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La boca de Yahveh: los profetas

A lo largo de la historia de la salvación los profetas han desempeñado un papel fundamental. En la Antigua alianza ellos son un punto de referencia decisivo para el pueblo de Dios en las épocas más difíciles de su historia; se sitúan entre el siglo VIII y el siglo II a.C., aunque las figuras más representativas viven entre el siglo VIII y el siglo V. Ellos son los portavoces de Yahveh en medio de las circunstancias en que les toca vivir, iluminando, denunciando, suscitando esperanza... Tienen conciencia de que su mensaje no proviene de sí mismos, sino de que ellos son simple y escuetamente «la boca de Yahveh», el instrumento a través del cual el Dios de la alianza no deja de hablar a su pueblo.


1.- Los profetas en su tiempo

Es imposible entender a los profetas fuera de su contexto histórico. Aunque su mensaje tenga valor universal por ser revelación de Dios, sin embargo no se puede entender abstraído de su contexto, pues su palabra responde a circunstancias muy concretas históricas, sociales y religiosas.

Después del cisma sigue un período de lucha entre los dos reinos, sin que ninguno llegue a prevalecer. Cuando ven que su enfrentamiento sólo sirve para que se independicen los pueblos sometidos por David, hacen las paces y se alían contra los arameos de Damasco primero y contra los asirios después. Con Josafat de Judá (873-849) y con Omrí (876-869) y Ajab (869-850) en Israel ambos reinos alcanzan gran esplendor político (cfr.1Re. 16-22).

Con la prosperidad económica se dispara el lujo y la injusticia de los poderosos para con los pobres (cfr. el episodio de la viña de Nabot, 1Re. 21). A la vez se acrecienta la idolatría, sobre todo en el reino del norte, que sufre más directamente el influjo de los pueblos paganos. En este contexto surge Elías, que durante el reinado de Ajab y su esposa Jezabel en el reino del norte combate el culto de Baal y lucha por la fidelidad al yahvismo; su mismo nombre (que significa «mi Dios es Yahveh») es como un grito de guerra de este «profeta de fuego» (Sir. 48,1). Aunque su predicación no ha quedado recogida por escrito, toda la tradición bíblica considera a Elías como el prototipo de profeta (Mal. 3,23; Lc. 1,17; Mt. 17,10-13) (Ciclo de Elías: 1Re. 17-22; 2Re. 1-2). Después de Elías actúa su discípulo Eliseo; (1Re. 2-13).

En el siglo VIII, con la decadencia de Asiria, que a su vez había eliminado a los arameos, Israel y Judá recuperan las dimensiones del reino unido bajo David (cfr. 2Re. 13-14). Protagonistas de ello son Jeroboam II (785-745) en Israel y Azarías y Osías (795-739) en Judá. Se recrudece la situación de injusticia y, aunque se sigue dando culto a Yahveh, se trata en realidad de un culto vacío que encubre la opresión a los pobres. En este contexto surgen los primeros profetas escritores: Amós y Oseas en el reino del norte, y en el del sur Isaías y Miqueas.

Hacia el año 750, bajo el reinado de Jeroboam II, Amós, pastor de Técoa, pueblo cercano a Belén, penetra en Samaría para anunciar la palabra de Yahveh. Con su alma recia y sincera de campesino, denuncia vigorosamente las injusticias (opresión de los humildes, corrupción de los jueces), la disolución de las costumbres y el formalismo del culto (Am. 2,6-8; 5,12; 5, 21-22; 6, 4ss). Como consecuencia de esta corrupción predice el juicio y el castigo que llegará al pueblo del Día de Yahveh (Am. 5,18-20) a pesar de lo cual anuncia -por primera vez en los profetas- la esperanza de salvación de un «resto» (Am. 5,15).

