fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

1.Teología de la secularización

Secularización, una mala palabra

Hasta aquí nos hemos movido en el ambiente cálido de la Escritura y de la tradición patrística, teológica y magisterial. Convendrá ahora abrigarse, pues entramos en el frío desierto ideológico de la secularización, cuyo pensamiento, al ser ajeno a la Biblia y a la tradición, no puede considerarse propiamente teológico.

Comenzaré por un aviso previo. Por los años sesenta y setenta fueron muchos los teólogos católicos que se entusiasmaron, más o menos, con la teología de la secularización y que emplearon, más o menos, sus categorías mentales, manteniéndose unos, más o menos, en la fe de la Iglesia, y alejándose otros, más o menos, de la visión bíblica y tradicional. En las consideraciones que siguen, no podré ir exonerando en cada caso a los teólogos concretos que cultivaron el tema de la secularidad con recto sentido. Ellos ya saben, por mucho que enfatizaran la secularización, que mis modestas críticas no van con ellos.

Pero incluso éstos, creo yo, pasados ya aquellos años, deberán reconocer que tomaron una opción sumamente discutible al asumir con sentido teológicamente positivo un término como el de secularización. Los hombres adámicos, en el planteamiento bíblico y tradicional de la Iglesia, somos seculares, mundanos, tremendamente seculares y secularizados y sujetos, por lazos invisibles eficacísimos, a los pensamientos y costumbres del siglo. ¿Querrán que nos secularicemos más todavía? ¿Convendrá expresar la conveniente renovación de la Iglesia y de la liturgia, de los sacerdotes, religiosos y laicos en términos de secularización? Es ésa una opción verbal, a mi juicio, muy desafortunada. Y hoy, por cierto, en buena parte ya olvidada, gracias a Dios. ¿Quién sigue hoy tratando el tema de la secularización y de la desacralización de las entidades cristianas? La substancia de la secularización sigue pujante en la Iglesia, sin duda, pero ya las palabras se han desvanecido en gran manera... ¿Cómo iban a durar, siendo tan contrarias a la Biblia y a la tradición eclesial?

Algo semejante pasó en esos mismos años, y en forma vinculada con la secularización, con el tema de la encarnación de los cristianos, y concretamente de sacerdotes y religiosos. Por supuesto que también este lenguaje admite un recto sentido, como el que le daba, por ejemplo, el Cardenal Suhard cuando escribía: «La ley esencial del apostolado es la encarnación» (Dios, Iglesia, Sacerdocio, 113). Pero Cristo dice que el hombre adámico es carne, y que la carne es débil, y que lo que nace de la carne es carne. Y San Pablo le dice al hombre carnal que no es ya deudor de vivir según la carne, sino que, habiendo recibido el Espíritu, venga a ser hombre espiritual. Y los Padres lo mismo: dicen que el Hijo de Dios, siendo espiritual, se hizo carne en la encarnación, para que los hijos de los hombres, que somos carnales, vengamos a ser espirituales. Veinte siglos llevamos hablando así, ¿y ahora vienen con que la renovación del hombre carnal se va a conseguir encarnándose? Somos carnales ¿y hemos de encarnarnos más aún? Es ésta una terminología ajena a la Escritura y a la tradición; más aún, contraria a ellas. ¿Cómo pensar que pueda ser conveniente y grata a Dios? También aquí hay que reconocer que pasó la moda, con el favor de Dios, y es de esperar que de ella no quede huella alguna.

Guardemos fidelidad al lenguaje de la Escritura y de la tradición cristiana. Los autores ascéticos y místicos, concretamente, han sido siempre los que han mantenido mayor fidelidad al lenguaje original de la Revelación y de los Padres. A veces, es cierto, son felices algunos neologismos; pero alejarse de una palabra usada en la Revelación y en la tradición para irse a su contraria -secularización, encarnación- es sin duda un mal paso. Y no sólo por los equívocos que inevitablemente suscita, sino también por las alergias que así se despiertan hacia las sagradas palabras de la Biblia y de la tradición cristiana. En efecto, cuando está de moda encarnarse y acentuar la secularización del cristianismo, hagan la prueba ustedes de hablar según el Nuevo Testamento del «hombre espiritual», o intenten con él exhortar a los cristianos para que no se configuren a «este siglo», sino que, como «peregrinos», sepan afirmar en este mundo su «ciudadanía celestial»... Hagan la prueba. Las alergias que se suscitan ¿son algo bueno? ¿Dan lugar a algo positivo?

Teología de la secularización

Dentro de la tendencia secularizadora se dan posiciones muy diversas, que no pueden ser objeto de una crítica común y unívoca (+H. Lübbe, La secolarizzazione, storia e analisi di un concetto). Se trata, como decimos, de una tendencia, que según los autores se presenta con premisas ideológicas diversas, y con inclinaciones operativas moderadas o radicales.

Sin mayores pretensiones clasificatorias, creo que en el pensamiento de la secularización se pueden distinguir varios elementos. Ante todo, señalaré tres aspectos de la tendencia secularizadora que no ofrece especiales problemas doctrinales.

-1. La sana secularización, entendida como una desacralización de lo indebidamente sacralizado, es una tendencia que trata al mismo tiempo de purificar lo sagrado de aplicaciones indebidas al campo secular, y de afirmar la justa autonomía secular de las realidades temporales, según la enseñanza del concilio Vaticano II (GS 36). En esto los problemas son únicamente prudenciales, a la hora de aplicar ese criterio en cada caso.

-2. El rechazo de ciertas formas históricas concretas de lo sagrado, y la promoción de otras formas nuevas que se consideran más adecuadas, puede ser igualmente una tendencia legítima e incluso necesaria. Como lo anterior, afecta a cuestiones prudenciales, no doctrinales.

-3. Una cierta ocultación de los signos sagrados es considerada por algunos hoy como conveniente en ambientes modernos secularizados. La sensibilidad de los pueblos, las circunstancias políticas o culturales, pueden aconsejar considerables atenuaciones de lo sagrado. De hecho, cuando la Iglesia en los primeros siglos estaba proscrita, la expresión visible de lo sagrado era muy leve. También ésta es cuestión prudencial, aunque como implica a veces ciertos planteamientos doctrinales, la estudiaremos en seguida con atención.

-4. En los países ricos de Occidente la secularización puede entenderse simplemente como una pérdida o debilitación de la sensibilidad para lo sagrado. Se trata de un fenómeno ya muy estudiado y conocido, que afecta poco o nada a los países que son más pobres y de formas tradicionales.

En la teología de la secularización hay a veces también otros elementos doctrinalmente falsos, que implican una determinada filosofía y teología.

-1. Algunos consideran que, a diferencia de las sacralidades paganas o judías, la sacralidad cristiana es puramente interior. Éste es un error teológico, un mal entendimiento de la verdadera naturaleza de lo sagrado cristiano. Y de este error se siguen en la práctica dos actitudes falsas, una más moderada, otra más radical:

-Se piensa que la apariencia sensible de lo sagrado debe asemejarse lo más posible a lo profano, y esto lo mismo en personas, lugares, celebraciones o cosas. La distinción sería motivo de separación. A mayor semejanza en las formas exteriores, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres.

-Se estima que se debe quitar de lo sagrado cristiano toda significación sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala de reunión. Nada de fiestas peculiarmente religiosas, ni de vestimentas litúrgicas, ni de hábitos religiosos. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o judaización del Evangelio genuino.

