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III. -Sacerdos alter Christus

1.- El carácter sacramental

Quod est Christus, erimus, Christiani: «Lo que Cristo es, eso mismo seremos nosotros los cristianos», decía un Padre de la Iglesia [San Cipriano, De idolorum vanitate, XV. P. L., 4, col. 603], para recordar a los fieles su eminente dignidad. Y ciertamente, toda la acción de los sacramentos, empezando por el del bautismo, nos asemeja al Salvador: «Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo» (Gal., III, 27). «Vestirse de Cristo» significa para todos los cristianos hacerse semejantes a Él en su cualidad de Hijo de Dios. Y para nosotros los sacerdotes significa, además, recibir la investidura de su sacerdocio.

Esta asimilación a Cristo, que es efecto de los sacramentos, está llena de misterio. La gracia santificante, y el carácter que imprimen el bautismo, la confirmación y el orden, concurren cada uno a su manera a perfeccionar en el alma del sacerdote esta asimilación sobrenatural.

Como sabéis, la gracia de adopción es un «germen de vida», dotado de actividad, sujeto a una ley de crecimiento y ordenado, con todo su dinamismo, a hacer al hombre participante de la felicidad divina. Esta gracia nos habilita psicológicamente para conocer, amar y poseer a Dios, como Él se conoce y se ama. Así penetramos en la intimidad de la vida divina.

Los tres caracteres sacramentales que hemos mencionado contribuyen también, aunque de distinta manera, a producir en el alma una semejanza con Cristo. Pero esta semejanza no admite crecimiento vital ni cambio alguno, sino que queda indeleblemente grabada en el alma de una vez para siempre.

¿Qué es, en efecto, el «carácter»? Es una huella sagrada, un sello espiritual impreso en el alma que consagra el hombre a Cristo, como discípulo, soldado o ministro suyo. El carácter nos marca para siempre con la señal del Redentor y nos hace en cierta manera semejantes a Él.

En virtud de su misma presencia, el carácter reclama y exige en el alma de un modo estable la gracia santificante. ¿No sería, acaso, contrario a la condición de discípulo, de soldado y, sobre todo, de ministro asociado a su divino Maestro para ofrecer el sacrificio y dispensar los sacramentales, no vivir en la amistad de Aquel, cuya señal indeleble lleva grabada en la entraña de su ser?



Las expresiones consagración, sello indeleble, exigencia de la gracia, no agotan toda la noción y el sentido del «carácter», tal como la Iglesia lo entiende. Hay que considerar, además, en el carácter la «potestad espiritual», spiritualis potestas.

El carácter bautismal otorga a todo cristiano, además de la capacidad de recibir los demás sacramentos, el poder real, aunque inicial, de participar del sacerdocio de Cristo. Por eso, en la santa Misa, puede asociarse legítimamente al celebrante y ofrecer juntamente con el sacerdote el cuerpo y la sangre de Cristo; y puede juntar a la inmolación del Salvador el «sacrificio» espiritual de sus acciones y de sus sufrimientos [Santo Tomás, Sum. Teol., III, q. 82, a. 1, ad 2].

Sin duda que él no ejecuta con el sacerdote la inmolación sacramental, pues el bautismo no confiere semejante poder. Pero, por restringido que sea el sacerdocio de los fieles, supone ya una gran dignidad. Y esta es la razón de porqué San Pedro da a la asamblea cristiana el espléndido título de «sacerdocio real», regale sacerdotium (I Petr., II, 9).



Por el carácter que confiere y por las gracias que le son propias, la confirmación añade nuevos trazos a esta semejanza y a esta dependencia del bautizado respecto del Salvador. La confirmación marca al discípulo para hacer de él un cristiano que proclame su fe, que la atestigüe, la defienda, la propague y luche en su defensa como soldado de Cristo, vigorizado por los dones y por la gracia del Espíritu Santo.

El grado supremo de esta asimilación se realiza en el sacramento del orden, en el que, por la imposición de las manos del obispo, el ordenado recibe el Espíritu Santo, que le comunica un poder eminente, tanto sobre el cuerpo real como sobre el Cuerpo Místico del Salvador. De esta manera, los sacerdotes de este mundo son asociados al eterno Pontífice y se convierten en medianeros entre los hombres y la divinidad.

El efecto principal de este sacramento lo constituye el carácter [Santo Tomás, Sum. Teol., III, Supplem. q. 34, a. 2]. De la misma manera que en Jesús la unión hipostática es la razón de su plenitud de gracia, así también en el sacerdote el carácter sacerdotal es la fuente de todos los carismas, que le elevan por encima de los simples cristianos.

Este carácter es un poder sobrenatural que os ha sido conferido, para haceros aptos para ofrecer, como ministros de Cristo, el sacrificio eucarístico y para perdonar los pecados. Es así mismo un manantial del cual brota una gracia sobreabundante, que es fuerza y luz para toda vuestra vida. E imprime en el alma una huella imborrable por toda la eternidad, que es principio de una inmensa gloria en el cielo o de una afrenta indecible en el infierno.

