fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

3.El misterio de la liturgia

Ascensión del Señor a los cielos

Cristo Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos. Había salido del Padre para venir al mundo, y ahora deja el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Y a los discípulos les es dado «ver» cómo Jesús se va del mundo y asciende al cielo (Hch 1,9). Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana.

Y así dice San Pablo: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23); y también: «mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2 Cor 5,6-8). Por eso, hasta entonces, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).

Ahora bien, no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Y esta presencia activa y misteriosa se produce sobre todo en los ritos litúrgicos. En efecto, ascendido a los cielos, Jesucristo, sacerdote eterno, «vive siempre para interceder por nosotros» (+Heb 7,25).

La verdadera naturaleza de la liturgia cristiana nos viene, pues, definida en tres afirmaciones básicas del Vaticano II.

1. La liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo».

«En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7c). En la liturgia, la finalidad doxológica, por la que se glorifica a Dios (doxa, gloria), y la soteriológica, que procura al hombre la salvación (sotería), van siempre expresamente unidas.

2. La liturgia de la Iglesia visible es una participación de la liturgia celestial.

«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos» (SC 8). Esta doctrina es la clave misma de la carta a los Hebreos, y sin ella no puede entenderse la liturgia cristiana: «El punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (Heb 8,1-2).

3. La liturgia terrena es, pues, presencia eficacísima en este mundo del Cristo glorioso.

En efecto, «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, aquel mismo que prometió: «donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (SC 7a). A partir de la presencia de Jesús, que está en los cielos, han de entenderse todos estos modos eclesiales de hacerse realmente presente entre nosotros.

El pueblo cristiano sacerdotal

Todo el pueblo cristiano es sacerdotal. La comunidad reunida en torno a Cristo forma «una estirpe elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). También en el Apocalipsis los cristianos, especialmente los mártires, son llamados sacerdotes de Dios (1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa dignidad les viene de su unión sacramental a Cristo sacerdote.

Así Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de Cristo. Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los caracteres sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa sino ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo derivadas» (STh III,63,3).

Pues bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Concretamente, cualquier acción litúrgica, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (Mysterium fidei; +LG 26a).

Y por otra parte la misma vida cristiana ha de ser toda ella una liturgia permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (1 Tes 5,18), eso es precisamente la eucaristía: acción de gracias, «siempre y en todo lugar» (Prefacios). Si en la misa le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente» (PE III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:

La limosna es una «liturgia» (2 Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber, realizar cualquier actividad, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción de gracias (1 Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18); es decir, «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).

Así pues, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio tanto en su vida, como en el culto litúrgico, aunque en éste no todos participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo.

El sacerdote, ministro representante de Cristo

Todo el pueblo cristiano es sacerdotal, pues tiene por cabeza a Cristo Sacerdote, y está destinado a promover la gloria de Dios y la salvación de los hombres, haciendo de sus propias vidas una ofrenda permanente. Pero quiso el Señor instituir un «especial sacramento [el del Orden] con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (Vat.II, PO 2c). La gracia propia del sacramento les da un nuevo ser, que les hace posible un nuevo obrar. En adelante, estos cristianos constituidos sacerdotes-ministros, han de vivir, siempre y en todo lugar, el ministerio de la representación de Cristo entre sus hermanos. Sacerdos alter Christus.

En efecto, el Vaticano II nos enseña que «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10b).

Con más fuerza expresiva aún el Sínodo Episcopal de 1971, dedicado al tema del sacerdocio, afirma estas realidades de la fe: «Entre los diversos carismas y servicios, únicamente el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los fieles por su esencia, y no solo por grado, es el que hace perenne la obra esencial de los Apóstoles. En efecto, proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y, sobre todo, celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios... El sacerdote hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no sólo en su vida personal, sino también social» (II,4).

