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VII. -Humiliavit semetipsum factus obediens

La humildad es compañera inseparable de la compunción. Es tan grande la importancia de la humildad en la obra de la santificación del sacerdote, que vale la pena que nos detengamos a considerarla.

Nos sentimos muy inclinados a tener de Dios una idea que se adapte a los moldes de nuestra condición humana. Así, por ejemplo, se nos hace muy difícil figurarnos un ser que no se empobrece al dar su dinero, porque la experiencia de todos los días nos enseña que todo hombre dadivoso lo es a costa de que vaya disminuyendo su peculio. Dios es el único que no se empobrece al hacer sus dádivas. Como es la bondad por esencia, o lo que es lo mismo, el amor infinito, su naturaleza le inclina a repartir sus riquezas, a comunicar su felicidad y a entregarse a sí mismo: Bonum est diffusivum sui. Por esto ha querido Dios comunicar al hombre su propia vida y hacerle heredero suyo y coheredero de Cristo (Rom., VIII, 17). La encarnación, la redención, el don de la Eucaristía, la fundación de la Iglesia y otros innumerables beneficios, que se renuevan sin cesar, son la demostración evidente de esta bondad que no tiene límites.

Pero quizás os preguntéis: si es verdad que Dios quiere sinceramente santificar a los hombres, ¿por qué encuentran éstos tanta dificultad para vivir la vida sobrenatural? ¿Cómo se explica que los ministros del altar que viven junto al manantial mismo de donde brotan las gracias y están encargados de distribuirlas, se encuentran, sin embargo, a veces, tan alejados de todo contacto con Dios? ¿Qué es lo que, si vale la expresión, cierra la mano de Dios?

El orgullo. Si fuéramos perfectamente humildes, no tendrían límite las larguezas de lo alto. La lección que nos da el Evangelio no puede ser más perentoria: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado»: Omnis qui se exaltat humiliabitur et qui se humiliat exaltabitur (Lc., XVIII, 14). No es menos categórica la enseñanza de las epístolas. En dos lugares distintos leemos esta terrible sentencia: «Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia»: Deus superbis resistit, humiliabus autem dat gratiam (I Petr., V, 5; Jac., IV, 6).

¡Cuánta luz nos proporcionan estas palabras tan sencillas! ¿Qué es menester para ser elevado hasta Dios? Humillarse.



1.- La criatura ante Dios

La humildad cristiana consiste principalmente en la postura que adopta el alma, no precisamente ante los demás hombres ni ante sí misma, sino ante Dios.

Sin duda que la humildad implica la deferencia para con el prójimo, e incluso, en algunos casos, la sumisión. Cuando el hombre se juzga íntimamente a sí mismo, la humildad le sugiere siempre una saludable modestia. Pero todo esto no es sino consecuencia de una disposición mucho más profunda. La actitud fundamental del alma humilde es la de rebajarse ante Dios y vivir de acuerdo con su condición, pensando y obrando siempre de perfecto acuerdo con la voluntad del Señor. La humildad sitúa al alma ante Dios tal cual es, en su verdadera miseria y en su nada. Podemos, pues, definirla diciendo que es «la virtud que inclina al hombre a mantenerse en la presencia de Dios en el lugar que le corresponde». ¿Qué son los hombres en este mundo? Seres que marchan hacia la eternidad; solamente están de paso. En el orden de la creación, y con mucha mayor razón en la economía sobrenatural, el hombre «no tiene nada que no haya recibido»: Quid habes quod non accepisti? Y añade el Apóstol: «¿De qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (I Cor., IV, 7).

La humildad no consiste en tener un conocimiento teórico de esta dependencia, sino en proclamarla voluntariamente por una sumisión efectiva a Dios y al orden por Él establecido. En el afán de ajustar la conducta a su verdadera condición, el hombre humilde rechazará todos los deseos de procurar su propia excelencia con independencia de las leyes establecidas por la naturaleza y por Dios.

Según la doctrina de Santo Tomás, la humildad es una virtud que propiamente pertenece a la voluntad, pero que está regulada por el conocimiento: Normam habet in cognitione [Sum. Theol., II-II, q. 161, a. 2 y 6]. ¿Qué conocimiento es este? El de la soberanía de Dios por una parte, y por la otra el de su propia nada. Sobre estos dos abismos, tan distintos el uno del otro, se asoma el alma sin que pueda llegar nunca a escrutarlos hasta el fondo.

