitar las virtudes de los reyes que lo habían precedido, y evitar sus vicios, para llegar a ser un príncipe cabal.

Tenía unos diez años cuando escuchaba embelesado el relato del triunfo alcanzado en las Navas de Tolosa, bajo la conducción de su abuelo Alfonso VIII, el padre de doña Berenguela. El rey árabe Miramamolín, rodeado de tropas ligeras formadas por árabes, bereberes, almohades, etc., estaba atrincherado, con sus grandes dignatarios, en lo alto de una colina, dentro de un cerco de estacas, unidas por gruesas cadenas. Refiere la Crónica que habiendo avanzado los musulmanes casi hasta el lugar donde se encontraban el rey de Castilla y el arzobispo don Rodrigo, y comenzando a cundir el desaliento entre los cristianos, dijo el rey al arzobispo:

«–Arzobispo, arzobispo, yo e vos aquí muramos.

–Non quiera Dios que aquí murades, respondió el prelado, antes aquí habedes de triunfar de los enemigos».

Lanzóse entonces el rey al contraataque llegando a pasar por sobre las cadenas. El jefe moro logró escapar, pero cayeron casi todos los nobles, sus enseñas y cuantioso botín. Al leer estas cosas se le enardecía el corazón al joven Fernando, deseando emular dichas gestas.

Doña Berenguela educó asimismo muy bien a sus otros hijos e hijas. Constanza, una de ellas, terminaría de monja en el monasterio de Las Huelgas de Burgos. Berenguela, la menor de todas, fue elegida por Jean de Brienne, rey cruzado de Jerusalén, que «venía camino de Santiago para tomar esposa a una de las hijas del rey de León». Al casarse con él, recibió el título de reina de Jerusalén. Más tarde, el Papa confiaría el Imperio de Constantinopla al citado Jean, por lo que su esposa Berenguela se convertiría en emperatriz.

3. La llegada al poder

¿Cómo accedió Fernando al trono? De una manera un tanto extraña y tramoyesca. En 1214 murió Alfonso VIII, el padre de doña Berenguela. La corona de Castilla recayó entonces en Enrique, hijo de Alfonso, que apenas tenía once años de edad. Como hermana mayor, y por indicación de los nobles, doña Berenguela asumió la tutela del nuevo rey de Castilla, Enrique I, gobernando con plena aceptación de todos. Pero un revoltoso, Álvaro Núñez, de la familia de los Lara, se impuso sobre ella, tomando la tutela de Enrique y el gobierno del reino. Luego quiso desterrar a doña Berenguela, e hizo casar a Enrique, a pesar de ser tan pequeño, con la hija del rey de Portugal, matrimonio inválido por consanguinidad. Enrique, que se sentía prisionero, murió poco después en un accidente.

Por aquellos años, Berenguela estaba separada de Alfonso IX, como dijimos, por decisión del Papa. Al enterarse de la muerte de Enrique, como hija mayor de Alfonso VIII y hermana del rey fallecido, creyó que debía asumir la corona de Castilla. Entonces Berenguela envió emisarios a Alfonso IX, con el encargo de decirle que tenía grandes deseos de ver a su hijo Fernando. Pero a los emisarios les pidió que le ocultasen al rey la muerte de Enrique.

Don Fernando llega, así, a Castilla, abraza a su querida madre, y al enterarse de todo, le dice que es a ella a quien corresponde el trono de Castilla. El infante contaba a la sazón 16 años. Pero Berenguela pensó que había llegado la hora de su hijo. Valióse para ello de una estratagema. Reunidos los nobles y el pueblo en Valladolid, se hizo jurar por Reina de Castilla, e inmediatamente renunció al trono en favor de su hijo, don Fernando. Enseguida los nobles pasaron a la iglesia donde con gran pompa los obispos ungieron al joven. Era el 1º de julio de 1217. Castilla ya tenía rey. Se llamaba Fernando III.

Irritado Alfonso por lo que creía una burla de Berenguela, marchó con su ejército hacia Burgos. Su hijo le escribió, entonces, una carta conmovedora:

«Señor padre: ¿Por qué así os irritáis? ¿Por qué me hacéis la guerra? Parece que os pesa de mi bien, cuando debierais gloriaros de tener un hijo por Rey de Castilla. Sabed que en mis días no os vendrá de este reino daño ni guerra alguna. No quiero salir contra vos, que sois mi padre, sino callar y sufrir hasta que comprendáis lo que hacéis».

Conmovido el rey, se disculpó de su agresividad, diciéndole que había entrado en combate para resarcirse de una deuda que con él tenían los castellanos. Se le dio lo que pedía, y el monarca de León se retiró, quedando todo en paz. Fernando ya estaba firme en su trono.

Desde los primeros momentos de su gestión, el nuevo rey no quiso resolver ningún asunto importante de gobierno sin consultar previamente a su venerada madre. Cumplió cabalmente su propósito hasta que doña Berenguela murió, firmando todos sus documentos «con el consentimiento» de ella. Y cuando debía ausentarse para alguna de sus campañas militares, que lo mantenían alejado de los asuntos internos de Castilla, le encomendaba a su madre las riendas del reino.

4. El matrimonio de Fernando

Dos años después de que Fernando ascendiera al trono, Berenguela pensó en su matrimonio, eligiéndole como consorte, previa aprobación de su hijo, a la infanta doña Beatriz de Suabia, nieta del famoso emperador cruzado Federico I Barbarroja. Ocupaba entonces el poder en Alemania el joven Federico II, rey desde 1215. A la corte de este monarca, que en el año 1220 sería coronado emperador por el papa Honorio III, llegó la comitiva de Castilla, para pedir la mano de Beatriz. La madre de la joven era nada menos que la emperatriz bizantina, doña Irene, con sede en Constantinopla.

Como se ve, los nudos dinásticos que escogió doña Berenguela relacionaron a Fernando con las principales cortes occidentales e incluso orientales. Don Rodrigo, arzobispo de Toledo, describe a la princesa alemana como «muy buena, hermosa, juiciosa y modesta –optima, pulcher, sapiens et pudica». Imaginemos el encuentro de Fernando y Beatriz en Burgos, con toda la corte presente para el gran acontecimiento.

Tres días antes de las bodas, Fernando recibió el Orden de la Caballería. Ya desde el siglo anterior, era costumbre que los nobles de nacimiento se hicieran armar caballeros. La nobleza sola parecía insuficiente sin la caballería. Siguiendo el ritual establecido, la víspera del día señalado Fernando veló las armas en el monasterio de Las Huelgas, no lejos de Burgos. Tras lavarse el cuerpo y purificar el alma con la confesión, pasó la noche entera en el interior del templo, a ratos de pie, a ratos de rodillas, en oración sostenida, ya que

«la vigilia de los caballeros –según se lee en un viejo texto– non fue establecida para juegos, sino para rogar a Dios que los guarde, e que los enderesce, e alivie, como a omes que entran en carrera de muerte».

Sólo Dios sabe lo que aquel novel caballero de 18 años suplicó y meditó en noche tan inolvidable, cuando se preparaba para iniciar «la carrera de muerte», carrera que sería tan gloriosa al servicio de Dios y de su Patria. Llegado el amanecer, el Obispo celebró la misa solemne, con ritual propio para la circunstancia, en cuyo transcurso Fernando, a semejanza de los que van a ser ordenados sacerdotes, fue revestido de las armas y prendas propias del caballero, que durante la noche habían permanecido depositadas sobre el altar.

Los padrinos le entregaron primero el brial, es decir, el faldón, generalmente de seda, con que los hombres de armas se cubrían desde la cintura hasta arriba de las rodillas; solía ser blanco, rojo y negro, simbolizando el blanco, la pureza, el rojo, la sangre derramada por la fe, y el negro, la presencia de la muerte. Luego le pusieron la loriga, o coraza de láminas de acero imbricadas; las calzas, vestiduras que cubrían el muslo y la pierna; las espuelas; y, por último, el yelmo, pieza que protegía la cabeza, defendiéndola de los golpes. A continuación, y era ése el momento culminante, le entregaron la espada. Al recibirla, Fernando ya era caballero. Entonces la desenvainó y juró morir por la ley de la caballería, por Dios y por su tierra.

Pero todo caballero, para ser verdaderamente tal, necesita una dama, la dama de sus sueños. Y allí le estaba esperando su prometida, la rubia Beatriz, que como fiel esposa permanecería siempre junto a él, acompañándolo con el afecto en todas sus empresas. Es cierto que a lo largo de su vida matrimonial, muchas veces Fernando, en permanente guerra con los moros, según veremos enseguida, estaría físicamente ausente, mas entonces doña Beatriz se pondría al cobijo de doña Berenguela, esperando el retorno de su amado.

Varios años después, en 1230, murió Alfonso IX, camino a Santiago. En su testamento había dejado por herederos del reino de León a dos hijas de su primer matrimonio, doña Sancha y doña Dulce. El testamento era nulo ya que, años atrás, Fernando había sido jurado como heredero legítimo. Doña Berenguela se las arregló para que todo se hiciese por las buenas, conviniendo en que tanto Sancha como Dulce renunciasen a sus presuntos derechos, a cambio de una vitalicia suma anual de dinero. Así, don Fernando asumió la corona de León, uniéndola ya para siempre con Castilla, por lo que fue recibido con grandes festejos en todas las ciudades de sus nuevos dominios.

