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XV. -El sacerdote, hombre de oración

La raíz de todos los males que aquejan al mundo moderno está en que quiere prescindir de Dios, cuando la verdad es que tenemos una necesidad absoluta de Él.

Si en el orden natural le debemos todo cuanto tenemos, empezando por la misma existencia, nada digamos de nuestra dependencia en el orden sobrenatural. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jo., XV, 5). San Agustín [In Jo., 81, 3. P. L., 35, col. 1841] hace observar que el Señor no dijo: «Sin mí no podéis hacer grandes cosas: Sine me parum potestis facere, sino que afirmó: «Nada podéis hacer»: Sine me nihil potestis facere. Y añade el gran Doctor de la gracia: «De la misma suerte que el alma es el principio de la vida corporal, así Dios es la vida de tu alma: Vita carnis tuæ anima: vita animæ tuæ, Deus tuus [Ibid., 47, 8. P. L., 35, col. 1737].

Nuestra experiencia de todos los días nos recuerda que, sin el apoyo divino, nuestra naturaleza no puede encontrar por sí misma el perfecto equilibrio moral.

Y es, sobre todo, en la oración donde reconocemos y proclamamos «la absoluta subordinación respecto de Dios en que se mueve toda nuestra existencia: In ipso enim vivimus et movemur et sumus (Act., XVII, 28).

Por una ley de su Providencia, Dios no concede de ordinario sus gracias sino en la oración. Y como a todas horas y en todos los momentos tenemos necesidades, de ahí que debemos acudir a Él sin cesar. Así nos lo enseñó el mismo Jesucristo: «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc., XVIII, 1). Respecto de los demás medios de santificación, como, por ejemplo, los sacramentos, el Evangelio nos dice que son necesarios o útiles en determinadas ocasiones. Únicamente de la oración afirma que es necesaria «siempre». Y bien sabemos que todas y cada una de las palabras de Jesucristo tienen su valor y su razón de ser.

La liturgia expresa en sus oraciones esta humilde confesión de que toda nuestra esperanza se apoya únicamente en Dios: «Que todas nuestras oraciones y obras empiecen siempre por ti y a ti se encaminen también como a último fin»: Cuncta nostra oratio a te semper incipiat et per te cœpta finiatur [Oración de las letanías de los santos]. «Sin ti no podemos serte gratos»: Tibi sine te placere non possumus [Domingo 18º después de Pentecostés]. Y en otro lugar: «Sin ti no puede sostenerse la naturaleza humana mortal»: Sine te labitur humana mortalitas [Domingo 14º después de Pentecostés].

Con mayor razón que los demás fieles, el sacerdote debe ser hombre de oración si quiere ser fiel a su misión. Cada uno de los latidos de su corazón debiera ser un acto de amor, que fuese como un eco del amor que el Señor le profesa.



1.- Naturaleza de la oración

Sea vocal o mental, la oración, que consiste en hablar a Dios como a un Padre, es un privilegio de aquellos que el Señor ha adoptado como hijos. Por un efecto de su misericordia, todas las «insondables riquezas de Cristo» (Ephes., III, 8), de las que en tantas ocasiones nos habla San Pablo, son patrimonio de todos los bautizados. Cuando el cristiano se presenta ante Dios en la oración no lo hace como simple criatura, sino como hijo adoptivo y miembro de Cristo. Sin dejar de ser Creador y Señor, Dios es para nosotros «Padre de las misericordias»: Pater misericordiarum (II Cor., I, 3). Por eso, siempre que reza, el cristiano debe decir, como Cristo le enseñó: «Padre nuestro que estás en los cielos».

Esta comunicación que existe entre el alma y Dios debe apoyarse en la fe. Porque ni la experiencia ni la sensibilidad del corazón nos bastan para encontrar a Dios en toda su realidad. Lo mismo podemos decir de las concepciones filosóficas y aun mucho más del arte y de la poesía. Porque todos estos medios pueden servirnos para investigar su existencia y su naturaleza y para calmar hasta cierto punto esta sed de Dios que todos tenemos, pero solamente la fe hace que el hombre penetre en la esfera del mundo sobrenatural. De la misma suerte que vuestra condición de hijos adoptivos hará que un día contempléis a Dios cara a cara en el cielo, así ahora la oración os permite dirigiros directamente a Él, aunque sea en la oscuridad de la fe, y que descubráis vuestras miserias ante la inmensidad de su bondad.

La siguiente definición expresa perfectamente la verdadera naturaleza de la plegaria cristiana: la oración es «una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial».

La definición que dan San Juan Damasceno y Santo Tomás es también excelente, con la particularidad de que pone de relieve cómo la oración implica una elevación del alma: Ascensus mentis in Deum [Summa Theol. III, q. 21, a. 1 y 2]. La oración es «la elevación del espíritu y del corazón a Dios» para rendirle nuestros homenajes y pedirle remedio a todas nuestras necesidades.

Para entender todo el alcance de esta magnífica definición, hay que sobrentender que el alma ha sido elevada sobrenaturalmente.

Como sabemos, después del bautismo hay en nosotros dos vidas: una que hemos recibido de nuestros padres y que nos hace hijos de Adán; y otra que es sobrenatural, un don que hemos recibido de lo Alto, una gracia que nos hace semejantes a Jesucristo, Hijo único del Padre.

Y así como la existencia natural supone un nacimiento, una alimentación y una imperiosa necesidad de respirar, lo mismo debe decirse de nuestra vida sobrenatural. El bautismo produce en el alma un segundo nacimiento; la Eucaristía es el alimento de esta nueva vida y la oración es el aliento vital que respira el alma cristiana.

