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José María Iraburu Larreta. Las misiones católicas

El Espíritu Santo y los misioneros

En la difusión del Reino de Cristo por el mundo ocupan un lugar preferente los misioneros y los contemplativos. No es, pues, casualidad que los Patronos de las misiones católicas sean San Francisco de Javier y Santa Teresa del Niño Jesús.

Los contemplativos en la oración y en la vida penitente de sus monasterios, y los misioneros al extremo de las fronteras visibles de la Iglesia, unidos a toda la comunión eclesial, cumplen bajo la acción del Espíritu Santo una misión grandiosa. Acrecientan de día en día el Cuerpo místico de Jesús.

No es raro, pues, que unos y otros, contemplativos y misioneros, sean muy especialmente amados por todo el pueblo cristiano. Hacia los misioneros, concretamente, sentimos todos gratitud, admiración, amor profundo, y llevándolos siempre en el corazón, siempre hemos de orar por ellos, ayudándoles también con nuestros sacrificios y donativos.

En las preces litúrgicas de Laudes, Misa y Vísperas, recordemos con frecuencia a quienes están entregando sus vidas para la gloria de Dios y la salvación presente y eterna de los hombres. Dios bendiga y guarde a nuestros misioneros, y el Espíritu Santo haga fructificar todos sus trabajos, que a veces están tan poco ayudados, tan dificultados, y que con frecuencia son duros y fatigosos. El Señor, que les ha enviado, esté siempre con ellos, y sea su fuerza, su paz y su alegría.

Los misioneros son hombres católicos, es decir, universales, y son hombres del Espíritu Santo. Por eso Juan Pablo II, en su encíclica misional Redemptoris missio, de 1990, hace notar que en los Evangelios

«las diversas formas del “mandato misionero” tienen puntos comunes y también acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea confiada a los Apóstoles: “a todas las gentes” (Mt 28,19); “por todo el mundo... a toda la creación” (Mc 16,15); “a todas las naciones” (Hch 1,8). En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús: “ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos” (Mc 16,20)» (23).


Las misiones disminuyen

La Iglesia, para poder evangelizar el mundo, necesita estar fuerte en el Espíritu Santo. Sin él, los apóstoles permanecen acobardados en el Cenáculo. Pero con él, aun siendo pocos e ignorantes, muestran una fuerza espiritual capaz de evangelizar a todos los pueblos. Lo había anunciado Cristo:

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y Samaría, y hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). En efecto, «la Iglesia se edificaba y caminaba en la fidelidad al Señor, e iba en crecimiento por la asistencia del Espíritu Santo» (9,31).

Por el contrario, aquellas Iglesias locales que fallan en su fidelidad al Señor y en su docilidad al Espíritu Santo, aquellas en las que abundan los errores teológicos, así como los abusos morales, litúrgicos y disciplinares, quedan débiles y enfermas, sin vocaciones, sin fuerza para el apostolado y para las misiones.

Juan Pablo II, en su citada encíclica, señalaba con preocupación, como una «tendencia negativa» posterior al Vaticano II,

que «la misión específica ad gentes parece que se va parando, no ciertamente en sintonía con las indicaciones del concilio y del magisterio posterior... En la historia de la Iglesia, el impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad, así como su disminución es signo de una crisis de fe» (Redemptoris missio 2).

Esta crisis de fe, que trae consigo la debilitación de las misiones, es hoy real en no pocas Iglesias, y como siempre, está causada principalmente por la difusión de errores contrarios a la fe. En otros escritos he estudiado ya esta situación (Causas de la escasez de vocaciones, Pamplona, Fundación Gratis Date 20042; Infidelidades en la Iglesia, ib. 2005).


En el quinto centenario del nacimiento de San Francisco Javier

Para ser capaces, con el poder del Espíritu Santo, de llevar adelante la misión de evangelizar a los pueblos, necesitamos hoy, pues, reafirmarnos en las grandes verdades de la fe católica. Con ese fin, acabamos de publicar, al mismo tiempo que el presente cuaderno, San Francisco de Javier. Cartas selectas (Pamplona, Fundación Gratis date 2006).

Ciertamente las cartas de Javier, y su fascinante figura de misionero, en su quinto centenario (1506-2006), han de acrecentar en nosotros la llama del espíritu misionero. San Francisco Javier, no obstante la breve duración de su acción evangelizadora, once años y medio, ha sido, sin duda, uno de los más grandes misioneros de la historia de la Iglesia. Volvamos, pues, nuestra atención y nuestra devoción hacia este gran patrono de las misiones católicas.

No es posible comentar brevemente la vida y la fisonomía espiritual de un Santo tan admirable. En su corazón arde poderosa la llama del amor a Dios (el celo misional por extender su gloria) y del amor a los hombres (el celo misionero por su salvación). El Señor ha concedido a Javier una oración contemplativa muy alta, una vida absolutamente abnegada y penitente, una pobreza extrema, una castidad perfecta, una alegría y confianza inalterables, una conmovedora solicitud por los enfermos, una capacidad sorprendente para «hacerse todo a todos» –niños, capitanes, comerciantes, frailes, Obispos, clérigos, gobernadores, bonzos, reyes–, «para ganarlos a todos» (1Cor 9,19.22), una prudente firmeza como fiel superior religioso, una gran facilidad personal para profundas amistades, una desconcertante unidad entre la fortaleza más severa y la ternura afectiva más tierna...


El modo misionero de San Francisco Javier

Ya que no es posible comentar aquí tantos datos admirables de la personalidad de Javier, me fijaré solamente en uno, ciertamente dominante, de su fisonomía misionera: la parresía apostólica, la audaz fortaleza que mostró siempre, arriesgando en ello gravemente su vida, para afirmar la verdad y negar el error.

Conviene que consideremos atentamente este valor, porque hoy andamos de él bastante escasos. Estamos escasos de parresía a veces simplemente por cobardía –«tratando de guardar la propia vida»–, pero otras veces, lo que sin duda es todavía más grave, por error ideológico.

Piensan hoy no pocos que la evangelización que Cristo, Esteban, Pablo, Javier, hacen al mundo (predicar, decir con fuerza), es un medio erróneo, o que al menos actualmente, dentro de la cultura dominante, está superado, y debe ser sustituido por un diálogo que tantas veces se agota en sí mismo, sin llegar nunca a «predicar el Evangelio a toda criatura».

Sin embargo, la gloriosa misión que nos ha encomendado nuestro Señor Jesucristo es precisamente ésta, predicar la Buena Noticia a todas las naciones de la tierra (Mt 28,18-20; Mc 16,15-16).

El padre misionero Javier, como evocaré ahora recordando algunas escenas de su vida, se dedicó con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo a cumplir esa misión: predicar el Evangelio a los paganos. Cito en extracto la carta que Javier escribía al Rey de Portugal (8-IV-1552), medio año antes de morir, cuando preparaba su viaje misional a la China:

«Vamos a la China dos padres y un hermano lego... Nosotros, los padres de la Compañía del nombre de Jesús, siervos de V. A., vamos a poner guerra y discordia entre los demonios y las personas que los adoran, con grandes requerimientos de parte de Dios, primeramente al rey, y después a todos los de su reino, que no adoren más al demonio, sino al Criador del cielo y de la tierra que los crió, y a Jesucristo, salvador del mundo, que los redimió.

«Grande atrevimiento parece éste, ir a tierra ajena y a un rey tan poderoso a reprender [errores y vicios] y hablar verdad, que son dos cosas muy peligrosas en nuestro tiempo.

«Pero sólo una cosa nos da mucho ánimo: que Dios N.S. sabe las intenciones que en nosotros por su misericordia quiso poner, y con esto la mucha confianza y esperanza que quiso por su bondad que tuviésemos en él: no dudando en su poder ser sin comparación mayor que el de el rey de la China. Y pues todas las cosas criadas dependen de Dios, y tanto obran cuanto Dios les permite y no más, no hay de qué temer sino de ofender al Criador y de los castigos que Dios permite que se den a los que le ofenden» (Doc. 109,5).

Javier nos da un ejemplo perfecto de parresía a la hora de «dar en el mundo el testimonio de la verdad», arriesgando así gravemente su propia vida. Su predicación es muy sencilla y sustancial, pues se centra siempre en las grandes verdades del Credo y en las principales oraciones cristianas. Y su afirmación de la verdad es completa, es total, ya que al mismo tiempo niega con fuerza los errores que mantienen cautivos en las tinieblas a sus oyentes.

Recordaré, por ejemplo, algunos episodios de su estancia en el Japón, país para él tan amado. A fines de 1550, estando en Yamaguchi –una de las más bellas ciudades japonesas, en la que había un centenar de templos sintoístas y budistas, y unos cuarenta monasterios de bonzos y bonzas–, acompañado del hermano Juan Fernández, su fiel intérprete, vestidos ambos miserablemente, en la calle, junto a un pozo, donde pueden, predica la ley del único Dios verdadero.

«Javier, de pie, elevaba los ojos al cielo, se santiguaba y bendecía al pueblo, y tras una pausa, Fernández iniciaba la lectura [...] Y mientras el buen hermano predicaba [leyendo en japonés el texto preparado], Javier estaba en pie, orando mentalmente, pidiendo por el buen efecto de la predicación y por sus oyentes» (J. M. Recondo, S. J., San Francisco Javier, BAC, Madrid 1988, 762).

Normalmente la predicación trataba primero de la Creación del mundo, realizada por un Dios único todopoderoso, y de cómo en aquella nación, el Japón, ignorando a Dios, «adoraban palos, piedras y cosas insensibles, en las cuales era adorado el demonio», el enemigo de Dios y del hombre. En segundo lugar, denunciaba «el pecado abominable», la sodomía, que hace a los hombres peores que las bestias. Y el tercer punto trataba del gran crimen del aborto, también frecuente en aquella tierra (762).

Algunos oyen con admiración, otros se ríen, mostrando compasión o más bien desprecio. Los nobles no escuchan estas predicaciones callejeras, pues ellos no se mezclan con el pueblo, sino que reciben la predicación de Javier en sus casas. Pero sus reacciones son semejantes a las del pueblo. Más aún, en ocasiones se producen momentos extremadamente peligrosos.

Había «mucha atención en casi todos los nobles, pero no faltaban quienes, recalcitrantes contra el aguijón, lo insultaban. Perdida la cortesía y las buenas manera proverbiales, los nobles les tuteaban; entonces Javier mandaba a Fernández que no les diera tratamiento; “tutéales –decía– como ellos me tutean”.

«Juan Fernández temblaba, y la emoción se acrecentaba cuando, tras los insultos, el noble samurai acariciaba tal vez la empuñadura de la espada. Horrorizado [el hermano Fernández], confesaba que era tal la libertad, el atrevimiento del lenguaje con que el Maestro Francisco les reprochaba sus desórdenes vergonzosos, que se decía a sí mismo: “Quiere a toda costa morir por la fe de Jesucristo” (763).

