fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

3.Los ministros sagrados

El Orden sagrado

Ya de antiguo en la Iglesia se vino aplicando al sacerdocio ministerial la terminología de lo sagrado. San Epifanio (+340), por ejemplo, habla de los sacerdotes como de aquellos que han sido consagrados, «qui sacrati sunt (toîs hieroménois)», y se ocupan en el servicio de Dios y en su culto (Demonstr. evang. I,9). Y es que, como hemos dicho, es sagrada aquella criatura elegida y consagrada por Dios en orden a santificar. Por eso, en su mismo nombre, los sacerdotes llevan la marca de la sacralidad, pues son efectivamente ministros sagrados.

También hemos dicho que lo propio de la sacralidad es dar visibilidad a la acción de la gracia invisible. Y esto es lo peculiar del ministerio sagrado de los sagrados pastores. Por eso deben configurarse a Cristo de una manera especial. En efecto, todos los cristianos están llamados por Dios a configurarse al Unigénito, de modo que éste venga a ser Primogénito de muchos hermanos (+Rm 8,29). Pero en los cristianos que han sido ungidos por el sacramento del orden esta configuración

1) recibe un nuevo sello sacramental, el carácter, un nuevo título, un nuevo impulso de gracia;

2) es una configuración a Cristo precisamente en cuanto Cabeza de la comunidad. «Ésta es, finalmente, decía Pablo VI, la identidad del sacerdote; la hemos oído repetir muchas veces: es otro Cristo» (17-2-1972); y

3) ha de ser no sólo interior, sino también exterior, es decir, que afecte a sus dedicaciones habituales y formas de vivir. San Juan de Avila expresaba bien esto último en un Memorial al concilio de Trento: «La honra de los ministros de Cristo es seguir a su Señor, no sólo en lo interior, sino también en lo exterior» («Miscellanea Comillas» 3,1945,20).

Para ilustrar estas afirmaciones, me fijaré sobre todo en la Biblia y el Vaticano II.

A imagen de Cristo, según la Escritura

Muchas palabras de Jesús ayudan a ver al ministro sagrado suyo como alter Christus. Esta fórmula tradicional es exacta. En efecto, Cristo se identifica con aquellos a quienes «dio el nombre de apóstoles» (Lc 6,13). «Como mi Padre me envió, así os envío yo» (Jn 20,21): id, predicad, bautizad, apacentad, haced esto en memoria mía, perdonad en mi nombre los pecados. «El que os recibe, me recibe» (Mc 10,40). «El que os oye, me oye» (Lc 10,16). «si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20)...

Jean Colson explicaba esto interpretando el mismo término de apóstol: «Este término griego traduce el término judío seliah. Es, al parecer, en esta noción del seliah judío donde es preciso buscar la idea fundamental de apóstol. Se trata de una institución jurídica por la que uno venía a ser encargado de negocios, procurador, representante de otra persona. Por ejemplo, el esclavo o el amigo enviado como plenipotenciario no sólamente en nombre, sino más exactamente por la persona de aquél que le envía. Hasta el punto de que los actos del enviado comprometían indisolublemente al Enviador» (Les fonctions 11). «Cuanto atáreis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo» (Mt 18,18; +Jn 20,23).

Y así se entendían a sí mismos los Apóstoles: somos «embajadores de Cristo: es como si Dios hablara por medio de nosotros» (2Cor 5,20; +2,15.20).

A imagen de Cristo, según la Tradición

Los apóstoles exhortan a los presbíteros a ser «modelos (týpoi) de la grey» que les ha sido confiada (1Pe 5,3; +1Tim 4,12; Tit 2,7): prototipos de Cristo ante los fieles. En este sentido San Pablo dice: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). El sacerdote, como representante de Cristo, no debe anunciarlo sólo con la palabra, en la predicación, sino con su propia vida toda.