Esto os demuestra cuán íntima es la unión de Cristo y de su sacerdote. Toda la antigüedad cristiana consideraba al sacerdote como formando un solo ser con Cristo. «El sacerdote es la imagen viviente, y el representante autorizado del supremo Pontífice»: Sacerdos Christi figura expressaque forma [San Cirilo de Alejandría, De adoratione in Spiritu Sancto. P. G. 68, col. 882]. El repetido adagio Sacerdos alter Christus expresa perfectamente esta fe de la Iglesia.

Recordad lo que ocurre el día de la ordenación. La mañana de aquel día bendito, un joven levita, anonadado por el sentimiento de su indignidad y de su flaqueza, se prosterna ante el obispo, representante del Pontífice celestial. Inclina su cabeza en la imposición de las manos del prelado consagrante, al tiempo que el Espíritu Santo se cierne sobre él y el Padre eterno contempla, con una mirada de infinita complacencia, a este nuevo sacerdote, viva imagen de su amado Hijo: Hic est Filius meus dilectus…

Mientras el obispo sostiene la mano extendida y todos los sacerdotes presentes imitan este gesto, cobran una nueva realidad las palabras que el ángel dirigió a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc., I, 35).

Se puede afirmar con toda verdad que, en este misterioso momento, el Espíritu Santo cubre al elegido del Señor y realiza una eterna semejanza entre el nuevo sacerdote y Cristo, hasta el punto de que, cuando se levanta, es ya un hombre transformado: «Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec» (Ps., 109, 4).

Este día recibisteis un sello divino que se grabó en la entraña misma de vuestro ser y fuisteis consagrados a Dios, en cuerpo y alma, cmo un vaso de altar, cuya profanación constituye un sacrilegio.



2.- Tres aspectos de la asimilación del sacerdote a Jesucristo

No cabe error más funesto para un sacerdote que el de subestimar la dignidad sacerdotal. Su deber más sagrado consiste, por el contrario, en formarse una alta idea de la misma.



El primer aspecto de nuestra asimilación a Cristo en el sacerdocio lo expresó el mismo Jesús cuando dijo a sus apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jo., XV, 16).

«Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Hebr., V, 4). ¿Cuál es la razón de esta exigencia? Es que nadie tiene derecho a elevarse por sí mismo a una dignidad tan eminente. En Jesucristo, el sacerdocio constituye un don concedido por el Padre. Cristo, nos dice San Pablo, no se elevó por sí mismo al supremo pontificado, sino que lo recibió de Aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo… Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec». De la misma manera el sacerdote debe ser también elegido por el Todopoderoso.

Debemos mantener siempre en nosotros una fe viva y desbordante de agradecimiento por la elección de que la Providencia misericordiosa nos ha hecho objeto con vistas al sacerdocio: «Tu Dios te ha ungido con el óleo de la alegría, más que a tus compañeros» (Ps., 44, 8). Esta elección supone de parte de Dios una mirada privilegiada de amor. Muchas veces el Señor nos protegió ya desde la infancia o desde la adolescencia, y nos condujo bajo su amparo por los caminos de la vida. El don del sacerdocio es como un anillo de oro, el primero de una interminable cadena de singulares gracias, reservadas a los ministros del altar. Habituémonos a encontrar en este magnífico pensamiento un perpetuo estímulo para nuestra fidelidad.

Es verdad que ninguno de nosotros puede escrutar el misterio de la predestinación, que está oculto en Dios. Pero hay indicios reveladores que nos permiten formar prudentemente un juicio práctico y personal sobre los planes que Dios tiene respecto de un alma. Sólo el obispo, como representante auténtico de Dios, tiene competencia para juzgar en última instancia del valor de las señales de vocación que ofrece un candidato al sacerdocio y solamente él es quien puede, por el llamamiento canónico, manifestar la voluntad de lo alto.

Quien tenga la osadía de recibir el Espíritu Santo y la unción sacerdotal sin esta vocación celestial, comete uno de los más graves pecados, que nunca queda sin castigo.

Por el contrario, cuando, dócil a la llamada del obispo, el diácono recibe la imposición de las manos, puede tener por seguro que Dios, en su infinita misericordia, le ha hecho objeto de su elección. Y esto es lo que hace que sea tan pura la felicidad que experimenta y tan legítimo el orgullo que siente de ser sacerdote.



El sacerdote se identifica, además, con Cristo a causa del poder de que está investido.

El sacerdocio tiene por fin establecer intermediarios sagrados entre la tierra y el cielo para ofrecer al Señor los dones de los hombres y comunicarles, en cambio, las gracias de Dios. «Todo Pontífice tomado de entre los hombres, a favor de los hombres, es instituido para las cosas que miran a Dios». Pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

Antes de subir a los cielos, Jesús quiso dejar tras de sí hombres que tuvieran la sublime misión de continuar y renovar sus propios gestos de poder y de amor. El sacerdote ocupa el lugar de Cristo: Sacerdos vice Christi vere fungitur qui, id quod (Christus) fecit, imitatur [«El sacerdote hace las veces de Cristo, porque realiza lo mismo que Cristo hizo antes que él». (Epist. 63, P. L. 4, col. 397)]. Así se expresa San Cipriano, con toda la tradición cristiana.