-2. Algunos, llevando secularización y desacralización más allá de su extremo, llegan a negar la misma existencia de lo sagrado cristiano. Éstos ya no pretenden una ocultación prudente de lo sagrado, una atenuación o eliminación de sus significaciones sensibles, una renovación oportuna de sus formas históricas concretas, no. Estos simplemente niegan la existencia misma de lo sagrado-cristiano en cuanto tal.

Estos elementos del movimiento teológico secularizador se dan, como hemos dicho, en fórmulas y proporciones muy diversas, según los asuntos, autores y grupos.

Analfabetismo del lenguaje simbólico

Lo sagrado implica un lenguaje simbólico, no-verbal, hoy casi ignorado por el hombre occidental moderno, desarraigado voluntariamente de sus tradiciones, decididamente analfabeto para este lenguaje. Hoy es posible en una boda ver al novio, ante el altar, con las manos en los bolsillos, o un invitado con zapatillas de hacer deporte. El lenguaje del saludo, de los gestos, del luto o de la celebración festiva, con sus formas tradicionales, ésta o las otras -un lenguaje si no es tradicional es insignificante- viene a ser positivamente ignorado, no tanto por la gente sencilla, sino sobre todo por la más ilustrada. Lógicamente, este analfabetismo se refleja también en los cristianos, aunque mucho menos en la gente popular.

Hoy es posible ver, incluso en buenos cristianos, actitudes que en otro tiempo sólo con intención sacrílega podrían ser tenidas. Recuerdo haber visto, durante un concierto lleno de gente en la iglesia, un grupo de jóvenes de buena presencia que estaban sentados sobre el altar. Con ocasión de un retiro a sacerdotes, vi a un piadoso cura que tomaba la mesita de la credencia, y después de dejar en el suelo cuidadosamente el cáliz, el leccionario, etc., me la puso con una silla para la predicación. También vi en una ocasión utilizar una Biblia grande, del siglo pasado, para elevar el asiento de la banqueta de un armonio... A una señora amiga que visitaba a un enfermo, el capellán del hospital le explicaba dónde tomar el autobús de regreso en una cercana plaza sirviéndose de una cajita redonda que sacó del bolsillo de su bata blanca: una cajita en la que estaba Cristo. Éstas y otras formas de insensibilidad ante los objetos, personas, lugares o gestos sagrados difícilmente pueden recibir una evaluación positiva. Constituyen indudablemente un empobrecimiento.

Pablo VI hablaba de «la pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado» (Sacerdotalis cælibatus 24-6-1967, 49) ¿De dónde procede este subdesarrollo espiritual, qué significa, qué importancia tiene? Puede ser falta de fe: a quien nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados. Pero también puede ser simplemente, como indicaba antes, una forma de pobreza cultural, un analfabetismo del lenguaje simbólico. Hoy en Occidente se tiende a disociar espíritu y cuerpo, palabra y gesto, condición personal y modos de vestir, en suma, interior y exterior. Si en su expresión subjetiva y espontánea se sobrevalora la individualidad, se rompen las formas comunitarias objetivas, elaboradas en una tradición social de siglos, y en las que reside precisamente la expresión simbólica. Y ya se comprende que los que son analfabetos para todo lenguaje simbólico adolecen también de analfabetismo ante el lenguaje de lo sagrado.

Pues bien, no parece que la sistemática supresión o atenuación extrema de los signos sagrados sea la mejor manera de reeducar una sensibilidad simbólica atrofiada. Por el contrario, la pedagogía pastoral debe optar más bien, como dispuso el concilio Vaticano II, por la catequesis litúrgica (SC 14-20, 35), es decir, en un sentido amplio, por una alfabetización conveniente que enseñe a leer los signos sagrados.

Tampoco parecen ir muy acertados los que confían mucho en el cambio de los signos concretos. Aparte de que esto trae consigo una variabilidad que afecta gravemente la naturaleza ritual de lo sagrado, tal confianza se diría algo ingenua. Para el analfabeto resultan igualmente ilegibles todos los estilos de escritura; simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle. Por lo demás, es indudable que la sensibilidad para lo sagrado está más viva en el pueblo sencillo que en aquellos otros, más cultivados, a quienes correspondería realizar esta instrucción litúrgica y espiritual.

La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado es, sin duda, una enfermedad espiritual grave, que tiene importantes consecuencias en la vida espiritual cristiana. No conviene, pues, ignorarla o aceptarla pasivamente, como si fuera irremediable -una presunta exigencia de nuestro tiempo-. El sentido de lo sagrado, y en general, la sensibilidad simbólica, es un valor propio de la naturaleza humana. Por eso únicamente puede experimentar disminuciones temporales, para resurgir después, quizá con más fuerza, purificado de connotaciones inconvenientes. Ahora bien, la gracia debe proteger todos los valores de la naturaleza, especialmente aquéllos que están decaídos y aquéllos que tienen una relación más íntima con lo religioso, como es el caso de lo sagrado.

Negación del sagrado cristiano en cuanto tal

Aparte de expresiones desafortunadas, como las que recordaba antes de Congar y Manaranche, Thils y Martimort, que, sin pretenderlo en realidad, negaban lo sagrado cristiano, otros autores hay que lo niegan abiertamente. Y, concretamente, en los años de la gran crisis secularista, la Conferencia Episcopal Alemana se veía obligada a denunciar esta posición teológica y pastoral: «Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito especialmente santificado y consagrado a Dios» (El ministerio sacerdotal 90). La misma Iglesia, entendida como «sacramento universal de salvación», distinta del mundo, luz, fermento, sal de la humanidad, sería, pues, una concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay propiamente distinción entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y menos aún entre sacerdote y laico.

Volveremos sobre este tema al estudiar la secularización de la misión y el cristianismo anónimo.

Tendencia de lo sagrado a la manifestación

Lo sagrado hace visible lo invisible. Puesto que pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia invisible, el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga, y sea un signo claro, bello, provocador, atrayente, expresivo. No pretende en principio ocultar lo sagrado, o atenuar lo más posible su significación sensible. Por el contrario, en principio trata de que sea manifiesto y bien visible. Y así el templo tiene una forma peculiar, diversa de las casas seculares. También el sacerdote o el religioso, por su especial consagración, presentan una figura que hace visible su condición de ministros y testigos del Señor. El sonido de las campanas da forma sonora al mundo de la gracia. El canto religioso no es simplemente una melodía secular a la que se le ha aplicado una letra piadosa, sino que posee una expresividad especial. Las fiestas colectivas o familiares, bautizos y bodas, comuniones y funerales, que jalonan la vida humana, tienen también en el mundo cristiano formas sagradas peculiares.

La religiosidad católica, popular y tradicional, tanto en Oriente como en Occidente, ha entendido y vivido siempre con toda sencillez estas realidades, dando al mundo invisible de la gracia la configuración visible de un mundo popular católico, con cruces y campanas, danzas y cantos, calendarios y fiestas, procesiones, cofradías, peregrinaciones, sacramentales, ermitas y santuarios, y costumbres de toda clase, que llegan a afectar hasta ciertas comidas, postres y dulces. Contrapuesto en esto al protestantismo, resulta así el catolicismo, tanto en lo psicológico como en lo estrictamente religioso, sumamente sano, vital y eficaz, hermoso y convincente.