Esta confrontación del hombre y del Absoluto divino debe realizarse principalmente en el silencio de la oración. Dice la Escritura: Deus noster ignis consumens est: «Yahvé, tu Dios, es fuego abrasador» (Deut., IV, 24). Cuanto más nos acercamos a Él con espíritu de fe, tanto más experimentamos que se apodera de toda nuestra alma. La misma claridad que nos permite entrever la grandeza de Dios es la que nos descubre nuestra absoluta indigencia.

La humildad consiste en la verdad. Como dice San Agustín: «La humildad debe hermanarse con la verdad y no con la mentira» [De natura et gratia, 34. P. L., 44, col. 265].

Por el contrario, el orgullo comporta siempre y ante todo un error de juicio. El hombre orgulloso se complace desordenadamente en su propia excelencia hasta el extremo de llegar a perder de vista y a despreciar y rechazar el soberano dominio que Dios ejerce sobre él.

Entre todas las inclinaciones que nos incitan al pecado, el orgullo es la más tenaz, la más profunda y la más peligrosa.

Son muchos los grados y las particularidades que presenta este vicio, pero la disposición fundamental del orgulloso consiste en que su alma vive sin preocuparse de bendecir la mano bondadosa que le dispensa todos los beneficios que disfruta. Todos los beneficios divinos, tanto los del orden creado como los del orden sobrenatural, los reputa como cosas completamente normales y naturales. Cuando el hombre está dominado por la soberbia, camina por la vida sin acordarse para nada de los derechos de Dios y de las finezas de su amor. Esta es la razón de porqué el Señor, que se inclina bondadosamente sobre el corazón humilde, abandona al orgulloso en la independencia que reclama: Et divites dimisit inanes.

En el alma del sacerdote, el orgullo no suele revestir caracteres tan graves, pero puede llevarle a perder de vista su dependencia total respecto de Dios y a complacerse en el ejercicio de la autoridad y en el bien que practica, como si todo esto partiera de sí mismo. La humildad es necesaria para todo hombre, pero mucho más para los ministros de Jesucristo.

Guardémonos, sin embargo, de pensar que la humildad paraliza el espíritu de iniciativa y el celo abnegado. Por el contrario, es una fuente de energía moral. Cuando el alma humilde reconoce su debilidad o su indigencia, no lo hace para estarse de brazos caídos, sino para encontrar en Dios, en el cumplimiento de su voluntad, el poderoso resorte de su energía. Esta era la conducta de los santos. Contemplad al gran Apóstol de los gentiles. ¿Dónde se encuentra el secreto de su infatigable entusiasmo? El mismo nos lo dice: «Cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (II Cor., XII, 10). Y esto, porque: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Philip., IV, 13). La verdadera humildad siempre va unida a la magnanimidad y a la confianza en el Señor.



2.- La humildad y el progreso espiritual

Por muy importantes que sean los puntos de vista que hemos expuesto, no bastan para darnos una idea perfecta de la importancia que tiene la humildad en la vida interior. ¿Qué papel juega la humildad en este estado de inclinación al mal en que nos ha sumido el pecado, pero donde Dios ejerce su poder para curar, elevar, sostener y perfeccionar cada una de las almas?

Su misión es la de abrir el alma a la acción de la gracia y la de disponer al hombre para que rinda gloria al Señor de la manera que Él ha previsto y deseado, es decir, alabando la divina misericordia.

Teniendo esto en cuenta, podemos esbozar una definición complementaria de la humildad, diciendo que es «una virtud que inclina al alma a confesar práctica y continuamente su miseria ante Dios».

¿De qué miseria se trata?

Ante todo, como sabéis vosotros tan bien como yo, toda criatura experimenta el doloroso sentimiento de su impotencia radical para elevarse por sus propios recursos al nivel sobrenatural y para mantenerse en él: «No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia viene de Dios»: Sufficientia nostra ex Deo est (II Cor., III, 5). El hombre no llega a percatarse de esta insuficiencia sino gradualmente y por efecto de la gracia.

¿Es que no sentimos cómo dormitan en el fondo del alma los atractivos que en nosotros ejercen los placeres rastreros y las satisfacciones del orgullo y del pecado?