Jesucristo comunica a sus sacerdotes algo más que una simple delegación. Les reviste de su mismo poder y obra eficazmente por su ministerio. Esta es la razón de porqué nuestro sacerdocio está totalmente subordinado al de Cristo. Y de esta subordinación nace su dignidad suprema, porque nuestro sacerdocio no es otra cosa que un reflejo del sacerdocio del Hijo unigénito.

Al sacerdote le han sido encomendados los dones sagrados: sacra dans. Y esto por dos razones. En primer lugar, él es quien ofrece al Padre a Jesús, inmolado sacramentalmente; y este es el don por excelencia que la Iglesia de la tierra presenta a Dios. En segundo lugar, él es quien hace participantes a los hombres de los frutos de la redención, haciendo llegar hasta ellos las gracias y los perdones divinos. El sacerdote está asociado a toda la obra de la redención, como dispensador autorizado de los tesoros y de las misericordias de Cristo: Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei: «Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor., IV, 1). Jacob se revistió de los vestidos de su hermano Esaú para presentarse ante su padre Isaac y atrajo sobre sí todas las bendiciones que tenía reservadas para su primogénito. De la misma suerte, el sacerdote, revestido del mismo poder de Cristo en virtud de su carácter sacerdotal, puede decir al Señor con mucha más razón que Jacob: «Yo soy tu hijo primogénito» (Gen., XXVII, 32).

Y es tan completa su identificación con el Pontífice eterno, que, en la misa, el sacerdote no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre de Cristo», sino: «Esto es mi cuerpo…, esta es mi sangre»… Y cuando en el sacramento de la penitencia perdona los pecados, ¿cuáles son las palabras que pronuncia? Ego te absolvo. «Yo te absuelvo». Lejos de hacer ninguna apelación a Dios, él habla y manda con autoridad. ¿Y por qué así? Porque la Iglesia, al poner en sus labios la fórmula sagrada, sabe con certeza que en la administración de este sacramento, el sacerdote es una misma cosa con «Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.

El sacerdocio es una sublime prerrogativa que el Padre concede a su ministro de la misma suerte que se la concedió a su Hijo. Esta prerrogativa eleva al hombre a la mayor semejanza posible con el Verbo encarnado. No hay en la tierra excelencia alguna que supere a la del sacerdocio.



En tercer lugar, de la misma manera que Jesucristo es a un tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, así también el sacerdote lleva en sí un elemento divino y un elemento humano.

Durante los días de su vida mortal, Jesús ocultaba su divinidad bajo los velos de su humanidad. Para la gente que le trataba, era «hijo de un obrero»: Nonne hic est fabri filius (Mt., XIII, 55)? A los ojos del Sanedrín y de los soldados romanos era un «malhechor» digno de muerte. Y, sin embargo, a pesar de estas apariencias, era el Verbo de Dios, el supremo Señor del universo, la fuente de todas las bendiciones.

Bajo las apariencias de un hombre sujeto a las necesidades y a las miserias de este mundo, el sacerdote oculta en lo íntimo de su ser la invisible grandeza de su sacerdocio. Los incrédulos le miran frecuentemente como a un ser nocivo para la sociedad, y apenas le reconocen los derechos y las consideraciones que le son otorgadas al último de los ciudadanos.

Y, sin embargo, ¡qué poderes tan sobrehumanos en unas manos tan frágiles! Este hombre, que en nada se diferencia de los demás, tiene unos poderes verdaderamente divinos. Basta que él hable para que Cristo baje al altar para ser inmolado. Abrumado por el peso de sus pecados, el penitente se arrodilla ante él y el sacerdote le dice en nombre de Dios: «Vete en paz». Y este mismo pecador, que un minuto antes pudo ser condenado a los tormentos eternos, se levanta perdonado y justificado, con el alma iluminada por la gracia celestial.

Así es como Jesús perpetúa su misión de santificar a los fieles. Por intermedio de sus sacerdotes, continúa interviniendo en todas las etapas de la vida de sus elegidos, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte. Esto explica la reverencia y el amor con que el pueblo cristiano ha honrado al ministro de Cristo. En la creencia de la Iglesia, el sacerdote aparece como confundido con su divino Maestro.

En cierta ocasión, San Francisco de Sales confirió el sagrado presbiterado a un joven levita. Terminada la ceremonia, el santo se fijó en que el nuevo sacerdote se detenía en la puerta de la iglesia, como si discutiera con un ser invisible sobre quién debía pasar el primero. ¿Qué es lo que sucede?, preguntó el santo. A lo que el joven levita repuso que él tenía la felicidad de ver al ángel de su guarda. «Antes de que yo fuese sacerdote, dijo, él siempre me precedía, pero ahora quiere que yo pase el primero» [Mons. Trochu, Saint François de Sales, 1, 2 s]. Los ángeles no son sacerdotes y por eso reverencian en nosotros esta dignidad que ellos adoran en Cristo.