Cuando reza, el alma transpone los límites del mundo de las cosas materiales y transitorias y penetra en una región mucho más alta, en el mundo de las realidades invisibles donde Dios habita. Y nuestra existencia terrestre queda envuelta, por así decirlo, en una atmósfera sobrenatural. Por la oración, el hombre se eleva hacia este reino que de ninguna manera puede alcanzar por los sentidos. La fe le pone en inmediata relación con la majestad del Padre celestial, con Cristo, con la Virgen, con los ángeles y con los santos. En la oración respira una atmósfera divina, y por breve que sea esta ascensión, su espíritu se siente vivificado al entrar en contacto con un elemento de eternidad. La gracia es un soplo divino que orea el alma y la oración lo aspira, abriendo de par en par las intimidades más profundas de nuestro ser a su bienhechora influencia.

Toda oración, aun la simple recitación del Padrenuestro, constituye para los hijos adoptivos de Dios una elevación del alma, un contacto de fe con el mundo sobrenatural que nos permite entrar en el reino del Padre.



2.- Algunos consejos para la oración

Os voy a dar tres importantes normas para ayudaros a elevar vuestras almas hacia Dios. Están inspiradas en las definiciones que se dan de la oración, pero os servirán mucho más que las definiciones para comprender cómo os debéis conducir en la práctica de la oración.

Ya que la oración es una conversación sobrenatural, procurad tener una fe firme en el poder que tiene Jesucristo para introducirnos en la presencia de su Padre. Así lo hacían los santos y así conseguían sentirse muy cerca del Señor siempre que se recogían a orar.

Cuando consideramos la grandeza y la santidad de Dios, no nos atrevemos a arrojarnos en sus brazos. Por eso precisamente necesitamos apoyarnos en Jesucristo. Me diréis: ¡Pero soy tan miserable! Y yo os responderé: ¿Pero no es verdad que Jesucristo se ha mostrado misericordioso con vosotros? ¿Acaso no es cierto que os ha enriquecido con sus méritos? ¡Soy tan impuro!... Concedámoslo; pero recordad que la sangre de Jesucristo os ha purificado de vuestros pecados. ¡Es que vivo tan lejos de Dios! Eso no es cierto, porque, gracias a la fe, no hay distancias entre Dios y nosotros y si vivís unidos a Jesús, tened la seguridad de que vivís cerca de Dios. Recordad lo que dijo el mismo Jesucristo: «Padre, los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo»: Ubi sum ego et illi sint mecum (Jo., XVII, 24). ¿Y dónde está Jesús? Nos lo revela San Juan: «Dios Unigénito, que está en el seno del Padre»: Unigenitus qui est in sinu Patris (Jo., I, 18). Siempre que vais a empezar a orar, volveos como por instinto hacia Jesucristo, ya que por el mismo hecho de que participáis de su filiación y de sus méritos, tenéis derecho a presentaros, por su medio, a la divinidad.

Cuando habláis con una persona, lo primero que esperáis de ella es que os diga la verdad, porque así lo exige vuestra dignidad y la suya. Pues lo mismo nos exige el Señor cuando nos dirigimos a Él en la oración. Cuando le manifestamos nuestra adoración, nuestra gratitud, nuestra confianza y nuestra necesidad de que acuda a socorrernos, debemos tener siempre presente que Dios es la Omnipotencia y que nosotros nada somos por nosotros mismos. Así es como nuestra oración será «verdadera». Porque hay almas que, al cabo de haber pasado un largo rato pronunciando oraciones y más oraciones, se dan cuenta de que no han dicho a Dios nada que haya salido del fondo del corazón. Esto nos enseña que puede ocurrir que nuestro espíritu esté muy ajeno a lo que pronuncian nuestros labios.

Como condición necesaria para comunicarse a nuestra alma, el Señor nos exige que estemos atentos a lo que rezamos, para que nuestra oración sea realmente sincera. Lo dice el salmista: «Yahvé está cerca de cuantos le invocan, de cuantos le invocan de veras» (Ps., 144, 18). Esta sinceridad se refiere, principalmente, a la humildad, que es tan del agrado de Dios: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad»: Veri adoratores adorabunt Patrem in spiritu et veritate (Jo., IV, 23).

Cuando oramos, debemos procurar entregarnos a Dios con toda nuestra alma y con todo nuestro corazón. Hay una frase de la Sagrada Escritura, que la liturgia la emplea en muchas ocasiones, que nos recuerda este gran ideal de la perfecta oración, en la que «el alma está toda atenta y completamente entregada a Dios»: Justus cor suum tradidit ad vigilandum diluculo ad Dominum qui fecit illum (Eccli., 39, 6).

Como la lámpara del santuario que se consume hasta el fin, así también nuestra alma debiera entregarse toda entera cuando habla con Dios.

Convenzámonos de que «es el corazón el que ora», como nos dice el salmista: Tibi dixit cor meum (Ps., 26, 8). Y añade San Agustín: «Tu mismo deseo es tu oración»: Ipsum desiderium tuum, oratio tua est [Enarr. Super Ps., 37, 14. P. L., 35, col. 404].

Por último, os he de decir que no es posible elevarse hasta Dios sin un perfecto desasimiento interior. Procuremos, pues, desarraigar las preocupaciones y pensamientos vanos y, sobre todo, los afectos que atan nuestra alma a las cosas de la tierra y la impiden consagrarse enteramente al Señor.