Añádase a esto que los deberes de nuestro estado y el trabajo constituyen para nosotros obligaciones penosas. Por elevado y noble que sea el afán con que nos entregamos a nuestros deberes diarios, siempre será verdad que ello reclama un esfuerzo y el esfuerzo ininterrumpido se convierte para muchos en una carga pesada.

Contad, además, los males físicos: las enfermedades, la ancianidad y la muerte. Y en cuanto a los sufrimientos morales, ¡cuántas angustias, fracasos, desilusiones y tristezas oprimen el corazón! Con harta razón decía Job que: «El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y lleno de miserias» (Job., XIV, 1).



No bastan las energías y las cualidades morales para sobreponerse a estos males y aprovecharnos de ellos para labrar nuestra santificación. El alma debe volverse hacia Dios y requerir el auxilio de su gracia, confesando la propia impotencia. La actitud fundamental de la humildad cristiana consiste en esta orientación del corazón que se abre a la acción de lo sobrenatural por el reconocimiento de su indigencia, y así es como el hombre se hace capaz de recibir el don de Dios, sin correr el riesgo de atribuírselo a sí mismo. La humildad socava el alma, por así decirlo, reduciéndola al lugar que le corresponde, y la dispone para que Dios ejerza en ella su acción santificadora.

Hay almas que no tienen conciencia de su indigencia, y como no imploran al Señor desde el fondo de su miseria, tampoco se disponen a la acción de la gracia.



Saturado de este espíritu de humildad, escribía San Pablo: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (II Cor., XII, 9). Estas palabras son muy conocidas, aunque no siempre se entiende debidamente su sentido. ¿Qué es lo que el Apóstol quiere decir? «Yo no soy un ser perfecto, como lo son los ángeles; yo soy un hombre lleno de debilidades, pero me gloriaré en ellas porque, gracias a ellas, consigo conmover el corazón de Dios y cuanto más me percato de mi flaqueza, más enteramente entrego mi alma a la fuerza de Cristo que en mí habita».

Pero no confundamos las debilidades humanas, cuyo humilde reconocimiento tanto contribuye a nuestro progreso espiritual, con las «infidelidades». Porque éstas, lejos de favorecer la vida sobrenatural, obstaculizan la acción divina. En ningún caso podemos presentarlas ante Dios como un título más para alcanzar su gracia. Aunque el arrepentimiento y el firme propósito de la enmienda que suscitan en el alma los pecados cometidos constituyen, sin duda, una confesión de nuestra miseria que el Señor acoge con grado.

Tiene reservado la humildad un segundo papel que la hace completamente indispensable para el perfecto equilibrio de toda la vida espiritual. Solamente la humildad hace que el hombre pueda glorificar a Dios como corresponde a la inmensidad de su misericordia.

Esta perfección divina no viene a ser otra cosa que la misma caridad infinita en cuanto que, por pura bondad o por pura gracia, se dedica a poner remedio al pecado o a socorrer a la indigencia humana.

La encarnación del Hijo de Dios «en una carne de pecado semejante a la nuestra»: in similitudinem carnis peccati (Rom., VIII, 3), su muerte redentora, nuestra adopción, el perdón de los pecados que tantas veces se nos concede son otras tantas estupendas manifestaciones de los abismos de esta inmensa caridad. San Pablo nos dice expresamente que toda la obra de Cristo tiende a manifestar la abundancia y la gratuidad de esta divina bondad: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo…, a fin de mostrar en los siglos venideros las excelsas riquezas de su gracia» (Eph., II, 4-5, 7). Y dice en otro lugar: «Dios nos encerró a todos en la desobediencia, para tener de todos misericordia»: Deus inclusit omnia in incredulitate ut omnium misereatur (Rom., XI, 32). ¿Cómo apareceremos en el cielo ante Dios? «Como vasos de su misericordia»: Vasa misericordiæ (Rom., IX, 23), lo cual significa que estamos destinados a proclamar por toda la eternidad en la ciudad celestial el triunfo de la gracia sobre nuestra miseria y sobre el pecado.

¿Se podrá expresar en dos palabras toda la misión que trajo Jesús a este mundo? Yo me atrevo a intentarlo, sin miedo de equivocarme: «Jesús es el mensaje que la misericordia infinita dirige a la miseria del hombre».