Que el sacerdote representa a Cristo en la eucaristía, y que obra en su persona, en su nombre, es algo cierto en la fe. Las oraciones eucarísticas presidenciales, las que reza el sacerdote solo, son oraciones «de Cristo con su Cuerpo al Padre» (+SC 84). En la liturgia de la Palabra, es Cristo mismo el que enseña y predica a su pueblo. Es Él mismo, ciertamente, quien en la liturgia sacrificial dice «esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Es Él quien saluda al pueblo, quien lo bendice, quien, al final de la misa, lo envía al mundo. Con sus ornamentos, palabras y acciones sagradas, el sacerdote es símbolo litúrgico de Jesucristo; no tanto del Cristo histórico, sino del Cristo resucitado y celestial, que sentado a la derecha del Padre, como Sacerdote de la Nueva Alianza, «vive siempre para interceder» por nosotros (Heb 7,25).

Por eso, la vivencia plena de la eucaristía exige una facilidad para reconocer a Cristo en el sacerdote. Apenas es posible entender bien en la fe la eucaristía, y participar de ella, si en la práctica se ignora este aspecto del misterio. En efecto, el ministro sacerdote en la misa visibiliza la presencia y la acción invisible del único sacerdote, Jesucristo. Y, por supuesto, el ministerio del sacerdote visible no debe velar, sino revelar esa presencia invisible del Sacerdote eterno.

((Si no se ve a Cristo en el sacerdote, la misa resulta en buena parte ininteligible, y será inevitable que en su celebración se incurra en prácticas erróneas -sobre todo si el mismo sacerdote vive escasamente este misterio de la fe-. Podemos apreciar esto con algunos ejemplos. El presbítero en la sede representa a Cristo, que preside la asamblea eucarística, sentado a la derecha de Dios Padre: una banquetilla, que hace de sede, proclama la ignorancia de esta realidad de la fe. El Domingo de Ramos los fieles en la procesión aclaman a Cristo, representado por el sacerdote celebrante, que entra en el templo -en Jerusalén-, para ofrecer el sacrificio, y le acompañan con palmas: si el sacerdote lleva también su palma no parece que tenga muy clara conciencia de que en esa procesión de los ramos él está simbolizando a Cristo. Ignora igualmente el sacerdote esa representación misteriosa de Cristo cuando, modificando los saludos y bendiciones, dice en la misa: «El Señor esté con nosotros», la bendición de Dios «descienda sobre nosotros», «Vayamos en paz». En realidad, actuando no en cuanto ministro representante de Cristo-cabeza, sino como un miembro más de Cristo, oculta al Señor, a quien debería visibilizar en esos actos ministeriales.

Se podrían multiplicar los ejemplos, pero todos ellos nos llevarían a la misma comprobación: la fe en el ministerio de la representación litúrgica de Cristo está hoy con frecuencia escasamente actualizada, incluso entre los mismos sacerdotes. El igualitarismo de la mentalidad vigente es, sin duda, uno de los condicionantes ambientales que explican ese oscurecimiento de un aspecto de la fe.))

Lo sagrado cristiano

En la esfera litúrgica es frecuente el uso de la categoría de «sagrado». Pero ¿qué es lo sagrado en la Iglesia? En un sentido amplio, toda la Iglesia es sagrada, pues es «sacramento universal de salvación» (LG 48b, AG 1a). Sin embargo, el lenguaje tradicional suele hablar más bien de sagradas Escrituras, lugares sagrados, sagrados cánones conciliares, sagrados pastores, etc., y por supuesto, sagrada liturgia. En efecto, en Cristo, en su Cuerpo místico, que es la Iglesia, se dicen sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos, acciones- que han sido especialmente elegidas y consagradas por Dios en orden a su glorificación y a la santificación de los hombres.

Según esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue teniendo una sacralidad especial, que le permite realizar con eficacia ciertas funciones santificantes. De Dios no se dice que sea sagrado, sino que es Santo. Lo sagrado, en efecto, es siempre criatura. Jesucristo, en cambio, es a un tiempo el Santo y el sagrado por excelencia. En efecto, la humanidad sagrada de Cristo, el Ungido de Dios, es la fuente de toda sacralidad cristiana.