Ya he señalado que el Catolicismo es, con la Ortodoxia, la forma de cristianismo más próxima a las religiosidades naturales, marcadas todas ellas por un profundo, aunque no sea exacto, sentido de lo sagrado. La religiosidad sagrada corresponde, sin duda, a la misma naturaleza del hombre, que por los sentidos llega al conocimiento intelectual. Y es plenamente conforme con la exigencia universal de la psicología humana, que tiende a exteriorizar la interioridad. Es verdad que una cierta disociación entre interioridad y exterioridad es hoy en muchas partes de Occidente síntoma y causa de una enfermedad mental colectiva. Pero también es verdad que la misma ciencia moderna de Occidente confirma las intuiciones antiguas, mejor conservadas, por lo demás, en el Oriente, respecto a la profundidad de la relación psicosomática. Los avances de la psicología profunda acerca de la génesis de las expresiones colectivas, la fenomenología religiosa en general, lo mismo que el yoga, no hacen sino afirmar de modo convergente la íntima unión que debe haber entre la interioridad y la exterioridad del hombre. Hoy nadie puede afirmar seriamente que «da lo mismo» que las mujeres de la India conserven el sari y el talante femenino tradicional o que vistan pantalones vaqueros y masquen chicle. ¿Qué más da?... Igualmente, tampoco parece serio decir que «da lo mismo» que sacerdotes, religiosos y religiosas vistan significando o no su condición personal, especialmente sagrada. ¿Qué importancia tiene? Se trata sólo de exterioridades... Ni puede decirse con verdad que la música o la arquitectura para el culto religioso no tienen por qué pretender unas formas peculiares, ansiosas de manifestar al Santo. En efecto, las coordenadas sagradas del mundo cristiano deben afirmarse con amor y fidelidad, sabiendo que todas esas formas sagradas comunitarias al mismo tiempo que expresan el mundo de la fe, lo inducen eficacísimamente en las personas y pueblos.

En fin, frente a todo esto, ya conocemos cuál es la doctrina y la práctica secular de la Iglesia en lo referente a lo sagrado. La Iglesia antigua tuvo que pronunciarse ante el fenómeno iconoclasta, hostil a toda representación visible del invisible mundo de la gracia (Niceno II, 787; Trento 1563; Prof. fidei 1743: Dz 600, 1823, 2532). Y la Iglesia actual, ante desafíos semejantes, se ha pronunciado ya en muchas ocasiones sobre el tema, principalmente en el concilio Vaticano II (SC). El Papa Pablo VI señaló en varias ocasiones el error de quienes pretenden, «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares, tiempos y personas» (15-10-1967). Y veinte años después del Concilio, el Sínodo Episcopal de 1985 apreciaba que, «no obstante el secularismo, existen signos de una vuelta a lo sagrado».

No podría ser de otro modo, perteneciendo lo sagrado en modo tan profundo y universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Es indudable que, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la que da más forma visible, social, sagrada, al mundo invisible de la gracia de Cristo. Ella es también la que más asume las formas religiosas naturales, la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y lo hace con toda conciencia, para que «conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» (Pref. Iº Navidad). En este sentido, es la Iglesia Católica la más eficazmente misionera, la que más acoge el sentido sagrado de las religiosidades naturales, purificando y elevando ese sentido en el Espíritu Santo.

La ocultación de lo sagrado

Hemos afirmado que la naturaleza misma teológica de lo sagrado le hace tender a ser visible y audible. Otra cosa distinta es que en determinadas circunstancias puede ser prudente la atenuación o la ocultación de lo sagrado. Y esto no sólamente en guerras o persecuciones, sino en ciertas situaciones sociales o culturales. Sin embargo, el velamiento de lo sagrado puede tener consecuencias tan importantes para la evangelización del mundo y para la vida espiritual de los cristianos -favorables o desventajosas-, que habrá de ser determinada con sumo cuidado y medida:

-La autorización de la Jerarquía apostólica, en ciertos casos requerida por la ley, vendrá aconsejada por la prudencia cuando se trate de velar durablemente signos sagrados importantes.

-La ocultación de lo sagrado puede ser conveniente si hay peligro para las cosas o las personas: «No déis lo sagrado a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os destrocen» (Mt 7,6).

-La caridad pastoral puede llevar a la atenuación de ciertas formas sagradas, como cuando un sacerdote confiesa a un alejado paseando por una plaza; o incluso puede conducir a suprimirlas: por ejemplo, en un barrio anticristiano se suspende una procesión acostumbrada porque iba siendo entendida como una provocación.

-La obediencia a las normas de la Iglesia sobre lo sagrado no sería perfecta sin la virtud de la epiqueya, que nos inclina en ocasiones a apartarnos prudentemente de la letra de la ley, para mejor cumplir su espiritu (STh II-II,120). Los cristianos respetamos las normas eclesiales, pero no somos siervos, somos hijos, y sabemos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).

Es preciso reconocer, sin embargo, que a veces la disminución o supresión de los signos sagrados es inconveniente y arbitraria, y procede de premisas falsas. Algunos parten de que el hombre moderno no tiene capacidad para lo sagrado. Pero tal capacidad existe, aunque en muchos casos esté atrofiada, y lo que necesita es suscitación y desarrollo. Algunos, por otra parte, olvidan que ciertas leyes de la Iglesia relativas a lo sagrado exigen gravemente la obediencia, y que ciertas disminuciones o supresiones de lo sagrado no quedan bajo el arbitrio prudencial privado. Otros hay también que al parecer ignoran que en ciertas materias -por ejemplo, los signos de veneración ante la eucaristía- no-significar la fe en la forma mandada o acostumbrada puede equivaler en la práctica a significar-que-no hay fe en tal misterio, a decir que en el Sagrario no hay nada especial -y esto aunque tal contrasignificación sea ajena a su personal intención-. Algunos, en fin, suprimen ciertos signos sagrados por cobardía, por temor a persecuciones -a veces muy sutiles- que no se deberían evitar, por miedo a confesar abiertamente a Cristo ante los hombres (Mt 10,33).

El Santo se acerca a los hombres y nos muestra su rostro en lo sagrado. El Invisible se hace así visible. El Altísimo se hace accesible en la sagrada Humanidad de Cristo, y en las múltiples sacralidades derivadas de Él en su Cuerpo eclesial. Cuidemos, pues, con toda solicitud los caminos sagrados por los que el Espíritu se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a su encuentro. Son avenidas de gracia. Que no se obstruyan esos caminos, que no desaparezcan, que no se apodere de ellos la maleza. La religiosidad popular de los pequeños sería con ello la más afectada. Tenía toda la razón el cardenal Daniélou cuando afirmaba que «una cierta resacralización es indispensable para que haya un cristianismo popular» (Desacralización 70).

Secularización de sacerdotes y religiosos

El intento de secularizar la vida de sacerdotes y religiosos comienza, como siempre, por el esperpento semántico: se trata de renovar la vida y el apostolado de los ministros sagrados y de los religiosos de vida consagrada acentuando en ellos la secularidad y la des-sacralización. Para ello, dejando de lado la teología católica de lo sagrado, se concibe lo sagrado en forma judía o pagana, en la que predomina el aspecto de casta separada, y se procede en seguida, lógicamente, a eliminar la sacralidad de la vida sacerdotal o religiosa.

Tal intento tuvo su ímpetu explícito más fuerte hace veinte años, aunque sus efectos duran todavía. Es la época en que profesores alemanes, holandeses y belgas propugnan la secularización profunda de la figura del sacerdote en el Congreso de Lucerna (setiembre 1967). El Concilio Pastoral Holandés llega a muy curiosas conclusiones sobre la vida sacerdotal («Documentation Catholique» 67,1970, 174-176). El movimiento sacerdotal Échanges et dialogue, en la asamblea de Dijon, concluye que «es necesario suprimir toda distinción entre sacerdote y laico». «Todos somos laicos y todos somos sacerdotes», «Considerar al sacerdote como una persona sagrada es una alienación» («Le Monde» 14-4-1970). Prácticamente en todas las Iglesias locales de Occidente hubo movimientos y asambleas de esta misma orientación -Priestergruppen, Septuagint, Sacerdotes para el Tercer Mundo-, más o menos moderadas o radicales.