Doña Beatriz le daría a Fernando diez hijos. Murió en 1236, siendo enterrada en el monasterio real de Las Huelgas. Fernando III, que a la sazón tenía 35 años, se casó de nuevo. Esta vez la esposa vendría de Francia, siendo nuevamente doña Berenguela quien hizo de casamentera. Según escribió el arzobispo de Toledo:

«Con el fin de que la virtud del rey no se menoscabase con relaciones ilícitas, su madre la noble reina pensó darle por esposa a una doncella noble, linajuda, llamada Juana, biznieta del muy ilustre rey de Francia, hija del ilustre conde Simón de Ponthieu y de María, ilustre condesa del mismo lugar».

Para dicha empresa doña Berenguela se entendió con su hermana, doña Blanca, madre de San Luis, y Juana de Ponthieu vino de prometida a Castilla. La boda tuvo lugar en 1237. Juana sería, como Beatriz, una esposa fidelísima a Fernando, quien la llevaría siempre en sus viajes y a quien amaría entrañablemente. Le dio cinco hijos más.

II. El Guerrero

Buena parte de la vida de Fernando, ya rey, transcurrió a caballo, en los campos de batalla. Fue allí, como caballero sin tacha, donde alcanzó la cima de su grandeza e incluso de su santidad. Para comprenderlo mejor será preciso recordar el momento histórico que le tocó vivir. Por aquel entonces, el mundo islámico era la frontera que lindaba con la Europa cristiana, un mundo poderoso, en plena expansión. El arco musulmán iba desde la mitad inferior de España, pasando por el África septentrional hasta el Medio Oriente, e incluso algunas regiones de la India. En el resto del mundo conocido, se presentía la amenaza de la invasión mogola de Gengis Khan hacia el sur –China– y hacia el oeste –Rusia–. Era principalmente Europa la que debía afrontar el peligro de la presión musulmana. En este contexto cobra todo su sentido el ideal caballeresco, así como la gesta de las Cruzadas, que fue su expresión más excelsa.

1. Antecedentes de la Reconquista

Como se sabe, las Cruzadas no se limitaron a la reconquista de los Santos Lugares, hollados por el enemigo frontal de los cristianos que allí moraban. También los reinos hispánicos, que tenían fronteras con el Islam, invasor de la patria visigoda, se habían levantado en armas para emprender su cruzada local, solicitando de los Papas los mismos favores espirituales de que gozaban los guerreros que se dirigían hacia el Oriente. Al mismo tiempo que los españoles luchaban por la Reconquista de su tierra ocupada, numerosos monjes, mercaderes y guerreros, provenientes de allende los Pirineos, recorrían el camino de Santiago, afincándose a veces en algunos de los puntos de su trayecto, o contribuyendo a la formación de numerosas abadías.

A comienzos del siglo XIII, la España cristiana comprendía cinco reinos: León, Castilla, Aragón, Navarra y Portugal. En el sur, tras la desaparición del califato de Córdoba, el año 1031, había cundido la anarquía en los numerosos reinos de taifas allí existentes. Aprovechando dicha situación, los almorávides, que estaban en el norte de África, invadieron la Península y se impusieron sobre la España musulmana, con lo que se vio demorada la reconquista que llevaban adelante los reinos del norte. Poco más de un siglo después, en 1147, los almorávides, ya en decadencia, fueron suplantados por los almohades, fanáticos bereberes, que obligaron a los últimos almorávides a refugiarse en las islas Baleares.

En 1195, el jefe almohade Yacub alMansur, infligió en el cerro de Alarcos, cerca de Ciudad Real, una derrota aplastante al rey castellano Alfonso VIII, abuelo de Fernando. Pero dicho califa no supo aprovechar sus victorias, muriendo cuatro años después. En 1211, su hijo alNasir, que estaba en el norte de África, desembarcó con un gran ejército de moros en la península, donde se unió con las tropas almohades que allí acampaban, formando un poderoso contingente de 300.000 hombres. El miedo se apoderó de Castilla y del resto de Europa. Ante semejante situación, que ponía en peligro una parte importante de la Cristiandad, el papa Inocencio III convocó a la cruzada, concediendo indulgencias a los que voluntariamente acudiesen en auxilio del rey de Castilla. La leva fue exitosa, cruzando los Pirineos combatientes de toda Europa.

Cuando esto último acontecía, Fernando tenía 10 años. Junto a su madre, pudo observar la movilización general. Había olor a guerra. Fue principalmente en Toledo donde se concentraron los caballeros cristianos, de muy variadas procedencias, ya que los había de Francia, de Italia, de Inglaterra, además de los españoles, como es lógico. Sólo se diferenciaban por las hablas y los atuendos. El 16 de julio de 1212 tuvo lugar la famosa batalla de las Navas de Tolosa, a que aludimos anteriormente, donde las tropas cristianas consiguieron una victoria contundente. Fernando, que a la sazón se encontraba en Burgos con su madre, vería así despejado el camino para sus ulteriores hazañas conquistadoras.

En este ambiente pasó su niñez y adolescencia, leyendo y admirando a los guerreros de las Cruzadas, especialmente a sus antepasados, como ya hemos indicado, lo que iba consolidando cada vez más en su interior el ideal caballeresco. Entendía que una de las obligaciones más importantes de un príncipe cristiano, según las leyes de la caballería, era socorrer con sus armas los designios espirituales de la Iglesia, no fuera que los enemigos del nombre cristiano, viendo a la Iglesia carente de poder, la ultrajasen con la violencia. En otras palabras, de lo que se trataba era de poner «la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada».

2. La aventura mística de Fernando

Ahora ya era rey, pero se sentía incómodo, porque el ardor guerrero había decaído. Un día, inesperadamente, convocó a los suyos, y les propuso un plan que dejó boquiabiertos a los cortesanos: retomar la guerra contra el moro. Dirigiéndose a su madre le dijo:

«Queridísima madre y dulcísima señora: ¿De qué me sirve el reino de Castilla que me disteis con vuestra abdicación, y una esposa tan noble que me trajisteis de tierras lejanas y está unida a mí con amor indecible; de qué el celo con que os adelantáis a todos mis deseos, cumpliéndolos con maternal amor antes de que yo los haya concebido, si me enredo en la pereza y se desvanece la flor de mi juventud sin fruto, si se extinguen los fulgores del comienzo de mi reinado? Ha llegado la hora señalada por Dios omnipotente en que puedo servir a Jesucristo, por quienes los reyes reinan, en la guerra contra los enemigos de la fe cristiana para honor y gloria de su nombre. La puerta está abierta y expedito el camino. Tenemos paz en el reino; los moros arden en discordias. Cristo, Dios y hombre, está de nuestra parte; de parte de los moros, el infiel y condenado apóstata Mahoma. ¿Qué esperamos? Os suplico, madre mía, a quien debo todo cuanto tengo después de Dios, me deis licencia para declarar la guerra a los moros».

Y así comenzó Fernando III la aventura mística y guerrera de la conquista territorial del sur de España, para arrancar a los cristianos de su servidumbre, guerra que no cesaría sino con su muerte, casi treinta años después, en la ciudad de Sevilla. Por cierto que siempre se movió sobre la base de que la guerra que entablaba era justa y santa, entendiendo que hubiera sido vana jactancia y superficialidad de espíritu buscar solamente la gloria del triunfo, poniendo en peligro la vida de sus leales vasallos, sin otras motivaciones superiores.

Dedicóse, pues, a organizar su ejército, para luego dirigirlo con eficacia. Ninguno más diestro que él en preparar a sus tropas, aconsejándoles que se ejercitasen permanentemente en las armas para encontrarse preparados en la ocasión; ninguno más cuidadoso en prevenir a sus soldados de riesgos innecesarios; ninguno más ingenioso en detectar las tácticas del enemigo; ninguno más valiente en el combate, y ninguno más constante en perseverar hasta la consecución de la victoria. Cuando se dirigía a la guerra, llevaba a sus hijos consigo de modo que se fuesen iniciando en el manejo de las armas, lo que constituía un ejemplo para los nobles.

En muchas ocasiones, convaleciendo de alguna enfermedad, salía prematuramente al combate, sabiendo cuánto implicaba su presencia para acrecentar el coraje de los suyos. Su camaradería era proverbial, llegando a cumplir turnos de guardia con los demás soldados, dispuesto a padecer las mismas incomodidades que ellos para hacérselas fáciles y llevaderas. Abrazaba efusivamente y con admiración a los soldados que habían dado muestras de valor, cualquiera fuese su grado, limpiándoles con su mano el sudor y la sangre. Los frecuentaba en sus cuarteles, y si caían heridos, los visitaba en los hospitales, donde los atendía como un padre. Era un verdadero caudillo. Su sola presencia resultaba convocante, por lo que nunca debió recurrir a levas violentas.

Se reveló, asimismo, como un excelente estratega, planeando hasta el detalle las grandes campañas. Recurrió al método de los guerrillas, entrenando fuerzas ágiles y escogidas, sea de caballería o de infantería. Era maestro en el arte de sorprender y desconcertar, así como de aprovechar las disensiones personales o políticas de sus adversarios. Un verdadero general.

3. Valencia, Jerez y Córdoba

No podemos detenernos en la descripción de todas sus campañas militares, ni en la consideración de sus diversas estratagemas. Limitémonos tan sólo a algunas de ellas.