Poco después de Amós, Oseas denuncia los mismos abusos pero insiste más que aquel en la vida religiosa y en el culto, combatiendo el formalismo falso (Os. 6,6; 8,11-13). También predice el castigo (por ejemplo Os. 8,14; 9,1-6), pero subraya que todas las pruebas serán una llamada del amor divino para que Israel vuelva al Señor. El amor de Dios a Israel se representa bajo el símbolo del amor conyugal (Os. 2, que es una de las páginas más bellas de la Biblia) y bajo la imagen del amor paternal y maternal (Os. 11,1-4). Al final, por encima de todas las infidelidades del pueblo y de todos los castigos de su Dios -signo también de su misericordia- triunfará el perdón, porque «soy Dios y no hombre» (dice Yahveh por el profeta: Os. 11, 8-9).

Isaías, hombre culto y de familia relevante de la casa de Judá ejerce su ministerio en Jerusalén a partir del año 740. Su predicación arranca de una fuerte experiencia de la santidad de Yahveh (Is. 6), que reclama también la santidad de los creyentes, sobre todo en lo referente a la justicia y a la rectitud interior, sin las cuales el culto se reduce a unos cuantos ritos vacíos de sentido (Is. 1,10-23). Isaías es además el profeta de la fe que exige depositar toda la confianza en sólo Dios (Is. 26,2-5;30,15) rechazando el apoyarse en alianzas políticas que entrañan múltiples contactos religiosos que hacen peligrar la pureza de la fe en Yahveh y que son inútiles (Is. 30,1-5; 31,1-3; 8,12-13). Predice también el castigo que vendría como consecuencia de los pecados de Israel, pero también afirma poderosamente la perseverancia y la fidelidad de algunos, el «resto de Israel» (Is.10,20-23). Finalmente son célebres sus profecías mesiánicas, especialmente las del «libro del Emmanuel» (7,10-17; 9,1-6; 11,1-9).

Miqueas, contemporáneo de Isaías, no dejó una colección tan abundante de textos como este, pero su ministerio dejó una profunda huella en Jerusalén (Jer.26,18-19). Sus palabras claras y concretas y su amor hacia los humildes y pequeños recuerdan mucho el estilo de Amós, hijo también de labradores judíos. Junto a la predicción de la ruina de Samaría y del castigo que amenaza a Judá, Miqueas centra la esperanza de restauración en el Mesías que será descendiente de David (Mi.5,1-3, que citará Mt.2,6).

Con la muerte de Jeroboam II se manifiesta toda la corrupción y deterioro del reino del norte, comenzando un período de anarquía en que los reyes se suceden asesinándose unos a otros (2Re.15). Mientras tanto, Asíria ha resurgido y encuentra una ocasión para intervenir en Israel al ser llamada por el rey de Judá, Ajaz, a quien el rey de Israel y el de Damasco han hecho la guerra por no aliarse con ellos contra a los asirios (cfr. Is. 7). Tiglat-Pilesar III realiza una incursión de castigo (2Re. 15,29) que repetirá años después Salmanasar V con ocasión de una nueva rebelión del rey de Israel, Oseas, y culminará Sargón II con el cerco y la destrucción de la capital, Samaria, y la deportación del pueblo en el año 721 (2Re.17).

Judá ha podido escapar del desastre gracias a la declaración de vasallaje del rey Ajaz. Pero el precio ha sido caro, pues además de pagar un elevado tributo, que repercute sobre el pueblo, sobre los pobres, Ajaz se ha visto forzado a aceptar la religión del vencedor y, en consecuencia, a fomentar la idolatría (cfr. 2Re.16; Is.2; Miq.5). Su hijo Ezequías, orientado por Isaías, trata de rectificar realizando una amplia reforma religiosa que inevitablemente debía conducir a la rebelión contra Asiria; cuando esta se lleva a cabo, Jerusalén es liberada prodigiosamente del inminente castigo de Senaquerib (2Re.18-19; 2Cron.29,31; Is.14,24-27; 17,12-14). Su hijo Manasés se somete de nuevo a Asiria, llevando el paganismo a su máximo esplendor en Judá (2Re.21,3-7) y quedando como prototipo de rey impío, causante de la destrucción del reino un siglo más tarde.