Si existe alguna perfección divina que nosotros debamos proclamar más alto que ninguna otra, es, sin duda, la misericordia. Todos los caminos que nos prepara el Señor no son otra cosa que efecto de una condescendencia amorosa. En esta economía de la redención en que vivimos, Dios se ha inclinado sobre nuestra miseria para levantarnos a una dignidad tan grande, que podamos vivir en su propia vida.

Al considerar estas maravillas, ¿podría el hombre adoptar otra postura que no sea la de la más profunda humildad? Al confesar sus muchas miserias, el hombre reconoce que, en justicia, no tiene derecho alguno para ser objeto de las bondades divinas. El único título que tiene para conseguir la gracia es la perpetua confesión de su indignidad, junto con el deseo de glorificar a la eterna misericordia que le ha dado todas las cosas en Jesucristo: Cum ipso omnia nobis donavit (Rom., VIII, 32). Tal es el esplendor de su predestinación: «Hacer que resplandezca la gloria de la gracia que Dios nos ha otorgado por su amado Hijo» (Eph., I, 6).

Lo que más gloria da a Dios es que, estando plenamente convencidos de nuestra miseria, nos obstinemos, sin embargo, en esperar en su amor.



3.- Humildad y obediencia de Jesús

En Jesús, la humildad constituye una actitud fundamental. Su alma, iluminada por la luz de la gloria, se da perfecta cuenta de que es una criatura; pero una criatura que ha sido prodigiosamente asumida en la unidad de la persona del Verbo. Esta consideración producía en el alma de Jesús una humillación total y una aceptación perfecta de su dependencia, tanto respecto de la persona del Verbo cuanto respecto de su misión redentora. Esta profunda humildad para con su Padre, daba origen en el alma de Jesús a un espléndido conjunto de virtudes, como la dulzura en las relaciones con el prójimo, la paciencia y el perdón de las injurias, y sobre todo la obediencia filial a la voluntad de lo alto. Estas cualidades eran la manifestación más auténtica de la profunda actitud de sumisión, de la que el alma de nuestro bendito Salvador nunca se apartaba.

Cada una de las páginas del Evangelio nos revela claramente esta mansedumbre del Señor y Él quiere que nosotros imitemos su ejemplo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt., XI, 29).

¿Para qué ha venido Jesús a este mundo? «No para ser servido, sino para servir», para ser de todos y de cada uno, hasta el punto de «dar su vida en rescate por ellos» (Mc., X, 45). Semejante entrega de sí mismo es la prueba más palpable de la humildad más absoluta. Y Cristo desea que todos los cristianos, y señaladamente los sacerdotes, abriguen este mismo ideal: «El que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos» (Ibid., 44).

En la última Cena, el Salvador lavó los pies de sus apóstoles, con lo que realizó un acto de sincera humildad, invitándonos a seguir su ejemplo: «Si Yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies los unos a los otros. Porque Yo os he dado el ejemplo» (Jo., XIII, 14-15).

Este gesto está de perfecto acuerdo con toda la predicación de Jesús. En efecto, las «Bienaventuranzas», que son su más acabado compendio, forman el más admirable cuerpo de doctrina, que está en abierta oposición con todas las sugestiones del orgullo humano. «Bienaventurados los pobres…, los mansos…, los pacíficos…, los misericordiosos…, los que padecen persecución…» (Mt., V, 3-12).

Una escena escogida de entre otras muchas nos permite descubrir la humildad que se ocultaba en el santuario del alma del divino Maestro. En cierta ocasión en que, dirigiéndose a Jerusalén, atravesaba la Samaría en compañía de sus apóstoles, los habitantes de una aldea se negaron a darles albergue. Indignados por esta conducta, Santiago y Juan pidieron en represalia que bajase fuego del cielo y consumiese a los samaritanos. Pero Jesús pensaba de muy distinta manera. La respuesta que les dio manifiesta hasta dónde llega la condescendencia y la mansedumbre del Redentor del mundo: «No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos» (Lc., IX, 55-56).

Pero contemplad, sobre todo, la dulzura que muestra el Señor en su pasión: Saturabitur opprobriis: «Será saturado de oprobios» (Jer., III, 30). Estas palabras significan que Cristo quería tributar a su Padre el homenaje de sus humillaciones para reparar nuestro orgullo. Él es el Verbo digno de todas las adoraciones y, no obstante, aparece como un reo que se presenta ante sus jueces. ¡Y qué jueces! Caifás, Pilato y Herodes. Este último, un miserable voluptuoso, le colmó de desprecios: Sprevit illum (Lc., XXIII, 11). ¿Este profeta, decía Herodes a sus cortesanos, pretende que le colmemos de honores? Pues nada más natural. Ponedle el vestido blanco, que es insignia de la realeza, y tomadlo con vosotros para divertiros con Él.