Toda oración supone un esfuerzo, aun para aquellos que encuentran en ella sus delicias. La atención que requiere el conversar con Dios se nos hace siempre algo penosa, porque no es fácil mantener el alma en una atmósfera que está por encima del nivel en que ordinariamente se desenvuelve. Y esta es la razón de porqué la oración puede servir de penitencia sacramental. No nos debe extrañar que se nos haga cuesta arriba la práctica de la oración, porque toda elevación hacia Dios, aun en su menor grado, supone un sobreponerse a sí mismo.



3.- Importancia que tiene para el sacerdote el espíritu de oración

La oración no puede limitarse en la vida del sacerdote a algunos actos aislados y pasajeros. El que es ministro de Jesucristo debe cultivar el espíritu de oración, que es una disposición habitual, en virtud de la cual, en nuestras penas y desalientos, lo mismo que en nuestras alegrías y éxitos, nuestro corazón se vuelve hacia Jesucristo o hacia el Padre como hacia su mejor amigo, hacia el más intimo confidente de nuestros sentimientos y el apoyo de nuestra debilidad. Y no es suficiente que el alma se eleve a Dios de esta manera por la mañana y por la noche, sino que debe hacerlo en todo momento: Oculi mei semper ad Dominum (Ps., 24, 15).

Por lo mismo que somos sus hijos adoptivos, debemos conducirnos en la presencia de Dios con la sencillez propia de los niños: Nisi efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum cœlorum (Mt., XVIII, 3). Un hijo debe tratar a su padre con el mayor respeto; pero esto no impide que confíe en su bondad ni que le abra de par en par su corazón en el seno de la intimidad. Lo mismo se debe decir del sacerdote. Para él, Dios no puede ser un Señor inaccesible, a quien todos los días hay que pagar la deuda de unas cuantas fórmulas dichas a toda prisa. No; Dios es el padre, el consejero y el sostén de su vida. Y aun en el caso de que haya tenido la desgracia de provocar su enojo, nunca debe perder la confianza en su bondad. Antes de emprender cualquiera acción importante, debemos manifestarle nuestro sincero deseo de obrar únicamente por Él.

A medida que pase el tiempo, se nos irá haciendo natural el hábito de elevar así nuestro espíritu y se irán también multiplicando nuestras relaciones con el mundo invisible: la Misa, el oficio divino y la meditación no serán actos aislados sin influencia alguna en el resto de la vida, sino que serán una continuación más intensa de nuestra amistad con Dios y la gracia de la unión filial se convertirá en el centro de toda nuestra existencia.

Hay dos principales razones que imponen al sacerdote este espíritu de oración. De una parte, el cuidado que debe tener de su propia perseverancia y de su fidelidad al amor de Jesucristo; y de la otra, la necesidad de atraer las bendiciones divinas sobre su ministerio.

¿Es que, por ventura, nosotros los sacerdotes, que estamos consagrados al bien de las almas, podemos vivir en medio del mundo, como Jesucristo después de su resurrección, sin experimentar la atracción de sus seducciones? A pesar de lo sublime de nuestra vocación, somos débiles e imperfectos y somos frecuentemente zarandeados por las tentaciones. Para poder perseverar en el bien, la oración es indispensable a todos y algunos necesitan recurrir a ella casi a cada instante.

El permanecer firme hasta el último suspiro «es un don luminoso del Padre»: Descendens a Patre luminum (Jac., I, 17), que nuestras buenas obras no pueden merecerlo estrictamente de condigno.

Pero podemos esperar confiadamente obtenerlo de la divina bondad si lo pedimos con humildad y con perseverancia, procurando guardar fidelidad a Dios. «Este gran don»: Magnum illud usque in finem perseverantiæ donum, como le llama el Concilio de Trento [Sess. VI, can. 16], no nos exime de la posibilidad de pecar ni de ser tentados; pero nos proporciona una ayuda providencial y una serie de gracias que inclina a nuestra voluntad a obrar bien hasta el fin de la vida. De esta suerte, toda la trama de la existencia del cristiano se encuentra como rodeada de misericordia hasta su último término [Summa Theol., III, q. 114, a. 9].

Como mendigos que llaman incesantemente a la puerta del cielo, debemos estar siempre exponiéndole nuestras miserias. Tal era la conducta de los santos. Hay una nota común a todos ellos: la constancia en buscar a Dios y en procurar hacer siempre su voluntad. Una vez que se consagraron a Dios, perseveraron hasta el fin de su vida con una fidelidad admirable en esta entrega que hicieron de sus personas. En la liturgia de los confesores, la Iglesia dice de ellos que tenían su voluntad anclada en Dios: Voluntas ejus permanet die ac nocte.

¿Dónde está el secreto de esta inquebrantable firmeza en la unión con Dios? En el incesante recurso a la oración, cosa que está al alcance de todos.

No podemos aducir como excusa que nuestras pasiones son demasiado vivas o que nuestras tentaciones son demasiado fuertes. Virtus in infirmitate perficitur (II Cor., XII, 9). Mirad el ejemplo de San Pablo, el cual, aunque había sido transportado al tercer cielo, reconocía, sin embargo, sus miserias y gemía angustiosamente. Pero en lugar de dejarse llevar del desaliento, exclamaba en un trasporte de admirable confianza: Libenter igitur gloriabor in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (Ibid., 10). También juegan en nosotros un papel providencial las tentaciones que nos combaten y las mismas faltas en que caemos. En vez de abatirnos, debemos servirnos de ellas para convencernos de que nuestras almas, aunque estén adornadas con los tesoros de la gracia, continúan siendo «vasos frágiles» (Ibid., IV, 7).