«Cada vez que, para obedecer al Padre, Juan Fernández traducía a sus nobles interlocutores lo que Javier le dictaba, se echaba a temblar esperando por respuesta el tajo de la espada que había de separar su cabeza de los hombros. Pero el P. Francisco no cesaba de replicarle: “en nada debéis mortificaros más que en vencer este miedo a la muerte. Por el desprecio de la muerte nos mostramos superiores a esta gente soberbia; pierden otro tanto los bonzos a sus ojos, y por este desprecio de la vida que nos inspira nuestra doctrina podrán juzgar que es de Dios”» (763-764).

Poco más tarde, Javier y el hermano Fernández son llamados a palacio por el daimyo Ouchi Yoshitaka, uno de los más poderosos señores del Japón, hombre muy religioso, adicto a la secta de Shingon, aunque moralmente depravado. Ya Javier por entonces conoce bien los grandes errores y las perversiones morales que aquejan al pueblo, y muy especialmente a los bonzos y principales.

En ellos «a la poligamia se unía el pecado nefando, mal endémico, propagado por los bonzos, como práctica celestial, introducida desde China y compartida hasta en la alta sociedad públicamente y sin respetos... Los bonzos traían consigo sus afeminados muchachos... Los nobles principales tenían alguno o algunos pajes para lo mismo... Otros, menos afortunados, se contentaban con sus criados, particularmente con los soldados» (765).

El daimyo Yoshitaka recibe a Javier y a su intérprete con gran atención y cortesía, acompañado solo de uno de los bonzos principales, y les pregunta sobre la finalidad de su viaje.

«Nosotros le respondimos que éramos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes» (765).

El daymo manifiesta entonces su deseo de escucharles, y Javier manda al hermano Fernández que lea del cuaderno que llevan preparado, y éste lo hace durante más de una hora. Yoshikata permanece sumamente atento. Pero cuando se llegó «al pecado de idolatría y errores en que estaban metidos los japoneses y vinieron a los pecados de Sodoma, diciendo que el hombre que cometía tal abominación era más sucio que los puercos y más bajo que los perros y otros brutos animales», el secretario les hizo seña clara de que salieran inmediatamente de la sala. Juan Fernández entonces «temió que los mandasen matar». No así Javier, que se mantuvo sereno y confiado. Consiguieron, sin embargo, reanudar la lectura ante el daimyo, «que estuvo muy atento todo el tiempo que leímos, que sería más de una hora, y así nos despidió» (765-766).

Al poco tiempo, en abril de 1551, el mismo Yoshitaka concede a Javier una audiencia más solemne, a la que el Santo, como nuncio del Papa y embajador del Rey de Portugal, acude vestido con elegancia y llevando preciosos regalos. Como resultado del encuentro, el daimyo autoriza la predicación del cristianismo en sus tierras, da licencia a sus súbditos para recibirlo si así lo quieren, y manda a todos que no hagan agravio alguno a los misioneros de Cristo (780-782).

Estas escenas de Yamaguchi son de finales de 1550 y comienzos de 1551. Entre tanto, las discusiones de Javier con los bonzos fueron largas y frecuentes, principalmente con los monjes del Zen. Pues bien, a mediados de 1551, «apuntaba Javier, comenzaron a hacerse cristianos [...] Sería por el mes de julio, cuando Javier contabilizaba quinientas conversiones más o menos. Los nuevos cristianos, los quinientos, extremaban su amor a los padres y eran sobre todo cristianos de verdad» (784).

Cuando a fines de ese año parte Javier del Japón para la India, el número de japoneses cristianos ascendía a 2.000, entre ellos dos de los príncipes más poderosos del país. La obra evangelizadora fue en crecimiento continuo. Veinte años después de la breve estancia del Santo en el Japón, toda la isla de Amakusa, con su rey Miguel, había recibido la fe cristiana, como también poco después los reyes de Bungo, Arima y Goto. Fueron construidos templos cristianos en varias provincias, así como escuelas y colegios católicos. En Kyushu, en solo dos años más, fueron bautizados más de 70.000 japoneses, entre los que figuraban altos jefes civiles y militares. En 1579, el Imperio del Sol Naciente contaba con 150.000 cristianos y 54 jesuitas, 22 de los cuales eran sacerdotes.

Pocos años más tarde, con otros hombres al frente del Imperio japonés, cambió la tolerancia del emperador en persecución a muerte de «la religión extranjera». Y los mártires japoneses de Nagasaki, en 1597, admirablemente alegres y valerosos, dieron testimonio de que la obra misionera de Javier y de sus compañeros había producido con la gracia de Dios «cristianos de verdad».


El modo misionero de Cristo, Esteban, Pablo...

Hace un momento oíamos a San Francisco Javier que declaraba abiertamente al gran daimyo japonés: «Nosotros somos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes». Pues bien, algunos cristianos hoy quedan escandalizados por la prepotencia de estas palabras de Javier, que en realidad son las mismas palabras de Cristo al enviar a sus apóstoles (Mc 16,15-16).

La declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el 2000, haciendo referencia a ciertas teologías de la misión, dice que «no pocas veces, algunos proponen que en teología se eviten términos como unicidad, universalidad, absoluto, cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe» (15). Al final reproducimos el texto completo de esta importante Declaración.

Seamos claros: si Cristo es Dios –verdad oscurecida hoy en no pocos tratados de cristología–, el Evangelio solo puede ser proclamado de ese modo. No envía el Padre al mundo su omnipotente Palabra salvadora para que luego sea ésta presentada a los hombres como «una palabra más», entre las muchas que se les proponen, prometiendo salvación.

La doctrina de la Iglesia, a la luz de la fe, afirma la posibilidad de salvación de los paganos. Y así lo hace Pedro ya desde el principio, cuando enseña que «en todo pueblo, quien teme a Dios [cree en Dios] y practica la justicia, le es grato» (Hch 10,35; cf. Heb 11,6). El Concilio Vaticano II asegura que la salvación de Cristo llega «a todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible» (Gaudium et spes 22e), «por los caminos que Él sabe» (Ad gentes 7a). La declaración Dominus Iesus trata de este tema con cierta amplitud (cf. 8,12,14 y 21).

Pero el mismo Pedro afirma que «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo los cielos [sino el nombre de Jesús] en el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12). Esa convicción de fe es el núcleo del Evangelio. No pueden, pues, omitirla los misioneros en su predicación. Y en la historia de la Iglesia, todos los evangelizadores han seguido predicando esa verdad, sin avergonzarse de ella. Sencillamente, si no se predica esta verdad, no se predica el Evangelio. Si se silencia cautelosamente esa fe para no espantar a los infieles, es imposible que ninguno se convierta a la fe. Queda el Evangelio silenciado y negado, y la acción misionera inerte.

En todo esto, por otra parte, conviene tener muy en cuenta que el martirio, en cuanto testimonio supremo, sellado con la entrega de la propia vida, aunque puede darse por la caridad, por la castidad y por cualquiera de las virtudes, prefiriendo siempre la muerte al pecado, en definitiva, tiene siempre por causa la fe, la fe en la verdad de Cristo. Así lo entiende Jesús: «estáis buscando matarme, a mí, que os he dicho la verdad» (Jn 8,40). Y así lo ha entendido siempre la tradición de la Iglesia.

San Agustín: «los que siguen a Cristo más de cerca son aquellos que luchan por la verdad hasta la muerte» (Trat. evang. S. Juan 124,5).

Santo Tomás: «mártires significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella... Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio» (STh II-II, 124,5).

Si leemos las Sagradas Escrituras, fácilmente podemos comprobar que tanto en el Antiguo Testamento –los profetas–, como en el Nuevo –Cristo, apóstoles, Apocalipsis–, siempre los mártires mueren ante todo por dar entre los hombres el testimonio de la verdad de Dios.

En efecto, Cristo muere por dar a Israel el testimonio pleno de la verdad de Dios. Si hubiera suavizado mucho su afirmación de la verdad y su negación del error, si hubiera propuesto la verdad muy gradualmente, poquito a poco, si no hubiera predicado la verdad con tanta fuerza a los sacerdotes –que han convertido la Casa de Dios en «una cueva de ladrones»–, a los letrados –«raza de víboras, sepulcros blanqueados»–, a los ricos –«a un camello le es más fácil pasar por el ojo de una aguja que a vosotros entrar en el Reino»–, no hubiera sido asesinado, porque, como Él bien sabía, el Sanedrín, que habría de juzgarle y dictar su muerte, estaba integrado justamente por sacerdotes, letrados y ricos.

Sin embargo, tanto ama Cristo a los hombres –a los sacerdotes, letrados y ricos, a todo el pueblo– que les dice la verdad, lo único que puede salvarles: «Padre, santifícalos en la verdad» (Jn 17,17). Y predica la verdad plenamente consciente de que para él va a ser ignominia y muerte y para los hombres salvación, libertad y vida. Ésa es su misión, y en ningún momento la traiciona: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).

Cristo no muere, pues, por curar enfermos, por calmar tempestades, por devolver la vista a los ciegos o la vida a los muertos. Es crucificado por «dar testimonio (martirion) de la verdad», es asesinado por haber sido en este mundo el «testigo (martis) veraz» (Ap 1,5).

Todo esto es así, y no puede ser de otro modo. Si «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), y si el Maligno es «homicida desde el principio y Padre de la Mentira» (Jn 8,44), ya, sabiendo eso, podemos afirmar con toda seguridad que nada hay en el mundo tan peligroso como decir la verdad.

Cuando, por ejemplo, leemos la predicación del Evangelio que hace el diácono Esteban al Sanedrín reunido en pleno, no podemos menos de pensar: «este hombre, hablando así, está buscando su propia muerte y la vida eterna de sus hermanos». Y así fue (Hch 7).

Del mismo modo, los Apóstoles, desde el principio, son perseguidos por evangelizar la verdad de Jesús. El Sanedrín les ordena severamente «no hablar en absoluto ni enseñar en el nombre de Jesús». Pero ellos, sin dudarlo, afirman: «juzgad por vosotros mismos, si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,18-20).

Los Apóstoles han recibido de Cristo el mandato de predicar el Evangelio, y ellos, seguros de la asistencia del Señor, lo predican sin miedo alguno, sin temor a las consecuencias que pueda traer sobre ellos ese enorme testimonio de la verdad. El Sanedrín, entonces, los apresa de nuevo, y «después de azotados, les conminaron que no hablasen en el nombre de Jesús y los despidieron. Ellos se fueron alegres de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús; y en el templo y en la casas no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5,40-42).

Ya se ve, pues, que los Apóstoles predican no solo manteniendo las mismas doctrinas de Cristo, sin avergonzarse de ninguna de ellas, sino que también siguen el mismo modo suicida –valga la expresión– propio de su Maestro. Ellos, desde el principio, lo mismo que Jesús, dan su vida por perdida, es decir, no tienen nada que defender, nada tienen que perder, pues se saben ciertamente destinados a la persecución y a la muerte; por eso ellos están libres para procurar con todas sus fuerzas persuadir a los hombres de la verdad, sacarlos de las tinieblas en que el Padre de la Mentira los tiene cautivos, procurando así su salvación temporal y eterna.