En esta dirección ha ido siempre la mejor tradición teológica y espiritual de la Iglesia sobre el sacerdocio: Los seis libros sobre el sacerdocio, de San Juan Crisóstomo, o la Regula pastoralis de San Gregorio Magno, o los escritos sacerdotales de San Juan de Avila y de tantos otros santos y doctores. Es una línea que viene, como vemos, de muy lejos (+P.H. Lafontaine, Les conditions positives de l’accesion aux Ordres dans la première législation ecclésiastique [300-492]; A. Lemaire, Les Ministères aux origines de l’Église). Es, pues, netamente tradicional.

Un caso notable es, por ejemplo, el de San Ignacio de Antioquía (+107), que establece una muy sugerente teología icónica para explicar el misterio de los ministerios sagrados en la Iglesia. En efecto, existe una jerarquía sacerdotal y pastoral invisible: Padre-Cristo-Apóstoles, y una jerarquía visible, Obispo-presbíteros-diáconos, que en el ejercicio de sus funciones ministeriales no hace sino visibilizar la única autoridad salvífica de la Iglesia, la constituída en Dios por Cristo y los apóstoles. Los textos conmovedores de sus cartas, exhortando a seguir al Obispo y a los presbíteros y diáconos como al Padre, como a Cristo y a los doce, son bien conocidos (+I. Oñatibia, Presbiterio, colegio apostólico y apostolicidad del ministerio presbiteral).

Es la misma visión del ministerio sacerdotal sagrado propio de la tradición antigua posterior. La Didascalia, un siglo más tarde, quiere que los presbíteros sean considerados como imágenes de los apóstoles (in typum apostolorum) (II,26,7; la misma expresión, Constitutiones apostolorum, de finales del s.IV, II,26,7; y a comienzos del s.V, De septem ordinibus Ecclesiae 7).

«Encontramos, dice Oñatibia, la misma concepción simbólica [sagrada] del presbiterio en los dos máximos representantes de la Escuela de Alejandría, Clemente y Orígenes» (ob.cit. 82). Por lo demás, «no se trata de una representación meramente simbólica. La eclesiología de los Padres atribuía a las realidades eclesiales la capacidad de representar (en el sentido fuerte de la palabra: hacer presente de nuevo) las realidades de la gloria. El realismo místico de la tipología sacramental, que hemos visto aplicada concretamente al presbiterio, nos permite hablar de la presencia de los Apóstoles en y a través de la actividad ministerial de los presbíteros» (89-90).

Esta representación sacerdotal de Cristo y de los Apóstoles corresponde, por supuesto, en plenitud al Obispo. Pero se dice también, como hemos visto, de sus colaboradores inmediatos, los presbíteros, como se afirma en muchos documentos disciplinares y litúrgicos de la antigüedad. Así, por ejemplo, lo expresan bellamente los Canones ecclesiastici sanctorum Apostolorum, que ven a los presbíteros como «cum episcopo consortes mysterii ac pugnae» (XVIII). Tan en serio tomaban esta representación sagrada de Cristo y de los Apóstoles que en muchas iglesias antiguas no tenían sino un Obispo y doce presbíteros. Recordemos, por ejemplo, el rito de readmisión del excomulgado, que a comienzos del s. X refiere Regino de Prüm; en una solemne ceremonia, el «episcopus et duodecim presbyteri cum eo» le reciben en la puerta de la iglesia (ML 132,360-362).

A imagen de Cristo, según el Vaticano II

En explícita continuidad con las encíclicas sacerdotales del último siglo, Haerent animo (San Pío X, 1908), Humani generis redemtionem (Benedicto XV, 1917), Ad catholici sacerdotii (Pío XI, 1935), Menti Nostrae (Pío XII, 1950), Sacerdotii Nostri primordia (Juan XXIII, 1959), y en la misma línea de la posterior Sacerdotalis coelibatus (Pablo VI, 1967), el concilio Vaticano II traza una figura sacerdotal muy alta y sagrada.