En cierta ocasión se aproximó a Valencia, ocupada entonces por los moros. Su rey, Benzuit, temeroso de entrar en guerra, le propuso encontrarse en Cuenca, donde el jefe católico había establecido su cuartel general. Fernando le recibió cortesmente, permitiéndole sentarse junto a él, bajo el mismo dosel. El moro, profundamente impresionado por tan caballeresca recepción, le ofreció perpetuo vasallaje y se volvió a Valencia. Hasta se llegó a decir que poco después se hizo cristiano. Algo semejante acaeció con motivo de su entrada en Andalucía. En dicha ocasión, se le presentaron varios emisarios de Mahomad, rey de Baeza, informándole que estaban prontos para rendir la ciudad, ponerla bajo su obediencia, y asistirle con dinero y armamento contra los que le hiciesen resistencia. Porque Fernando no amaba la guerra por la guerra. Cuando podía vencer con otros medios, no dudaba en hacerlo. A estos dos reinos, el de Valencia y el de Baeza, los ganó sin sangre, pasando a ser tributarios suyos.

En otros casos hubo enfrentamiento armado. Milagroso fue el triunfo que alcanzó sobre los moros en Jerez de la Frontera. Como se sabe, esta población se llama así porque se encontraba en los confines de los reinos cristianos y árabes. Fernando encargó su conquista al príncipe Alfonso, su hijo. Las fuerzas contrincantes eran totalmente desproporcionadas: por cada cristiano había diez moros. Abenuth, rey de Jerez, daba por segura la victoria. Se entabló el combate. Pero, según relatan las crónicas, en medio del encontronazo, los moros vieron al patrono de las Españas, el apóstol Santiago, y a otros magníficos caballeros, vestidos de blanco, luchando por los cristianos, con lo que se rindieron.

Curiosa fue la conquista de Córdoba, en el año 1236. Esta ciudad ya no era la urbe poco menos que imperial de la época gloriosa del Califato y de los Emires, si bien aún conservaba algo de su antiguo prestigio. Hallábase Fernando muy lejos de aquel lugar, en Benavente, provincia de Zamora, cuando le llegó un perentorio mensaje del sur: uno de los barrios orientales de Córdoba había sido tomado por un puñado de hombres, que pedían urgentes refuerzos para completar la toma de al menos un sector importante, en donde se hallaban la Mezquita y el Alcázar. Cerrando sus oídos a los consejos de los cortesanos que querían disuadirle de esta campaña, en razón de las lluvias y del muy dudoso éxito de la empresa, el rey ensilló su caballo y se dirigió hacia esa Ciudad a galope tendido, en compañía de sus caballeros, «poniendo toda su esperanza en Cristo», como se lee en la Crónica latina.

Tras diversos avatares bélicos, el príncipe Abulal Hasan entregó las llaves de la plaza. Y en la almena del Alcázar moro ondeó finalmente el pendón de Castilla y León. Juntamente con él, Fernando ordenó erigir el signo de la cruz, según solía hacerlo en todas sus conquistas. La santa cruz era por él considerada como la mejor arma ofensiva y defensiva para sus batallas, porque con ella Cristo había vencido a sus enemigos. Y así en las ciudades que iba conquistando a los moros, inmediatamente hacía enarbolar sobre sus torreones el estandarte de la cruz. El obispo de Osma, y futuro obispo de Córdoba, consagró la mezquita mayor, que es aún hoy uno de los más notables monumentos del arte arábigo, con sus diecinueve naves y más de mil columnas, dedicándola al culto cristiano bajo la advocación de la Asunción de Nuestra Señora. Al día siguiente, Fernando hizo su ingreso solemne en la ciudad. En la mezquita-catedral el obispo celebró un solemne pontifical, tras lo cual se entonó el Te Deum. Fernando III puso su sede en el Alcázar contiguo.

Las campanas de Santiago de Compostela, que antaño Almanzor, visir del Califa de Córdoba, y vencedor de los cristianos en numerosas campañas, hiciera traer como botín de guerra en el año 997 a hombros de cautivos cristianos, fueron encontradas en la Mezquita cordobesa, donde eran empleadas como grandes lampadarios para la iluminación del templo. A hombros de moros fueron trasladadas a su lugar original, a Galicia, para que tañeran de nuevo en honor del Apóstol.

Poco después, Muhammad Ibn al-Ahmar, cuyo reino abarcaba las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga, concertó con Fernando varias treguas y tratados, a espaldas de la corte mora. En cierta ocasión se acercó hasta donde estaba el rey de Castilla, le besó la mano en señal de vasallaje, y le dijo «que feciese de él et de su tierra lo que fazer quisiera, et entrególe luego Jaén». La Crónica General dibuja, con emocionada sencillez, la acogida de Fernando: «Lleno de piadamiento et de toda mesura, veyendo cómo ese rey moro venía con gran humildad y tan paciente... recibióle con mucha honra, et no quiso de él otra cosa salvo que quedase por su vasallo con toda su tierra». Fernando entró triunfalmente en la ciudad de Jaén e hizo poner sobre un altar la pequeña imagen de la Virgen que lo acompañaba en las batallas, permaneciendo varios meses en dicho lugar.

4. La conquista de Sevilla

El momento culminante de las campañas de Fernando fue, sin duda, la conquista de Sevilla. Un poeta de dicha ciudad, Rafael Laffón, así expresa el anhelo del rey por aposentarse en aquella ciudad:

Guadalquivir abajo, rueda un son de mesnada.

La noche con estrellas corre su espuela loca...

Va de bodas Fernando y es la novia Sevilla.

Doña Berenguela, ya anciana, se había retirado al monasterio real de Las Huelgas, donde murió y fue sepultada. Tras la despedida, Fernando se dirigió decididamente a Sevilla. Para hacer efectiva su conquista, considerada fundamental –el mismo papa Inocencio IV publicó una bula en favor de dicha empresa–, acudieron caballeros no sólo de los reinos de Castilla y León, sino de toda la Cristiandad. El embrujo de la Sevilla mora deslumbraba a aquellos guerreros.

Fernando puso en asedio la ciudad. Sus hombres eran muy poco numerosos, al menos si los comparamos con el inmenso ejército que estaba a las órdenes de Axataf, el jefe moro. El rey católico ordenó que las cosas se dispusiesen como para un largo sitio, de manera que los soldados tuviesen cierta holgura. El campamento de Fernando parecía una nueva ciudad, una especie de Sevilla cristiana, con plazas para las vituallas, e incluso con calles donde se instalasen los artesanos. Asimismo fueron erigidos tres templos para que los soldados pudiesen oír Misa, colocándose en ellos las imágenes de la Virgen que el santo rey solía llevar consigo en las campañas.

Meses y meses duró el asedio. Cada cierto tiempo, grupos de cristianos desafiantes se adelantaban hasta el borde de los muros, desde donde retaban a los muslines, llamándoles, según costumbre, con toda clase de epítetos, y dirigiendo los más selectos saludos a Mahoma y a toda su familia. «¡Santiago y Castilla!», gritaban desde afuera. «¡Alá, Alá! ¡Mahoma, Mahoma!», respondían desde adentro. Sevilla, con sus siete kilómetros de poderosas murallas, y teniendo por respaldo un río caudaloso, parecía inexpugnable. Fernando comprendió que para conquistarla no bastaban los desafíos. Era preciso que una flota la atacase por el río Guadalquivir. Y entonces encargó a Ramón Bonifaz que formase con urgencia una escuadra de combate. Así nació la marina de guerra de Castilla.

Sin embargo la resistencia persistía. Sevilla parecía inexpugnable. Fernando apeló a todos los medios humanos, pero principalmente recurrió a Dios, el Señor de los Ejércitos. Bajo su cota y su loriga, se puso un áspero cilicio, y tomó disciplina tres veces por semana. Como escribe Ribadeneira, «con esto se vencía primero a sí para vencer a sus enemigos, y sujetaba sus pasiones para dominar las ciudades». Recurrió, asimismo, a la ayuda de los Santos. Estando en León, se había hecho muy devoto de dos de ellos, que siglos atrás habían sido precisamente arzobispos de Sevilla, San Leandro y San Isidoro. Es creencia piadosa que este último fue quien le animó a perseverar en el cerco de la ciudad.

Los moros, acosados hasta el extremo, entablaron conversaciones. «Venimos a ofrecer el vasallaje de nuestro rey –le dijeron a Fernando–, así como la entrega del alcázar y la mitad de todas las rentas, si levantáis el sitio». Fernando respondió que no cabía capitulación posible en esas condiciones. Esa misma tarde retornaron los emisarios, ofreciendo, además de lo dicho, la mitad de la ciudad, con el compromiso de levantar un muro que dividiese a los dos pueblos, cristiano y moro. Fernando se negó una vez más. «Debéis entregar toda la ciudad, les dijo, con las fortalezas y castillos de su jurisdicción». «Sea como deseáis –le respondieron–, mas permitidnos que antes derribemos la mezquita mayor o al menos su alta torre, para que no sean testigos de nuestra desgracia». Al oír esto, el infante don Alfonso, apasionado de las bellezas artísticas, pidió al rey licencia para contestar: «Tened por cierto que si una sola teja falta de la torre o un solo ladrillo de la mezquita, rodarán por tierra todas las cabezas de los moros que hay en la ciudad».