Por esos años se celebró en España la Asamblea conjunta Obispos-Sacerdotes (1971). Pude conocerla bastante, pues yo era subdirector del Secretariado Nacional del Clero hasta poco antes de su celebración. Podemos recordar de ella, por ejemplo, lo que dijo la Ponencia primera sobre secularización y neosacralismo (1.2.1: pg. 17-19); la Ponencia segunda sobre el estatuto social del sacerdote (2.1.1: 197-198) y la «inserción del presbítero en la sociedad mediante el trabajo» civil (269), o los planteamientos de la Ponencia sexta sobre la actitud del presbítero ante el mundo (1.5.4: 482), y la espiritualidad de encarnación (2.4: 484-487). La cuidada edición de la BAC no incluyó el Documento de la Sagrada Congregación sobre la Doctrina de la Fe acerca de las conclusiones de la Asamblea Conjunta («Ecclesia» 32,1972, 540-550).

El discurso secularista, según transcribo de diversas publicaciones, venía por aquellos años a ser éste: En el Antiguo Testamento «los levitas fueron separados del resto del pueblo, y la familia de Aarón del resto de los levitas. Por el contrario, el autor de los Hebreos pone toda la insistencia en que [el Pontífice] sea enteramente semejante a los hombres. La separación, por tanto, no pertenece a la noción del verdadero sacerdocio que se instaura en Cristo; como tampoco pertenece a nuestro sacerdocio cristiano el concepto de casta aparte, y todo lo que venga a representar un grupo diferenciado». Según esto, «se rechaza todo privilegio, toda distinción; y se acepta la condición difícil y humillante de los humanos».

Esto es lo que hizo Jesús, que «no usó una lengua escolástica, no vistió de una manera rara, ni se educó en un ambiente distante y distinto. El ministro de la Iglesia no puede ser un señor que, a semejanza de las castas sagradas del mundo pagano, hable un idioma mental diferente, vista un traje diferente, tenga una sensibilidad extraña y distante. Para poder transformar el mundo, unido al Pueblo de Dios, tiene que ser fermento en la masa».

Por tanto, «hay que pasar del régimen de separación dominante, que recuerda más una estructura pre-evangélica (de casta sagrada separada del pueblo impuro) a un régimen de presencia evangélica. No hay razón teológica que impida que la vida del ministro eclesial participe de las formas de existencia del Pueblo de Dios en el mundo. La estructura de separación de una casta sacerdotal está justificada en el eón pre-pascual, en que la existencia humana (trabajo, vida social) estaba bajo la maldición radical de Dios. Esta situación del ser en el mundo está radicalmente superada por el Acontecimiento Pascual. Por ello no hay más que razones prácticas pastorales que puedan delimitar -en casos particulares- las formas existenciales de ser en el mundo del sacerdote ministerial cristiano. La única razón teológica de separación es la separación del pecado: pero ésa la tiene todo el pueblo cristiano».

Aplicando estos criterios a cuestiones concretas de la vida de los presbíteros, habrá que afirmar que si bien «a nivel individual no es necesario que todos y cada uno realicen este tipo de presencia por el trabajo civil, sin embargo, a nivel de grupo es verdaderamente necesaria una abundante presencia por el trabajo civil. Si no el grupo vuelve a ser un separado. Pues le falta una de las formas esenciales del ser en el mundo del hombre: el trabajo de producción social dentro de la circulación económica de bienes y servicios: elemento básico del tejido relacional de la estructura socio-política radical del hombre. El servicio evangélico, por su esencial naturaleza gratuita, está fuera de esa circulación, aunque incida en ella iluminando su sentido último».

En esta secularización de la vida del sacerdote, según tendencias más o menos radicales, se propugnaba, pues, la inserción del clero en el mundo secular por el trabajo civil, el compromiso político, el matrimonio optativo, el ocio y las diversiones, el vestido y la casa, y todo el conjunto de su vida. Y el planteamiento, mutatis mutandi, venía a ser el mismo para la vida de los religiosos y religiosas. En esos años, rápidamente, fueron desapareciendo sotanas y hábitos, que fueron sustituídos por algún leve distintivo, pronto llamado, por la misma lógica secularizante, a desaparecer también. Vimos religiosos taxistas, sacerdotes repartidores de gaseosas, etc. Los seminaristas pasaron de los Seminarios a viviendas normales de ambientes populares, y lo mismo los religiosos dejaron en muchos casos sus conventos para vivir «como los seglares». Eran años, precisamente, en que muchas familias religiosas hubieron de celebrar sus capítulos extraordinarios postconciliares. Las secularizaciones existenciales se desarrollaron entre sacerdotes y religiosos aceleradamente, y en poco tiempo las secularizaciones canónicas se contaron en muchas decenas de miles.

En aquellos años, casi todas las revistas y editoriales se pusieron al servicio del impulso secularista, y difundieron textos que en todos los tonos -crítico, histórico, filosófico, sociológico, ascético o incluso heroico y lírico- propugnaban la teología de la secularización. Pues bien, los intentos de renovar el ministerio sagrado o la vida de laicos y religiosos mediante la secularización van errados.

1.-Son contrarios a la orientación bíblica y tradicional, pues ignoran que Cristo formó en torno a sí un «grupo diferenciado» de hombres que, antes, «eran pescadores [de peces]. Y Jesús les dijo: "Seguidme y os haré pescadores de hombres". Y ellos, al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mc 1,16-18). En la historia de la Iglesia este modelo de vita apostolica es el que ha determinado -como «grupo diferenciado», desde luego- no sólo la vida religiosa, sino también la vida del clero que, en el triple ministerio, también se ha configurado por los tres consejos evangélicos (PO 15-17, Pastores dabo vobis 27-30).

2.-Desfiguran la verdadera sacralidad cristiana, dándole rasgos paganos o judíos, para poder más cómodamente repudiarla. Lo que la teología de la secularización dice de lo sagrado no suele tener que ver apenas nada con lo sagrado-cristiano.

3.-Hacen caricatura odiosa de la verdadera condición sagrada de religiosos y sacerdotes, como si por ella viniera a constituirse una casta aparte, privilegiada y al mismo tiempo alienada, separada, y más aún, enclaustrada en una separación dominante, diferenciada del pueblo impuro laical. ¿A qué vienen todas estas palabras alergizantes, que no hacen sino impedir sobre el tema un discurso teológico sereno, a la luz de Dios? ¿Y qué tienen que ver todos esos términos odiosos con la vida del cura de Ars o con la figura de la madre Teresa de Calcuta, y con tantos buenos sacerdotes y religiosos del pasado y del presente?

Es un engaño. Nos han querido hacer creer que los religiosos y sacerdotes tradicionales (sagrados), son seres alienados, carentes de sana secularidad, alejados de un mundo que condenan sin entenderlo, y que no pueden salvar porque de él están distantes y ajenos. Nos han asegurado que de este modo quedan fríos, estériles, aislados, condenados a un estado de infantilismo crónico, y situados así al borde de extinción, entre otras cosas por falta previsible de vocaciones.