Afirma el Concilio que los presbíteros «han de configuarse a Cristo Sacerdote por la sagrada ordenación» (OT 8a). Y para ello son «hechos de manera especial partícipes del sacerdocio de Cristo» (PO 5a), en modo que difiere «esencialmente y no sólo en grado» del modo de los laicos (LG 10b), «ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden (novo modo consecrati), se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno (viva instrumenta efficiantur)». Y así «todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo» (PO 12a).

La Conferencia Episcopal Alemana, en un documento sobre El ministerio sacerdotal, entendía éste como «ministerio de la representación de Cristo» (n.44). Efectivamente, lo propio del ministerio sagrado es hacer presente, es decir, representar a Cristo precisamente en cuanto Cabeza, Maestro y Pastor de la comunidad humana. Ésta es en el Vaticano II la convicción teológica clave en toda la teología y espiritualidad del sacerdocio: los presbíteros «han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo (ad imaginem Christi)» (LG 28a). Hacen la eucaristía y perdonan los pecados nomine Christi (PO 2b). Ejercen los ministerios sagrados in Spiritu Christi (13a).

El Sínodo de 1971 expresó este misterio con palabras aún más fuertes y claras, quizá nuevas en la historia del Magisterio apostólico. El ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento «proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y sobre todo celebrando la eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad (Christum Caput communitatis praesentem reddit), en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios» (I,3e). Más aún: «Él mismo hace sacramentalmente presente a Cristo (sacramentaliter praesentem reddit), Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no sólo en su vida personal, sino también social» (ib.).

A imagen de los Obispos

Entender al sacerdote como imagen, es decir, como ministro sagrado de Cristo y de los Apóstoles expresa, pues, como hemos visto, una teología y espiritualidad verdadera, pues es ésta la tradición de la Iglesia. Y al hablar del sacerdote ahora, estoy pensando tanto en los Obispos como en los presbíteros. En efecto, los Obispos están constituídos como sucesores de los apóstoles, y los presbíteros son a su vez cooperadores del orden episcopal, a imagen de los Obispos en su comunidad parroquial.

De hecho, como es sabido, en los orígenes de la Iglesia apenas es posible distinguir entre los epískopoi de los presbýteroi, aunque pronto se vayan caracterizando unos y otros ministerios en el misterio de la Iglesia. Con palabras del Vaticano II, digamos sólamente sobre esto que los presbíteros son constituídos tales por el orden sagrado «a semejanza del orden de los Obispos (in similitudinem ordinis Episcoporum)» (LG 41c).

Santidad de los sacerdotes

Aquello que es especialmente sagrado debe ser especialmente santo. Por eso, si los sacerdotes han sido novo modo consecrati por el sacramento del Orden, hay en ellos una vocación especial a la perfección. Por otra parte, si ellos mismos están llamados a ser «prototipos» evangélicos para el pueblo (1Pe 5,3), sólo una especial santidad les permitirá estar a la altura de su misión. También ésta es una convicción unánime en la tradición eclesial, como viene expresado con términos muy hermosos (accipe stolam candidam...) en los rituales litúrgicos antiguos o actuales.

Los Padres insisten mucho en la necesidad de santidad de los sacerdotes. Puede verse en el Indice II de la Patrología latina de Migne (ML 219, 711-721) la gran frecuencia con que insistieron en esta idea. Puede comprobarse también, muy gratamente, en la antología de textos ofrecida por Florián Rodero, en El sacerdocio en los Padres de la Iglesia. Y por lo que se refiere concretamente a los Concilios y Sínodos, muchos de ellos, a lo largo de los siglos, especialmente aquellos de reforma, dedican numerosos cánones de vita et honestate clericorum, exigiendo a éstos, en cuanto a la perfección de vida, mucho más que a los laicos. Santo Tomás enseña con gran precisión que «los clérigos están más obligados que los laicos en cuanto a la perfección ejemplar de vida; en cuanto a la perfección de la caridad [en donde reside la perfección substancial] todos están obligados», clérigos y laicos (In Mat. 5,48). Lo primero lo explica diciendo que «para el digno ejercicio de las órdenes no basta una bondad cualquiera, sino que se requiere una bondad eminente, para que así como aquellos que reciben el orden son colocados en una posición eminente sobre el pueblo, así también sean superiores por su santidad» (Summa Thlg. Suppl. 35,1 ad3m). Trento, volviendo a la idea de San Pedro -pastores tipos de la grey-, dice que los fieles han de poder mirarse en ellos tanquam speculum (Sess. 22, De reform.1).