Los Apóstoles, dice San Pablo, «investidos de este ministerio de la misericordia, no nos acobardamos, y nunca hemos callado nada por vergüenza, ni hemos procedido con astucia o falsificando la Palabra de Dios. Por el contrario, hemos manifestado abiertamente la verdad» (2Cor 4,1-2). Y eso, por supuesto, les lleva a la muerte.

La condición martirial de la predicación de San Pablo, concretamente, se refleja con frecuencia en sus cartas, donde refiere los innumerables sufrimientos que pasa por dar el testimonio fiel de la verdad evangélica, y donde tantas veces alude a la fortaleza extrema que es precisa para atreverse a predicar el Evangelio a los hombres, entre muchas contradicciones, persecuciones y penalidades.

«Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es la fuerza de salvación de Dios para todo el que cree» (Rom 1,16). «Después de sufrir mucho y soportar muchas afrentas en Filipos, como sabéis, confiados en nuestro Dios, os predicamos el Evangelio de Dios en medio de mucho combate. Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de confiarnos el Evangelio, y nosotros lo predicamos procurando agradar no a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Tes 2,2-4; +Gál 1,10). «A mí nadie me asistió, antes me desampararon todos... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todas las naciones la oigan» (2Tim 4,16-17).

Por eso San Pablo una y otra vez exhorta a sus colaboradores para que sirvan con toda fortaleza el ministerio de la Palabra, arriesgando en ello sus vidas cuanto sea preciso:

«no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios» (2Tim 1,7-9).


¿Sigue siendo Javier modelo de los misioneros?

De lo expuesto hasta aquí creo que puede concluirse con seguridad que la acción misionera de San Francisco Javier, tanto en el fondo como en la forma, es la misma de nuestro Señor Jesucristo, Esteban, Pedro, Pablo, Martín de Tours, Bonifacio, Patricio, Mogrovejo, Montfort y de los grandes misioneros de la historia de la Iglesia. Y que por tanto, el modo misionero de Javier es hoy perfectamente válido y ejemplar.

Actualmente, sin embargo, son muchos quienes estiman justamente lo contrario. En efecto, no pocos de los que estiman como un gran misionero a San Francisco Javier admiran su santidad y su gran coraje para predicar el Evangelio, pero consideran que sus planteamientos misioneros están hoy completamente superados. Por tanto, de ningún modo el Patrono de las misiones católicas puede servirnos hoy de ejemplo, ya que su modo de evangelizar parte de bases teológicas falsas. Hoy la Iglesia, por tanto, ha de cumplir la misión que Cristo le ha confiado en maneras misioneras completamente «nuevas».


Los «nuevos» modos de la misión

Nuestro Señor Jesucristo nos anunció que el Espíritu Santo, a lo largo de la historia de la Iglesia, «nos guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,13). Esto implica –pensemos, por ejemplo, en la evolución creciente del dogma sobre la Virgen María–, que al paso de los siglos la doctrina católica experimenta continuos crecimientos, o si se quiere, renovaciones. Son desarrollos homogéneos, que guardan siempre fidelidad perfecta a una misma verdad. Crece la doctrina de la Iglesia como un árbol, siempre fiel a sí mismo.

Por eso, cuando los innovadores enseñan en la teología una «novedad» que rompe la continuidad perfectiva de la tradición de la Iglesia, difunden un error o una herejía. Los novatori, en efecto, difunden doctrinas que son inconciliables con ciertas verdades siempre y en todo lugar profesadas por la Iglesia católica.

León XIII, por ejemplo, refiriéndose a ellos en su encíclica Quod apostolici muneris (1878), comprueba «la guerra implacable promovida desde el siglo dieciséis por los novatori contra la fe católica, guerra que ha ido creciendo siempre hasta nuestros días».

Si aplicamos estas consideraciones a la teología de la misión, habremos de considerar «nuevos» modos de la misión aquellos que se manifiestan hoy contrarios a la doctrina y a la práctica evangelizadora de Cristo, Esteban, Pablo, Javier, es decir, que son inconciliables con la enseñanza de la tradición y del magisterio de la Iglesia.


La Misión detenida

El criterio principal de discernimiento, y casi único, que nos dió nuestro Maestro es: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16). El árbol de la verdadera doctrina da buenos frutos, y el falso, malos. En este sentido, hemos de considerar negativamente los modos nuevos de misionar cuando comprobamos que, en abierto contraste con la pujanza misionera del comienzo de la Iglesia, o de la Edad Media, o del XVI en América y Oriente, o del siglo XIX y comienzos del XX, allí donde esos modos nuevos se han aplicado en los últimos decenios, se han mostrado absolutamente ineficaces.

En realidad, estos modos nuevos de la misión –conviene decirlo abiertamente– son una inmensa falsificación de las misiones, y traen consigo, por supuesto, un fracaso desolador. Juan Pablo II, como veíamos, señala en la Redemptoris missio que la fuerza activa de las misiones «parece que se va parando», y ve en esta disminución de las misiones el «signo de una crisis de fe» (2).

Describiré, pues, primero esa debilitación de las misiones católicas. Y después expondré los errores teológicos que son principalmente su causa.

No luchar contra el pecado,

sino contra sus consecuencias

La misión de los misioneros es la misma misión que Cristo recibe del Padre cuando viene al mundo: «como mi Padre me envió, así también yo os envío» (Jn 20,21). Ahora bien, sabemos que el Hijo divino se hace hombre para ser «el Cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Sabemos ciertamente –Él mismo lo ha dicho– que ha venido para «para llamar a los pecadores a conversión» (Lc 5,32); que entrega su sangre para obtenerles «el perdón de los pecados» (Mt 26,28), y que, por tanto, «en Él tenemos la redención, el perdón de los pecados» (Col 1,14). En efecto, «Él se ha manifestado al final de la historia para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo» (Hb 9,26).

Ésta es, pues, la misión de Cristo, y ésa misma es, por tanto, ésa tiene que ser la misión principal de los misioneros de Cristo: quitar, vencer, con la gracia del Salvador, el pecado del mundo.

Por otra parte, quitando el pecado del mundo, con la palabra y la gracia de Cristo, se quitan también o se alivian en gran medida las terribles consecuencias del pecado presentes y futuras. La historia confirma esta verdad.

Pues bien, los nuevos modos de misión combaten no tanto el pecado, sino las consecuencias del pecado, desfigurando y frenando así la misión de Cristo. Siguen, concretamente, un camino inverso al que San Pablo recorre en su acción misionera, según ésta se refleja, por ejemplo, en su carta a los Romanos. En los tres capítulos primeros describe el Apóstol los innumerables males del mundo, y hace de ellos el diagnóstico: todos son consecuencias del pecado, todos proceden del alejamiento de Dios. El tratamiento, por tanto, que expone en los trece capítulos restantes, será la vuelta a Dios por la gracia de Cristo. Solo venciendo el pecado, podrán ser superadas sus terribles consecuencias.

Las innumerables miserias del hombre: odio, avaricia, mentira, fornicación, violencia, prácticas homosexuales, etc., todas ellas proceden de que el hombre «cambió la verdad de Dios por la mentira, y adoró y sirvió a la criatura en lugar del Creador» (Rm 1,18-32). Por eso, pues, todos pecaron, y todos quedaron privados de la gloria de Dios, y ahora están hundidos en las consecuencias de sus propias culpas. Pero ha llegado la plenitud de la historia, y a todos se les ofrece la salvación por la gracia de Dios, «por la redención de Cristo Jesús» (3,23-24).

Ateniéndose a estas verdades, los misioneros de la Iglesia han ido siempre al mundo, ante todo, para combatir el pecado, anunciando y comunicando a Cristo Salvador, el único que quita el pecado del mundo. Y al mismo tiempo, sin duda, han trabajado siempre cuanto han podido para ayudar al mundo –enfermos y oprimidos, pobres y drogadictos, niños y ancianos desamparados, leprosos, ignorantes y miserables– a soportar y a superar las terribles consecuencias del pecado propio y ajeno, pasado y presente.

La misión secularizada yerra gravemente cuando se limita sobre todo a remediar las consecuencias del pecado. Tivializa de este modo la naturaleza de los males del mundo, ignora el pecado original, la esclavitud del Maligno y la necesidad de la gracia de Cristo. Consigue, por otra parte, en muy escasa medida subsanar esas inmensas miserias temporales. Falsifica, por tanto, completamente la misión de la Iglesia en el mundo, ya que «el significado profundo y completo de la evangelización es ante todo el anuncio de la Buena Nueva de Cristo Salvador» (Juan Pablo II,25-1-1979).

«Es imprescindible –dice el mismo Papa en otra ocasión– que la Iglesia, desde una posición de pobreza y libertad respecto de los poderes de este mundo, anuncie con valentía la verdad de Jesucristo, firmemente convencida de la fuerza transformadora del mensaje cristiano que, con la fuerza del Espíritu de Dios, es capaz de transformar moralmente los corazones, camino para renovar las estructuras» (30-7-1984). «Y no se diga que la evangelización deberá seguir al proceso de humanización. El verdadero apóstol del Evangelio es el que va humanizando y evangelizando al mismo tiempo, en la certeza de que quien evangeliza, también humaniza» (7-7-1980).

En la misma doctrina insiste Benedicto XVI en su mensaje de Cuaresma 2006, al señalar ciertos errores cometidos por los discípulos de Cristo en la historia:

«Con frecuencia, ante problemas graves, han pensado que primero se debía mejorar la tierra y después pensar en el cielo. La tentación ha sido considerar que, ante necesidades urgentes, en primer lugar se debía actuar cambiando las estructuras externas. Para algunos, la consecuencia de esto ha sido la transformación del cristianismo en moralismo, la sustitución del creer por el hacer.

«Por eso mi predecesor, de venerada memoria, Juan Pablo II observó con razón: “La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del bien vivir. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una `gradual secularización de la salvación´, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral” (enc. Redemptoris missio 11)».


Hacer el bien, pero no dar testimonio de la verdad

Es evidente que no todas las personas y comunidades de la Iglesia, ni siquiera las que «están en las misiones», han recibido del Señor la vocación misionera específica, la de evangelizar a los hombres en un ministerio directo. Las comunidades monásticas, por ejemplo, están dedicadas a la oración, la liturgia, la vida penitente. O las comunidades religiosas asistenciales –como las Misioneras de la Caridad, de la madre Teresa de Calcuta–, tienen por fin la atención benéfica a los más miserables, en una vida de profunda oración, pobreza y penitencia. Pero ni unas ni otras han recibido del Señor una vocación específica para dedicarse directamente a la evangelización de los hombres. Y la Iglesia, sin duda, siente hacia esas personas y comunidades gran amor, admiración y gratitud.

Muy diferente de lo anterior es la falsificación de la vocación misionera, según la cual la misión no estaría centrada por el mismo Cristo en la evangelización, es decir, en el testimonio de la verdad, sino en las actividades benéficas que en favor de los hombres puedan realizarse. Ése es, sin duda, un error muy grave contra la fe católica, y paraliza las misiones.