Los sitiados tuvieron que consentir. Tras la capitulación, Fernando les concedió un mes para liquidar sus bienes y disponer la partida a donde más les agradase. Trescientos mil moros salieron de la ciudad. Axataf entregó al rey las llaves de Sevilla sobre una de las cuales estaba escrito en árabe: «Permita Dios que sea eterno el imperio del Islam». Se dice que cuando se alejaba de la ciudad, al ver a lo lejos su silueta, cubiertos los ojos de lágrimas exclamó: «¡Oh grande y noble ciudad, tan fuerte y tan poblada, y defendida con tanto valor y heroísmo! Sólo un santo ha podido vencerte y apoderarse de ti».

Para hacer su entrada triunfal, eligió el rey el 23 de noviembre, ya que en dicho día habían sido trasladados los restos de San Isidoro desde Sevilla a León. Abrían la marcha los grandes maestres de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Alcántara, San Juan y el Temple, seguidos de los caballeros que las integraban; luego los obispos de la zona, juntamente con sus clérigos. Tras ellos, el carro triunfal con la imagen de Nuestra Señora de los Reyes, que Luis, rey de Francia, había regalado a su primo, y a la que Fernando atribuía principalmente su victoria; a ambos lados de dicho carro y sobre blancos potros, el rey, con su espada desenvainada, y su esposa, doña Juana. Luego los infantes y el legado pontificio. Estaban allí presentes San Pedro Nolasco, fundador de la Orden de la Merced, y San Pedro González, de la Orden de Predicadores, que habían animado a las tropas durante el asedio.

Recorriendo aquellas calles estrechas y tortuosas de la Sevilla moruna, se dirigieron a la mezquita mayor, previamente purificada y convertida en iglesia. Luego de colocarse en el templo la santa imagen de Nuestra Señora, sobre el mismo carro triunfal, hecho en forma tal que podía servir de altar, se entonó el Te Deum, en acción de gracias por la restitución a la Cristiandad de aquella nobilísima ciudad de la Giralda y del Guadalquivir, después de 535 años que había estado en poder de los infieles. Fernando puso su residencia en el alcázar moro donde, desde la capitulación, ondeaba la enseña del rey de Castilla.

Un poeta árabe, Abu Beka Salch, expresa así la consternación que produjo en el Islam la caída de Sevilla:

Dolores hay que tienen consuelo,

pero no le hay para la presente tragedia del Islam.

Trágico golpe de muerte ha herido a España

y resonado en los senos de Arabia,

conmoviéndose el monte Ohod y el monte Thalan.

En Esperia ha sido herido el corazón del Islam,

sus pueblos y sus provincias lloran desiertas y solitarias.

Pregunta a Valencia, ¿qué ha sido de Murcia,

dónde fue Játiva, dónde Jaén?

¿Qué fue de Córdoba, mansión del talento,

qué de sus sabios que en ella moraban?

¡Guay de Sevilla, la de los deleites,

la de las límpidas y abundosas aguas!

¡Ciudades magníficas, cimientos de pueblos!,

¿dónde irán éstos si vosotros os derrumbáis con estruendo?

Como el amante suspira por la ausencia de la amada,

así suspira el Islam por estas tierras solitarias,

presa de la mano del infiel.

Las mezquitas trocáronse en iglesias,

y las coronas en cruces y campanas;

la piedra y el leño insensible

de nuestros santuarios y almenares,

vierten lágrimas ante tamaño infortunio.

¡Oh tú, que duermes en la indolencia,

sabe que la fortuna vela y te da llamadas!

Tú que te anegas en los placeres que te da la patria,

¿crees que puede haber patria para el muslim,

después de perdida Sevilla?

Esta definitiva desgracia hace olvidar las otras,

Y no podrá el rodar de los tiempos borrarla del alma.

Hemos bosquejado algunas de las campañas militares de Fernando. Además de Murcia, reconquistó buena parte de Andalucía, así como otras muchas plazas menores, expulsando a los ocupantes de casi todos los términos de España. Sólo la ciudad de Granada, que se hizo su vasalla y tributaria, permanecería bajo el dominio moro, hasta que fue conquistada finalmente por los Reyes Católicos en 1492, el año mismo en que Colón descubrió América.

Antes de concluir este capítulo sobre las guerras de Fernando, destaquemos el carácter claramente religioso de las mismas. Como dijera por aquel entonces el obispo de Palencia, las conquistas de los reinos eran, a la vez, conquistas de la fe católica, logros de la religión cristiana. Ello queda simbolizado por la costumbre que introdujo el rey de convertir las mezquitas en iglesias. De ahí su afirmación tan categórica: «Nunca desnudé la espada, ni cerqué ciudad, ni castillo, ni salí a empresa, que no fuese mi único motivo el dilatar y ensalzar la fe de Cristo, y por la mayor gloria de Dios». Y de ahí también su confianza en el combate: «No temo a mis enemigos mientras tenga de mi parte a mi Dios y Señor».

Varios reinos moros radicados desde hacía siglos en España fueron su botín de guerra. Fernando había logrado llegar al mar Mediterráneo. Ya podía lavar sus botas en las aguas de aquel mar. Sin embargo su espíritu de guerrero cruzado no le permitió darse por satisfecho con lo cumplido. Y así, reuniendo un día a los nobles, les dijo:

«Creo que ha llegado la hora de invadir el África, y conquistar para la Cruz tanto como ellos conquistaron para la media luna. Conozco vuestra lealtad, y por lo mismo no mando a nadie que me siga, pues todos sabéis lo que a vuestro honor conviene. Vamos a construir una nueva flota y, apenas esté todo dispuesto, acometeremos la empresa, con la ayuda de Dios».

Cuando los moros que ocupaban el norte de África conocieron el propósito del rey invicto, sabiendo con qué valor y eficiencia llevaba a cabo sus determinaciones, se llenaron de temor, a tal punto que el rey de Marruecos se propuso pactar una alianza con él, y otros reyes de esa zona enviaron embajadores solicitando la paz. Fernando, por su parte, encargó al marino Bonifaz que iniciara exploraciones en las costas de África, lo que el almirante realizó con éxito. Pero al parecer, Dios no quiso favorecer este nuevo y ambicioso proyecto del rey, ya que Fernando enfermó gravemente de hidropesía, muriendo poco tiempo después.

Acotemos un dato histórico que, si bien rebasa la época de nuestro Santo, parece prolongarla. Siglos después, los Reyes Católicos, tomando la antorcha dejada por San Fernando, tratarán de llevar a cabo su generoso anhelo. Porque luego de conquistar la ciudad de Granada, dando así término a los siete siglos de Reconquista, inspirados por el cardenal Cisneros, sintieron arder en sus pechos el mismo anhelo que Fernando: lanzarse sobre África del norte para plantar allí la cruz de Cristo. Tras las conquistas iniciales que lograron en Orán, Trípoli, Argel y Túnez, se propusieron avanzar hacia el Oriente en forma de pinza, desde Alejandría y desde Grecia, para culminar liberando Jerusalén.

El papa Alejandro VI apoyó calurosamente este grandioso proyecto, que empalmaría con las viejas cruzadas, concediendo las debidas indulgencias. El proyecto, por desgracia, no se pudo concretar. Pero no deja de resultar apasionante la idea de que la toma de Granada, continuando la de Sevilla, estuvo en el comienzo tanto del proyecto de la reconquista africana como de la histórica conquista americana, ambas concebidas con espíritu de Cruzada. Por eso los Reyes Católicos deben ser considerados como los herederos natos del rey Fernando.

III. El Gobernante

Hasta ahora Fernando se nos ha revelado como un esforzado guerrero. Tras pacificar los reinos de Castilla y León, convirtió en tributarios suyos los reinos de Valencia y Granada, y conquistó los de Murcia, Córdoba, Jaén y Sevilla.

Sin embargo no se limitó a combatir y vencer. Se impuso, asimismo, la tarea de gobernar con la equidad propia de un caudillo católico. Luego de conquistar Sevilla, para poner un ejemplo, se preocupó tanto por lo espiritual como por lo temporal. En lo que toca a lo primero, trató de favorecer la conversión de sus nuevos súbditos, y al tiempo que dotaba con real munificencia la catedral, colaboró con la Iglesia para la multiplicación de monasterios y colegios. Con el mismo tesón se aplicó al gobierno político. La primera urgencia era repoblar la ciudad. Así lo hizo, otorgando grandes ventajas a quienes a ella viniesen, con lo que españoles de toda la Península acudieron para afincarse en Sevilla, supliendo a los moros fugitivos. Particularmente generoso se mostró con los doscientos caballeros que más se habían señalado en la conquista de la ciudad, dando a cada uno de ellos el galardón correspondiente a sus méritos.

Trajo también de otros lugares un buen número de artesanos y expertos en todo género de artes, con lo que la ciudad recuperó pronto su antiguo lustre. Ésta fue una política habitual en él: poblar y colonizar inteligentemente los territorios conquistados.

1. Su amor por la justicia

Fernando se preocupó muy en particular por la recta administración de la justicia. Aborrecía las coimas –sobornos– y no las dejaba impunes, en la conciencia de que si se hacía vendible la justicia, las infracciones de los pobres serían exageradamente castigadas, mientras que los delitos de los ricos pasarían desapercibidos. Por eso exigía de los jueces un juramento especial de que no recibirían dinero alguno por sus oficios, y a fin de que no tuviesen excusa, les otorgaba cuantiosos salarios, tomándolos de su patrimonio real.