3.- Llamamiento a la santidad

Jesús considera a sus sacerdotes como a sus íntimos amigos. Prueba de ello son estas palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles inmediatamente después de haberles conferido el sacerdocio: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jo., XV, 15). También a vosotros os fueron dichas estas mismas palabras, después de vuestra ordenación, en nombre de Jesús.

Vuestra dignidad comporta para vosotros una grave obligación de conciencia y un llamamiento constante para que aspiréis a la perfección que reclama vuestro estado.



Todo es sobrenatural en el sacerdocio.

Las máximas de este mundo no nos sirven para apreciar en su justa medida este don divino. «El mundo no ha conocido a Dios», ni las cosas de Dios: Pater juste, mundus te non cognovit (Jo., XVII, 25).

Ya desde el seminario, el aspirante al sacerdocio debe tener una clara convicción de la verdadera santidad a la cual es llamado. Después de su ordenación, deberá mantener y desarrollar esta convicción con una vida de oración y de sacrificio. Nunca podremos exagerar «el valor de la gracia recibida el día de la ordenación»: Noli negligere gratiam quæ in te est (I Tim., IV, 14).

El que se conforma con evitar el pecado, sin tener otras aspiraciones más altas, esto es, sin vivir una vida de fe y de amor, se expone al grave riesgo de perderse. Y aún en el caso de que no llegue a tal extremo, consumirá su existencia sin experimentar las íntimas alegrías que Dios depara a los sacerdotes que le son fieles, y sin haber realizado en toda su plenitud la misión sacerdotal que de él se esperaba.



Ya en el Antiguo Testamento, Dios exigía que los ministros del culto fuesen santos, aunque los sacrificios de machos cabríos y de terneras que ofrecían no eran sino figura del sacrificio de la Nueva Alianza. ¿Con cuánta más razón, pues, no reclamará de nosotros el Señor una gran pureza de vida?

Hay tres motivos que recuerdan constantemente a todo sacerdote su deber de tender a la santidad: el poder que ejerce sobre el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, su función de dispensador de la gracia (¿no le obliga acaso este título a ser él quien primero se santifique por ella?) y, por fin, el pueblo cristiano, que espera de él la lección de su ejemplo. Si él predica a los demás la ley de Cristo, ¿podrá desmentir con su conducta la verdad de lo que enseña?

Santo Tomás, resumiendo la doctrina tradicional sobre esta materia, exalta en los siguientes términos la dignidad sacerdotal: «El que recibe el orden sagrado, se hace capaz de ejercer las más excelentes funciones, por las cuales se rinde homenaje a Cristo en el sacramento del altar» [Sum. Theol., II-II, q. 184, a. 8]. Y añade: «Los sacerdotes, que han sido elevados a un ministerio tan eminente, no pueden conformarse con adquirir una bondad moral cualquiera, sino que se les exige una virtud extraordinaria» [Ibíd. Supplem., q. 35, a. 1, ad 3].

¿Reflexionamos lo suficiente sobre estas consideraciones? Nosotros somos los íntimos de Jesucristo, los ministros de su sacrificio. Esta proximidad al Salvador nos debería servir de constante estímulo. Las almas predilectas de Dios que no han recibido el don del sacerdocio no gozan de las facilidades de acceso que nosotros tenemos para llegar a Él. Una Santa Gertrudis, una Santa Teresa, tan colmadas de gracias, tan familiarmente unidas al Señor, ¿acaso han podido alguna vez consagrar el pan y el vino, tomar la hostia en sus manos o administrar la comunión?

Hasta tal punto es la hostia cosa propia del sacerdote, que el poder que ejerce sobre ella no tiene otros límites que el de las leyes y prescripciones de la Iglesia. Jesús se confía a su sacerdote como se confió a María y, fuera del caso de necesidad, él es el único que puede tocarlo y darlo a los demás. El guarda la llave del sagrario. El toma a Jesús para llevarlo a los enfermos, para bendecir al pueblo y para pasearlo en procesión por las calles.

¿Podrá darse la posibilidad de que haya seglares, a veces aún entre las humildes mujercitas del pueblo, que amen a Jesús más que sus sacerdotes? Procuremos, pues, decir a Jesús con todas las veras de nuestro corazón: «Oh Cristo, Vos os habéis entregado a mí, Vos me habéis encomendado el cuidado de las almas que os pertenecen; también yo quiero entregarme del todo a Vos; servíos de mí como mejor os agrade».

Tanto cuando trabajaba en Nazaret como cuando iba por los caminos de Galilea o hablaba con sus apóstoles o se retiraba a orar en el monte, Jesús siempre tenía conciencia de su sacerdocio. Lo mismo debiera decirse de nosotros, porque no dejamos de ser sacerdotes cuando bajamos del altar, sino que seguimos siéndolo dondequiera y siempre. A la manera de Jesús, vivamos siempre con el alma vuelta a los intereses de Dios: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49).