Haciéndose eco de la tradición, y citando a Santo Tomás, enseña Juan XXIII que «el cumplimiento de las funciones sacerdotales "requiere una santidad interior mayor que la que necesita el estado religioso mismo"» (Sacerdotii Nostri primordia, 1959: Summa Thlg. II-II,184, 8 in c). Y tan convencida está la Iglesia de esta verdad tradicional que, con palabras del Vaticano II (+PO 12a.cd), la establece como norma canónica: «Los clérigos, en su propia vida y conducta, están obligados a buscar la santidad por una razón peculiar, ya que, consagrados a Dios por un título nuevo en la recepción del orden, son administradores de los misterios del Señor en servicio del pueblo» (c.276,1).

Santidad especialmente patente, temprana y necesaria

Sin duda, «una misma es la santidad que cultivan» todos los miembros de la Iglesia santa (LG 41a). Ahora bien, según nos enseña la Escritura y la Tradición,

1º.- la modalidad de la santidad en los pastores debe tener una expresión especialmente patente. La configuración a Cristo debe ser en ellos no sólo interior, sino también exterior. O también, por ejemplo, para confesar a Cristo no han de esperar a que se les pida razón de su esperanza (+1Pe 3,15), sino que han de predicar al Salvador «con oportunidad y sin ella» (2Tim 4,2). La expresividad de Cristo en un cristiano laico que está arando en el campo o atendiendo sus negocios es más leve, pero a los pastores, portadores del «glorioso ministerio del Espíritu» (2Cor 3,8), nos dice San Pablo: «es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1Cor 4,1). Es lo que San Juan de Avila decía: que los sacerdotes de Cristo deben configurarse a él no sólo en lo interior, sino también en lo exterior.

2ª.- Por otra parte la santidad de los ministros sagrados debe ser especialmente precoz en cuanto al tiempo, pues una vez ordenados, quizá con veinticinco años de edad, ya son dados al pueblo como prototipos y como espejos del Evangelio. Por eso la Iglesia da a los sacerdotes una formación tan cuidada en los Seminarios, que prolongan los tres años que los apóstoles convivieron con Jesús, recibiendo también de Él una formación especialmente cuidada.

3º.- Por último, esa especial santidad es precisa pues han de estar siempre dedicados a ministerios sagrados: la predicación, la eucaristía, el perdón de los pecados, la atención pastoral del pueblo, como representantes de Cristo. Ahora bien, sin santidad suficiente, el sacerdote fácilmente pervierte esas acciones sagradas que son su diaria dedicación -predica, por ejemplo, para ganar dinero o prestigio-, o simplemente deja de ejercitarlas -deja de predicar o, en todo caso, no predica ya el Evangelio de Dios-. Este problema no se da en iguales términos en los laicos. Por eso decía Trento que los sacerdotes deben «evitar aquellos leves pecados, que en ellos sería grandes» (Sess. 22, De reform.1).

Ultimamente ha sido tratada toda esta doctrina en forma maravillosa por Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Pastores dabo vobis (25-3-1992), concretamente en el capítulo III, donde expone una vocación específica a la santidad (19-33).

Santidad santificante

En la Pastores dabo vobis, dice Juan Pablo II: «Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión, dije a un numeroso grupo de ellos; "la vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno de vosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la santidad"(9-10-84)» (33).