En este sentido, la secularización de la misión evangelizadora puede hacerse gráfica con una parábola que refiero en un escrito mío (Sacralidad y secularización, Pamplona, Fund. Gratis date 20053,36-37).

Unos hombres de buena voluntad fueron a prestar su ayuda a los habitantes de un país que, por caminar siempre sobre las manos, cabeza abajo, con los pies por alto, se veían aquejados de innumerables males. Unos tenían las manos deformadas e inútiles, otros sufrían grandes dolores en la columna vertebral, algunos padecían jaquecas o trastornos visuales, y por supuesto, todos pasaban grandes miserias materiales, pues no podían trabajar sino poco y mal.

Así las cosas, aquellos hombres de buena voluntad se dedicaron a asistirlos con todo empeño: repartieron medicinas, dieron masajes, aplicaron corrientes terápicas, y consiguieron ayudas económicas que remediaran las necesidades más urgentes.

Pero lo que nunca hicieron, quizá por respeto a la tradición local de los nativos, fue decirles simplemente la verdad: que el hombre está hecho para caminar sobre los pies, llevando en alto la cabeza. No les avisaron, al menos suficientemente, de que haciendo así, muchos de los males que padecían se sanarían en seguida, en tanto que habían de perdurar indefinidamente si persistían en vivir cabeza abajo.

¿Qué pensar de esos hombres de buena voluntad?... Al mismo tiempo que con admirable generosidad ayudan a esos hombres cabeza-abajo en sus incontables miserias, ¿cómo no les dicen que se pongan cabeza-arriba? Si son cristianos ¿cómo no se dan cuenta de que, entre los muchos bienes que han de dar a esos hombres, el bien mayor y más urgente es sin duda «el testimonio de la verdad»? Nada hay tan benéfico como la verdad, y nada hay tan maléfico como el error y la mentira. ¿Cómo esos hombres buenos no se dedican sobre todo a realizar la misión principal que han recibido de Cristo Salvador: «haced discípulos de todas las naciones... enseñándoles a guardar todo lo que yo os mandé» (Mt 28,19-20)? No se comprende.

Que no prediquen públicamente el Evangelio donde no es posible, como en ciertos países islámicos, eso se entiende. Pero que no lo prediquen donde es posible hacerlo –y donde otros de hecho lo predican–, eso no se entiende.

Por otra parte, no olvidemos otros aspecto de suma importancia. El hecho de que las misiones se conviertan no pocas veces en obras de beneficencia, trae consigo que las misiones de la Iglesia se dediquen casi exclusivamente a trabajar como organizaciones benéficas en los países pobres. De hecho, hoy la propaganda misional alude normalmente a países llenos de carencias primarias, sin alimentos y medicinas para sobrevivir.

Pero hemos de ser muy conscientes de que actualmente las misiones católicas han de dirigirse igualmente a los países pobres y a los países ricos, muchos de éstos de antigua filiación cristiana, y hoy en su mayoría apóstatas.

Los pueblos pobres y paganos necesitan urgentemente el Evangelio de Cristo. Pero con igual urgencia lo necesitan hoy estos pueblos ricos, hundidos en una miseria intelectual y moral incomparablemente mayor –pensemos, por ejemplo, en el «matrimonio» homosexual– que la que sufren los países paganos pobres. No necesitan de la Iglesia con urgencia pan, casas, medicinas, pero, estando perdidos, agotados, en tinieblas, llenos de vicios y violencias, neurosis y angustias, cautivos del sexo, de la televisión, del consumo, desesperados, «sin Cristo, sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12; cf. Rm 1,18-32), necesitan las misiones católicas con necesidad apremiante y urgente. Necesitan el testimonio de la verdad, el Evangelio, Cristo, la gracia de Cristo Salvador.

Pero allí donde la Iglesia pierde la fuerza del Espíritu Santo para predicar el Evangelio, cesa la misión, y defrauda tanto a los países pobres como a los países ricos.

¡Es urgente la misión! ¡Es urgente predicar el Evangelio en todos los pueblos, ricos y pobres! ¡Ay de la Iglesia que no evangeliza!... El lema «id por todo el mundo», él solo, es muy incompleto –podría ser recibido por cualquier Asociación de Agencias de Viaje–; hay que darlo entero, con el mandato de Cristo: «y predicad el Evangelio a toda la humanidad».

En este mundo, tanto en los países pobres como en los ricos, la acción más preciosa, necesaria y urgente es predicar el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. ¡Revelar al mundo que Cristo es Dios y es hombre, que es camino, verdad y vida para todos, Salvador potentísimo! Que al darnos el Espíritu Santo, el amor divino, nos ha hecho posible ser de verdad imágenes de Dios, es decir, ser verdaderamente hombres. Que comunicándonos la filiación divina, nos ha revestido de luz, de gracia, de vida sobrenatural y de salvación.

Hay que hacer entender al hombre de hoy que sin Dios, reducido a sus propias fuerzas naturales, tan debilitadas por el pecado original y por tantísimas culpas a él añadidas, está perdido, irremediablemente perdido; pero que en Cristo y en su Iglesia tiene salvación cierta y gozosa.

Hay que hacerle conocer al mundo cuanto antes que necesita para su salvación temporal y eterna abrirse a la gracia de Dios, y que si se cierra a su ayuda gratuita y sobrenatural, está sujeto a las miserias presentes y a una posible condenación eterna:

«Si no os arrepentís [de vuestros pecados], todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). «Entrad por la puerta estrecha. Porque es amplia la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por él. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! ¡Y qué pocos son los que dan con él!» (Mt 7,13-14).

La mayor caridad que se puede tener con los ricos y con los pobres es decirles la verdad: que en esta vida, según sea buena o mala, se están jugando la vida eterna; que no van a poder salvarse por sus propias fuerzas, y que Dios nos ha dado en la Iglesia a un Salvador maravilloso, humano y divino, nuestro Señor Jesucristo.


Dialogar sí, pero predicar no. Y dialogar... tampoco

Cuando en el año 2000 la Congregación romana de la Fe publicó la declaración Dominus Iesus, el Cardenal Ratzinger, Prefecto de esa Congregación, al presentarla, hizo referencia a las teologías falsas que, excluyendo la misma posibilidad de una Revelación plena y definitiva, expresada por la Iglesia en dogmas de fe, hacen simplemente imposibles las misiones católicas:

«De acuerdo con tales ideas, el hecho de mantener que hay una verdad universal, vinculante y válida en la historia misma, que se realiza en la figura de Jesucristo y es transmitida por la fe de la Iglesia, es considerado una especie de fundamentalismo que constituiría un atentado contra el espíritu moderno y representaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad.

«El propio concepto de diálogo asume un significado radicalmente diverso al que entendió el Concilio Vaticano II. El diálogo, o mejor dicho, la ideología del diálogo, sustituye a la misión y a la urgencia del llamamiento a la conversión. El diálogo no es ya el camino para descubrir la verdad [...] El diálogo en las nuevas concepciones ideológicas, que lamentablemente han penetrado también en el interior del mundo católico y en ciertos ambientes teológicos y culturales, el diálogo es la esencia del dogma relativista, y lo contrario a la conversión y a la misión.

«Para el pensamiento relativista, diálogo significa poner en el mismo plano la propia posición o la propia fe y las convicciones de los demás, de tal manera que todo se reduce a un intercambio de posiciones de tesis fundamentalmente iguales y, en consecuencia, relativas entre sí, con la finalidad superior de logar el máximo de colaboración y de integración entre las diversas concepciones religiosas».

En efecto, el diálogo, mal entendido, produce el acabamiento total de las misiones católicas. La propia declaración Dominus Iesus afirma:

«El diálogo, aunque forma parte de la misión evangelizadora, constituye solo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes (cf. Redemptoris missio 55). La paridad, que es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo –que es el mismo Dios hecho hombre– comparado con los fundadores de las otras religiones.

«De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del Bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo» (22).

A estas consideraciones sobre el lugar verdadero del diálogo en la misión conviene añadir algunas otras.

1.– Diálogo y predicación han de ir juntos en la acción misionera. Por eso es de notar que cuando la predicación del Evangelio cesa, cesa también normalmente el diálogo. Es decir, en realidad el diálogo no suele sustituir a la predicación. Si observamos los modos concretos de algunas misiones actuales, podremos comprobar que en ellas han cesado juntamente la predicación y el diálogo. Entre los misioneros actuales, aquellos que evangelizan, dialogan; pero aquellos que están perdidos en la niebla de la teología del pluralismo religioso y de otras ideologías afines, ni predican, ni dialogan. Simplemente, se dedican a la beneficencia material.

Siguiendo el ejemplo que da Cristo en su ministerio evangelizador, las verdaderas misiones católicas han unido siempre diálogo y predicación. En efecto, los misioneros que han tenido y que tienen un claro logos de la fe, se atreven a intentar el dialogo con los hombres, y al mismo tiempo se atreven a predicarles el Evangelio. Recordaré algunos ejemplos.

–Al referir la primera evangelización de México, el franciscano Jerónimo de Mendieta (1525-1604), en su Historia eclesiástica indiana, dice que en 1524,

«luego como llegaron a México», los frailes misioneros establecieron conversaciones con los jefes y sacerdotes aztecas. Otro franciscano, aún más próximo a los hechos, fray Bernardino de Sahagún (1500-1590), en un códice recientemente hallado en la Biblioteca Vaticana, el Libro de los coloquios y la doctrina cristiana, da cuenta de «todas las pláticas, confabulaciones y sermones que hubo entre los Doce religiosos [franciscanos] y los principales y señores y sátrapas de los indios, hasta que se rindieron a la fe de nuestro Señor Jesucristo y pidieron con gran insistencia ser bautizados» (cf. José María Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fund. Gratis date, Pamplona 20033, 103).

En aquellos encuentros se hablaba de todo lo divino y lo humano. Y es impresionante comprobar en ellos la honradez intelectual de los aztecas y la fuerza persuasiva de los misioneros franciscanos. La superioridad del Dios cristiano sobre la miseria de los dioses paganos, en verdad y potencia, se hacía en aquellos diálogos tan patente, que las conversiones de los aztecas fueron innumerables (cf. Lino Gómez Canedo, OFM, Pioneros de la Cruz en México, BAC pop. 90, Madrid 1988, 65-70).

–La acción misionera de Javier, por esos mismos años, unía también continuamente diálogo y predicación. Teniendo él un logos de la fe absolutamente firme y claro, dialogaba largamente, por ejemplo, con los bonzos y señores japoneses, al mismo tiempo que les predicaba el Evangelio con todo empeño y esperanza.