Con el deseo de que el derecho encontrase su adecuada codificación ordenó traducir del latín al español –que declaró idioma oficial de sus Reinos– el antiguo Código visigótico Liber Judicum, bajo el nombre de Fuero Juzgo, y por su consejo se comenzó a redactar la inmortal recapitulación jurídica del Código de las Siete Partidas, que terminaría su hijo don Alfonso. A semejanza de su primo Luis, le gustaba a Fernando hacer rápida justicia. Nos cuentan los cronistas que para no demorar la atención a los necesitados, atendía desde las ventanas del entresuelo de su casa, que daba a la calle, donde los pobres exponían sus aprietos «sin necesidad de antesala»; así, decía, se obviaban «las trabas de los porteros y demás servidumbre de escaleras abajo».

Preocupóse asimismo por promulgar leyes que elevaran el nivel intelectual y moral de su pueblo. Para ello se hacía asesorar por sacerdotes y personas entendidas, pidiéndoles que estudiasen y propusiesen remedios adecuados en orden a corregir los defectos de sus vasallos. Mediante dichas leyes logró mejorar sustancialmente sus usos y costumbres. En esto de dar a cada cual lo que le corresponde, fue tolerante con los judíos y musulmanes, pero muy riguroso con los apóstatas y falsos conversos.

2. El fomento de la cultura

Destaquemos también su preocupación por la cultura. No en vano floreció en un siglo pletórico de hombres eminentes, contemporáneo de Santo Tomás, San Buenaventura, y tantos otros. En la sabiduría política, que es la propia de un rey, excedió sobremanera. Incluso se le ha comparado con su hijo, el rey Alfonso, apodado precisamente el Sabio. Fernando fue particularmente versado en el campo de la historia, haciendo de los tiempos pasados una escuela para su tiempo, aprendiendo de unos personajes lo que debía imitar, y de otros lo que había de evitar.

Tenía particular afición por los profesores y los hombres de la cultura. No bien conquistó Sevilla se preocupó por traer personas sabias que la ilustrasen, con buenos sueldos para que pudiesen proseguir holgadamente sus investigaciones. Gilberto Genebrardo, benedictino francés del siglo XVI, dice en su Cronografía: «Por la magnificencia de san Fernando, rey de España, y de San Luis, rey de Francia, la teología y las buenas artes, que hacía tiempo de cien años estaban muy caídas, cobraron fuerza y levantaron cabeza».

Según parece, fue nuestro santo rey quien trasladó la universidad de Palencia a Salamanca, pudiendo así ser considerado como el fundador de esta insigne universidad. Se ha dicho que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X no es sino el fruto de los comienzos puestos por su padre.

En fin, la política de Fernando, tanto la nacional como la internacional, fue verdaderamente ejemplar. Sus relaciones, filiales siempre, pero independientes y hasta tajantes, cuando correspondía, con la Santa Sede; su trato con los prelados, los nobles, los municipios, las recién fundadas universidades; su administración de la justicia; su categórica represión de las herejías; sus relaciones con los otros reinos de España; su gestión económica; la creación de la marina de guerra; la coordinación y reordenamiento de las ciudades conquistadas; su aliento a la reforma y ulterior codificación del derecho español, su protección al arte... Un gobierno realmente paradigmático, sólo comparable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.

Nos cuentan sus contemporáneos que por atender al gobierno dormía muy poco, y cuando algunos le recomendaron dar más tiempo al descanso, respondió: «Yo sé que vosotros dormís más; pero si yo, que soy rey, no estoy desvelado, ¿cómo podréis dormir vosotros seguros?».

IV. El Santo

Una última faceta, la más trascendente de la personalidad de Fernando: su excelencia en la práctica de las virtudes. Su hijo Alfonso mencionó siete de ellas en las cuales se destacó de manera especial: la fe, la esperanza, la caridad, la justicia, la mesura, la nobleza y la fortaleza.

Hemos tratado de este gran rey considerándolo principalmente como guerrero y como gobernante. Veamos la manera como se traslucían en ambas ocupaciones las virtudes anejas a dichos menesteres.

1. El santo guerrero

Ante todo las virtudes propias del guerrero. En esta época en que ahora vivimos, de claudicante pacifismo, parece apremiante recordar, más allá del carácter militante de la vida cristiana, en general, las virtudes que deben caracterizar al soldado cristiano. Como ya hemos señalado, en las permanentes batallas que jalonaron su existencia, jamás Fernando buscó su propia gloria, sino la gloria de Dios. Preguntado en cierta ocasión por qué tuvo más éxito en el campo de batalla que sus antepasados, respondió: «Pudo ser que mis antecesores cuidasen a veces más de extender su grandeza que de introducir la fe, de multiplicar vasallos que de aumentar altares, y con esto se malograsen sus designios».

Las crónicas atestiguan que antes de lanzarse sobre el enemigo, solía levantar los ojos al cielo para decirle a Dios: «Tú, Señor, que conoces los corazones y te son patentes los más secretos pensamientos, sabes que no busco mi gloria, sino la tuya, y que no deseo tanto el aumento de los reinos caducos de la tierra cuanto el aumento de la fe católica y la religión cristiana». Bien ha escrito Ribadeneira que con tanta devoción, sacrificio y penitencias con que acompañaba sus batallas, «no es maravilla que pelease por él el cielo, y que la victoria se alistase debajo de sus banderas, y que se cuenten sus batallas por sus victorias y sus empresas por sus triunfos».

Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima defensa o reconquista nacional. Se cuenta que al iniciar una campaña contra los moros decía: «Si alguno quiere ser mi amigo y mi vasallo que me siga». Ello nos trae al recuerdo la convocatoria que en los Ejercicios Espirituales pone San Ignacio de Loyola en boca del rey temporal como símbolo del llamado del Rey eterno: «Mi voluntad es de conquistar toda la tierra de infieles; por lo tanto quien lo quisiere venga conmigo... para que así después tenga parte en la victoria como la ha tenido en los trabajos». Estas palabras son perfectamente aplicables a los labios y al espíritu de San Fernando. Sus campañas fueron siempre «para conquistar tierra de infieles». Había tomado la firme decisión de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, en cumplimiento de lo cual agotó su paciencia y la insistente negociación. Con ser tantas sus victorias como sus batallas y tener tanta parte, en su feliz desenlace, su inteligencia, coraje y capacidad estratégica, no quería para sí las alabanzas, sino para el Dios de los Ejércitos, ni las atribuía a sus méritos o a su valor, sino a la infidelidad de sus adversarios moros, diciendo que por castigarlos Dios a éstos como a infieles, le favorecía a él.

El arrojo que desplegó en las batallas fue proverbial, si bien siempre trató de evitar la valentía loca, la temeridad. En el Libro del conde Lucanor et de Patronio, debido a la pluma de Don Juan Manuel, se relata una anécdota que lo retrata de cuerpo entero:

En cierta ocasión, durante el asedio de Sevilla, tres caballeros discutían sobre cuál de ellos sería el más osado. Se pusieron de acuerdo en llegar hasta la puerta de la ciudad asediada, y golpear en ella con sus lanzas. Cuando los moros que estaban en las murallas y en las torres los vieron venir, creyeron que lo hacían en calidad de emisarios, y nadie salió a combatirlos. Los tres llegaron a la puerta, la golpearon con sus lanzas, y retornaron. Al comprender los moros que se habían burlado de ellos, salieron en multitud para no dejar impune la broma. Los caballeros se detuvieron cada cual donde estaba. Acometieron al primero, y los demás se quedaron quietos en su lugar, resistiendo a su vez cuando a ellos les llegó el turno. Al verlos desde el campamento cristiano, los fueron a socorrer, derrotando a los moros que volvieron tras los muros.

Al enterarse del asunto, Fernando mandó detener a los tres, diciendo que merecían la muerte, pues su lance había sido de una temeridad rayana en la locura. Pero los demás nobles intercedieron por ellos y el rey los mandó soltar. Cuando supo el motivo por el que se arrojaron a esa aventura, les preguntó cuál de ellos se había mostrado mejor caballero. Cada cual adujo sus razones. Pero al fin el rey zanjó la cuestión. El primero atacado por los moros pareció el mejor caballero, pero no fue tal porque la vergüenza hizo que huyese; el segundo, que esperó más que el primero, se mostró mejor, porque pudo sufrir más el miedo; y el tercero, que aguardó hasta que los moros lo hirieran, fue el mejor de ellos, porque «sufrió todo el miedo y esperó».

Fernando reveló plenamente la grandeza de su espíritu en el modo de comportarse durante sus campañas. Osado en el combate, jamás faltó al honor de su palabra, guardando rigurosamente los pactos convenidos con sus adversarios, los caudillos moros, aunque razones posteriores de conveniencia política o militar lo inclinasen a infringirlos. En tal sentido fue la antítesis del Príncipe de Maquiavelo.