¿Cuál fue la actitud que en aquella ocasión adoptó Jesús? Todo lo aceptó con mansedumbre. ¿Quién hubiera podido imaginarse semejante humillación? ¡Él, la Sabiduría infinita, tratado como un loco! Y todo este proceso estaba previsto y dispuesto con anticipación en los designios eternos. Luego, el Señor fue parangonado con Barrabás y entregado a la furia de los soldados romanos, gente sin entrañas, que se entretuvo en divertirse a costa de un condenado a muerte, ciñéndole a la frente una corona de espinas, poniéndole en la mano un cetro real y burlándose de Él: Illudebant ei dicentes: Ave, Rex Judæorum (Mt., XXVII, 29), ridiculizándole como a un impostor digno del más soberano de los desprecios. Si algún hombre ha sido humillado, este ha sido Jesucristo, porque quiso anonadarse hasta la muerte de cruz.

¿No es justo que el sacerdote, que perpetúa en el altar el sacrificio del Calvario, participe también de los mismos sentimientos de humildad de Jesús? Nada ofende tanto al pueblo cristiano como ver a un sacerdote orgulloso que para nada se acuerda de las humillaciones del Salvador que se conmemoran en los misterios divinos. ¡Qué contraste más enorme entre este hombre presuntuoso, arrogante, impaciente, que no sabe ser condescendiente con sus prójimos, y la bondad y la mansedumbre de Cristo!

Seamos cautos para que el orgullo no entre en nuestras almas, ni aún bajo la disimulada apariencia de una vana complacencia.

La humildad exterior le es necesaria al sacerdote incluso por la autoridad que ejerce, porque es un personaje de relieve «puesto sobre el candelabro»: positus super candelabrum (Mt., V, 15). Se observan todos sus gestos, sus actitudes, sus palabras. Y si dan motivo a la crítica y a la murmuración, si dejan traslucir mezquinas preocupaciones del amor propio, producen una lamentable decepción en los fieles que desean encontrar en el sacerdote, junto a la perfecta dignidad que le corresponde como ministro del Señor, algún rasgo de la profunda humildad del divino Maestro.



La humildad que animaba a Jesús bajo la acción constante de la divinidad le impulsaba a acatar la voluntad del Padre con una obediencia perfecta. Así nos lo revela San Pablo: «Se humilló hecho obediente hasta la muerte» (Philip., II, 8). Jesús afirmó repetidas veces que su sumisión a la voluntad divina resume y explica toda su conducta: «Porque yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió… Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jo., VI, 38 y IV, 34).

Desde el momento mismo de su encarnación, aceptó plenamente todos los decretos del Padre, entregándose enteramente al más exacto cumplimiento de su voluntad. Ecce venio… ut faciam, Deus, voluntatem tuam: «Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7). De un solo golpe de vista se dio cuenta de toda la serie de sacrificios, sufrimientos e inmolaciones que habían de constituir toda la trama de su vida, y los abrazó todos, poniéndolos en la entraña misma de su corazón: In medio cordis mei (Ps., 39, 9). Se puede afirmar que el pensamiento dominante de toda la vida de nuestro Salvador fue el exacto cumplimiento de «lo que está escrito de Él: Ut impleatur Scripturæ (Mc., XIV, 49).

A pesar de ser tan condescendiente con los apóstoles, con todo, Jesús no toleraba la menor duda respecto de este punto. En cierta ocasión en que les anunciaba su pasión y muerte futuras, San Pedro, dejándose llevar de su natural impetuosidad, exclamó: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda»: Absit a te, Domine; non erit tibi hoc! A lo que le respondió Jesús: «Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt., XVI, 22-23). Severo apóstrofe que entristeció al Apóstol. Pero Cristo, que había venido al mundo por voluntad del Padre, no podía permitir que los suyos ignoraran que el desarrollo de todos los actos de su vida no era sino la realización del programa que le había sido trazado desde lo alto.