En una carta a sus hermanos de la Compañía en Europa (29-I-1552, Doc.96) cuenta Javier que mantiene largos diálogos con los japoneses, y reconoce que «son hombres de muy singulares ingenios y muy obedientes a razón; y si dejaban de hacerse cristianos, era por temor del señor de la tierra, y no porque no conocían que la ley de Dios era verdadera y sus leyes falsas» (96,13). Estando él y sus dos compañeros alojados en un viejo monasterio de Yamaguchi que les había cedido el daymo, predicaban el Evangelio dos veces al día. «Al cabo de la predicación siempre había disputas que duraban mucho. Continuadamente éramos ocupados en responder a las preguntas o en predicar. Venían a estas predicaciones muchos padres [bonzos] y monjas, hidalgos y otra mucha gente; casi siempre estaba la casa llena, y muchas veces no cabían en ella. Fueron tantas las preguntas que nos hicieron, que por las respuestas que les dábamos conocían las leyes de los santos en que creían ser falsas, y la de Dios verdadera. Perseveraron muchos días en estas preguntas y disputas; y después de pasados muchos días, comenzaron a hacerse cristianos; y los primeros que se hicieron, fueron aquellos que más enemigos nuestros se mostraron, así en las predicaciones como en las disputas» (96,16).

«Éstos que se hacían cristianos, muchos de ellos eran hidalgos; y después de hechos cristianos, eran tan amigos nuestros, que no podría acabar de escribir. Y así nos declaraban muy fielmente todo aquello que tienen los gentiles en sus leyes. Después de tener verdadera noticia de lo que tienen ellos en sus leyes, buscamos razones para probar ser falsas, de manera que cada día les hacíamos nosotros preguntas sobre sus leyes y argumentos, a que ellos no sabían responder, así los bonzos como las monjas [...] Los cristianos, como veían que los bonzos no sabían responder, holgaban mucho y crecían cada día en tener más fe en Dios; y los que eran gentiles, que estaban presentes a las disputas, perdían el crédito de las sectas erróneas en que creían (96,17)».

Los bonzos sufrían mucho con todo esto y reprochaban a los japoneses que, abandonando las leyes religiosas de sus antepasados, se convertían al Evangelio: «respondíanles los cristianos que, si ellos se hacían cristianos, era por parecerles que la ley de Dios es más llegada a razón que sus leyes; y también porque veían que nosotros respondíamos a las preguntas que ellos nos hacían, y ellos no sabían responder a las que nosotros les hacíamos contra sus leyes» (96,18).

Estos diálogos, controversias o disputas versaban –como en México– sobre todo lo divino y lo humano, sobre el Creador, la libertad humana, el bien y el mal, la inmortalidad del alma, la ley natural, la vida feliz o condenada posterior a la muerte, pero también sobre la esfericidad de la tierra, la explicación de la lluvia, los rayos, la nieve, etc.

«Después que nosotros fuimos allá, dejaban de platicar de las propias leyes, y platicaban de la ley de Dios. Era cosa para no poderse creer, ver en una ciudad tan grande cómo por todas las casas se platicaba de la ley de Dios» (96,21). «En esta ciudad de Amanguche [Yamaguchi], en espacio de dos meses, después de pasadas muchas preguntas, se bautizaron quinientas personas, poco más o menos» (96,22). «Los bonzos están mal con nosotros, porque les descubrimos sus mentiras» (96,26). Por el contrario, «ver el placer de los que ya eran cristianos, ver que los gentiles quedaban vencidos: el placer de estas cosas me hacían no sentir los trabajos corporales. Veía también por otra parte cuánto trabajaban los cristianos en disputar, vencer y persuadir a los gentiles que se hiciesen cristianos; viendo yo sus victorias que contra los gentiles alcanzaban y el placer con que cada uno las contaba, era sumamente consolado» (96,53).

No imaginemos, pues, a Javier como un misionero que, crucifijo en mano, va de una lado a otro rápidamente, y solamente predica, ignorando todo diálogo con sus oyentes. En absoluto. Como hemos comprobado por sus mismos relatos, él unía continuamente en su ministerio misional, al menos en cuanto ello le era posible, la predicación y el diálogo.

Conviene, pues, que precisemos bien esta grave cuestión. El diálogo interreligioso que misionalmente no vale para nada, y sobre el que la Dominus Iesus pone en guardia, es el que elude la predicación del Evangelio, y se queda en un afable intercambio de doctrinas, todas igualmente respetables. En él se consideran las diversas religiones como líneas paralelas que, según dicen, se juntarán en el infinito. Esto es el relativismo o incluso el agnosticismo religioso en su estado más puro. Es lo que decía el Cardenal Ratzinger: «el diálogo es la esencia del dogma relativista, y lo contrario a la conversión y a la misión».

2.– El diálogo misional debe pretender la conversión de los hombres, y no debe prolongarse indefinidamente. La misión que los misioneros deben cumplir por mandato de Cristo es sumamente urgente: «a nadie saludéis por el camino» (Lc 10,4). «Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos» (Mc 6,11). «Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra. Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre» (Mt 10,23).

Así pues, no manda Cristo a sus enviados que se queden indefinidamente entre quienes rechazan el Evangelio, prolongando con ellos un diálogo que durante decenios se muestra inútil. Más bien les ordena que se marchen de allí y que vayan a predicar el Evangelio en otros pueblos que lo reciban. Veamos el ejemplo de dos grandes apóstoles de la Iglesia.

San Pablo predicó en Atenas un discurso muy cuidadosamente preparado,

pero «al oír lo de la resurrección de los muertos, unos se rieron de él y otros le dijeron: “ya te oiremos hablar sobre esto en otra ocasión”». El narrador nos asegura que «todos los atenienses y forasteros que allí residían no se ocupaban en otra cosa que en decir y oír la última novedad». No estaban dispuestos a dar crédito a una verdad definitiva y universal.

«Entonces Pablo se marchó de entre ellos» (Hch 17). Y ya no vuelve nunca más a la capital intelectual del mundo de su tiempo. No se quedó allí durante años en un diálogo interminable e inútil. El verdadero amor a Dios y a los hombres pecadores ponía en su corazón una inmensa urgencia para predicar el Evangelio y para formar en otros lugares nuevas comunidades eclesiales.

San Pedro Canisio (1521-1597), enviado por la Compañía de Jesús a Alemania para reafirmarla en la fe católica y combatir la herejía luterana, asistió a la Conferencia de Worms como teólogo católico y delegado personal del emperador Fernando. Ya se habían producido antes cinco encuentros similares entre teólogos protestantes y católicos.

Pues bien, la Conferencia fue un fracaso completo, al igual que los anteriores encuentros. Pudo así Canisio conocer por experiencia que era perder el tiempo discutir interminablemente con teólogos que se resistían obstinadamente a la Escritura, a los Concilios, al Magisterio apostólico y, si llegaba el caso, a la misma razón natural. En adelante ya no participó en más discusiones. Y con la fuerza del Espíritu Santo, predicó por todas partes, fundó escuelas, colegios, seminarios, universidades, escribió textos de controversia y un Catecismo que, traducido a quince lenguas, en poco más de un siglo tuvo 400 ediciones.

Toda esta labor misionera dio un gran fruto. En 1557 unas seis novenas partes de la población alemana era luterana, dos novenas pertenecía a sectas diversas, y solo una permanecía católica. Y unos decenios más tarde, gracias a la inmensa obra misionera de San Pedro Canisio y de otros apóstoles católicos, una gran parte de Alemania fue recuperada, hasta el día de hoy, para la fe católica. Canisio no se quedó sentado muchos días dialogando en torno a mesas redondas o cuadradas. La misión evangelizadora le llevaba con urgencia a otras actividades misionales sumamente fecundas (cf. Alfredo Sáenz, S.J., La Reforma Protestante, Gladius, Buenos Aires 2005, 408-447).

Puede haber, debe haber y hay un diálogo entre la Iglesia católica y las otras religiones del mundo. E incluso una cierta colaboración con ellas en algunas actividades culturales o asistenciales. Pero aquí estamos hablando de la actividad propiamente misionera y evangelizadora de la Iglesia.


Enseñar «valores» en vez de predicar a Cristo Salvador

Ésta es otra variante de la secularización del apostolado y de la misión: predicar valores, sin predicar a Jesús, el Salvador. Es puro pelagianismo proponer valores morales enseñados por Cristo –verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad, paz–, y hacerlo, de un lado, en el mismo sentido en que el mundo los entiende, y de otro, sin afirmar a Cristo como único Salvador que hace posible vivir por su Espíritu ésos y todos los demás valores.

Los cristianos, como los apóstoles, afirmamos a los hombres –que Cristo mismo es «la verdad», y que sin Él se pierde el hombre en cientos de errores cambiantes (Jn 14,6); –que sólo Cristo «nos ha hecho libres» (Gál 5,1), y que sin Él todos están esclavos, cautivos; –que sólo Cristo nos puede dar «la justicia que procede de Dios» (Flp 3,9), y que sin Él todo es corrupción e injusticia; –que sólo Cristo puede difundir en nuestros corazones la caridad de Dios, por el Espíritu Santo que nos comunica (Rm 5,5), y que sin Él ningún amor, ni siquiera el amor conyugal en muchos casos, perdura y crece; –que sólo Cristo es capaz de congregar y guardar en la unidad a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso justamente ha dado su vida en la cruz (Jn 11,52); y en fin, –que sólamente Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), y que sin Él todo son divisiones, violencias y guerras. Eso es predicar el Evangelio.

Ya lo dijo Juan XXIII en la apertura del concilio Vaticano II: «El gran problema planteado al mundo sigue en pie tras casi dos mil años. Cristo radiante siempre en el centro de la historia y de la vida. Los hombres están con Él y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin Él o contra Él y deliberadamente contra su Iglesia, con la consiguiente confusión y aspereza en las relaciones humanas y con persistentes peligros de guerras fratricidas» (11-10-1962).

Y lo mismo dice Pablo VI después del Concilio: «Un humanismo verdadero, sin Cristo, no existe. Y nosotros suplicamos a Dios y os rogamos a todos vosotros, hombres de nuestro tiempo, que os ahorréis la experiencia fatal de un humanismo sin Cristo. Sería suficiente una simple reflexión sobre la experiencia histórica de ayer y de hoy para convenceros de que las virtudes humanas desarrolladas sin el carisma cristiano pueden degenerar en los vicios que las contradicen. El hombre que se hace gigante sin la animación espiritual, cristiana, se derrumba por su propio peso. Carece de la fuerza moral que le hace hombre de verdad; carece de la capacidad de juzgar acerca de la jerarquía de valores; carece de razones transcendentales que motiven de modo estable estas virtudes; y carece, en definitiva, de la verdadera conciencia de sí mismo, de la vida, de sus porqués y de su destino» (disc. Navidad 1969).

Conviene advertir, por otra parte, que la secularización de la actividad misionera pretende normalmente la reconciliación de la Iglesia con el mundo. Si solamente luchamos contra las consecuencias del pecado, pero no contra el pecado, los cristianos tendremos la aprobación del mundo –entre otras cosas porque ya no seremos cristianos–. El mundo no tiene ningún inconveniente en que cuidemos leprosos, atendamos ancianos desamparados o recojamos drogadictos, y no nos perseguirá si nos limitamos a eso.