Cuanto era de atrevido y esforzado en las batallas, se mostraba de apacible y misericordioso, modesto y templado, después de las victorias. Con los vencidos se comportaba con gran benignidad, y ya no los seguía tratando como a enemigos. Cuando ocupó Sevilla, a los moros que quisieron pasar a África, les ofreció bagajes y guías; lo mismo a quienes prefirieron trasladarse por tierra a Granada. Hasta ser vencidos, le aborrecían sus enemigos, pero luego conquistaba con su hidalguía y afabilidad los corazones de los que había conquistado con las armas. Quizás obraba así por su deseo de ganarlos para la fe católica. Se presume con mucha verosimilitud que algunos de los reyes aliados la abrazaron en secreto. Sabemos que el rey de Baeza le entregó en rehén a uno de sus hijos, y éste, convertido al cristianismo, tomó el nombre de Fernando, siendo luego uno de los pobladores radicados en Sevilla.

2. El santo estadista

También como gobernante descolló en virtudes heroicas. Destacóse particularmente en una de las virtudes más propias de quienes tienen las riendas de un pueblo, es decir, en la prudencia gubernativa. Desde los 18 años empezó a gobernar con tanto acierto como si tuviera una larga experiencia. A quienes integraron sus cortes sucesivas siempre les resultó admirable el juicio con que deliberaba y la madurez con que resolvía. Como galanamente ha escrito Ribadeneira, parecía anciana la prudencia en un rey mancebo.

Pero, sabiendo que podía errar, lo que es una muestra más de dicha virtud, llevaba siempre consigo en su corte y en las campañas militares doce varones sabios, provenientes de la Universidad de Salamanca, con los que consultaba todos sus propósitos, no para despojarse de su autoridad, siguiendo lo que le dijese la mayoría, sino para esclarecer su inteligencia con las luces que los sabios le proporcionaban. En estos doce varones sabios tuvo origen lo que luego se llamaría el Consejo Real de Castilla.

Mas no solamente tomaba parecer de sabios consejeros. También estaba dispuesto a seguir el de cualquier vasallo, cuando la razón estaba a su favor. Incluso de los pillos aceptaba recomendaciones.

Particularmente apreciaba a uno de ellos, llamado Paja, medio pillo, medio bufón, porque entre los chistes mezclaba juiciosas advertencias. En relación con este hombre se cuenta que, después de la conquista de Sevilla y de ponerse orden en la ciudad, oyó Paja que el rey había resuelto, a instancia de los ricos, sacar de ella su corte. Pareciéndole que si Fernando obraba así cometería un grave error, le rogó que subiese con su séquito a una torre alta –¿quizás la Giralda?– para contemplar la belleza de la ciudad. Estando el rey en ella le dijo Paja: «Bien repara vuestra alteza en que se halla aquí la flor de sus reinos, y aun con todo esto no se reconoce la ciudad bastantemente poblada, pues ¿qué será si vuestra alteza la desampara y falta todo el séquito y concurso de su corte? Mirad, Señor, que en ninguna parte servís a Dios mejor que aquí, y que si una vez salís de esta ciudad quizás no podréis volver a dominarla sino con gran trabajo».

A lo que respondió el rey: «Siempre oí decir, y ahora creo ser verdad, que de los locos salen a veces buenos consejos; y si yo no te creyere, Dios no me valga; y así te prometo que en toda mi vida no saldré de aquí, y que aquí será mi sepultura». Esta anécdota nos trae el recuerdo de aquella figura tan amada por el pueblo ruso, la de «los locos de Cristo», que aprovechando su aparente insania, se animaban a decir a todos verdades de a puño, incluido al mismo Zar, a quien nadie se hubiera atrevido a hablar con tanta desenvoltura.

Junto con la prudencia resplandeció en San Fernando la virtud de la justicia. Perdonaba con facilidad los agravios que recibía, como se vio a los comienzos de su reinado, en que concedió un perdón general de todas las injurias que le habían hecho sus vasallos, y pudiendo vengarse de algunos de ellos, como por ejemplo de los condes de Lara y de otros señores que se le habían rebelado, no lo hizo, sino que los colmó de favores. Pero cuando la injusticia no era contra él, sino contra Dios, contra la Virgen, las viudas, o los pobres, su furor santo se encendía.

Sin embargo aun esa justicia nunca se desvinculaba de la misericordia. Se ha dicho que Fernando tenía una justicia misericordiosa y una misericordia justiciera, porque castigaba con severidad a los rebeldes pero perdonaba con piedad a los arrepentidos. Jamás su espada se manchó con sangre de inocentes, y cuando se teñía con la de los culpables, su corazón sangraba. Al castigar como juez, no olvidaba que era padre.

En la administración de la justicia se preocupaba particularmente de que los pobres no sufriesen de parte de los ricos. Entendía que la grandeza de los reyes consistía en ser el refugio de los inocentes y de los necesitados. Por eso, según señalamos antes, tenía siempre abierto el acceso a su palacio y fácilmente concedía audiencia a cuantos lo solicitaban, juzgando por sí mismo muchas veces las causas de los pobres.

Como dice el P. Ribadeneira, «Fernando era ojos del ciego, pies del cojo, amparo de los huérfanos, remedio de las viudas, protección de los desvalidos, remedio de todos los necesitados, padre de sus vasallos, y rey de sus corazones, a los cuales cautivaba y rendía con la suave fuerza de su amor». Jamás dejó de dar limosna a los indigentes. Por eso a veces se le representó con el cetro en la mano izquierda y con la derecha repartiendo monedas a los pordioseros que lo rodean. Él fue quien introdujo la piadosa costumbre de lavar los pies a doce pobres el Jueves Santo.

Esta inclinación le movió a no querer imponer nuevos tributos a sus vasallos, sobre todo a los que no eran pudientes, según algunos ministros se lo sugerían, so pretexto de que ello era necesario para financiar la guerra contra los moros. «Más temo las maldiciones de una viejecita pobre de mi reino que a todos los moros de África», decía.

3. Un rey eutrapélico

Una virtud predilecta por Fernando fue la eutrapelia. Contrariamente a lo que por lo general se cree, la Edad Media, época en que vivió nuestro santo, no fue una época tristona, sino bullanguera y bohemia. Con la aparición de las primeras universidades comenzaron a pulular los estudiantes ligeros y vagabundos, así como los simpáticos juglares, que iban de castillo en castillo, de convento en convento. Fernando estuvo lejos de ser un santo tenso, estirado. Su hijo Alfonso así lo describe:

«Fue muy fermoso ome de color, en todo el cuerpo et apuesto en ser bien faccionado... et sabía bien bofordar, et alancear, et tomar armas, et armarse bien et mucho apuestamente. Era muy sabidor de cazar, otrosí de jugar tablas, escaques et otros juegos buenos de buenas maneras, et pagándose de omes cantadores, et sabiéndolo él facer. Et otrosí pagándose de omes de corte, que sabían bien de trobar e cantar, et de joglares que supiesen bien tocar estrumentos, ca desto se pagaba él mucho, et entendía quien lo facía bien y quien no».

Era Fernando un hombre de porte elegante, mesurado en el andar, gran conversador, sumamente ameno en los ratos de esparcimiento. Muy apuesto jinete, se lo veía diestro en los torneos de a caballo y en el arte de la caza. Jugaba con habilidad a las damas, el ajedrez y otros juegos de salón.

Gustaba particularmente de la buena música, al tiempo que sabía cantar con gracia. Parece que en su corte la música alcanzó un nivel semejante a la parisiense de su primo San Luis, que mereció tantas alabanzas en esa materia. Amigo de trovadores, se le atribuyen diversas canciones, especialmente una dedicada a la Santísima Virgen. Sin duda que dicho talento debió haber influido no poco en la educación que dio a su hijo Alfonso, quien no sólo dominó el castellano, sino también el gallego, idioma que por su melódica pronunciación reservó para sus cantigas, como se llamaban aquellas composiciones poéticas que podían ser cantadas.

Famosas son las Cantigas de Nuestra Señora, antología mariana recopilada por Alfonso, autor, quizás, de algunas de las que allí se contienen. Todo ello supone en Fernando una especial afición por las bellas artes, en todas sus formas. El naciente estilo gótico le debe en España sus mejores catedrales. Bien ha dicho el mismo Alfonso, refiriéndose a las cualidades de su padre, que «todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando».

A género superior de elegancia pertenece lo que, como de paso, nos cuenta también su hijo: cuando Fernando iba a caballo con su séquito, por los caminos de España, y se topaba con gente de a pie, se hacía a un lado para que el polvo no molestara a los caminantes. Esta escena tan delicada resulta deliciosa como soporte cultural humano de un guerrero tan destacado.

4. Su colaboración con la Iglesia

San Fernando fue un rey santo, al estilo de los reyes medievales, que comprendían su realeza como un vicariato de Dios en favor de su pueblo, en «la unión más estrecha con la Iglesia». No es que se dejara manejar por los prelados en las cosas que correspondían a su jurisdicción, donde se mostraba señorialmente independiente. Pero dado que los suyos eran al mismo tiempo súbditos de él y de la Iglesia, veía la necesidad de unir su cetro al báculo episcopal, su espada a la cruz de Cristo, soporte espiritual de su gestión en el orden temporal. Aconsejándole algunos de los suyos, durante el sitio de Sevilla, que se valiese de una parte de las rentas eclesiásticas, pues se hallaba tan falto de dinero, la necesidad era tan grande y la causa tan justa, respondió así: «De los eclesiásticos sólo quiero las oraciones, éstas las pediré y solicitaré siempre, porque a sus santos sacrificios y ruegos les debemos la mayor parte de nuestras conquistas».