Recordad la parábola de los talentos. Nosotros somos de aquellos que recibieron cinco. Reflexionemos seriamente en ello. ¿Cumplimos las funciones de nuestro sacerdocio con aquella dignidad de sentimientos que se merecen? A ejemplo de María, madre de Jesús, que poseía una santidad eminente, el sacerdote, por razón de su intimidad con «el que es la santidad misma», Tu solus sanctus, Jesu Christe, se esforzará en conseguir que toda su vida esté ungida de un gran espíritu de pureza y de una constante elevación del alma.

Para no perder el ánimo en esta marcha ascendente, debe reavivar constantemente en su alma el deseo de adquirir la perfección, y recordar aquellas palabras del pontifical que el obispo dirige a los ordenados: «Poderoso es Dios para aumentar en ti su gracia». Potens est Deus ut augeat in te gratiam suam.



4.- Imitamini quod tractatis

El sacerdote es alter Christus y, a semejanza de su divino Maestro, debe ser una hostia inmolada a la gloria de Dios y consagrada a la salvación de las almas. Puede ser un sabio, un reformador social, un genial organizador; pero si no es más que esto, no responde a las miras que Dios tenía puesta en él.

¿Pues a qué altura de vida moral invita la Iglesia a sus sacerdotes?

El pontifical indica en términos concisos y exactos cuál es el conjunto de virtudes que corresponden al ministro de Cristo. No hay fuente de enseñanza más auténtica.

Poco antes del rito de la imposición de las manos, el obispo pronuncia estas palabras: «Que estos elegidos se distingan por una fidelidad constante a la justicia»: diuturna justitiæ observatio; que su conducta sea un reflejo de «la castidad y pureza de su vida». Y les encarece que «prediquen no menos con el ejemplo que con la doctrina y que el perfume de sus virtudes sea la alegría de la iglesia de Dios»: Sit odor vitæ vestræ delectamentum Ecclesiæ Christi.

Debemos fijar principalmente nuestra atención en una de las exhortaciones que hace el obispo consagrante: «Advertir lo que hacéis: imitad lo que tratáis: de suerte que, celebrando el misterio de la muerte del Señor, procuréis mortificar vuestros miembros, huyendo del vicio y de la concupiscencia»: Agnoscite quod agitis; imitamini quod tractatis: quatenus mortis dominicæ mysterium celebrantes, mortificare membra vestra a vitiis et concupiscentiis omnibus procuretis.

Tal es el verdadero programa de nuestra santidad. Si queremos estar a la altura de nuestro sacerdocio, si queremos que su perfume penetre toda nuestra vida, si queremos, en una palabra, vivir inflamados de amor y de celo por la salvación de las almas (y esta debe ser nuestra noble ambición), debemos consagrarnos, según nos dice el obispo en la ordenación, a imitar y a reproducir en nosotros a Jesucristo sacerdote y hostia. Si participamos de su dignidad sacerdotal, ¿no deberemos participar también de su oblación?



Podemos contemplar a Jesucristo en cada uno de los estados de su vida, y en cada una de sus virtudes. Él es el ideal que todos deben imitar. Lo mismo el niño que el adulto y el obrero como la virgen o el religioso encuentran en Él el modelo más acabado para su respectivo estado.

Pero hay en Jesús un Santo de los santos, un tabernáculo cerrado, donde el alma del sacerdote debe desear entrar, porque allí está la fuente de donde mana toda la vida interior de Jesús. Desde el punto mismo de su encarnación, «el Salvador se entregó enteramente al cumplimiento de la voluntad del Padre»: Ecce venio… ut faciam, Deus, voluntatem tuam (Hebr., X, 7). Y nunca renunció al cumplimiento de esta voluntad.

He aquí nuestra consigna: imitar a Jesús en la entrega total de su vida a la gloria de Dios y a la salvación del mundo. Tal es la perfección que corresponde al sacerdote y esta vocación supera a la angélica.

Obedecer a esta invitación: «Imitad el misterio del que vosotros sois los ministros», no solamente significa celebrar la Misa con espíritu de piedad, sino, sobre todo, unir a la ofrenda de Jesús la oblación más completa de nuestra vida. Debemos caer en la cuenta de que la muerte de Jesús en la cruz se preparó a todo lo largo de su existencia terrena. «Por nosotros» bajó del cielo, como dice el Credo: Propter nos homines et propter nostram salutem. Cuando vivía en Nazaret, en el modesto taller de José, tenía plena conciencia de que era la víctima destinada a la suprema inmolación. Y aceptó por anticipado toda la trama de su vida y previó su pasión con todo el cortejo de sus afrentas y sufrimientos. Y cuando llegó su hora, Jesús, movido por un impulso de inmenso amor, se ofreció por nuestra redención: Crucifixus etiam pro nobis.