Es falso. Es todo lo contrario. El fraile, el cura y la monjita tradicionales dieron, dan y darán innumerables figuras de personas activas, alegres, que se mueven perfectamente en el mundo, que convencen a un concejal, que consiguen rebajas del constructor, que, sin complejo alguno, llaman a conversión a la adúltera, al borracho o al ricachón, que hacen un acueducto o que montan una granja de pollos para financiar un hogar de huérfanos, que sacan dinero de no se sabe ni dónde -aunque al parecer no roban-, que no tienen crisis de identidad y que suscitan vocaciones jóvenes, llenas de cariño y respeto hacia los curas y religiosos mayores. Como debe ser.

A quienes vemos muy perdidos en el mundo es precisamente a los curas, frailes y religiosas de estilo más secularizado. Éstos son los que, al no acabar de creer en su condición sagrada y en su sagrada misión, se ven insignificantes, y discurren vagamente, sin pescar ni peces ni hombres, por un mundo que les mira con recelo. Éstos son los que, jugando a ser iguales, ven perturbada por una ideología artificial su relación con los fieles cristianos y con los que no tienen fe. Inevitablemente problematizados en su falsa posición, son frágiles e inestables, pasan por crisis periódicas, se ven estériles, no suscitan vocaciones que prolonguen su secularismo, ya no ilusionado y heroico, sino desencantado siempre, y a veces aburguesado. Éstos siguen moviéndose por cierta inercia, sobre todo en innumerables reuniones y asambleas, con carpetas bajo el brazo llenas de materiales de trabajo. Pero son ya movimientos sin sentido, previos a la extinción definitiva. Son los sacerdotes, profetas y profetisas que «vagan sin sentido por el país» (Jer 14,18). Sintiendo hacia ellos verdadero cariño y comprensión, es preciso hablarles con cierta dureza, a ver si reaccionan, pues, prolongando el equívoco demasiado, obstruyen el surgimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas, con gran daño de la Iglesia.

Pablo VI, ante el empeño secularizador de la vida y ministerio de los sacerdotes, ve la urgencia de defender la visión bíblica y tradicional impusada por el Vaticano II. Y así señala «el inconveniente, hoy muy extendido, de querer hacer del sacerdote un hombre como otro cualquiera en su modo de vestir, en la profesión profana, en la asistencia a los espectáculos, en la experiencia mundana, en el compromiso social y político, en la formación de una familia propia con renuncia al celibato. Se habla de querer integrar al sacerdote en la sociedad. ¿Es así como debe entenderse el significado de la palabra magistral de Jesús, que nos quiere en el mundo, pero no del mundo? ¿No ha llamado y escogido Él a sus discípulos, a aquellos que debían extender y continuar el anuncio del reino de Dios, distinguiéndoles, más aún, separándolos del modo común de vivir, y pidiéndoles que lo dejaran todo para seguirle sólamente a Él? Todo el Evangelio habla de esta cualificación, de esta especialización de los discípulos que deberían ser después los Apóstoles. Jesús los ha separado, no sin un sacrificio radical por parte de ellos, de sus ocupaciones ordinarias, de sus intereses legítimos y normales, de su asimilación al ambiente social, de sus afectos sacrosantos, y los ha querido consagrados a Él, con un don completo, con un compromiso sin retorno, contando, eso sí, con su libre y espontánea respuesta, pero pidiéndoles por adelantado una total renuncia, una inmolación heroica. Escuchemos de nuevo el inventario de nuestras renuncias de los labios mismos de Jesús: "Todo aquel que dejare su casa, sus hermanos o hermanas, a su padre o a su madre, a la esposa, los hijos o sus campos por mi nombre"... Y los discípulos tenían conciencia de esta su personal y paradójica condición; Pedro dice: "He aquí que nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido a ti"» (17-2-1969).

Secularización de los laicos

«El caracter secular -enseñó el concilio Vaticano II- es propio y peculiar de los laicos» (LG 31). Y en este sentido, puede hablarse, como lo hace José Luis Illanes, de La secularidad como elemento especificador de la condición laical. La teología de la secularización, sin embargo, orienta la vida laical por vías secularistas muy diversas a las del pensamiento católico genuino.

En efecto, la Biblia, la tradición, la experiencia nos enseñan que el peligro fundamental de los seglares cristianos es precisamente secularizarse, mundanizarse, asumir, casi sin darse cuenta, los pensamientos y costumbres del mundo, y contra esto ha luchado siempre la verdadera ascesis laical cristiana. Por eso, convencer a los seglares cristianos de que deben secularizar más sus vidas viene a ser como persuadir a las piedras para que sigan la fuerza de la gravedad: no son precisos muchos argumentos. El Nuevo Testamento, por el contrario, habla de la vocación celestial de los cristianos (Heb 3,1), que no son ya hombres terrenos, sino que por Cristo, el nuevo Adán, han venido a ser hombres celestiales (1Cor 15,45; +47-48; Jn 6,33.38). Y del mismo modo insiste en que los cristianos -también los laicos, por supuesto-, al igual que Cristo (Jn 8,23), no son del mundo (15,19), sino que están en él «como forasteros y extranjeros» (1Pe 2,11). Ésta fue siempre la orientación del pensamiento bíblico y de la espiritualidad tradicional. Puede y debe haber en esa orientación desarrollos enriquecedores, pero siempre que sean homogéneos. Lo fueron en la doctrina del Vaticano II, pero no en la teología de la secularización de los años postconciliares.

Así las cosas, como advierte el cardenal Ratzinger, «muchos católicos, en estos años, se han abierto sin filtros ni frenos al mundo y a su cultura, al tiempo que se interrogaban sobre las bases mismas del depositum fidei, que para muchos habían dejado de ser claras» (Informe sobre la fe 42). Entre los laicos secularizados, los ejercicios espirituales suscitan alergia, y se apasionan en cambio por los ejercicios corporales de todo tipo, en los que gastan sin cuidado tiempo, dinero y energías. Desde que los teólogos de la secularización glorificaron sus ocupaciones seculares, y les hicieron ver que «todo es oración» -cosa que ignoraban- ya no tienen tiempo para la oración, y tampoco para los sacramentos. Igualmente la glorificación crística, aunque anónima, del mundo presente, todo él asumido por Cristo en la encarnación, les ha hecho ver supérfluo el apostolado. Aceptada ya, hace cincuenta o cien años, la secularización de la vida política, tampoco han creído necesario empeñarse demasiado en «insertar el Evangelio en las realidades temporales». Y por lo demás, cosa curiosa, ese apasionado «ser en el mundo» de los seglares secularizados no les da de sí para tener hijos. Países cristianos, como España e Italia, por ejemplo, afectados por la mentalidad secularista, son, en datos de 1993, los países del mundo con menos hijos...

Es cierto que la secularización de sacerdotes y religiosos ha producido los efectos negativos más espectaculares; pero no es menos grave la secularización de los seglares, ya que en muchos casos les ha llevado simplemente a la apostasía. Cuando los cristianos, en «el tiempo de nuestra peregrinación», no quieren seguir siendo «peregrinos y forasteros» en este mundo (1Pe 1,17; 2,11); cuando, dejándose de misticismos escatológicos, no quieren ya ser «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20; +Ef 2,19), sino que prefieren y tienen a gala ser miembros bien arraigados de este mundo secular, se acabó la vida cristiana, al secularizarse la vida secular. ¿Quién habrá que piense todavía en el empeño ascendente de la consecratio mundi, tarea de los laicos, en expresión del Vaticano II (LG 34)? Eso podría hacerlo un pueblo cristiano que sea genus electum, regale sacerdotium, gens sancta (1Pe 2,9), pero no un pueblo secular secularizado.