La disciplina sagrada de la sagrada liturgia

La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar las formas concretas de la sagrada liturgia, porque ellas son la expresión más importante del misterio de la fe. El concilio Vaticano II, por ejemplo, ateniéndose a esta verdad, da normas sobre imágenes y templos, cantos y ritos (SC 22), y por eso mismo, previendo las arbitrariedades posibles de orgullosos o ignorantes, ordena «que nadie, aunque sea sacerdote, añade, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (22,3).

Lo sagrado es un lenguaje, verbal o fáctico, que establece y expresa la comunión espiritual unánime de los fieles. Pero un lenguaje, si es arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados. Por eso los ritos sagrados implican repetición tradicional, serenamente previsible. En este sentido, los fieles tienen derecho a participar en la eucaristía de la Iglesia católica -no en la de Don Fulano-. Y para que puedan participar más profundamente en los ritos litúrgicos, «los ministros no sólo han de desempeñar su función rectamente, según las normas de las leyes litúrgicas, sino actuar de tal modo que inculquen el sentido de lo sagrado» (Eucharisticum mysterium 20).

Que la mente concuerde con la voz

Hemos recordado brevemente la naturaleza misteriosa de lo sagrado y de la liturgia. Afirmemos ahora, antes de analizar la celebración de la eucaristía, el valor precioso de la oración vocal, y especialmente de la oración vocal litúrgica. Toda la liturgia, y concretamente la eucaristía, es una gran oración, una grandiosa oración vocal: himnos y colectas, salmos, responsorios, anáforas.

La oración vocal -como en otro lugar hemos escrito- «es el modo de orar más humilde, más fácil de enseñar y de aprender, más universalmente practicado en la historia de la Iglesia, y más válido en todas las edades espirituales... El cristiano, rezando las oraciones vocales de la Iglesia, procedentes de la Biblia, de la liturgia o de la tradición piadosa, abre su corazón al influjo del Espíritu Santo, que le configura así a Cristo orante. Se hace como niño, y se deja enseñar a orar» (Rivera- Iraburu, Síntesis 434).

El menosprecio de la oración vocal cierra en gran medida la puerta a la espiritualidad litúrgica. Por el contrario, tener devoción y afecto por las oraciones vocales facilita en gran medida la vida litúrgica, y concretamente la vivencia de la misa. En efecto, una de las maneras más sencillas y eficaces de participar en la eucaristía consiste simplemente en procurar «que la mente concuerde con la voz». Esta norma litúrgica del Vaticano II (SC 90) es sumamente tradicional, y la encontramos, por ejemplo, en Santo Tomás (STh II-II,83,13) o en Santa Teresa (Camino Perf. 25,3; 37,1). Digamos, pues, de corazón lo que decimos en la misa. Hagamos nuestro de verdad, con una continua atención e intención, todo lo que dice el sacerdote. No tenga que reprocharnos el Señor: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 7,6 = Is 29,13).

Y que la voz se oiga y entienda

El sacerdote que preside, dando a su recitación la claridad, entonación y velocidad convenientes, ha de pretender que los fieles asistentes a la celebración puedan con facilidad entender, atender y participar, haciendo suyo lo que él va diciendo. No está él haciendo una oración sólamente ordenada a su devoción privada, sino que está orando, en un ministerio sagrado, en el nombre de Cristo y de la Iglesia.

Y los fieles congregados, por supuesto, deben participar también activamente en aquellos cantos y respuestas, acciones y aclamaciones que les corresponden, poniendo el corazón en lo que dicen o hacen. En la Casa de Dios están en su casa, como hijos del Padre, hermanos de Cristo, unidos en un mismo Espíritu. No tienen, pues, que estar cohibidos. El respeto y la humildad con que se debe asistir a los sagrados misterios no debe llevarles a colocarse al fondo de la Iglesia, lo más lejos posible del altar, o a recitar lo que es su parte en voz casi inaudible, como si en cierto modo fueran espectadores distantes o intrusos ajenos a la celebración. Los cristianos no van a oir misa, sino a participar en ella. Éste es, grandiosamente, su derecho y su deber.