Tampoco nos perseguirá si nos limitamos a predicar valores de paz, solidaridad, justicia, pues eso es lo que hacen todos, cada uno a su manera: marxistas y liberales, masones, budistas y ecologistas. La persecución, en cambio, será inevitable cuando le digamos al mundo que todos esos valores seguirán siendo para él inalcanzables si se cierra al Reino de Dios, si desprecia a su enviado, Cristo Salvador, si rechaza a Jesucristo como al Señor único del cielo y de la tierra.


No pretender la conversión de los hombres

Los «nuevos» misioneros no pretenden la conversión de los hombres. Buscan principalmente solidarizarse con su condición concreta de vida presente y mejorarla en lo posible. Y así lo declaran algunos abiertamente, orgullosos de su actitud: «no pretendemos convertir a nadie». Resulta muy penoso oirles, y comprobar que «alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,22).

Ya he recordado antes que la misión de los misioneros es exactamente la misma que Cristo recibió del Padre (cf. Jn 20,21); es una prolongación de la Suya. Ahora bien, es indudable que la misión de Cristo es llamar a los pecadores a «conversión» (metanoia, cambio de mente), para que entren así en el Reino de Dios. Y esto es lo primero que hace en su misión pública, lo mismo que el Bautista. Y los Apóstoles, después de Pentecostés, poco después de iniciar su misión, reciben la revelación gozosa de que «¡Dios ha dado también a los gentiles la conversión para alcanzar la vida!» (Hch 11,18).

Cristo, Luz del Mundo, es «el que nos llamó de la oscuridad a su luz admirable» (1Pe 2,9), es Él quien llama con fuerza a los que están en tinieblas y sombra de muerte para que entren urgentemente en el Reino luminoso de Dios. Viene el Señor al mundo a buscar y salvar a los pecadores, y Él envía a sus apóstoles «para que prediquen en su nombre la conversión para la remisión de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47; cf. Hch 5,31; cf. Vaticano II, Ad gentes 7).

Es ésta justamente la misión que el Señor confía, por ejemplo, a San Pablo: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18). Así lo hace, concretamente, a los atenienses: reconociendo su religiosidad, les manifiesta al mismo tiempo que era vana y errónea. Y les comunica en el nombre del Señor que, «después que Dios ha pasado por alto las épocas de ignorancia, ahora manda a los hombres que se arrepientan todos y en todas partes» (17,30-31). Ese evangelio, que Jesús le había confiado, el Apóstol lo predica en todas partes sin avergonzarse de él y sin temor alguno: «anuncié la penitencia y la conversión a Dios» (26,20).

San Francisco Javier, igual que San Pablo, pretende en su misión evangelizadora librar a los hombres de «la esclavitud del pecado» (Rm 6,20) y de la cautividad del diablo, «príncipe», más aún, «dios de este mundo» (Jn 12,31; 2Cor 4,4), de modo que los hombres pasen «del poder de Satanás a Dios». Javier sabe bien, como el Apóstol, que su combate misional no es solo contra la carne y la sangre, sino principalmente «contra los espíritus del mal» (Ef 6,12). Por eso justamente, con oración y trabajos extenuantes, procura y consigue la conversión de hombres y pueblos, «gastándose y desgastándose por sus almas» (2Cor 12,15).

Por el contrario, nada tiene de sorprendente que los nuevos «misioneros», que «no pretenden convertir a nadie», no conviertan a nadie. Después de todo, es muy normal que no se consiga aquello que no se intenta, o que, más aún, se excluye. Nada tienen que ver estos misioneros con San Francisco Javier, que jugándose en ello la vida tantas veces, con sus hermanos de misión, logra con el poder de Dios la conversión de miles y miles de hombres de diferentes pueblos, en conversiones verdaderas y perseverantes, que a veces se consumaron en el martirio. Javier hace lo mismo que hicieron Cristo, Pablo y todos los santos misioneros de Dios.

En esto de las conversiones, recuerdo una anécdota del Cura de Ars. Un día el señor Próspero de Garets, amigo suyo personal, le pregunta cuántos pecadores estima que se convierten allí al año. Y el Santo, sin advertir que le sonsacan así una confidencia, le responde: «más de setecientos». ¡Unas dos conversiones al día!... (F. Trochu, Vida del Cura de Ars, Edit. litgca. española, Barcelona 1953, 349). Con razón San Juan María Vianney es Patrono del clero diocesano. Pues bien, con razón San Francisco Javier es Patrono de todos los misioneros católicos.

En fin, verdaderamente resulta muy penoso que pueda haber párrocos y misioneros que, sin haber quizá convertido a nadie en toda su vida, estiman «superados» los modos pastorales del Cura de Ars y los modos misioneros de Francisco de Javier. Resulta patético: estos ministros del Salvador, que no intentan convertir a nadie, permanecen tranquilos en su convicción, y ciertamente consiguen su objetivo con pleno éxito.


Testimoniar con la vida, pero no con la palabra

El mandato misionero de Cristo es éste: «se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones... enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Pero los «nuevos» misioneros estiman tal objetivo inalcanzable e imprudente, y por eso, en conciencia, ni siquiera lo intentan. Parece increíble, pero la realidad es ésta: pretenden ser misioneros sin predicar el Evangelio.

Es cierto que a veces la Iglesia puede encontrar situaciones en las que no es posible el testimonio de la palabra evangelizadora, y que ha de contentarse por el momento con el testimonio de vida cristiana que le sea posible.

Así lo declara en el Vaticano II: «se presentan a veces tales circunstancias que imposibilitan durante algún tiempo el proponer directa e inmediatamente el mensaje evangélico. En estos casos pueden y deben los misioneros, con paciencia y prudencia y, a la vez, con gran confianza, dar, al menos, testimonio de la caridad bienhechora de Cristo y preparar así los caminos al Señor y hacerle de alguna manera presente» (Ad gentes 6e).

Pero esa gran verdad puede ser falsificada haciendo norma universal de ciertos casos particulares. En efecto, si recordamos la historia de la actividad misionera de la Iglesia, podemos preguntarnos: ¿qué disposición tenían los griegos corintios para recibir de Pablo el Evangelio, podridos como estaban de politeísmo y lujuria? ¿Qué preparación espiritual para la fe cristiana encuentraron Martín de Tours, Bonifacio, Patricio, Toribio de Mogrovejo, Pedro Claver, Comboni y tantos otros grandes misioneros católicos, en los hombres que efectivamente evangelizaron, y que tantas veces eran idólatras, esclavistas, polígamos, violentos, llenos de supersticiones horribles, practicantes de sacrificios humanos o aficionados a la antropofagia?

La Iglesia está convencida de que hay que predicar el Evangelio a toda criatura, y que la misión es absolutamente urgente. Y por eso se dice a sí misma: «¡ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16).

La Iglesia no-evangelizadora es una Iglesia no-martirial, pues no da en el mundo testimonio de la verdad de Cristo. Es, por tanto, una Iglesia débil y triste, oscura y ambigua, cautelosa y dividida, y sobre todo es manifiestamente estéril, sin capacidad de conquista y crecimiento, sin vocaciones apostólicas, en disminución continua. No tiene fuerza misionera.

Es una Iglesia que no osa «confesar a Cristo» en el mundo (Mt 10,32-33), y solamente se atreve a predicar aquellas verdades cristianas –aquellos «valores»– que no suscitan persecución. Se atreve, por ejemplo, a predicar bravamente la justicia social, cuando ésta viene exigida y predicada por todos, también por los mismos enemigos de la Iglesia. Pero no se atreve a predicar la vocación fundamental del hombre, la obligación primaria, la más importante, la de creer en Dios, obedecerle y darle culto, amándole con todas las fuerzas de su alma; o la castidad de los jóvenes y de los matrimonios, o tantas otras verdades fundamentales, allí donde éstas son negadas por el mundo, y traen ciertamente persecución y marginación contra quienes las predican.

La cosa es clara: la Iglesia nomartirial, no tiene fuerza espiritual misionera, teme ser rechazada por dar un testimonio claro de Cristo y de las verdades evangélicas. Y por eso, calla. O más bien habla bajito, y así, al mismo tiempo, evita la persecución del mundo y se hace la ilusión de que ya ha cumplido con su deber.

Pero eso no convierte a nadie.


La teología católica de la misión

La Iglesia católica ha enseñado su fe sobre las Misiones en grandes documentos modernos, y parece prudente suponer que nuestros lectores, que normalmente son nuestros amigos, conocen bien su doctrina. Recordemos

de Benedicto XV, cta. apostólica Maximum illud (30-XI-1919), y las encíclicas de Pío XI, Rerum Ecclesiæ (28-II-1926); de Pío XII, Evangelii præcones (2-VI-1951) y Fidei donum (21-IV-1957); de Juan XXIII, Princeps pastorum (28-XI-1959). Del concilio Vaticano II, el decreto Ad gentes divinitus (7-XII-1965). Y después del Concilio, Pablo VI, exhort. apost. Evangelii nuntiandi (8-XII-1975); Juan Pablo II, encíclica Redemptoris missio (7-XII-1990). Es importante también el documento de la Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1996).

En todo caso, el texto del Magisterio apostólico que, en las circunstancias actuales, fundamenta con más fuerza la actividad misionera de la Iglesia, es el publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la declaración «Dominus Iesus»; sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6-VIII-2000).

Tengamos en cuenta, por otra parte, que cualquier error teológico debilita la fe, y consiguientemente disminuye o impide la actividad de las misiones católicas. En efecto, «el justo vive de la fe. La fe es por la predicación. Y la predicación es por la palabra de Cristo» (Rm 1,17; 10,17). Por eso, cuando la fe está débil y vacilante, confundida por enseñanzas falsas, no puede evidentemente evangelizar. Bastante será que logre sobrevivir. Por el contrario, la parresía misional, que arde en el fuego amoroso del Espíritu Santo, se fundamenta siempre en una fe católica firmemente poseída y vivida.

Por eso la difusión de tantos errores teológicos actuales, especialmente los que se refieren más directamente a Cristo, a la santísima Trinidad, a la Iglesia, a la Eucaristía y los sacramentos, es la causa principal del detenimiento histórico de la misión católica. Y estos errores del tiempo presente están descritos y rechazados en declaraciones de la Congregación de la Fe, como

–Mysterium Filii Dei (21-II-1972), para guardar el misterio de la Encarnación y de la Trinidad de ciertos errores modernos;

–Mysterium Ecclesiæ (24-VI-1973), que afirma la fe católica sobre la Iglesia frente a ciertos errores modernos.

A los documentos citados habría que añadir aquí todas las reprobaciones de errores modernos –por ejemplo, sobre ciertas obras de Hans Küng o de Edward Schillebeecks, o las instrucciones sobre la Teología de la Liberación–. Todos esos textos de la Sede Apostólica implican una reafirmación de las verdades católicas que fundamentan la acción misionera de la Iglesia, y rechazan los errores contrarios.