Por eso, en la noche de su pasión, cuando Pedro quiso acudir en su defensa en el momento en que sus enemigos se apoderaban del Él, le dijo estas palabras: «¿El cáliz que me dio mi Padre no lo he de beber? (Jo., XVIII, 11). Este cáliz estaba ya preparado con anticipación. El Padre sabía que podía contar con que su Hijo lo bebería hasta las heces. En el cielo veremos claramente cómo todos los sufrimientos, angustias y humillaciones que experimentó Jesús habían sido previstos por los decretos divinos. Y Jesús se sometió a ellos con una perfecta obediencia.

¿No es digno de atención el hecho de que, cuando San Pablo nos habla del sacrificio de la redención, se complace en recordarnos que su nota característica es la obediencia?: «Como por la trasgresión de uno sólo reinó la muerte, así también por la justicia de uno sólo llega a todos la justificación de la vida» (Rom., V, 19). Este paralelismo sorprendente fue planeado por la Sabiduría divina. A pesar de haber sido desde el punto mismo de su creación elevado al orden sobrenatural, Adán faltó al deber primordial que le imponía su condición de hijo, y se negó a obedecer a su Padre. Para reparar esta injuria, Jesús acató plenamente la voluntad del Padre: Non mea voluntas, sed tua fiat (Lc., XXII, 62). «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jo., XIV, 31). Este es el sublime ejemplo de obediencia filial que nos da Jesús. Y esta sumisión no solamente ha reparado la trasgresión de Adán, sino que ha hecho que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»: Ubi abundavit delictum, superabundavit gratia (Rom., V, 20).

¿Cómo ve el Apóstol a Jesucristo en el momento en que da remate a su obra redentora desde lo alto de la cruz? Como aniquilado por su obediencia, inmolándose con una sumisión que «le hace obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Philip., II, 8). La más terrible de las órdenes que Cristo pudo recibir de su Padre fue, sin duda, la de morir en la cruz. Y esto porque, según enseña San Pablo, la expresión acabada de la obediencia es el aceptar «el ser maldito para salvar a los otros de la maldición»: Quia scriptum est: Maledictus qui pendet in ligno (Gal., III, 13).



Mientras estaba colgado del madero de la cruz, Jesús tenía su mirada fija en el rostro del Padre: este era el secreto de su fortaleza. Todo el tiempo de su dolorosa agonía permaneció en una suprema adhesión de amor, abandonándose enteramente a la obediencia más sumisa hasta que pronunció su última y definitiva palabra: Consummatum est (Jo., XIX, 30).

Siempre que celebramos el santo sacrificio, reproducimos sacramentalmente, en presencia del Padre, esta muerte obediente de su Hijo y volvemos a poner ante nuestros ojos este modelo sublime de humildad y de amor que es Jesús: Quotiescumque… mortem Domini annuntiabitis (I Cor., XI, 26). Al presentar la hostia en el ofertorio, ofrezcamos junto con ella toda nuestra existencia. De esta suerte, nuestra vida, unida a la oblación de Cristo, será también «un sacrificio» de sumisión y de amor «agradable a Dios»: Hostiam… Deo placentem (Rom., XII, 1).



4.- La obediencia sacerdotal

De la misma suerte que la humildad de Cristo tuvo su expresión más acabada y concreta en la obediencia que practicó a lo largo de toda su vida, así debemos también obrar nosotros sus sacerdotes. En esto, sobre todo, debe ser Cristo nuestro modelo.

Por obediencia se entiende generalmente el sometimiento de la actividad propia a una autoridad superior.

La obediencia puede revestir dos formas: la una puramente humana y la otra enteramente sobrenatural.

El obrero obedece a su contramaestre. Así lo exige la buena marcha del taller o de la fábrica, porque, en otro caso, reinaría el desorden. Si trabaja, tiene derecho a percibir el salario, aunque interiormente se rebele contra su patrono.

El soldado se somete a la disciplina militar por no ser arrestado o fusilado. Si su corazón abriga sentimientos nobles, obrará por amor a su profesión y a su patria. Pero se reserva el derecho de criticar y de censurar a sus jefes tachándolos de incompetentes o de injustos. Esta obediencia es útil y laudable, pero no pasa de ser humana.

Nuestra obediencia sacerdotal debe ser esencialmente sobrenatural y apoyarse en la fe y en la caridad. Debe brotar de la entraña misma del alma y ser activa y alegre y practicada únicamente por el amor que profesamos a Cristo y a las almas.

