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Introducción

Hace veinticinco años

Hace unos veinticinco años, en torno al 1970, es decir, poco después del concilio Vaticano II, se produjo en amplios sectores de la Iglesia un cambio brusco de dirección y de estilo de vida. Si antes, en las relaciones Iglesia-mundo, predominaba el contraste, incluso el enfrentamiento, entonces iba a inaugurarse una época nueva de conciliación. Si la tradición católica, por ejemplo, había dibujado al paso de los siglos una figura de sacerdote y de religioso distinta de los hombres seculares, se imponía ya un cambio de clave ideológica y espiritual, que diera la primacía a una asimilación sin miedos de la secularidad... En realidad ese cambio venía gestándose hace siglos, desde el Renacimiento y la Reforma protestante, y más concretaAmente desde la Ilustración, el liberalismo y el modernismo... Ahora tomó el nombre de «teología de la secularización».

Con ese nombre, por supuesto, hubo obras teológicas buenas, o al menos discutibles en sus matices o aplicaciones. Aquí yo, al referirme a la teología de la secularización o a las tendencias secularizadoras de la Iglesia y de su liturgia, de la moral y de las misiones, del sacerdocio o de la vida religiosa, etc., aludiré, como fácilmente se entenderá por el contexto, no a aquella teología de la secularización conciliable con la doctrina y la tradición de la Iglesia, sino a la que no lo es. Es como cuando se combate la teología de la liberación: no se impugna aquella que es perfectamente conforme con la doctrina social de la Iglesia, sino aquella otra que enseña otra doctrina social, otra distinta.

Por aquellos años el Magisterio apostólico, Pablo VI concretamente, enfrentó con gran energía esa tendencia secularizadora. Unos pocos teólogos quisieron con él reafirmar la tradición espiritual de la Iglesia, contraria a la secularización. Pero uno y otros fueron barridos por el impulso que entonces se consideraba como renovador. No había entonces posibilidad psicológica para una evaluación crítica de la secularización, ni para una reflexión serena sobre la teología y espiritualidad de lo sagrado.

Así las cosas, cuando yo estudio ahora la teoría de la presencia sagrada del cristianismo en un mundo secularizado, no podré menos de regresar a los puntos de referencia favorables o contrarios producidos en aquel debate de hace veinte años: Chenu, Congar, Pablo VI, Rahner... ¿Habrá hoy alguna posibilidad de impugnar la secularización y de hacer un elogio de lo sagrado?

Merece la pena intentarlo.



Lo tradicional

La Iglesia vive de la Biblia y de la Tradición. Como dice el Vaticano II, «ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (DV 9). En este sentido, en una Iglesia sana, fuerte y católica, los términos bíblico y tradicional son calificativos que gozan de un prestigio igual y máximo. Por el contrario, una Iglesia en la que el término tradicional -moral tradicional, espiritualidad tradicional del sacerdocio, las misiones tradicionales, la teología tradicional, etc.- adquiere una tonalidad despectiva, peyorativa, es una iglesia gravemente enferma, tan enferma como si en ella se monospreciara lo bíblico. Después de todo la Biblia nace de la Tradición -quod traditum est (+1Cor 11,23)-, y sin la luz de ésta, aquélla no nos valdría para nada.

La Iglesia, en efecto, es conducida por el Espíritu de Dios «hacia la verdad completa» (Jn 16,13). Y sólo Él, tanto en pensamientos como en costumbres, es «quien da el crecimiento» (1Cor 3,7). Ahora bien, el Espíritu divino es fiel a sus propios dones (Rm 11,29). Y esto hace que la Iglesia, al paso de los siglos, vaya creciendo, como un árbol, siempre fiel a sí misma. No se trata de una repetición siempre igual de lo antiguo, no. Se trata, como en todo crecimiento biológico, de un desarrollo homogéneo. Hay una coherencia total en la expansión vital de un árbol, desde las raíces y el primer esqueje, hasta la frondosidad de hojas y frutos sostenidos por grandes ramas.

Según esto, fuera de la orientación bíblica y tradicional, asegurada siempre por el Magisterio apostólico (DV 10), ningún desarrollo teológico o espiritual es válido. No puede ser católico, será una gnosis, una ideología. Es impensable, pues, una creatividad positiva al margen o en contra de la tradición eclesial, pues sería falsa, y cerrada por tanto a la acción del Dios que da el crecimiento, que es un Dios que «santifica en la verdad» (Jn 17,17).

En realidad apenas nadie habla ya de teología de la secularización. El mismo término de secularización -que es equívoco y equivocado, como veremos-, ya hoy no se emplea sino en su sentido obviamente peyorativo. Es éste, por ejemplo, el sentido con que alude Juan Pablo II a «aquellas sociedades donde prevalece el clima de secularización, con el que el espíritu de este mundo obstaculiza la acción del Espíritu Santo» (A presidentes Conf. episcopales Europa, 1-12-1992).

¿Tiene entonces alguna utilidad volver a analizar una discusión ya en buena medida pasada? Creo que sí, porque si el debate como tal ya es cosa pasada -la mayor parte de la bibliografía que cito es de hace veinte años-, sus efectos secularizantes están plenamente vigentes. Y porque no saldremos de las miserias de la secularización como no sea reafirmando en la Iglesia -en teología y espiritualidad, en liturgia y ascesis, en pastoral y misiones, en la vida del laicado, del sacerdocio y de los religiosos- la orientación bíblica y tradicional. Sólamente el Espíritu Santo puede dar vida, y Él mueve y da crecimiento únicamente en esa tradición bíblica.