Nuestras miserias nos enseñarán a orar con humildad y confianza y nos preservarán del orgullo y de la presunción. El Apóstol nos dice que, si Dios las permite, es «para que nadie pueda gloriarse ante Dios»: Ut non glorietur omnis caro in conspectu ejus (I Cor., I, 29).

Es necesario que aquellos sacerdotes que se dedican a estudios que no se relacionan directamente con las cosas sagradas o que tienen un cargo meramente administrativo se preocupen con más empeño que los demás en conservar siempre vivo el espíritu de oración. Para ello, les ayudará muchísimo la costumbre de elevar oraciones jaculatorias en medio de sus trabajos, escogiendo entre las fórmulas ordinarias aquellas que mejor respondan a sus necesidades, o sirviéndose de algún texto del breviario, o de la Sagrada Escritura, que más les haya llegado al alma.

Nunca es más feliz un ministro de Cristo que cuando es fiel al espíritu de oración y trabaja únicamente por la gloria de Dios y de la Iglesia, llevado del impulso de la caridad.

Si la oración tiene una importancia tan grande para vuestra santificación, no la tiene menos para atraer sobre vuestros trabajos las bendiciones divinas.

Debéis convencernos de que vuestra acción sobre las almas no puede ejercer ninguna influencia que sea realmente provechosa si Dios no la fecunda con su gracia: Ego plantavi, Apollo rigavit, sed Deus incrementum dedit (I Cor., III, 6). Es cierto que la gracia supone la naturaleza y que no podemos echar en olvido la parte que tienen la inteligencia y la voluntad en las obras sobrenaturales: «Nosotros plantamos y regamos»; este es el papel que nosotros desempeñamos, el cual es ciertamente indispensable. Pero no debemos perder de vista que si Dios no «fecunda» nuestro trabajo, éste resultará completamente infructuoso.

Como dice San Agustín, todo crecimiento en la vida de la gracia «supera las fuerzas humanas, sobrepasa la excelencia de los ángeles y pertenece únicamente a la Trinidad fecundante»: Excedit hoc humanam humilitatem, excedit angelicam sublimitaten, nec omnino pertinet nisi ad agricolam Trinitatem [In Jo., 80, 2. P. L., 35, col. 1840].

Podéis creerme si os digo que, por grandes que sean vuestro talento, vuestros conocimientos y vuestro entusiasmo al principio de vuestro ministerio, nunca llegaréis a hacer nada que valga la pena si no sois hombres de oración.

Los santos, que realizaron grandes obras impulsados por su amor, se entregaron con denuedo a la acción; pero eran, sobre todo, hombres de oración. Recordad a San Benito, a San Francisco Javier, a San Carlos Borromeo, a San Francisco de Sales, a San Alfonso de Ligorio, al Santo Cura de Ars: todos ellos pasaban largas horas en coloquio con Dios.

Sed, pues, «mediadores» conscientes de vuestra misión, hombres de oración que, mediante vuestra constante unión con el Señor, santifiquéis las almas que os han sido encomendadas al mismo tiempo que santificáis también las vuestras.

Porque los sacerdotes no podemos salvarnos solos, sino que tenemos la sublime misión de llevar las almas al cielo en pos de la nuestra propia. Demos, por ello, gracias a Dios y procuremos serle fieles, para que nuestra falta de fervor nunca sea causa de que alguna alma se entibie o se arruine.



4.- Las fuentes de la oración: La naturaleza

Jesucristo dijo en cierta ocasión, hablando del cielo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jo., XIV, 2). Lo mismo puede afirmarse de la oración. En su admirable tratado Castillo interior, Santa Teresa menciona siete moradas principales. Y no se puede llegar de un salto a la última morada.

Para ayudaros en este ascensus ad Deum, os voy a proponer, a modo de ejemplo, tres puntos de partida distintos, o tres clases distintas de apoyos, desde lo que el alma puede empezar su ascensión a la mansión del Padre.

Podemos elevarnos hacia Dios tanto por la contemplación de la naturaleza como por la meditación de las verdades reveladas que se contienen en la Sagrada Escritura, de la vida y de los misterios de Jesucristo, o también uniéndonos a Cristo, creyendo con fe viva en el poder que tiene de introducirnos en el seno del Padre.

Según sean nuestras disposiciones personales o las circunstancias de cada momento, podemos echar mano de cualquiera de estas tres maneras de ir a Dios. Para que os hagáis una idea más cabal de ellas, me vais a permitir que las compare a los tres recintos del templo de Jerusalén.

¿Qué es lo que vemos allí? El recinto más sagrado era el Santo de los santos. Este lugar estaba rodeado de varios atrios, que eran tanto más dignos cuanto estaban más próximos al santuario por excelencia.

El «atrio de los gentiles» era muy amplio, completamente al descubierto y en él podían entrar todos los que quisieran.

A través de varios pórticos, a los que los incircuncisos no tenían acceso, se pasaba al atrio de los judíos. En este vasto recinto, el pueblo elegido asistía a los sacrificios, escuchaba la lectura de la Ley, cantaba los salmos y podía entrever, tras el altar de los holocaustos, la parte del santuario que estaba reservada a los ministros del culto.

Al fondo del lugar llamado «Santo», detrás del velo sagrado del templo, post velamentum, se encontraba el misterioso «Santo de los Santos», donde, según la epístola a los hebreos (IX, 3-4), y a la izquierda del altar de los perfumes, se guardaba el Arca de la Alianza guarnecida de oro, que contenía las Tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón. Solo el Sumo Sacerdote podía entrar en este recinto, y eso una vez al año y después de prolijas purificaciones.

Volvamos ahora a los grados de oración.