Cuando sube al trono Josías, nieto de Manasés, Asiria está a punto de caer bajo el poder del nuevo imperio babilónico. La situación permite a Judá recuperar la independencia plena e incluso extender sus dominios al antiguo reino del Norte. Más aún, realiza una amplia y profunda reforma religiosa de acuerdo con el recién descubierto «Libro de la Ley» (Deuteronomio) (año 622), celebrando la pascua con gran esplendor y renovando la alianza con Yahveh (2Re. 22-23; 2Cron.34-35). Esta reforma fue alentada y guiada por Sofonías y Jeremías.

En la época inmediatamente anterior al exilio destaca el profeta Jeremías entre sus contemporáneos Sofonías, Nahum y Habacuc. De familia sacerdotal, Jeremías nace cerca de Jerusalén hacia el año 645. De rica sensibilidad y piedad auténtica y sincera, es llamado por Yahveh el año 627, ejerciendo su ministerio con una fidelidad ejemplar en medio de toda clase de sufrimientos. Obligado a profetizar calamidades contra su propia patria, se ve cruelmente perseguido, pero no deja de anunciar las palabras de Yahveh. Aunque su vida parece terminar en el fracaso total, su influjo fue enorme en la época del exilio y después del exilio, siendo el impulsor de una religión más auténtica -la espiritualidad de los pobres de Yahveh- y el anunciador de la nueva alianza.

Con la muerte del rey Josías, Judá se precipita rápidamente hacia la ruina. Babilonia está en todo su apogeo, pero los ineptos reyes de Judá se rebelan una y otra vez contra ella, confiando en la ayuda de Egipto que nunca llega. Finalmente Nabucodonosor se verá obligado a someter a Judá y a deportar una parte escogida de su población, llegando incluso a destruir Jerusalén y el templo de Salomón. Entre los deportados irá un sacerdote que años después se constituirá en el guía espiritual del pueblo en el exilio: Ezequiel.


2.- Identidad y misión del profeta

A menudo se tiene la idea de que el profeta es alguien que predice el futuro. De hecho es cierto que algunos profetas de Israel predijeron acontecimientos humanamente imprevisibles que se cumplieron muchos años más tarde. Pero lo propio del profeta es hablar en nombre de Yahveh. El profeta es esencialmente la «boca de Yahveh» (v. Jer. 15, 19; Is. 30,2), el órgano o instrumento a través del cual Dios manifiesta a los hombres su palabra. Lo mismo si predice el futuro que si realiza cualquier otro anuncio, lo decisivo es que Dios mismo pone sus palabras en la boca del profeta (Jer.1,9; Éx. 4,12).

El punto de partida de la misión del profeta es la llamada de Dios. A diferencia de los falsos profetas, que hablan por iniciativa propia (Jer. 23,21) y por eso sólo dicen falsedades que extravían al pueblo (Jer, 23,32), el profeta auténtico surge por iniciativa de Yahveh. Esta iniciativa irrumpe en la vida del profeta transformando sus planes y sacándole del camino que seguía (Am. 7,14-15), eligiendo al profeta a pesar de su limitaciones y objeciones (Jer 1,5-8; Éx.4,10-12), actuando incluso con violencia sobre él para que ejecute los planes de Yahveh y transmita su palabra (Ez. 3,14; 8,3; Am.3,3-9).

Apoyados en esta iniciativa y llamada de Dios, los profetas claman denunciando el culto hipócrita y formalista, la idolatría, las injusticias sociales, el lujo, la corrupción de las costumbres. Defensores de los derechos de Dios exigen fidelidad a la alianza y reclaman la conversión de un pueblo reiteradamente infiel. Defienden los derechos de los pobres porque la injusticia cometida con ellos ofende al mismo Yahveh. Anuncian el juicio de Dios y amenazan con los castigos divinos, que en realidad son consecuencia de los propios pecados del pueblo y de los cuales, por otra parte, se sirve Yahveh para provocar la conversión y reconducir al pueblo a sí mismo. Son portadores de la promesa de salvación y restauración para el pueblo de Dios, cuando se abre sinceramente a su Dios. Así van preparando el camino para la venida del Mesías.