Esta aceptación plena de todos los designios de Dios nos servirá de modelo. Imitamini... Presentemos también nosotros en el altar al Señor todo el desarrollo de nuestra existencia, aceptándolo, amándolo, ofreciéndolo y consagrándolo amorosamente a la causa de Dios y al bien de las almas. Esta imitación diaria de la ofrenda de Jesús nos permitirá penetrar gradualmente en la intimidad misteriosa del alma del divino Maestro.



5.- A ejemplo de San Pablo

Entre aquellos a quienes el Señor ha hecho el insigne honor de asociarlos a su sacerdocio, nadie ha comprendido como San Pablo la amplitud y la profundidad de esta vocación.

Desde que Cristo se le reveló, el mundo, «la carne y la sangre no supusieron nada a sus ojos». Continuo non acquievi carni et sanguini (Gal., I, 16). Él se sabía ministro, sacerdote y apóstol de Cristo, «predestinado como tal desde el seno de su madre»: Me segregavit ex utero matris meæ (Ibid., 15). Cuando narra a los corintios la historia de su vida, la describe como una serie ininterrumpida, como un encadenamiento maravilloso de sufrimientos soportados por Cristo y de trabajos emprendidos para manifestar las riquezas de su gracia: «Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado»… Peligros de todo género jalonaban sus jornadas: «peligros en la ciudad…, en el desierto…, entre los falsos hermanos». El hambre, el frío y muchas otras miserias llegaron a hacérsele familiares. Y por encima de todo esto, las graves preocupaciones de su alma por «los cuidados inherentes a la fundación de las cristiandades nuevas»: Sollicitudo omnium ecclesiarum. Incluso las dificultades personales de los convertidos encontraban siempre un eco en su corazón: «Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?» (II Cor., XI, 25 y siguientes).

Pero, a pesar de todas estas tribulaciones, San Pablo nunca se sentía abatido. Y él mismo nos confía el secreto que le permitía conservar siempre su ánimo esforzado: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (II Cor., XII, 9). Y nos dice en otro lugar: «Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó» (Rom., VIII, 37). Tal llegó a ser su unión con Cristo, que pudo exclamar: «Para mí, la vida es Cristo» (Philip., I, 21). Y en otra ocasión: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal., II, 20). Si alguna vez ha habido un sacerdote que haya comprendido los abismos de la pasión y de la muerte de Jesús, y la inmensidad de las misericordias divinas, este sacerdote fue, sin duda, el gran San Pablo. Según decía, siempre estaba «clavado a la cruz»: Christo confixus sum cruci (Gal., II, 19). Ahora bien, el que está clavado a la cruz, realmente es una víctima.

De ahí resulta que podía decir con toda verdad: Vivo ego, jam non ego, vivit vero in me Christus (Ibid., 20). Cristo está en mí. Vosotros sois testigos de mi actividad; pero tened bien entendido que mi celo y mis palabras no son propiamente mías, sino de Cristo, que es quien anima toda mi vida, ya que yo me he entregado enteramente a Él para ser ministro suyo. Por la gracia de Cristo, yo vivo del amor de Aquél que dio su vida por mí.

Si queremos que nuestra vida sacerdotal se mantenga a la debida altura de santidad; en lugar de limitarnos a una recitación apresurada del breviario y a una celebración rutinaria de la santa Misa, unámonos, en el sentido verdadero de la palabra, a la cruz de Cristo. Es preciso que la tengamos bien fija en el centro mismo de nuestro corazón para que Jesús nos asocie a su holocausto. San Paulino de Nola expresa admirablemente esta idea, cuando escribe: Ipse Dominus hostia omnium sacerdotum est… Ipsique sunt hostiæ sacerdotes [«El Señor es la hostia que ofrecen los sacerdotes… En cambio, los sacerdotes deben ser hostias para Él». (Epíst. XI, P. L. 61, col.196].

Con relativa frecuencia encontramos en el mundo almas que se creen víctimas; pero que, en realidad, lo son de su imaginación exaltada, porque se quejan al menor alfilerazo que sientan. Por el contrario, las almas que verdaderamente han hecho inmolación de su vida, manifiestan su condición de víctimas en todos los detalles del día. Sus actos de abnegación y sus sufrimientos suben como un perfume, continua y silenciosamente, hasta el trono de Dios. Hay almas que viven ocultas e ignoradas en los claustros o aún en medio del mundo, que han abrazado heroicamente este ideal. ¿Qué razón hay para que nosotros los sacerdotes de Jesús no lo abracemos igualmente?

Pero volvamos a San Pablo, porque él nos ilumina acerca de esta vocación cuando nos dice: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col., I, 24). ¡Qué expresión más misteriosa! ¿Pero es que puede faltar algo a los méritos infinitos de Jesucristo? ¿No ha llevado a cabo, hasta la última iota y con un amor perfecto, el programa que le trazó su Padre? Y con todo, San Pablo escribe: «Yo suplo…»

He aquí la respuesta. Por un decreto de su adorable sabiduría, Dios ha reservado a su Iglesia una parte de las satisfacciones debidas por los pecados del mundo. Las almas que, informadas de este espíritu, deseen unirse a Cristo tributan a Dios una gran gloria, y «completan» con su oblación el total de las expiaciones que la justicia infinita exigía a la humanidad. Nada, pues, podéis hacer que tenga un sentido más real que poneros ante el altar y rogar al Padre que os acepte juntamente con la oblación que de sí mismo hace Jesucristo.