El movimiento descendente, propio de la secularización, se manifiesta gráficamente, por ejemplo, en la cuestión del vestido femenino. Cuando las religiosas se visten como las seglares, las seglares se visten como las paganas, sin decencia. Todo va hacia abajo. Es la decadencia peculiar de la secularización. Lo sagrado levanta lo secular, lo secularizado lo hunde hacia abajo. Pablo VI, tan sensible a estas cuestiones, pudo comprender y denunciar estas miserias con toda lucidez:

«Hemos sido quizá demasiado débiles e imprudentes en esta actitud a la que nos invita la escuela del cristianismo moderno: el reconocimiento del mundo profano en sus derechos y en sus valores; la simpatía incluso y la admiración que le son debidas. Hemos andado frecuentemente en la práctica fuera del signo. El contenido llamado permisivo de nuestro juicio moral y de nuestra conducta práctica; la transigencia hacia la experiencia del mal, con el sofisticado pretexto de querer conocerlo para sabernos defender luego de él...; el laicismo que, queriendo señalar los límites de determinadas competencias específicas, se impone como autosuficiente, y pasa a la negación de otros valores y realidades; la renuncia ambigua y quizá hipócrita a los signos exteriores de la propia identidad religiosa, etc., han insinuado en muchos la cómoda persuasión de que hoy aun el que es cristiano debe asimilarse a la masa humana como es, sin tomarse el cuidado de marcar por su propia cuenta alguna distinción, y sin pretender, nosotros cristianos, tener algo propio y original que pueda frente a los otros aportar alguna saludable ventaja.

«Hemos andado fuera del signo en el conformismo con la mentalidad y con las costumbres del mundo profano. Volvamos a escuchar la apelación del apóstol Pablo a los primeros cristianos: "No queráis conformaros al siglo presente, sino transformáos con la renovación de vuestro espíritu" (Rm 12,2); y el apóstol Pedro: "Como hijos de obediencia, no os conforméis a los deseos de cuando errábais en la ignorancia" (1Pe 1,14). Se nos exige una diferencia entre la vida cristiana y la profana y pagana que nos asedia; una originalidad, un estilo propio. Digámoslo claramente: una libertad propia para vivir según las exigencias del Evangelio». Es necesaria hoy una ascesis fuerte, «tanto más oportuna hoy cuanto mayor es el asedio, el asalto del siglo amorfo o corrompido que nos circunda. Defenderse, preservarse, como quien vive en un ambiente de epidemia» (21-11-1973).

Secularización de las obras de caridad

Desde hace años, organizaciones católicas de caridad plantean sus actividades y campañas sin apenas hacer mención del nombre de Dios y de su Cristo. Denuncian con datos e imágenes terribles la miseria que abruma a muchos hombres, y exhortan enérgicamente a la ayuda económica. Nos aseguran que «la solución está en compartir». No se fían de planteamientos más espirituales, que estiman evasivos. Van directamente al grano: «Caritas. Trabajamos por la justicia». Se permiten incluso ironías sobre la virtualidad de justicia que pueda haber en la caridad, y parecen preferir el simple amor secular a la caridad sobrenatural: «El amor es de Dios... La caridad... de la señora condesa».

Estos slóganes -son ejemplos tomados de España- se van repitiendo demasiadas veces, mientras que el 95 % del dinero que reúnen estas organizaciones no procede de ambientes seculares, en los que tanto dinero corre y se malgasta, sino -cosa curiosa- de las misas parroquiales, es decir, de lo que los ministros sagrados del Señor recogemos cuando el pueblo consagrado se reúne a celebrar los sagrados misterios. De ahí vienen tanto el dinero como las personas que, con gran generosidad, prestan su ayuda a estas organizaciones de la caridad secularizada. De ahí, precisamente, vienen: del nombre sagrado de Jesús, que esas organizaciones silencian con demasiada frecuencia.

Se podrá objetar señalando los grandes bienes realizados por Caritas y otras organizaciones católicas asistenciales: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16). Pero la respuesta es fácil. A pesar de sus planteamientos secularizados, hay en esas entidades indudable savia implícita de cristianismo, y de ahí viene el fruto. Y más aún de los muchos buenos cristianos, bien explícitos, que, orando y trabajando, se empeñan en esas obras. Y aún hay que decir otra cosa: más fruto harían trabajando desde planteamientos explícitamente cristianos. Más fruto material, y también espiritual y apostólico. Cristo quiere que nuestras «buenas obras» sean hechas de tal modo que los hombres, viéndolas, «glorifiquen al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Y obrando así lograremos que «esta obra de caridad que hacemos para gloria del mismo Señor», efectivamente «produzca acción de gracias a Dios» (2Cor 8,19; 9,11).

Para los cristianos, pretender solucionar las consecuencias del pecado sin denunciar el pecado que está en su causa, el olvido de Dios y el culto a la criatura -es decir, sin predicar el Evangelio al mismo tiempo, aunque sea en alusiones breves, pero altamente significativas-, es un fraude. Sin Cristo no hay solución ni salvación. Sin Él se ponen remedios mínimos a miserias máximas, tranquilizando así engañosamente las conciencias. «Manos Unidas», en 1995, con su mejor voluntad, reunió en España 5.573 millones de pesetas para los países pobres. ¿Eso es mucho o poco?... Equivale a 143 pesetas por habitante, más o menos actualmente una taza de café. Pero sólamente en juegos de azar los españoles (en 1992) gastan 3,2 billones (exactamente, según datos del Ministerio del Interior, 3.184.270 millones), 80.752 por habitante... ¡Remedios mínimos para miserias enormes! Otro impulso formidable llegarían a tener esas mismas organizaciones si, fieles a la tradición asistencial cristiana, argumentasen desde Cristo crucificado, que dió su vida por nosotros, que nos mandó hacer lo mismo, y que nos anunció la suerte eterna de quienes saben o no saben compadecerse de los necesitados (Mt 25,41-46).

Y otra cosa: ¿Por qué obras católicas de caridad, que desarrollan campañas formidables en favor de parados y emigrantes, pobres y marginados, no despliegan campañas semejantes -con trípticos y carteles, cuñas radiofónicas, guiones pedagógicos para las escuelas, artículos en la prensa y murales en las calles- contra el aborto, es decir, en favor de los seres humanos que van a ser asesinados en el seno de sus madres? ¿No entra en su vocación la defensa de estos oprimidos indefensos? ¡Remedios nulos para miserias máximas!

La caridad secularizada ha de ser mirada con todo respeto y simpatía, sin duda, pero sin ignorar que es débil, incompleta, sujeta en buena parte a la moda, tremendamente deficitaria. No puede ni compararse con la caridad religiosa, explícitamente relacionada con el amor de Cristo, es decir, con la Cruz. Da de sí el precio de una taza de café o el paso de un verano entre los miserables de un país hundido en la pobreza. Pero no puede dar de sí, por ejemplo, lo que cientos de miles de sacerdotes y de religiosos, consagrados a Cristo, han hecho y hacen calladamente, entregando sus vidas durante varios decenios al servicio de pobres y enfermos, sin que las cámaras de televisión que siguen entre los indígenas a un cantante famoso se interesen por ellos, como es lógico.