La obediencia sobrenatural hace que nos sometamos a la voluntad de Dios y a las órdenes de los que le representan, rindiendo con ello homenaje a su soberana majestad.

El día de vuestra ordenación, prometisteis obediencia a vuestro obispo. Esta solemne promesa la hicisteis ante el obispo que os confirió el sacerdocio, en el momento más trascendental de vuestra vida, comprometiéndoos a cumplirla en presencia de Dios y ante aquel altar en el que, en unión con el prelado que os consagró, acababais de ofrecer por primera vez el santo sacrificio.

Esta promesa no os ligó en el mismo grado que compromete a los religiosos el voto que hacen de obedecer durante toda la vida a su superior, según una regla aprobada. La Iglesia considera su decisión como un medio de santificación libremente elegido, con el fin de que, por una renuncia completa a su propia voluntad, su persona y sus actividades se consagren para siempre a Dios.

Vuestra promesa de obediencia tiene, además, otro carácter. La Iglesia os la exige principalmente para asegurar el bien común de la diócesis. Porque, cuando el obispo, que es el legítimo pastor de las almas, requiere la ayuda de sus colaboradores, debe tener la seguridad absoluta de que éstos se han de someter a sus órdenes y directrices.

Este sacrificio que vosotros aceptáis es extraordinariamente meritorio y agradable a Dios, porque con él ofrecéis lo que el hombre tiene de más íntimo, es decir, su libertad, su autonomía, su facultad de obrar como mejor le plazca. El mismo Dios, en la acción que ejerce en las almas, respeta este derecho: sus gracias más eficaces dejan siempre intacta la libertad humana.

Vosotros habéis hecho una especie de contrato con el Padre celestial. «Dios mío, le habéis dicho, por vuestro amor y por el bien de la Iglesia, yo pongo en manos de mi obispo mis talentos y mis actividades. Vos me diréis por su boca lo que queréis que yo haga: Domine, quid me vis facere? (Act., IX, 6). Yo aceptaré como venidos de Vos los ministerios y los cargos que el obispo me confíe. Y estoy seguro de que, haciéndolo así, Vos bendeciréis mi ministerio y toda mi vida sacerdotal».

Esta manera de ver las cosas es enteramente sobrenatural. Un sacerdote que se abandone así en manos de su obispo, llevado del espíritu de fe, vivirá siempre en paz, aún en medio de las mayores dificultades, porque tiene conciencia de que está allí donde Dios quiere que esté. Y Dios está con él. «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom., VIII, 31). Cuando Dios mandó a Moisés que se presentara al Faraón para pedirle que dejara en libertad al pueblo hebreo, Moisés se espantó de su misión. ¿Pero qué le dijo el Señor?: Ego ero tecum (Ex., III, 12). Y bien sabemos con que maravillas premió Dios la obediencia de su enviado.

El religioso que, por interés personal, quisiera disponer de su porvenir e imponer a sus superiores sus propios puntos de vista, nunca llegaría a alcanzar la santidad. Lo mismo podríamos decir, guardando siempre las debidas proporciones, del sacerdote que menosprecia la importancia de su promesa.

No pretendo negaros el derecho de que en determinadas circunstancias expongáis respetuosamente vuestro criterio, pero sin menoscabo de la obediencia y solamente cuando sea oportuno. ¿Y qué debemos hacer cuando el superior mantiene una orden que nos contraría? Acatarla con espíritu sobrenatural: «Que el inferior se persuada de que el mandato del superior es para su bien y que obedezca por amor, confiando en la ayuda de Dios». Esta norma directiva que San Benito [Regla, c. 68] dio a sus hijos es aplicable a todos.

Si se nos apareciera el mismo Dios y nos dijera: «Quiero que hagas esto o aquello», la obediencia se nos haría cosa fácil. Y aún en el caso de que pusiera al frente de nosotros a algún ángel o a seres perfectos, ¿no es verdad que todo iría magníficamente? No lo creamos tan seguro. Pero Dios ha elegido otro camino: Imposuisti homines super capita nostra (Ps., 65, 12). Estamos obligados a obedecer a hombres que son limitados en sus criterios y que tampoco están exentos de tener defectos. Cristo ha salvado al mundo por una sumisión de amor filial y nosotros los sacerdotes, para poder colaborar con el Señor en la obra de la redención de las almas, debemos unirnos en nuestros ministerios de apostolado a esta su obediencia. Esta es la razón de que pueda decirse de una sociedad –sea una diócesis o sea una comunidad religiosa– que su fuerza reside en la obediencia de sus miembros.