Si el Apóstol hablaba de esta suerte, era porque se sentía sacerdote en toda la extensión de la palabra; un sacerdote que unía a la inmolación de Cristo la ofrenda de toda una vida de renuncia a sí mismo y de celo por la salvación de las almas: «Para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó» (II Cor., V, 15).

San Pablo, no solamente celebraba el sacrificio de la Misa, sino que se unía a él, vivía de él y se estimaba sacerdote y hostia en unión de Cristo.

Si queréis ser sacerdotes santos, como yo os lo deseo, inspiraos en este ejemplo del Apóstol. ¿No es él quien escribía: «Os exhorto a ser imitadores míos, como yo lo soy de Cristo»: Imitatores mei estote, sicut et ego Christi (I Cor., IV, 16)?



6.- El sacerdote, fuente de gracias para las almas

El sacerdocio eterno de Cristo es la fuente de donde brotan todas las gracias que los hombres reciben en este mundo y la felicidad de la que han de gozar durante toda la eternidad: De plenitudine ejus nos omnes accepimus (Jo., I, 16).

El sacerdocio cristiano es prácticamente el canal ordinario de todos los dones sobrenaturales que Dios concede al mundo, porque su misión es la de continuar en la tierra la obra de Jesús y se ejerce en virtud de su poder.

Si consideramos nuestra dignidad de sacerdotes bajo este aspecto, descubriremos en ella una grandeza incomparable.

Puede Dios en su liberalidad soberana dispensar libérrimamente sus gracias independientemente de nuestro ministerio. Sin embargo, según el plan de la sabiduría eterna, ha querido que la adopción divina, el perdón de los pecados, los socorros del cielo y toda la enseñanza de la revelación nos llegue por mediación de otros hombres investidos del poder de lo alto.

Este orden de cosas es una prolongación de la economía de la encarnación, de la misma suerte que el mundo fue rescatado por el sacrificio de un hombre, nuevo Adán cuyos méritos eran de un valor infinito, así también ahora las gracias de la redención se comunican por mediación de otros hombres que hacen en la tierra las veces de Cristo.

Esta dispensación de las gracias, que se ajusta enteramente a la voluntad del Padre, es un motivo de continua glorificación para el Hijo. Porque, cuando los fieles recurren al sacerdote para ser iluminados y fortalecidos, reconocen prácticamente que, en la obra de su salvación y de su santificación, de Cristo es de quien se derivan todos los bienes espirituales. Los miembros del Cuerpo Místico que viven esta fe contribuyen a la exaltación universal del Salvador, y participan a su manera en los designios del Padre, que dijo: «Le he glorificado y le glorificaré» (Jo., XII, 28).

La encarnación tiene por fin elevar a la criatura al orden sobrenatural. Este fin se realizó radicalmente en Jesucristo, pero aún es necesario que cada alma, sirviéndose de las gracias que la Iglesia dispensa, llegue a realizar en sí misma esta exaltación divina. Por los dones de que son portadores, todos los cristianos son capaces, al menos por su ejemplo, de atraer a su prójimo al camino de la virtud. Pero el sacerdote debe ser un centro de irradiación de vida divina. El es quien debe comunicar los dones sagrados, y en especial el don por excelencia, que es Jesucristo. Por la condición misma de su oficio, es director y debe conducir al religioso lo mismo que al simple fiel por los caminos de la perfección. A él le corresponde, en una palabra, «hacer que en todos los corazones resuene el eco del mensaje evangélico»: Prædicate Evangelium omni creaturæ (Mc., XVI, 15).

Leemos en la misa de los Doctores: «Vosotros sois la sal de la tierra»: Vos estis sal terræ (Mt., V, 13). Esto lo dijo Jesús a sus apóstoles. El sacerdote ofrece este germen de incorrupción a todos los que entran en contacto con él. Y debiera poder decirse de él con toda verdad que «de Él salía una virtud que curaba a todos» (Lc., VI, 19). Pero esto depende en gran parte de su santidad personal.

Cuando la sal pierde su sazón, no sirve para otra cosa que para arrojarla como un deshecho inútil. Lo mismo sucede con el sacerdote. A poco que pierda el fervor de su consagración sacerdotal, la acción espiritual que ejerce sobre las almas tiende a disminuir.