Apoyóse, sobre todo, en las recién nacidas Órdenes Mendicantes de modo que, como dice Ribadeneira, «cuando ellos con sus sagradas compañías de religiosos destruían con la palabra las herejías, Fernando con los escuadrones de sus soldados desterrase de España con las armas el Alcorán y dilatase los términos de la fe». De ahí la decidida protección que otorgó a dichas Órdenes. Por eso hizo edificar numerosos conventos y monasterios de religiosos, en el convencimiento de que los templos eran los alcázares de su reino, las órdenes religiosas sus muros, y los coros de los religiosos los escuadrones, en cuyas oraciones confiaba más que en sus armas, porque cantando alabanzas a Dios merecían para su ejército las victorias. Fue la misma idea la que lo llevó a emprender la construcción de las más espléndidas catedrales de España, como las de Burgos y Toledo, y quizás también la de León, que se comenzó bajo su reinado. No se fabricaba iglesia en que no quisiese él tener parte. Sentía un respeto muy especial por los templos y se mostraba celosísimo de su carácter sagrado, procurando desagraviarlos cuando recibían injurias de parte de los moros.

5. Su vida interior

Fernando no sólo mostró la solidez de sus virtudes en su actuación exterior. Latía en su interior, como es lógico, una intensa «vida espiritual», fuente de aquellas manifestaciones. Era, verdaderamente, un hombre de oración. Cuando se veía enfrentado con alguna grave necesidad, pasaba noches enteras en la presencia de Dios, rogando por su pueblo e implorando la benevolencia divina. Recordemos aquella anécdota de su vida a que nos referimos anteriormente, cuando encontrándose retenido en Toledo por una enfermedad, velaba de noche orando por los suyos. A los que le pedían que se tomase un descanso replicó: «Si yo no velo, ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?».
Los cronistas nos cuentan que luego de comulgar, tenía la costumbre de cerrar los ojos. Un día su madre le preguntó por qué lo hacía: «Sé que Jesucristo está dentro de mí –le respondió–, y para hablarle cierro los ojos y le digo que Él es mi Rey y Señor, y yo su caballero, y que quiero sufrir grandes trabajos por Él en la reconquista española contra los moros, y que su Madre gloriosa es mi Señora». Acertado estuvo su hijo Alfonso al decir: «En conocer a Dios nunca rey mejor le conosció que él».

Asimismo fue admirable su devoción por la Santísima Virgen. La amaba más que si hubiera sido su propio hijo carnal, acudiendo a ella con mayor confianza que a su propia madre terrena. Si cada caballero tiene que tener su propia dama, María fue para Fernando la Dama de sus sueños. Era la consejera de sus empresas, la compañera de sus jornadas, la razón de sus conquistas. Ella estaba en el principio y en el fin de sus batallas, ya que no sólo las empezaba en nombre de Dios, sino también de Nuestra Señora, y sus victorias eran como un triunfo de María.

Solía llevar siempre consigo dos imágenes suyas. La primera era la Virgen de los Reyes, regalo exquisito de su primo San Luis; no en vano exhibe en el pie derecho una flor de lis. A esa imagen, que proclamó patrona de su ejército, le tuvo don Fernando especial devoción. Con ella se entretenía en oración las horas que le dejaban libre sus obligaciones de rey. Durante el asedio de Sevilla, le hizo erigir una capilla estable en su campamento, y renunciando a entrar primero en dicha ciudad, luego de su victoria en el campo de las armas, le cedió el honor de presidir el cortejo triunfal. Antes de morir, mandó que depusiesen su cuerpo donde ella se encontrase. La otra imagen por él amada es la que gustaba llamar la Virgen de las Batallas, una preciosa talla de marfil, que llevaba consigo en los combates, colgada por un anillo del arzón de la montura del caballo, para contar con su protección en la lucha contra los enemigos de su Hijo. La Virgen de los Reyes era para el campamento, y la Virgen de las Batallas para el combate. La de los Reyes preside hoy el altar de la Capilla Real, en la catedral de Sevilla; a sus pies se conservan los restos del Santo. La de los Combates se encuentra en el pequeño museo ubicado junto a dicha Capilla.

V. Muerte y glorificación

Hemos dicho que luego de conquistar Sevilla, y cuando estaba proyectando dirigirse al África, como quien prosigue el ímpetu de su Cruzada en dirección a Tierra Santa, reconquistando en su transcurso zonas antiguamente cristianas y ocupadas por el enemigo de la cruz, Fernando se sintió seriamente indispuesto. En una de las crónicas de la época leemos:

«El católico e muy piadoso Fernando era viejo, de larga edad e apeliado con enfermedad de hidropesía, que había por el trabajo de las batallas, que siempre fisiera, por el trabajo de los muy malos moros... E el señor JesuCristo, por quien tantas pasiones había sufrido, quería librar a su caballero e vicario, de los peligros de este mundo, e darle reino para siempre durable entre los gloriosos mártires e reyes, que legítima e fielmente habían peleado por amor de la fe, e de su nombre, con los muy malos moros, e recibirle en el palacio del cielo, dándole corona de oro que mereció haber por siempre».

Tenía entonces cincuenta años, pero su cuerpo estaba desgastado por tantas preocupaciones y combates. Llevaba reinando treintaycinco años en Castilla y veintidós en León, de los cuales casi treinta en campaña. Ahora se sentía muy mal, entendiendo «que era cumplido el tiempo de la su vida, et que era llegada la hora en que había de finar». Le trajeron el Santo Viático, y cuando oyó el sonido de la campanilla, «fizo una muy grande maravillosa cosa de grande humildat»: bajó del lecho, se puso de rodillas, y tomando en sus manos un crucifijo, lo besó repetidas veces; luego, recorriendo los pasos de la pasión de Cristo, encareció la misericordia y piedad de su Señor, y se acusó de su mala correspondencia y grandes culpas, tras lo cual confesó su fe y recibió el santo sacramento. Luego hizo que retirasen de su cámara todas las insignias reales, queriendo significar con ello que delante de Jesucristo no hay otro rey, o que en la muerte todos son iguales, los reyes y los vasallos, los grandes y los pequeños, los ricos y los pobres, pues todos mueren desnudos como nacieron.

Después de haber dado gracias el Señor porque lo había visitado en el sacramento, llamó a la reina doña Juana y a sus hijos, y se despidió con cariño de cada uno de ellos. Particularmente se dirigió al príncipe heredero, para exhortarlo a cumplir sus obligaciones, tanto las generales del reino como las particulares de su persona, el temor de Dios, la protección de su madre y de sus hermanos, la reverencia a los eclesiásticos, la estima de los nobles, el amparo de los desvalidos, la administración de la justicia, la misericordia con los pobres, el culto divino, la propagación de la fe, concluyendo sus consejos con estas palabras:

«Señor, te dejo de toda la tierra de mar acá, que ganaron los moros desde el rey don Rodrigo. Toda queda debajo de tu dominio, parte conquistada y parte tributaria. Si la conservares en el estado en que te la dejo, serás tan buen rey como yo; si ganares más, serás mejor rey que yo; si la menoscabares, no serás tan buen rey como yo».

Rogó entonces que le pusieran una vela encendida en la mano, y levantando los ojos al cielo dijo: «Señor, dísteme reino, honra y poder sin merecimientos. Todo cuanto me diste te entrego, y te pido, al entregarte mi alma, que seas servido de usar con ella de tu divina misericordia». Luego se volvió a los circunstantes y humildemente les pidió que si a algunos de ellos los había agraviado en algo, le perdonasen. Mandó después a los sacerdotes que entonasen las letanías de los santos y el Te Deum, y al segundo verso de este himno, cerró apaciblemente sus ojos para siempre. Era el 30 de mayo de 1252. Cantos celestiales –cuenta la tradición– se oyeron en la noche sevillana, «mandando Dios a sus ángeles que fuesen los primeros cronistas de sus heroicas virtudes». Nos complace pensar que al escribir estas páginas estamos continuando dicho concierto.

Divulgóse la muerte del santo rey por todo el mundo, y tanto el Papa como los reyes y príncipes cristianos quedaron consternados. Incluso los infieles mostraron su dolor. Alhamar, rey de Granada, al enterarse de ello, mandó hacer en su reino grandes demostraciones de condolencia, y envió cien moros nobles, ricamente vestidos, para que con cirios blancos asistiesen a sus exequias.

El pueblo lo canonizó espontánea e inmediatamente, llamándolo Fernando el Santo; jurídicamente fue declarado tal en el siglo XVIII. La Cantiga 292, redactada por Alfonso X, tiene todo el aire de un glorioso canto final a la figura de su padre. Allí dice «cómo el rey don Fernando se apareció en visión al tesorero de Sevilla y al maestro Jorge para que le quitasen el anillo de su dedo y lo pusiesen en el dedo de la imagen de Santa María». Ensalza también su devoción a la Virgen, cuya imagen llevaba siempre consigo, recordando con cuánta piedad la entronizaba en las mezquitas de todas las ciudades que conquistaba a los moros. Ninguno de los elogios que le tributó su hijo sea quizás tan elocuente como éste: «No conoció el vicio ni el ocio».

Justamente descansaba ahora aquel que siempre había trotado y galopado al servicio de su Rey eterno y de su tierra natal, siempre en campaña con las armas en la mano, singularmente favorecido por Dios, en quien había puesto su confianza, mucho más que en sus mesnadas.