El primer atrio, el de los gentiles, simboliza la oración, en la que el alma se eleva a Dios, sin servirse de la revelación, apoyándose en la contemplación del orden y de las bellezas de la naturaleza. El mismo San Pablo nos invita a que admiremos las maravillas de la creación, cuando escribe: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se alcanzan a conocer por las criaturas (Rom., I, 20).

Pero me diréis: ¿Se puede hacer oración con sólo admirar las bellezas de la naturaleza? ¿Y por qué no? Dios es el gran artista. Todo cuanto ha hecho lo ha concebido en su Verbo. En la creación se refleja una huella de su Autor. ¿Por qué creéis que algunas almas se complacen en contemplar los grandes espectáculos de la obra de Dios? La inmensidad del océano, las cimas de las montañas, los paisajes encantadores les impulsan a orar. La razón de esto está en que, tras el telón de la naturaleza, adivinan la presencia oculta de Dios. Todo el universo les grita: Ipse fecit nos et non ipsi nos (Ps., 99, 2). El profeta Baruc escribía: «Los astros brillan en sus atalayas y en ello se complacen. Los llama y contestan: Henos aquí. Lucen alegremente en honor de quien los hizo» (III, 34-5). Contemplad también vosotros el cielo estrellado y elevaos por medio de este sublime espectáculo al amor de Aquel que ha creado la dilatada extensión del Universo.



5.- El Evangelio

En el atrio de los judíos, todo pertenece al orden de la revelación y por consiguiente todo es sobrenatural. Fue el mismo Dios quien prescribió a Moisés los ritos y los sacrificios del culto mosaico: «Mira y hazlo según el modelo que en la montaña se te ha mostrado» (Exod., XXV, 40).

Procuremos imaginarnos cuál sería la admiración y el amor que embargaba el alma de María cuando entraba en el atrio de las mujeres y asistía a las ceremonias sagradas. ¡Y qué decir de Jesucristo! Entraba en el templo como en la casa de su Padre. Sabía que el templo le representaba a Él mismo. Por eso dijo: «Destruid este Templo y en tres días lo reedificaré» (Jo., II, 19).

Jesús asistía en el atrio a los holocaustos y al culto judaico. Él, que era el verdadero Cordero de Dios, se daba perfecta cuenta de que todo lo que allí se hacía era una figura profética de la misión que venía a realizar. Cuando el pontífice rociaba al pueblo con la sangre de las víctimas y entraba sin acompañamiento alguno en el Santo de los santos, Jesús pensaba en que su sangre había de rescatar al mundo y su alma se elevaba a las sublimes realidades de las que los ritos judaicos no eran sino las «sombras»: umbræ futurorum (Hebr., X, 1).

¿Qué significado tiene el segundo atrio en nuestra vida de oración? No se trata aquí de una elevación del alma provocada por la contemplación de las maravillas de la naturaleza, sino de la oración que se fundamenta en los documentos de la revelación. Dios nuestro Señor se ha dignado hablarnos y sus palabras están contenidas en los libros inspirados. La oración se nutre principalmente de la Sagrada Escritura. Escuchad, si no, lo que dice San Pablo: «La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente, enseñándoos y exhortándoos unos a otros con toda sabiduría, con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y dando gracias a Dios en vuestros corazones» (Col., III, 16).

Hay quien lee la Sagrada Escritura y no encuentra en ella nada que le invite a orar. Pero si la leemos con humildad, como hijos de Dios, la luz de la divina palabra iluminará nuestra alma y la impulsará a una ferviente oración.

En este atrio debemos entretenernos en contemplar la persona de Jesucristo y los misterios de su vida, para lo cual encontraremos una eficaz ayuda en la liturgia.

Cuando meditamos en las palabras y en las acciones de Jesucristo, Dios se complace en darnos sus gracias, porque el solo recuerdo de Jesucristo es ya de por sí santificador.

Debéis meditar en las escenas del Evangelio como si en realidad estuvieseis junto al Señor, como si escuchaseis con vuestros oídos sus palabras o como si le vieseis con vuestros propios ojos. Arrodillaos con los pastores ante el pesebre; adoradle en Nazaret, en su vida oculta, con María y con José; uníos al grupo de los apóstoles para acompañarle en sus correrías, recoged sus benditas palabras, prosternaos ante Él en el lavatorio de los pies y en la Cena. En el huerto de los olivos, a lo largo del drama de la pasión y, sobre todo, al pie de la cruz, contemplad a Jesucristo. ¡Es vuestro Dios! Escuchad sus últimas palabras… ¿No es verdad que a cada uno de nosotros nos dice: «Si yo ofrezco mi vida es por el amor que te tengo»? Este pensamiento arrebataba a San Pablo hasta hacerle exclamar: «Me amó y se entregó por mí» (Gal., II, 20). La persona de Jesús, contemplada en todos los pasos de su vida, desde la infancia hasta su resurrección, «irradia constantemente una virtud santificadora»: Virtus de illo exibat et sanabat omnes (Lc., VI, 19).

Fijemos en Él nuestra mirada con espíritu de fe para tratar de imitar sus virtudes, «no sólo en lo exterior, sino, sobre todo, en su espíritu interior»: Ut per eum quem similem nobis foris agnovimus intus reformari mereamur [Oración de la octava de la Epifanía].

Voy a ofreceros ahora algunas breves reflexiones sobre la manera de meditar.

Hay muchos sacerdotes que se ajustan siempre a un método determinado. Y si comprenden que les va bien con su método, harían mal si lo abandonaran. La Iglesia ha bendecido y recomendado la utilidad de varios de ellos. Pero sería un craso error identificar la oración con los métodos y suponer que no se puede orar si se prescinde de los mismos, porque no son sino medios.