No hay, pues, contraposición alguna entre santidad sacerdotal y santidad laical. Por el contrario, cuanto mejor respondemos los sacerdotes a esa vocación a la santidad, exigida por un nuevo título, más conscientes se hacen los laicos de su vocación a la santidad, y más ayudados se ven para vivirla. Es lo que se nos recuerda en la Pastores dabo vobis:

«Por un designio divino, que quiere resaltar la absoluta gratuidad de la salvación, haciendo del hombre un salvado a la vez que un salvador -siempre y sólo con Jesucristo-, la eficacia del ministerio está condicionada también por la mayor o menor acogida y participación humana. En particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: "La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: ‘Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí’ (Gál 2,20)"» (25).

Esta misma doctrina, dicha en forma negativa, nos enseña que muchas veces la infecundidad de la acción apostólica ha de explicarse no tanto por deficiencias de organización o de método, sino sobre todo por la falta de santidad de los ministros sagrados. Los sacerdotes son entonces como aspersores oxidados y semiobstruídos, que no riegan con fuerza y regularidad, y que dejan seco y estéril el campo que les ha sido confiado.

Respeto y amor de los fieles

Los Evangelios refieren la gran veneración que suscitaba la figura de Cristo entre sus seguidores, y cómo éstos la manifestaban besando su manto, postrándose en tierra o de tantas otras maneras (Mt 14,33; 17,6; 22,46; Lc 5,8.26; 17,15; 20,40; 24,37; Jn 9,38). También, por supuesto, participaban de esta veneración especial, cariño y respeto, sus Apóstoles, sus acompañantes y colaboradores íntimos (Mt 14,19; Lc 8,1-3; Jn 12,21). Los mismos Apóstoles han de moderar a veces las muestras de respeto que reciben, haciendo ver que no son más que hombres (Hch 10,26). Pero es claro que, en principio, estimaban buena esa actitud, y que incluso la recomendaban: «Os rogamos, hermanos, que acatéis a los que laboran con vosotros, presidiéndoos en el Señor y amonestándoos. Mostradles toda estima y amor por su labor» (1Tes 5,12; +1Tim 5,17; 1Pe 5,5; Heb 13,17). Es normal, en efecto, que quienes desempeñan el ministerio sagrado de la representación de Cristo y de los Doce reciban de los fieles una participación del amor y respeto que éstos sienten hacia el Señor y sus apóstoles.

También aquí los testimonios de la Tradición son innumerables en todas las épocas, si bien, evidentemente, cambian con los tiempos los modos de expresar ese respeto. Los Statuta Ecclesiæ Antiqua, por ejemplo, penaban con excomunión al fiel que abandonaba la asamblea mientras el sacerdote hablaba (c.31: Mansi 3,953). Y los Canones Apostolorum disponían lo mismo para quienes injuriasen a un presbítero o un diácono (c.55: ib.1,42). Si se ve al sacerdote como ministro sagrado, esto es, como representante de Jesucristo, esas muestras de estima y respeto son completamente normales. Por eso el Vaticano II quiere que «los fieles se den cuenta de que están obligados a sus presbíteros, y los amen con filial cariño, como a sus pastores y padres» (PO 9f).

También es cierto que, junto a esto, la Iglesia ha pedido siempre a los sacerdotes y diáconos -incluso jurídicamente, en cánones de vita et honestate clericorum- una forma de vida especialmente venerable, que signifique la autoridad del Señor. Se trata, pues, de expresar una autoridad cuyo ejercicio no es carnal sino espiritual, y que está entre los hermanos «como quien sirve» (Lc 22,27; +Jn 13,4-17). En una familia, por ejemplo, son los padres quienes presiden la mesa, pero precisamente por eso, si no llega la comida para todos, ellos son los que están llamados a sacrificarse por sus hijos, y no al revés.