La fidelidad al Señor y a la palabra recibida de Él les acarreará sufrimientos incontables. Jeremías será acusado de conspirar contra el rey y conducido a prisión (Jer 20,2; 37,15-16); también Miqueas será encarcelado (1Re. 22,26-27). La certeza de haber recibido un mensaje del Señor les impide callarlo o disimularlo. Particularmente significativa es, conocida por sus propias «confesiones», la «pasión» de Jeremías, el drama por él sufrido a causa de su fidelidad a la palabra de Yahveh (Jer. 15,10-21; 20,7-13).

Heraldos de Dios, los profetas son luces encendidas en medio de la historia. Arrojan en la aparente ambigüedad de los acontecimientos la potente luz de Dios. Con su fe vigorosa en un Dios que actúa en la naturaleza y en la historia interpretan los sucesos contemporáneos. Inspirados por el Espíritu, sacan también enseñanzas de los acontecimientos de la historia pasada y proyectan la luz de Dios hacia el porvenir. Así, se convierten en guías del pueblo de Dios, aunque a menudo incomprendidos por sus contemporáneos. Su enseñanza luminosa, el testimonio de su fe y su esperanza, su energía indomable frente al pecado en cualquiera de sus formas... sigue siendo una referencia fundamental también para nosotros cristianos.


3.- Profetismo cristiano

En los últimos siglos del judaísmo desaparecen los profetas; el Salmo 74,9 lamenta este hecho (cfr. Lam. 2,9; Sal. 77,9). Sin embargo, los judíos de la época del Nuevo Testamento esperan la llegada de un profeta, del gran profeta de los últimos tiempos anunciado por Moisés (Dt. 18,15-18).

De hecho Juan Bautista fue saludado con entusiasmo por el pueblo judío como profeta (Mt. 11,9). También la predicación de Jesús produjo un fuerte impacto y fue considerado como profeta (Lc. 7,16; 24,19), más aún, como el profeta esperado, el que tenía que venir en los últimos tiempos (Jn. 5,14; 7,40).

En muchos aspectos Jesús actúa como un profeta: como ellos denuncia los pecados, llama a la conversión y anuncia el Reino de Dios, como ellos es perseguido y rechazado por su pueblo... Jesús mismo expresa su conciencia de ser profeta (Lc. 13,33), pero a la vez se considera superior a todos los profetas (ver, por ejemplo, en la parábola de los viñadores homicidas el contraste entre «los siervos» y «el hijo»: Mt. 21,33-41) y manifiesta que ha venido a dar perfección y cumplimiento a lo enseñado por los antiguos profetas (Mt. 5,17).

En realidad, Jesús es «más que profeta», pues no sólo transmite las palabras de Dios, sino que Él mismo es la Palabra personal del Padre (Jn. 1,1-18); mientras que antes Dios había hablado en diversas ocasiones y por diversos medios a través de los profetas, ahora, en los últimos tiempos, ha hablado en el Hijo (Heb. 1,1-2)

En el Nuevo Testamento encontramos testimonios de la existencia del carisma de profecía en la Iglesia primitiva (Hech. 11,17ss; 13,1; 21,9-11; 1Cor. 13,8; 14,1-5). Pero lo más interesante es que la novedad traída por Cristo ha hecho que todos los cristianos sean profetas: el día de Pentecostés Pedro constata (Hech. 2,14-21) que se ha cumplido la profecía de Joel («Derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas»: Jl. 3,1-2). Se ha cumplido el deseo de Moisés ("¡ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta!": Núm. 11,29): la Iglesia es un pueblo profético. Sólo resta que cada uno de sus miembros actúe y ejercite ese don y esa misión profética en la docilidad al Espíritu; esto es lo que han realizado de manera eminente los santos, que al estar abiertos a la acción y al impulso del Espíritu han sido instrumento de renovación en la Iglesia en cada una de sus épocas.


4.- Textos principales

Isaías 6
Jeremías 1
Ezequiel 1-3
Oseas 1-2; 11
Amós 7
Deuteronomio 18