Señala Ribadeneira un dato curioso de la historia política y de la historia de la Cristiandad. El mismo Dios que hizo santo a San Luis, rey de Francia, lo hizo santo a Fernando, su primo. ¡Pero cuán diversos caminos los condujo a la santidad y los llevó a la gloria! A San Luis, por el camino de los infortunios humanos, y a San Fernando por el camino de las venturas. San Fernando no entabló batalla que no venciese, ni sitió fortaleza que no tomase, ni acometió reino que no conquistase. San Luis, al contrario, fue reiteradamente derrotado por sus enemigos, debiendo retirarse de las ciudades que había ocupado, y desistir de las conquistas iniciadas. San Luis padeció en sus ejércitos hambre y peste, a tal punto que esta última lo hirió al mismo rey; San Fernando, en cambio, durante los treinta y cinco años de su reinado, sólo conoció la prosperidad en sus ejércitos y en su reino, que no padecieron hambre, ni peste, ni otros males, sino grande abundancia y bienestar.

«No digo cuál es mayor camino para conseguir la santidad; pero digo que es más dificultoso conservar la santidad entre las prosperidades, que entre los trabajos; y el mismo conservar y aumentar la santidad entre las prosperidades, es señal de grande y extraordinaria perfección». Cita acá el docto jesuita un dicho de San Agustín: «Propio es de una gran virtud luchar con la felicidad, y gran felicidad no ser vencido de la felicidad». Y también: «Ninguna infelicidad quebranta al que ninguna felicidad corrompe». Lo que así comenta: «Con que esta batalla y esta victoria tuvo más nuestro santo rey, que luchando continuamente con sus felicidades nunca fue vencido de ellas, antes venció a sus mismas victorias y triunfó de sus mismos triunfos. Quiso Dios en estos dos reyes mostrar que es señor de las prosperidades y de las desgracias, y que no hay camino por donde no puedan ir los hombres a la gloria, si su gracia los lleva de la mano, como llevaba a Fernando, dándole felicidades para que las pisase, dándole triunfos para que no se desvaneciese con ellos, y dándole coronas para que las pusiese primero a los pies de Cristo, que en su cabeza. ¡Oh santísimo y felicísimo Fernando, muchas veces feliz y muchas veces santo! Feliz, porque no perdiste entre las felicidades la santidad, y santo, porque sujetase con la santidad la felicidad».

No podemos menos que coincidir con lo que sigue diciendo Ribadeneira cuando considera a Fernando el príncipe más cabal que hayan conocido los siglos, si consideramos la rara y poco frecuente unión de tantas cualidades naturales y sobrenaturales, porque algunos príncipes fueron valerosos pero no santos, otros santos pero no afortunados, algunos sabios pero no guerreros, otros fuertes en la milicia pero sin el adorno de las letras, no pocos en lo natural perfectos y en lo sobrenatural viciosos. Fernando fue en lo natural un hombre varonil y de gran belleza física, animoso, afable, cortés, culto, magnánimo y liberal. Y a ello se sumó una elevada santidad, «porque no le faltó ninguna virtud de las que se desean en un rey y en un santo, las cuales son más admirables por ser en un santo rey».

Se santificó, por cierto, a través del buen gobierno, pero sobre todo a través del buen combate, de la milicia. Enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago. Cuando todavía corría con sus huestes por los campos de Andalucía, el papa Gregorio IX, declarándose enterado del «celo y fervor de devoción que abrasa a nuestro carísimo hijo el ilustre rey de Castilla y León», en carta a los obispos de Toledo, Burgos y Osma, le llamó atleta de Cristo.

Bien ha escrito Ribadeneira, que «rara vez se ve la devoción armada de acero, y la oración marchar al son de las trompetas y cajas; mas Fernando, de las campañas hacía oratorio, y entre el ruido de las armas se oían sus clamores en el cielo».

Por eso, reiterémoslo, nuestro santo rey es uno de esos raros modelos humanos que conjugan en tan alto grado la prudencia del gobernante, el heroísmo del guerrero, y la entrega generosa del santo, uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en las cualidades y virtudes humanas.

Los restos de Fernando descansan en la catedral de Sevilla. Sobre su tumba se grabó un epitafio, por mandato de su hijo, don Alfonso, escrito en lengua latina, hebrea y castellana:

«Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella e de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia e de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, e el más verdadero, e el más franco, e el más esforzado, e el más apuesto, e el más granado, e el más sofrido, e el más omildoso, e el que más temie a Dios, e el que más le facía servicio, e el que quebrantó e destruyó a todos sus enemigos, e el que alzó y onró a todos sus amigos, e conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, e passó hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil e CC et noventa años».

La actual catedral de Sevilla no es la que el rey Fernando conoció en vida. Aquélla se encontraba en el interior de la mezquita mora, al igual que en Córdoba. Pero como a comienzos del siglo XV todo el edificio, catedral y mezquita, amenazaba con derrumbarse, un canónigo propuso: «Hagamos una iglesia tal que los que la vieren labrada nos tengan por locos». Dicha iglesia se comenzó en 1402, y en 1506 se dio por terminada.

En 1526, se hizo presente en Sevilla el emperador Carlos V de Alemania y I de España, que fue allí para casarse con Isabel de Portugal. Tras visitar las dependencias, dispuso la construcción de una Capilla Real, en lugar aparte pero dentro del templo catedralicio, con el fin de que cobijara los restos de su venerado antecesor San Fernando. Hasta entonces, éstos se encontraban, al parecer, en un salón alto, sobre el Patio de los Naranjos, vecino a la antigua mezquita mora que, como dijimos, por peligro de derrumbe había sido demolida, a diferencia de la de Córdoba, hoy subsistente.

El 14 de junio de 1579, Felipe II ordenó que se celebrase el traslado de los restos de Fernando a la Capilla Real, ya terminada. Llevaron allí el cuerpo incorrupto del Santo, así como los restos de su mujer, Beatriz de Suabia, los de Alfonso X el Sabio, juntamente con la imagen de la Virgen de los Reyes, las reliquias de San Leandro, la pequeña imagen de marfil de la Virgen de las Batallas, el estandarte de Fernando, su victoriosa espada, y las llaves que le entregó el rey moro Alxataf. En esa capilla tuvimos el honor de celebrar varias veces el Santo Sacrificio de la Misa, a los pies de la Virgen de los Reyes, y muy junto al sepulcro del Santo.

Con frecuencia se ha representado a San Fernando con la espada en la mano derecha y el globo del mundo en la izquierda. En la época del Santo, la espada era considerada como el arma ilustre por excelencia. Sobre ella los nobles prestaban juramento de fidelidad y con ella eran armados caballeros. En su pomo solían introducir reliquias de santos; de ahí la costumbre de besarla antes de la batalla. Algunas espadas han pasado a la celebridad junto a los afamados guerreros que las blandieron: la Tizona y la Colada del Cid Campeador, la Joyeuse de Carlomagno, la Scalebor del rey Arturo, la Durindana de Roldán.

Sevilla conserva en su catedral, como hemos dicho, la espada legendaria e invicta de Fernando III. Todos los años, el 23 de noviembre, día en que el glorioso rey entró en Sevilla, es solemnemente paseada por las naves del templo catedralicio. En cuanto al globo del mundo, que la imagen del Santo lleva en la mano izquierda, podemos ver allí insinuada, si bien de manera profética, la conquista del Nuevo Mundo, ya que América estaba en la página de atrás de la conquista de Sevilla. Por eso no resulta peregrino considerarnos, con pleno derecho, hijos de San Fernando III, rey de Castilla.

Obras Consultadas
Pedro de Ribadeneira, La Leyenda Áurea, 30 de mayo, San Fernando.
Celso García, Fernando III el Santo, Araluce, Barcelona 1948.
Carlos Ros, Fernando III el Santo, Anel, Granada 1990.

A San Fernando

Berenguela cubría de recatos
una cuna con bríos imperiales.
Y llegaban al hijo sus relatos
como sones pujantes de arrebatos
del torreón de los campos celestiales.

Viene el alba por Burgos, en Las Huelgas
ciñe acero, loriga, limpio brial.
España es un olor de madreselvas
cautivo entre los moros y las sierras
que espera al Caballero del Grial.

Ya le llega de frente, entre pendones,
va en su escolta quien dicen es Santiago,
o el Estado Mayor de las razones
con que amar a la patria en los hondones
aunque duela el amor dolor aciago.

Las campanas regresan a su oficio.
Las cruces se levantan en Jaén.
Sevilla es un católico epinicio,
y a su paso la Fe, como el indicio
de un alcázar o muro o terraplén.

A los pobres del reyno tu desvelo,
el Fuero Juzgo a todos, las Partidas,
al infiel la Cruzada y el anhelo
de servir de sostén y de consuelo
en la noche del llanto y las heridas.

Que otra vez del arzón de tu montura
penda la Virgen de las Mil Batallas,
que una cantiga por cabalgadura
nos ponga en marcha fatigosa y dura
cargados de esperanzas y de agallas.

Porque el siglo da reyes sin alteza,
da pastores sin sangre ni certeza
de la cruz luminosa del martirio.
Acaso pueda entonces tu entereza
purificar el barro como el lirio.

Antonio Caponnetto