Para los antiguos, el aprendizaje de la oración mental consistía en habituarse a hacer pausas en la lectura de la Sagrada Escritura o de algún libro de piedad. Durante estas pausas, el alma se reconcentra en sí misma, reflexiona, se persuade, ve cuáles son sus deberes, realiza actos de conformidad con la voluntad divina y manifiesta sus esperanzas y sus peticiones. Y cuando se acaban estos sentimientos de fe, de confianza y de amor, se vuelve a continuar la lectura del libro.

Esta era la escuela de la oración mental, tal como la entendían aquellos grandes maestros de la santidad que eran los Padres del desierto. San Benito, y con él los monjes de Occidente, continuaron esta tradición. Santa Teresa recomienda también este método [Vida, capítulos XI y XII].

Por ser tan sencillo, tiene la gran ventaja de que está al alcance de todos y con él se evitan muchas distracciones. Y puesto que durante tantos siglos han sido muchísimas las almas que han llegado a la contemplación por este camino, ¿qué razón hay para que nosotros no podamos conseguir la misma gracia sirviéndonos del mismo método?

Cada uno debe examinar cuál es el método que más le conviene. Lo que sí debéis procurar es que vuestra meditación sea acomodada a vuestras necesidades espirituales, a las flaquezas que debéis superar, a los deberes que tenéis que cumplir, y que os sirva para que vuestra alma sea cada día más fiel a Dios.

Si, como es natural, observáis al principio algunos titubeos, no tengáis el menor reparo en echar mano de la ayuda de algún libro. Una antífona de la fiesta de Santa Cecilia nos dice que: Evangelium Christi gerebat in pectore suo, et a colloquiis divinis et ab oratione non cessabat: «Llevaba el Evangelio de Cristo no en el bolsillo, sino in pectore, junto a su corazón». También vosotros iréis adquiriendo el espíritu de oración en la meditación humilde y afectuosa del Santo Evangelio, de las Epístolas y de los demás libros de meditación. Después que hayáis hecho un acto de contrición y os hayáis puesto en la presencia de Dios, debéis abrir de par en par vuestra alma a la influencia santificadora de Jesús y a la acción del Espíritu Santo, y luego podéis abrir el libro, leyendo reposadamente y haciendo una pausa de vez en cuando, y veréis cómo vuestra alma se irá acostumbrando insensiblemente a tratar con su Señor.

No debemos olvidar que la gran revelación del segundo atrio es el conocimiento de Jesucristo y de sus misterios, y que no podemos abrigar la pretensión de llegar a conocer los caminos y la voluntad de Dios, y menos aún al mismo Dios, si no es contemplando y escuchando a su Verbo encarnado.



6.- La contemplación de la fe

Hablemos ahora del tercer recinto.

Una vez al año, el Sumo Sacerdote solía atravesar el velo sagrado del Templo y entraba sin acompañamiento ninguno en el Sancta Sanctorum. Pronunciaba el nombre de Yahvé y le hablaba en actitud de suprema adoración.

Esta ceremonia simbolizaba la entrada del alma en la contemplación de la fe más pura, «a través del velo de la santa Humanidad de Jesucristo»: Per velamen, id est carnem ejus (Hebr., X, 20).

Todo cuanto dejamos dicho de la naturaleza de la oración encuentra su más cumplida realización en esta oración de la fe, ya que ella es por excelencia la conversación a la que Dios invita a sus hijos en virtud de la gracia bautismal. Por su unión con Cristo y porque participan de su filiación, tienen acceso al seno del Padre.

Os formaréis alguna idea de lo que es esta oración si os acordáis de aquel buen aldeano que el Cura de Ars solía encontrar todas las tardes en su iglesia, con los ojos fijos en el tabernáculo y sin proferir palabra alguna. Un día el santo Cura le preguntó qué es lo que hacía, a lo que el aldeano le respondió: «Yo miro a Dios y Dios me mira a mí». Esta es la oración de simple contemplación, en la que se mira, se calla y se ama. Toda alma fiel debería llegar a alcanzar después de cierto tiempo este grado de oración, pues en su estado inicial pertenece propiamente a la oración adquirida, que por nuestro propio esfuerzo, secundado por la gracia, nos permite encontrar nuestro descanso en Dios.

¿Qué obstáculos hay para que algunas almas consagradas a Dios no puedan llegar a este grado de oración? Simples bagatelas… Triste es tener que decirlo, pero la verdad es que muchas veces se pasan horas enteras preocupándose de cosas que no tienen la menor importancia, pensando demasiado en sí mismos, o en mil naderías, y entretanto el tiempo va corriendo. No olvidéis nunca que la oración refleja o expresa siempre las disposiciones más íntimas del alma.

El sacerdote no debe ignorar, tanto para su propia santificación como para la dirección de las almas fervorosas, que Dios se complace en elevar a sus más fieles servidores, ya desde esta vida, a una unión más íntima con Él. Él les manda como Rey y Dueño soberano que es, y las almas están en el deber de responder a su llamamiento, esforzándose por que toda su vida esté gobernada por el amor. Este descanso en el seno del Padre es «lo mejor que hay» aquí abajo: la optima pars (Lc., X, 42).

Para formarnos una idea cabal de la excelencia de esta oración, nos bastará con decir que la visión beatífica es su más acabado modelo. La luz de la gloria nos permitirá ver a Dios en el cielo cara a cara. La luz de la gloria fortalece y amplía la capacidad de la inteligencia creada para que pueda gozar de la visión intuitiva.