Teologías actuales falsas que impiden la misión

Siguiendo sobre todo la declaración Dominus Iesus, señalo ahora en síntesis aquellas doctrinas teológicas que más directamente paralizan o desvían hoy la acción misionera de la Iglesia:

–Estas teologías profesan algún modo de agnosticismo filosófico y religioso: no hay una verdad, hay muchas, y en todo caso ninguna es cognoscible con certeza. Rechazan, por supuesto, la posibilidad de dogmas inalterables.

–Niegan la Revelación cristiana, en cuanto verdad divina plena y definitiva, pues creen imposible una revelación del Absoluto infinito en la realidad finita del ser humano, histórica y continuamente evolutiva.

–Niegan la historicidad de los Evangelios, y muy especialmente de los milagros de Cristo. No podemos encontrar realmente en los Evangelios el testimonio que los Apóstoles dieron de las «palabras y hechos» de Jesús. En el fondo, no es posible predicar el Evangelio como una verdad real, objetiva y definitiva.

–Consideran a Cristo como un Maestro espiritual más entre otros Maestros suscitados por Dios en la historia. Estos teólogos pasan así del cristocentrismo al teocentrismo. Algunos de ellos, en el mejor de los casos, reconocen a Cristo como al hombre perfecto y definitivo, que al ser imagen verdadera de Dios, puede decirse divino, siempre que la afirmación se entienda en sentido arriano, nestoriano, adopcionista.

–Confunden el orden natural y el sobrenatural. Unos y otros autores lo hacen con especulaciones filosóficas y teológicas diversas, pero en el fondo semejantes: la naturaleza exige la gracia, y por eso mismo no distinguen de la gracia el mundo creado.

–Afirman que, en cierta manera, todos los hombres, aunque ellos mismos no lo sepan o incluso no lo quieran, estando elevados al orden de la gracia, son de hecho cristianos anónimos, tengan una u otra vía religiosa, o aunque no sigan ninguna.

–Negando el pecado original, niegan a los hombres una salvación por gracia, por don gratuito que libremente han de recibir de Dios por Cristo. Se quedan, pues, limitados a un voluntarismo naturalista, a un inmanentismo antropológico, que a veces tiene fondo panteísta. Es el hombre, en definitiva, el que ha de salvar al hombre, y no un don exterior venido a él como gracia.

–Reconocen, en coherencia a sus principios, «otras Revelaciones» divinas, y estiman las religiones paganas como «vías ordinarias de salvación», complementarias del cristianismo, y no necesariamente inferiores a él. No puede, pues, pretender la Iglesia ser «el sacramento universal de salvación».

–Niegan la soteriología cristiana, considerando que la infinita bondad de Dios es incompatible con un infierno eterno, y que Dios, con misioneros o sin ellos, salvará ciertamente a todos los hombres.

A la serie de errores enumerados habría que agregar la indicación de muchos otros, que suelen ir unidos a ellos: sobre la concepción virginal de Cristo, la preexistencia del Verbo, la conciencia que Jesús tiene de quién es y de cuál es el plan de Dios sobre su muerte, el sentido sacrificial de la Cruz, su valor salvífico universal, la realidad de la Resurrección y de las apariciones a los apóstoles, la fundación de la Iglesia, la presencia real eucarística, el falso ecumenismo que pretende llegar a la Iglesia verdaderamente Católica por la unión de «todas las Iglesias» e incluso de todas las religiones, etc.

Y a tantos errores doctrinales, aún habría que añadir una serie ilimitada de errores gravísimos sobre cuestiones morales.

Estas teologías y otras semejantes, como es lógico, debilitan o paralizan del todo la acción evangelizadora de quienes más o menos conscientemente las aceptan. Las misiones en ellos quedan detenidas.

Es cierto que estas doctrinas, al no tener base alguna ni en la Escritura, ni en la Tradición, ni en el Magisterio, es decir, al tratarse de gnosis teológicas, son ideologías muy sofisticadas, lucubraciones predominantemente filosóficas, psicológicas, cosmológicas, que requieren continuos neologismos, y que se exponen en textos muy complejos, a veces deliberadamente ambiguos, de difícil lectura. Pero a través de innumerables presentaciones divulgativas, que agravan no pocas veces los errores originales, han alcanzado una difusión muy amplia en los últimos decenios.

Pues bien, quienes están perdidos en medio de una niebla de errores tan espesa y oscura, sin apenas luz, pueden seguir asistiendo a reuniones y asambleas, pueden continuar su atención a escuelas y dispensarios médicos, pueden también seguir escribiendo artículos o libros, pero quedan incapacitados totalmente para el apostolado y la misión.

Por otra parte, el cristiano común no tiene necesidad alguna de conocer más a fondo esas doctrinas contrarias a la Iglesia. La síntesis de lo que ellas enseñan puede conocerla con brevedad y seguridad en las mismas reprobaciones que la Iglesia católica ha hecho de esos errores.

Así ha sido normalmente en la Iglesia. El pueblo cristiano, que, por ejemplo, no había leído las obras de los autores pelagianos o semipelagianos, se veía afirmado en la fe católica, y libre de estos errores, por la reprobación que de ellos hacía la Iglesia, sea en los cánones de concilios como el II de Orange, sea en la Liturgia, o sea en las obras de San Agustín y de otros autores católicos.

La mayor parte de los grandes errores antes referidos son tan patentes, que no exigen aquí un análisis y una refutación particular. Pero, en cambio, voy a detenerme, aunque sea muy brevemente, en señalar dos de esos errores, precisamente porque son quizá menos patentes. Me refiero a los cristianos anónimos y a la negación práctica de la posibilidad de una condenación eterna. Es evidente que ambos errores tienen especial fuerza paralizadora de las misiones cristianas.

Sigo aquí el estudio de José Antonio Sayés en La esencia del cristianismo. Diálogo con K. Rahner y H. U. Von Balthasar (Madrid, Cristiandad 2005).


Los «cristianos anónimos» del P. Karl Rahner, S.J.

La confusión que se da en Rahner entre naturaleza y gracia lleva derechamente a la teoría teológica de los cristianos anónimos. Estando ya toda la vida de la humanidad elevada al orden de la gracia, aunque sea en forma oculta e inconsciente, considera Rahner que

«la predicación [de la Iglesia] despierta explícitamente lo que ya estaba en la profundidad de la esencia humana, no por naturaleza, sino por gracia. Pero como una gracia que rodea al hombre (también al pecador o incrédulo) siempre como ámbito ineludible de su existencia» (Naturaleza y gracia, en «Escritos teológicos», Madrid, Taurus 4,1961,234; cf. Los cristianos anónimos, ib. 6, 1969,535-544).

Esta teoría de los cristianos anónimos, aunque ha prevalecido después en muchos ambientes, suscita desde el principio graves resistencias, incluso entre teólogos afines a Rahner.

Así, «a juicio de De Lubac –escribe Sayés–, la teoría de los cristianos anónimos no hace justicia a la novedad del cristianismo ni a su peculiaridad como el único camino de salvación. Nadie niega, comenta De Lubac [Paradoxe et mystêre de l’Église, Paris 1967,152], que la gracia de Cristo pueda obrar fuera de la Iglesia, pero no se puede aceptar la existencia de un cristianismo anónimo, extendido por todo el mundo, de modo que la única función de la predicación fuera la de explicitarlo, como si la revelación de Jesucristo no fuera otra cosa que la puesta al día de lo que ya se encontraría desde siempre» (138-139).

La teoría de los «cristianos anónimos» viene a ser un círculo cuadrado. Cristiano es aquel que confiesa la fe en nuestro Señor Jesucristo, y está configurado con Él por medio del bautismo.

«Si con tu boca confiesas a Jesús como Señor, y en tu corazón crees que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rm 10,9).

Una de las críticas más fuertes contra la teología de Rahner en su conjunto –sobre su modo de entender la Revelación, la veracidad del Nuevo Testamento, y otros temas fundamentales, naturaleza y gracia, pecado original, misterio de la Encarnación, disgregación pluralista de la teología, etc.– fue la realizada por el Cardenal José Siri (Gethsémani. Reflexiones sobre el movimiento teológico contemporáneo, CETE 1981). Concretamente, en la teología de Rahner no se entiende qué pueda ser el pecado original en la humanidad actual (Sayés 138), en qué queda al presente ese pecado por el que toda la persona humana, en cuerpo y alma, queda «mudada en peor», inclinada al mal y cautiva del diablo, según nos lo revela la Escritura, la Tradición y el Magisterio apostólico (cf. p.ej. Rm 6,19-23; 7,15-20; Ef 2,1-8; Trento, Dz 1511, 1521).

Por otra parte, la Iglesia, en cuanto «sacramento universal de salvación» –fórmula tan estimada por el concilio Vaticano II (LG 48; AG 1)–, queda profundamente devaluada por este teólogo. La fe o la incredulidad, en orden a la salvación de los hombres, no tienen en modo alguno para Rahner la importancia determinante que Cristo les da cuando envía a sus apóstoles (Lc 16,16).

Habremos de concluir, pues, que en una perspectiva rahneriana, no tiene para la salvación de la humanidad una importancia decisiva que la Iglesia lleve o no adelante la gloriosa misión que el Señor le encomendó: «predicar el Evangelio a todos los pueblos». Las misiones pueden esperar, o no darse, o derivarse simplemente hacia actividades benéficas, que normalmente serán bien recibidas por el mundo, y que no ocasionarán ni persecución ni desunión con las otras religiones.

Adviértase, en fin, que entre los cristianos anónimos de Rahner y otros errores todavía más crasos que en seguida veremos –De Mello, Boff, Dupuy, Haight, etc.–, hay una relación indudable. Pero vengamos ya al segundo error aludido.


Urs Von Balthasar y la esperanza de que ningún hombre se condene

Von Balthasar considera lícito y aconsejable esperar que todos los hombres se salven y ninguno se condene (¿Qué podemos esperar? Tratado sobre el infierno. Compendio, EDICEP, Valencia 1999). Apoyándose este teólogo en algunos textos que expresan la voluntad universal salvífica de Dios (1Tim 2,4-5), «salvador de todos los hombres» (4,10; cf. Jn 12,31-32; Rm 5,12-21; 11,32; Ef 1,10; Col 1,20), se autoriza a esperar, con una esperanza que él estima teologal, que ningún hombre vaya al infierno.

No logra, sin embargo, Van Balthasar conciliar esa «esperanza» con un gran número de textos del Nuevo Testamento, en los que el Señor anuncia en profecía –no en mera posibilidad hipotética– la salvación de unos y la condenación de otros: «así será la resurrección del mundo: saldrán los ángeles y separarán los malos de en medio de los justos» (Mt 13,49), y «serán arrojados a las tinieblas» (25,30); «dirá también a los de la izquierda»... (25,41); «muchos intentarán entrar, pero no podrán» (Lc 13,22). Del mismo modo San Pablo predica el Evangelio de la salvación a los hombres, anunciándoles una posible perdición («no heredarán el reino de Dios»: 1Cor 6,9-10), prediciendo una doble retribución (2Tes 1,5-10), ya que cada uno recibirá según el bien o el mal que haya hecho (2Cor 5,10).