La expresión del profeta Isaías: «Yahvé… hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba»: Et posuit me sicut sagittam electam (XLIX, 2) es una imagen que puede aplicarse adecuadamente al sacerdote obediente, que, por la formación recibida en el seminario y por su vida interior está dispuesto a trabajar donde quiera que lo exijan la gloria de Dios y el bien de la Iglesia. La flecha obedece a la mano que la arroja y, gracias a su docilidad, tiene fuerza y eficacia, ya que por bien construida que esté, nada puede hacer por sí misma. Los sacerdotes son como flechas en manos de un hombre hercúleo: Sicut sagittæ in manu potentis (Ps., 126, 4). Si en el ejercicio de su ministerio obedecen con espíritu sobrenatural, se convertirán, bajo el impulso divino, en instrumentos de gracia y de victoria.

La murmuración es el mayor enemigo de la virtud de la obediencia. La murmuración es la revancha del amor propio que se siente impotente para resistirse a la autoridad. Es una compensación mezquina. No me refiero ahora a las lamentaciones que se le escapan a nuestra pobre naturaleza cuando se siente agobiada por el sufrimiento. Así debemos interpretar aquella expresión de la Santísima Virgen cuando dijo a Jesús: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc., II, 48). La Virgen no murmuró en aquella ocasión; solamente manifestó la pena que embargaba su corazón. En la cruz, el Salvador dio este grito de angustia: «Dios mío…, ¿por qué me habéis abandonado? (Mt., XXVII, 46). Jesús no murmuró, sino que reveló la inmensidad de su dolor.

La murmuración va siempre acompañada del espíritu de crítica y de oposición y en esto se esconde su malicia. El sacerdote que se deja llevar de la murmuración no considera a su superior como investido de autoridad por el mismo Dios. Si el obispo no fuera el representante del Señor, no estaríais obligados a someteros a él. En cuanto hombre, no tiene derecho alguno para mandaros, puesto que un hombre vale tanto como cualquier otro. Pero la misión canónica que ha recibido de la Iglesia y su consagración episcopal son los títulos en que se fundamenta su autoridad. Como delegado de Dios, posee una participación de su autoridad. El hombre que es verdaderamente obediente, no se somete sino a Dios, y esta sumisión que se sobrepone a todo miramiento humano es un homenaje de amor rendido al Altísimo. Pero el murmurador no se da cuenta de esto.

En los momentos difíciles –y bien sabéis que todos los tenemos–, cuando la obediencia nos parece un peso insoportable y quisiéramos gozar de un poco más de libertad y de independencia, levantemos nuestros ojos al divino crucificado. El es nuestro supremo modelo. Para asemejarnos en todo a Él, es menester que nos hagamos hostias con Él. Bien me doy cuenta de que esta vida de oblación es costosa y exige difíciles renuncias, pero recordemos que tampoco a Jesús le fue nada agradable el ser entregado en manos de sus enemigos, injuriado por los fariseos y clavado a una cruz. Aunque todo esto horrorizaba a su alma, lo aceptó por amor y, como hermosamente nos dice San Pablo, «aprendió por sus padecimientos la obediencia»: Didicit ex his quæ passus est obedientiam (Hebr., V, 8).

Después del misterio de la Trinidad, el dogma fundamental del cristianismo que debe nutrir y animar toda la vida espiritual del sacerdote es el misterio de un Dios que se hace hombre para rescatar por su obediencia a la humanidad y conducirla al seno del Padre.

Cuando celebráis la Misa, dirigid una mirada de conjunto a la jornada que os espera y aceptad por anticipado el cumplimiento exacto de todos vuestros deberes. Decid al Señor: «Vos, oh Jesús, me habéis amado y os habéis entregado por mí»: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20); pues yo, a mi vez, «lo entrego todo y me entrego todo cuanto soy por Vos»: Libentissime impendam et superimpendar pro te (II Cor., XII, 15).

Para el sacerdote, esta es la manera más práctica y la que está más en armonía con su vocación y su ministerio, para conservar siempre su alma abierta al influjo santificador de la gracia.