Los elegidos participan de esta luz en la misma medida de su amor. Por eso, el grado de gloria que disfrutaremos en el cielo corresponderá al grado de caridad que hayamos alcanzado en el momento de nuestra muerte.

Pero volvamos de nuevo a la contemplación de esta vida. ¿Qué es lo que corresponde aquí abajo a la luz de la gloria? La fe. La fe es una certeza y un conocimiento rodeado de oscuridades que va adquiriendo un perfeccionamiento progresivo y una vitalidad siempre nueva que le va acercando gradualmente a Dios en toda la realidad de su misterio.

Y así como el grado de la visión beatífica es proporcionado al grado de caridad que cada uno haya alcanzado, así también puede decirse que sucede en esta oración de fe, ya que este conocimiento oscuro y superior a las fuerzas de la naturaleza, que es propio de la fe, brota en el alma como consecuencia de su unión amorosa con Dios. De lo que resulta que la oración que eleva a las almas hasta el Santo de los santos las hace también semejantes al Señor y capaces de conocerle y amarle por la fe de la misma manera que Dios se ama y se conoce a Sí mismo en su Trinidad.

Aquella frase de la Sagrada Escritura: Deus noster ignis consumens est (Hebr., XII, 29) nos da una idea aún más acabada de la excelencia de esta oración de fe. Si «Dios es un fuego devorador», tanto más nos abrasaremos cuanto más nos acerquemos a Él. Y es precisamente en la oración donde esta chispa prende en nosotros y el alma se siente inflamada de amor por la suprema bondad y experimenta un ardiente deseo de unirse al Padre por medio del Hijo encarnado y de ser atraída por su mutuo y eterno Amor, el Espíritu Santo.

Quedémonos a los pies de Jesús, «reposando a la sombra del Amado»: Sub umbra illius quem desideraveram sedi (Cant., II, 3). ¿Cuál es esta sombra? La santa Humanidad de Jesús. El Padre «habita una luz inaccesible»: Lumen inhabitat inaccesibilem (I Tim., VI, 16), y el Verbo «es el resplandor de la luz eterna»: Candor est lucis æternæ (Sap., VII, 26), el sol cuyos rayos nos dejan deslumbrados, y el honor cuyos ardores no podemos soportar. Por eso es por lo que el alma, para poder acercarse al Verbo, se apoya en el amor, a la sombra de la santa Humanidad.

Cuando el alma llega a gozar de esta unión, nada valen para ella el mundo y todas sus seducciones, porque comprende que Dios es «lo único necesario»: Unum est necessarium (Lc., X, 42). Unida a Jesús y oculta en Él, el alma le dice: «Vos contempláis al Padre y yo estoy rodeada de tinieblas; pero yo lo contemplo a través de vuestros ojos».

¡Qué hermoso es vivir así bajo la mirada amorosa del Padre, a través del velo de la santa humanidad! «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Mt., XI, 27).

Tened bien presente que en la oración de fe nuestro amor no tiende a formarse una concepción o representación intelectual de Dios, sino a poseerle enteramente y a ser enteramente poseída por Él. No hay idea ni concepto alguno de nuestra razón que pueda facilitar al alma esta comunicación con Dios, porque esta unión se consuma únicamente en la oscuridad de una plena adhesión de fe.

Lo ordinario, aún en las almas más santas, es que su vida de oración empiece por los primeros atrios, donde nuestro esfuerzo personal, ayudado y secundado por la gracia, nos dispone a conseguir que Cristo lo sea todo para nosotros.

Cuando Dios invita al alma a pasar más adelante en la contemplación de pura fe, hace que está experimente su absoluta impotencia para alcanzarla por sus propias fuerzas. Entonces el alma debe mantener una confianza inquebrantable, aunque la espera le parezca demasiado larga, y aceptar resignadamente el continuar en medio de esta oscuridad, pidiendo insistentemente a Jesús que se digne imprimir en ella su divina imagen. Echaríamos a perder toda su obra si pretendiéramos llegar por nuestras propias fuerzas a adquirir esta semejanza con el Hijo de Dios. No debemos olvidar que el Señor obra en nosotros en la misma medida en que sacrificamos nuestro propio «yo». Acostumbrémonos a decir: «Señor, si mi debilidad y mis tinieblas os glorifican, yo las acepto de buen grado; y si fuera necesario que yo viva siempre ante Vos «como una tierra sedienta de ti, sicut terra sine aqua tibi (Ps., 142, 6), no por eso dejaré de bendeciros».

Nunca podremos comprender suficientemente la importancia que para nuestras almas sacerdotales tiene el que elevemos frecuentemente nuestras almas a Dios, por muy imperfecta que sea nuestra manera de orar. El Padre nos mira siempre con una mirada que penetra hasta lo más hondo de nuestras almas sacerdotales. «El nos ama en su Hijo Jesús»: Ipse Pater amat vos, quia vos me amastis (Jo., XVI, 27). Correspondamos a esta su mirada de misericordia presentándole, con generosa fidelidad, nuestros humildes esfuerzos para orar.



7.- La oración de Jesús

Pidamos a Jesús que nos enseñe a orar: Domine, doce nos orare. Tanto por su mismo ejemplo como por sus enseñanzas y por el Espíritu Santo que envía a nuestros corazones, Él es el gran maestro de la oración.