Por el contrario, cuando está lleno de amor de Dios y fervientemente unido a Jesús, hace un gran bien, aunque no tenga confiado ningún ministerio sagrado. La experiencia de todos los días nos enseña que un profesor de filosofía, de ciencias, de humanidades, o un prefecto de disciplina, si vive realmente su sacerdocio, ejerce infaliblemente una bienhechora influencia sobre sus discípulos, aún sin percatarse muchas veces de ello. Ningún laico puede ejercer una influencia tan profunda, por muy ejemplar y edificante que sea, ya que únicamente el sacerdote es por vocación «la sal de la tierra». No olvidemos jamás que somos causas instrumentales de las que Jesucristo se sirve para la santificación del mundo. La causa instrumental debe estar íntimamente unida al agente que la mueve: su acción no se ejerce sino en virtud del agente principal. Seamos nosotros este instrumento humilde y dócil en las manos de Dios, sin atribuirnos a nosotros mismos lo que Dios realiza por medio de nosotros. La validez de nuestro ministerio sacramental depende de nuestra ordenación y de la jurisdicción que recibimos del obispo. Pero la fecundidad santificadora de nuestra palabra en el confesionario, en la predicación y en todas las relaciones que tenemos con los fieles se debe en gran parte a nuestra unión con Cristo.

Aún hay un motivo más para que admiremos la sabiduría de la economía divina. En sus designios misericordiosos, el Padre no ha querido limitar el fin de la encarnación a la obra de la salvación del mundo, sino que también ha querido que podamos encontrar en el Mediador divino un corazón como el nuestro, un corazón rebosante de ternura y de compasión, que ha experimentado todos nuestros sufrimientos y todas nuestras miserias, a excepción del pecado.

El sacerdote es el continuador en el mundo de la misión del Salvador. Esta es la razón de porqué el Señor no ha elegido los dispensadores de su gracia de entre los ángeles, por puros que sean y por mucho amor que le profesen, sino precisamente de entre los hombres. Los que así hayan sido elegidos, «por la experiencia personal que tienen del peso de su debilidad humana y por el sentimiento de su propia indigencia, se compadecerán mejor de las debilidades y de las ignorancias de los pecadores»: Qui condolere possit iis qui ignorant et errant, quoniam et ipse circumdatus est infirmitate (Hebr., V, 2).

Si la divinidad de Jesucristo nos llena de admiración y reverencia, su bondad y su misericordia nos confortan y nos subyugan. Lo mismo sucede al pueblo cristiano que venera la sublimidad del sacerdocio; pero lo que le atrae en el sacerdote y lo que excita su amor hacia el ministro de Dios es principalmente su bondad, su compasión para toda suerte de dolores y debilidades y su entrega absoluta al servicio de todos, semejante a la de San Pablo, que le impulsaba a escribir con santo orgullo a los romanos: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes»: Sapientibus et insipientibus debitor sum (I, 14).

En mi país, que durante tres siglos ha sufrido la persecución religiosa, el sacerdote es no solamente el que ha conservado la integridad de la fe en el alma del pueblo, sino el consejero a quien siempre se le escucha, tanto en el seno de la familia como en los problemas personales que le presentan los fieles, y por eso todos le estiman como el consolador y el amigo más fiel.

A esta gran bondad, que se alimenta en la misma fuente que la de Jesús, debe añadir el sacerdote una fe viva en la eficacia de la gracia, de la que es dispensador. Sean cuales sean las deficiencias y los pecados que se le presenten, el ministro de Cristo deberá creer firmemente en el poder de la gracia para remediar las necesidades de todos y de cada uno. Como dice un autor antiguo, Jesús transforma toda alma que tenga buena voluntad. «Se encuentra con un publicano y hace de él un evangelista; encuentra un blasfemos y lo hace apóstol; un ladrón y lo lleva al cielo; una meretriz y la transforma en más casta que una virgen» [Pseudo-Crisóstomo, Serm. I in Pent., P. G. 52, col, 803. (Breviario monástico, martes de Pentecostés)].



Ocurre a veces que el sacerdote, que está entregado en cuerpo y alma a su misión, se siente muy por debajo de su ideal. Pero esta impresión no debe desanimarle, porque este sentimiento de humildad es una de las mejores disposiciones para atraer sobre sí mismo y sobre su ministerio la bendición de Dios.

Mas para que este convencimiento de su propia nada sea agradable al Señor, deberá ir acompañado de una confianza sin límites en los méritos de Jesús: «Porque en Él, dice San Pablo, habéis sido enriquecidos en todo; en toda palabra y en todo conocimiento…, de suerte que no escaseéis en don alguno» (I Cor., I, 5-7). Si mucho importa que reconozcamos nuestra pobreza, más necesario nos es aún decir con el Apóstol: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Philip., IV, 13). Para cumplir su misión salvadora, Cristo recibió del Padre la vida divina; y también nosotros recibimos la gracia de lo alto para ejercer nuestro ministerio con las almas.

Todas las mañanas volvemos a encontrarnos con Jesucristo: su carne y su sangre nos vivifican. Lo que debemos hacer es recibirle con fe para «revestirnos de Él»: Induimini Dominum Jesum Christum (Rom., XIII, 14). Entonces, nuestro corazón se llenará de amor y de compasión hacia los pecadores, los ignorantes, los atribulados, los que penan y sufren. Y podremos, a ejemplo de Jesús, desear que «vengan todos a nosotros para ser aliviados»: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos (Mt., XI, 28).