Cuando Jesucristo trata de los abismos que separan a ricos de pobres, y que ocasionan entre ellos el odio, lo hace siempre con un trasfondo netamente religioso (parábola de Lázaro, Lc 16,19-31; acreedor duro y cruel, Mt 18,21-35; juicio final, 25,31-46), y con una inspiración netamente doxológica: «para que viendo los hombres vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (5,16). Sabe que lo que está en juego siempre de forma decisiva es la actitud del hombre ante Dios.

Y lo mismo hace San Pablo cuando, por ejemplo, organiza la gran colecta en favor de los fieles de Jerusalén (2Cor 8-9). El motivo-motor fundamental que pone es Cristo, que «siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (8,9). Y la finalidad pretendida que señala es doble, pues «el ministerio de este servicio (diakonía tês leitourgías) no sólo remedia la pobreza de los santos [fin próximo], sino que hace rebosar en ellos copiosa acción de gracias (eucharistiôn) a Dios [fin último]» (9,12). De este modo, toda la actividad de caritas eclesial, teniendo a Cristo como «alfa y omega» (Apoc 1,8), une caridad y justicia, amor a Dios y amor al hermano, ayuda material y culto litúrgico. Con toda razón la Iglesia antigua recogía las ofrendas para los pobres dentro de la misa, en el ofertorio de la eucaristía.

La solución está en Cristo: sólo en su Espíritu se abre de verdad el corazón del hombre a sus hermanos necesitados. Así lo entendieron las organizaciones caritativas de la tradición cristiana y otras actuales, como Ayuda a la Iglesia necesitada. Y eso es lo que Juan Pablo II repite una y otra vez: «Sólo una Iglesia que adore y ore, puede mostrarse suficientemente sensible a las necesidades del enfermo, del que sufre, del solitario y del pobre, donde quiera que esté» (13-9-1983).

En uno de sus grandes discursos de Ginebra (15-6-1982) decía: «no hay religión auténtica sin preocupación por la justicia», y añadía: «no hay justicia sin amor, sin caridad». Y en seguida ascendía a la fuente, Cristo Salvador: «Esta Eucaristía nos ilumina sobre la fuente del amor y de la justicia, para nosotros los creyentes. El amor viene no sólamente del ejemplo de Cristo, sino también de la caridad (agápe) que procede del Padre, que se manifiesta en el Hijo y que se difunde por el Espíritu Santo. Dios es amor, ésta es nuestra fe. Pero para que los hombres tengan acceso a esta justicia, es decir, a esta santidad que viene de Dios, y a su amor, hizo falta que el pecado, el muro del orgullo, del egoísmo y del odio, fuese abolido por el sacrificio del Justo, por el amor del Hijo. La Misa nos hace participar, en el plano sacramental, de esta liberación. Debemos volvernos hacia la fuente, debemos convertirnos. No hay religión cristiana auténtica, no hay justicia ni caridad cristianas sin esta conversión, que es ruptura con el pecado, adhesión a su sacrificio y comunión de su Cuerpo entregado, de su Sangre derramada. Sólo a este precio los cristianos adquieren el dinamismo del Evangelio para hacer un mundo nuevo, y se convierten progresivamente como en ostensorios de Dios, de su amor trinitario, a través de luchas no violentas por el reino de la justicia».

Los pobres, sin emplear palabras tan altas, saben por instinto que eso es así. Ellos extienden su mano pidiendo «por el amor de Dios», intuyendo que no hay argumento más fuerte, y no se sitúan allí donde más corre el dinero, en tiendas y almacenes, discotecas o restaurantes, estadios o bancos, sino en la puerta de las iglesias, lugares sagrados de Cristo. Ellos saben -o sabían, pues también en Occidente se han secularizado- que es verdad lo que se atrevió a decir Juan Pablo II en medio de las terribles miserias de la India: «La religión es la fuente principal del compromiso social para con la justicia» (2-2-86). No hay que secularizar el compromiso por la justicia y el servicio a los pobres. Si en ese campo se quiere hacer algo en serio, hay que acentuar profundamente la religiosidad de ese compromiso y de ese servicio, siguiendo así las enseñanzas de Cristo, de San Pablo y de toda la tradición cristiana.

Secularización de la acción pastoral y misionera

He aquí una parábola. Unos hombres de buena voluntad fueron a prestar su ayuda a los habitantes de un país que, por caminar siempre sobre las manos, cabeza abajo, con los pies por alto, se veían aquejados de innumerables males. Unos tenían las manos deformadas, otros sufrían dolores terribles en la columna vertebral, algunos padecían de agudas jaquecas o trastornos visuales, y por supuesto, todos pasaban grandes miserias, pues no podían trabajar sino poco y mal. Así las cosas, los hombres de buena voluntad se pusieron a la obra con todo empeño: repartieron medicinas, dieron masajes, aplicaron corrientes terápicas, y consiguieron ayudas económicas que remediaran las necesidades más urgentes. Pero lo que nunca hicieron, quizá por respeto a la tradición local de los nativos, fue advertirles que el hombre está hecho para caminar con los pies, llevando en alto la cabeza, y que haciendo así, muchos de los males que padecían se sanarían en seguida.

¿Qué pensar de esos hombres de buena voluntad?... Convendría hacer la pregunta a quienes secularizan su actividad pastoral y misionera. Al tiempo que ayudan a esos hombres cabeza-abajo en sus incontables miserias, ¿cómo no les dicen que se pongan cabeza-arriba? No se entiende.

-Combatir no el pecado, sino las consecuencias del pecado. San Pablo, al comienzo de su carta a los Romanos, describe minuciosamente las innumerables miserias del hombre: odio, avaricia, mentira, fornicación, violencia, etc., y afirma que todo eso procede de que el hombre «cambió la verdad de Dios por la mentira, y adoró y sirvió a la criatura en lugar del Creador» (Rm 1,18-32). Todos, pues, pecaron, y todos quedaron privados de la gloria de Dios, y hundidos en las consecuencias de sus propios pecados. Pero ahora, a todos se les ofrece una salvación por gracia de Dios, «por la redención de Cristo Jesús» (3,23-24). Ateniéndose a estas verdades, los misioneros de la Iglesia han ido al mundo, ante todo, a combatir el pecado, anunciando y comunicando a Cristo Salvador, el único que quita el pecado del mundo, y con ello, han trabajado siempre cuanto han podido para ayudar al mundo -enfermos, pobres y drogadictos, niños y ancianos desamparados, ignorancia y miseria- a soportar el peso de las consecuencias del pecado. Así las cosas, la caridad secularizada de una actividad apostólica que se limita básicamente a remediar las consecuencias del pecado, trivializa la naturaleza de los males del mundo, ignorando la esclavitud del Maligno y la necesidad de la gracia de Cristo, hace en realidad muy poco para subsanar las miserias temporales, y falsifica gravemente la misión de la Iglesia en el mundo. De este modo, dice Juan Pablo II, se falsea «el significado profundo y completo de la evangelización, que es ante todo anuncio de la Buena Nueva de Cristo Salvador» (25-1-1979).

«Es imprescindible -sigue diciendo- que la Iglesia, desde una posición de pobreza y libertad respecto de los poderes de este mundo, anuncie con valentía la verdad de Jesucristo, firmemente convencida de la fuerza transformadora del mensaje cristiano que, con la fuerza del Espíritu de Dios, es capaz de transformar moralmente los corazones, camino para renovar las estructuras» (30-7-1984). «Y no se diga que la evangelización deberá seguir al proceso de humanización. El verdadero apóstol del Evangelio es el que va humanizando y evangelizando al mismo tiempo, en la certeza de que quien evangeliza, también humaniza» (7-7-1980).