En Nazaret, su vida oculta fue toda de silencio y de recogimiento. Durante su vida pública se entregó sin reservas a todos y a cada uno, pero siempre tenía su mirada fija en el Padre. Vivía en continua oración. Los Evangelios nos dan testimonio de que Jesús oraba, ya en privado, como lo hacía cuando se retiraba al monte, ya en público, como cuando dijo el Padrenuestro ante sus discípulos, o cuando dio gracias antes de la multiplicación de los panes (Jo., VI, 11).

Jesús oraba en cuanto hombre. En cuanto Dios, no podía orar, ya que la oración supone una inferioridad, una necesidad; lo cual es propio de la criatura.

¿Podríamos nosotros entrever de alguna manera el secreto de estas sublimes elevaciones del alma de Jesús?

Aún reconociendo que nos hallamos aquí en el mismo umbral del Sancta Sanctorum, podemos, sin embargo, formarnos alguna idea, si tenemos en cuenta las tres maneras de conocimiento que tenía Jesús en cuanto hombre, que los teólogos denominan las tres ciencias de Cristo. Cada una de ellas iluminaba la inteligencia de Cristo con una luz propia, y por eso mismo estas tres ciencias eran otras tantas fuentes distintas de oración.

En virtud de la unión hipostática, Jesús gozaba de la visión de la divinidad. En lo más alto de su alma guardaba un santuario sagrado, en el que sólo Él podía entrar. En la presencia del Padre, Él siempre seguía siendo el Hijo único.

Cuando nosotros invocamos a Dios, le decimos: «Padre nuestro» en un sentido que es común a todos sus hijos adoptivos. Pero Jesús se dirigía a su Padre y descansaba en Él como Hijo suyo, pero en un sentido que sólo a Jesús le pertenecía, como Hijo único, porque la humanidad de Jesús es la humanidad del Verbo.

Jesús atravesaba en un vuelo poderoso el espacio infinito que separa lo creado de lo increado, y vivía en unión constante con el Padre, de tal suerte, que con toda verdad pudo decir: «El que me envió esta conmigo; no me ha dejado solo» (Jo., VIII, 29). Por efecto de esta visión beatífica, la oración de Jesús transcendía las oraciones más sublimes. Su oración se realizaba en lo más alto de su espíritu. La oración sacerdotal que dijo después de la Cena, y que requiere San Juan, nos permite entrever en qué consistía la conversación que nuestro Salvador sostenía con el Padre: «Padre…, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jo., XVII, 1). Este conocimiento era completamente espiritual y sobrenatural. Ni las facultades imaginativas, ni la carne ni la sangre tenían en él parte alguna, ni pudieron impedirlo los sufrimientos más acerbos de la pasión.

Además de este conocimiento intuitivo, que se realizaba sin el apoyo de las ideas, había también en el alma de Jesús otro género de ciencia, cuyo objeto no era el mismo Dios, y que recibe el nombre de ciencia infusa. En virtud de ella, Jesús conocía de modo muy distinto al nuestro la doctrina que venía a predicar al mundo y cuanto se relacionaba con su obra redentora. Todo esto lo conocía por una irradiación de luz sobrenatural. Esta ciencia no era adquirida, sino que la recibió de lo alto. Gracias a ella, Jesús conocía los decretos de la divina sabiduría referentes a la salvación de los hombres, a su Cuerpo Místico, a su Iglesia, como también la enormidad del pecado, su amor para con los hombres y la ingratitud de éstos.

Por estas luces que iluminaban su alma, Jesús, al entrar en el mundo, hizo, como nos dice San Pablo, una oración que fue una perfecta oblación de sí mismo: «Heme aquí, Ecce venio…, que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7).

Durante su vida terrestre, esta ciencia le sirvió para glorificar al Padre y para darle gracias por los beneficios de la enseñanza del Evangelio: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt., XI, 25).

Y fue ella la que le movió a aceptar el cáliz de la pasión y la que inspiró su oración de supremo abandono y amor: «Padre…, no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc., XXII, 42).

No olvidemos, por fin, que Jesús era un hombre como nosotros, igual en todo a nosotros menos en el pecado. Y por eso precisamente había en Él una tercera manera de conocimiento: una ciencia humana, natural, adquirida, experimental, igual a la que todos los hombres tenemos.

También esta ciencia constituía para Él una fuente de oración. Cuando recorría los montes y los valles de Galilea, cuando contemplaba los viñedos y las mieses y las flores de que nos habla el Evangelio, en todas las bellezas de la creación veía otros tantos reflejos del esplendor de la divinidad y todo esto despertaba en su alma un canto de alabanza. A través del velo de las criaturas, se levantaba sin esfuerzo alguno a la consideración de las perfecciones divinas, de las que aquéllas no son sino un pálido reflejo.

Grandes contemplativos como San Juan de la Cruz o Santa Ángela de Foligno atestiguan que, después del éxtasis, el alma queda envuelta en una luz sobrenatural que le permite descubrir, en medio de un gozo indecible, las huellas de Dios en la naturaleza. También el alma de Jesús disfrutaba de este reflejo de la luz divina, pero en un grado sobreeminente. El esplendor de la visión intuitiva se extendía sobre todos sus conocimientos, tanto infusos como adquiridos.

Insistamos antes de terminar en que, por pobre que sea nuestra oración, es de la mayor utilidad, y para nosotros los sacerdotes mucho más aún que para el resto de los fieles, el considerar las inefables conversaciones de Cristo con su Padre. El Apóstol no tiene el menor reparo en decirnos que «Jesucristo es el ideal hacia el cual debe levantar los ojos nuestra flaqueza, sin descorazonarnos jamás»: Aspicientes in auctorem fidei et consummatorem Jesum… ne fatigemini, animis vestris deficientes (Hebr., XII, 2-3).