-Predicar valores, sin predicar a Jesús, el Salvador. Es puro pelagianismo, como luego veremos, proponer valores morales enseñados por Cristo -verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad y paz-, en el sentido en que el mundo los entiende, y sin afirmar a Cristo, como único Salvador que hace posible vivir por su Espíritu Santo ésos y todos los demás valores. Los cristianos somos apostólicos, y con los Apóstoles hemos de afirmar -como ellos, con palabra y sangre- que Cristo mismo es «la verdad», y que sin Él se pierde el hombre en cientos de errores cambiantes (Jn 14,6); que sólo Cristo «nos ha hecho libres» (Gál 5,1); que sólo Cristo nos puede dar «la justicia que procede de Dios» (Flp 3,9); que sólo Cristo puede difundir en nuestros corazones la caridad de Dios, por el Espíritu Santo que nos comunica (Rm 5,5); que sólo Cristo es capaz de reunir a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso dio su vida en la cruz (Jn 11,52); y en fin, que sólamente Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). Eso es predicar el Evangelio.

Ya lo dijo bien claro Juan XXIII en el discurso de apertura del concilio Vaticano II: «El gran problema planteado al mundo sigue en pie tras casi dos mil años. Cristo radiante siempre en el centro de la historia y de la vida. Los hombres están con Él y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin Él o contra Él y deliberadamente contra su Iglesia, con la consiguiente confusión y aspereza en las relaciones humanas y con persistentes peligros de guerras fratricidas» (11-10-1962). Y después del Concilio decía lo mismo Pablo VI: «Un humanismo verdadero, sin Cristo, no existe. Y nosotros suplicamos a Dios y os rogamos a todos vosotros, hombres de nuestro tiempo, que os ahorréis la experiencia fatal de un humanismo sin Cristo. Sería suficiente una simple reflexión sobre la experiencia histórica de ayer y de hoy para convenceros de que las virtudes humanas desarrolladas sin el carisma cristiano pueden degenerar en los vicios que las contradicen. El hombre que se hace gigante sin la animación espiritual, cristiana, se derrumba por su propio peso. Carece de la fuerza moral que le hace hombre de verdad; carece de la capacidad de juzgar acerca de la jerarquía de valores; carece de razones transcendentales que motiven de modo estable estas virtudes; y carece, en definitiva, de la verdadera conciencia de sí mismo, de la vida, de sus porqués y de su destino» (disc. Navidad 1969).

-Ausencia de persecución del mundo. La secularización de la actividad pastoral y misionera se inscribe en el marco de la reconciliación de la Iglesia con el mundo. Ya no hay persecuciones. Ni mártires tampoco, claro. Si luchamos contra las consecuencias del pecado, pero no contra el pecado, los cristianos tendremos la aprobación del mundo -entre otras cosas porque ya no seremos cristianos-. El mundo no tiene ningún inconveniente en que cuidemos leprosos, atendamos ancianos desamparados o recojamos drogadictos, y no nos perseguirá si nos limitamos a eso. Tampoco nos perseguirá si nos limitamos a predicar valores de paz, solidaridad, justicia, pues eso es lo que hacen todos: marxistas y liberales, masones, budistas y ecologistas. La persecución, en cambio, será inevitable cuando digamos al mundo que todos esos valores no pueden ser vividos por los hombres si rechazan a Cristo Salvador, y que todos ellos están en Él cifrados y posibilitados.

Por eso, pasar de un cristianismo secularizado al sagrado cristianismo bíblico y tradicional, supone pasar de la complicidad pacífica con el mundo a la humillación y a los dolores de la persecución; significa salir de la parálisis misionera y del apostolado infecundo, al florecimiento de una acción apostólica más fuerte que el mundo, pues está realizada en la potencia del Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra.

Secularización de la liturgia

Pablo VI denunció muy pronto los intentos de quienes querían «desacralizar la liturgia y, con ella, como consecuencia necesaria, la misma religión cristiana» (19-4-1967), y lo mismo hizo Juan Pablo II, concretamente en su carta Dominicae Cenae (24-2-1980, 8). Pero la secularización de la liturgia venía exigida por el impulso secularizador de todo lo cristiano, y todavía había de dar muchos pasos, como hace notar el cardenal Ratzinger:

«Ha habido años -dice- en que los fieles, al prepararse para asistir a un rito, a la misma Misa, se preguntaban de qué modo se desencadenaría aquel día la creatividad del celebrante... Lo cual -recuerda- estaba en abierta contradicción con la advertencia insólitamente severa y solemne del Concilio (+SC 22,3). La liturgia no vive de sorpresas simpáticas, de ocurrencias cautivadoras, sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo Sagrado. Muchos han pensado y dicho que la liturgia debe ser hecha por toda la comunidad para que sea verdaderamente suya... De este modo se ha dispersado el proprium litúrgico, que no proviene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer... Para el católico, la liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad: también por esta razón debe estar predeterminada y ser imperturbable, para que a través del rito [sagrado] se manifieste la Santidad de Dios» (Informe sobre la fe 138-139). Y entre otras consecuencias, ésta: «no más música sacra, sino sólo música al uso, cancioncillas, melodías fáciles, cosas corrientes... Una Iglesia que sólo hace música corriente cae en la ineptitud y se hace ella misma inepta. La Iglesia tiene el deber de ser también ciudad de gloria, ámbito en que se recogen y elevan a Dios las voces más profundas de la humanidad. La Iglesia no puede contentarse sólo con lo ordinario, con lo acostumbrado; debe despertar las voces del cosmos, glorificando al Creador y descubriendo al mismo cosmos su magnificencia, haciéndolo hermoso, habitable y humano» (140-142).

El Sínodo de 1985, veinte años después del Concilio, afirmaba que «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer» (II,A,1; II,B,b,1). Pero todavía, al menos en los países ricos descristianizados, el pueblo fiel ha de sufrir en la liturgia muchas amarguras y decepciones... Ha de ver reducida la eucaristía a la trivialidad de un banquete entre amigos. Ha de ver suprimida de la liturgia el silencio, la adoración y la sagrada belleza sobrehumana...

«Nos han quitado la belleza sagrada de la liturgia», me decía uno. Y es verdad. La secularización de la liturgia es un robo, un atropello. Lo explica bien el cardenal Ratzinger: «Para un cierto neoclericalismo moderno el problema de la gente consistiría en sentirse oprimida por los tabúes sacrales. Pero esto, en todo caso, es un problema de clérigos en crisis. El drama de nuestros contemporáneos es, por el contrario, tener que vivir en una profanidad sin esperanza. La exigencia que hoy se respira no es la de una liturgia secularizada, sino, muy al contrario, la de un nuevo encuentro con lo sagrado a través de un culto que permita reconocer la presencia del Eterno» (144).

La secularización de todo lo cristiano

No sería difícil continuar este análisis mostrando el rostro demacrado de la secularización en la educación familiar, en los colegios religiosos y en las Universidades católicas, en tantos Seminarios y Noviciados, en la condición misma del pensamiento filosófico y teológico, en la catequesis -«la catastrófica falta de éxito de la catequesis moderna es demasiado evidente»; Card. Ratzinger, «30 Días» 5-1990-. Pero sería una labor muy triste, y probablemente innecesaria, creo yo, con todo lo que ya va dicho y descrito.

Más útil nos será, en cambio, analizar detenidamente el trasfondo de la secularización moderna del cristianismo. ¿Qué hay detrás de ese empeño insensato? ¿De dónde procede esa falsificación del cristianismo?