Cuando en el Vaticano II un obispo sugiere que el Concilio afirme que de hecho hay condenados, la Comisión del Concilio le responde que no es necesario, ya que las palabras de Cristo irán, se condenarán, suponen que habrá condenados (Actas del Concilio Vaticano II, v.III, p. VIII, Vaticano 1976, 144ss; cf. Lumen gentium 48d: «habrá llanto»... «saldrán para la resurrección de condenación»...)

Es preciso, pues, concluir que en esta cuestión tan grave la teología discurrida por Von Balthasar no es conciliable con la Escritura, y tampoco con la tradición católica.


Salvación o condenación

De todos modos, con la teoría de Von Balthasar o sin ella, hace ya varios decenios que en no pocos lugares de la Iglesia se ha renunciado prácticamente a la misión de procurar la salvación eterna de los hombres. No hay fuerza de fe para creer que los actos cumplidos por el hombre en la vida presente –innumerables, sí, pero siempre tan pequeños, condicionados, efímeros– puedan tener una repercusión eterna de premio o de castigo, de cielo o de infierno. En esos ambientes de la Iglesia, se ha eliminado, pues, sencillamente, la cuestión soteriológica (sotería - salvación).

El cristianismo, por tanto, no es una religión de salvación. Cristo y la Iglesia no son ya en la historia del mundo la fuerza decisiva para salvar a los hombres de una condenación eterna, a la que el pecado les llevaría. Con ayudarles en su progreso temporal –que por lo demás es necesario, gracias a la fuerza irresistible de la evolución que obra en el mundo–, tienen ya tarea suficiente.

El Cardenal Rouco, Arzobispo de Madrid, reconocía este hecho en una conferencia sobre La salvación del alma: «Probablemente los jóvenes no hayan escuchado nunca hablar de la salvación del alma en las homilías de sus sacerdotes». Y concluía afirmando: «La Iglesia desaparece cuando grupos, comunidades y personas se despreocupan de su misión principal: la salvación de las almas» (El Escorial 30-VII-2004).

En las parroquias, en las misiones, aquellos que no creen en el purgatorio –y que en un funeral dicen «nuestro hermano goza ya de Dios en el cielo»–, menos aún creen en la posibilidad del infierno. Consideran la salvación como en un dato cierto y universal.

Esta negación sistemática, permanente, de la posibilidad de eterna salvación o condenación encierra a los cristianos en un cristianismo falso, horizontal y secularizado, válido solamente para mejorar en lo posible, en unión con otras fuerzas benéficas, la vida presente. Como es obvio, en este Evangelio desfigurado las misiones católicas quedan paralizadas o transformadas en meras instituciones de beneficencia.

El Evangelio verdadero, el que impulsa las misiones, es muy diferente. «El Padre ha enviado a su Hijo como Salvador del mundo» (1Jn, 4,14). El Hijo lo sabe: «yo he venido a salvar al mundo» (Jn 12,47). Los ángeles anuncian en Belén que ha nacido el «Salvador» (Lc 2,11). Y nosotros «sabemos que Él es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,41), el «único» Salvador (14,6; Hch 4,11), el que ha venido del cielo para «llamar a los pecadores a conversión» (5,32), y «tiene poder para perdonar los pecados» (Mt 9,6). Por eso, el verdadero misionero, como San Pablo, es aquel que comunica a los hombres «el mensaje de la salvación» (Hch 13,26), y presenta a la Iglesia, la esposa de Cristo, como «el sacramento universal de salvación».

El Evangelio verdadero, el que impulsa el celo misionero, es aquel que mantiene viva la palabra de Cristo a través de los siglos y en todos los pueblos, sin avergonzarse nunca de ella. Y esa palabra fuerte y salvadora dice: «si no os convertís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3.5). «Jesús –como dice el Catecismo– habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga» (n.1034). Efectivamente, en más de cincuenta ocasiones distintas habla Cristo de la posibilidad de salvación o condenación. Y es que no sería verdadero y pleno su amor a los hombres pecadores si, conociendo esa terrible posibilidad de perdición eterna, a la que llegarán si persisten hasta el fin en sus pecados, no les avisara de ella con claras y fuertes palabras. Los pecadores viven convencidos justamente de lo contrario: de que sus pecados no tienen mayor importancia, ni van a merecer un castigo eterno. Por eso siguen pecando.

Según esto, fácilmente se entiende que aquellas Iglesias en las que se elimina prácticamente del cristianismo la posible salvación o condenación eternas, desaparecen poco a poco: no hay en ellas apostolado, ni hijos, ni vocaciones, ni por supuesto hay misiones. Y es que, en realidad, en un cristianismo falsificado, no soteriológico, no tiene por qué haber vocaciones ni misiones.

Los sacerdotes y misioneros que en esas Iglesias quedan, son con frecuencia de los que dicen con falsa humildad: «yo no pretendo la salvación de nadie». Niegan la misión que Cristo les ha confiado. Reniegan de ella.

Teologías actuales

más específicamente anti-misionales

Todos los errores en la fe, como ya hemos visto, sean cuales fueren, frenan o impiden la misión. Pero hay algunos errores, reprobados por la Iglesia, que son más explícitamente anti-misioneros. Y debemos conocerlos.

–P. Teilhard de Chardin, S.J. (+1955). Siete años después de su muerte, un monitum del Santo Oficio señala en este autor «ambigüedades y errores tan graves, que ofenden la doctrina católica».

En los escritos de Teilhard se muestra claramente que la creación, el pecado original, el misterio de Cristo, la distinción entre naturaleza y gracia, entre materia y espíritu –que surge de la materia, como un estado superior–, la distinción entre la Iglesia y el Mundo –devaluada la primera y exaltado el segundo por la necesaria virtualidad salvífica de su evolución–, y otros graves temas religiosos, son concebidos por el autor en formas inconciliables con la fe católica (Monitum del Santo Oficio sobre el P. Pedro Teilhard de Chardin, S.J.; 30-VI-1962). En el centenario del nacimiento de este autor, después de ciertas intervenciones equívocas, la Santa Sede, por un comunicado de la Sala de Prensa, hubo de reiterar la vigencia del monitum aludido (11-VII-1981).

–P. Leonardo Boff, O.F.M. Varios planteamientos teológicos de este autor sobre Escritura, Cristo, Iglesia, gracia, relación entre la Iglesia y el mundo, etc. fueron reprobados por la Congregación de la Doctrina de la Fe. Una vez secularizado, Boff, acentuando sus errores, ha derivado hacia una religiosidad universal.

(Congregación de la Fe, Notificación sobre el volumen «Iglesia: carisma y poder. Ensayo de eclesiología militante» del P. Leonardo Boff, O.F.M., 11-III-1985. Han de tenerse en cuenta también las dos Instrucciones sobre la Teología de la liberación, de 6-VIII-1984 y 22-III-1986).

–P. Anthony De Mello, S.J. (+1987). Once años después de su muerte, la Congregación de la Fe reprueba la teología de este autor, que había alcanzado «una notable difusión en muchos países» durante varios decenios.

«El Autor sustituye la revelación acontecida en Cristo con una intuición de Dios sin forma ni imágenes, hasta llegar a hablar de Dios como de un vacío puro. Para ver a Dios haría solamente falta mirar directamente el mundo. Nada podría decirse sobre Dios [...] pues es incognoscible. Ponerse el problema de su existencia sería ya un sinsentido. Este apofatismo radical lleva también a negar que la Biblia contenga afirmaciones válidas sobre Dios [...] ...los libros sagrados de las religiones en general, sin excluir la misma Biblia [...] impedirían que las personas sigan su sentido común, convirtiéndolas en obtusas y crueles. Las religiones, incluido el Cristianismo, serían uno de los principales obstáculos para el descubrimiento de la verdad [...] Pensar que el Dios de la propia religión sea el único, sería simplemente fanatismo. Dios es considerado como una realidad cósmica, vaga y omnipresente. Su carácter personal es ignorado y en la práctica negado» (Notificación sobre los escritos del Padre Anthony De Mello, S.J., 24-VI-1998).

Es de notar que sus escritos, portadores de errores tan graves, siguen difundiéndose con cierta amplitud en el campo católico, y que siguen apoyados por no pocos profesores de teología (véase, por ejemplo, la edición en dos tomos de su Obra completa, en Sal Terræ, Santander 2003, 1603 pgs., preparada por el P. Jorge Miguel Castro Ferrer, S.J.).

–P. Jacques Dupuis, S.J. (+2006). La Congregación de la Fe, aunque reconoce en este religioso, muchos años profesor en la Gregoriana, «su voluntad de mantenerse fiel a la doctrina de la Iglesia y a la enseñanza del Magisterio», ve necesario señalar en su libro sobre el pluralismo religioso

«ambigüedades y dificultades notables sobre puntos doctrinales de relevante importancia, que pueden conducir al lector a opiniones erróneas y peligrosas. Tales puntos conciernen la interpretación de la mediación salvífica única y universal de Cristo, la unicidad y plenitud de la revelación de Cristo, la acción salvífica universal del Espíritu Santo, la ordenación de todos los hombres a la Iglesia, el valor y el significado de la función salvífica de las religiones» (Notificación a propósito del libro del Rvdo. Jacques Dupuis, S.J., «Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso», Cantabria, Sal Terræ 2000; 24-I-2001).

–P. Roger Haight, S.J. En su libro Jesús, símbolo de Dios, la Congregación de la Fe halla «graves errores doctrinales contra la fe divina y católica de la Iglesia». Se trata de errores, como los otros que acabamos de citar, específicamente antimisionales.

«No es posible continuar afirmando todavía [...] que el cristianismo sea la religión superior o que Cristo sea el centro absoluto al que todas las otras mediaciones históricas sean relativas»... El autor propone «una cristología de la encarnación, en la que el ser humano creado o la persona de Jesús de Nazaret es el símbolo concreto que expresa la presencia en la historia de Dios como Logos» [...] Por tanto Jesús es «una persona finita», «una persona humana» [...] No cree el autor que «Jesús se haya considerado a sí mismo como un salvador universal», ni ve la pasión de Cristo como «una muerte sacrificial, expiatoria y redentora».

Respecto a la Trinidad divina, «la idea de hipostizar las diferenciaciones en Dios y de llamarles personas, de tal modo que estén en recíproca comunicación dialógica» [...], va contra la doctrina principal de que «Dios es uno y único».

Y acerca de la misión universal de la Iglesia, cree necesario «reconocer las otras religiones como mediaciones de la salvación de Dios al mismo nivel del cristianismo» (Notificación a propósito del libro «Jesus Symbol of God» del Padre Roger Haight, S.J.,13-XII-2004).

A los autores hasta aquí citados, podrían añadirse muchos otros, de menor altura ideológica, pero en ocasiones de notable fuerza divulgadora.

Sería el caso, por ejemplo, del P. Juan Luis Segundo, S.J., difusor, sobre todo en Hispanoamérica, de orientaciones abiertamente antimisioneras (cf. Horacio Bojorge, S.J., Teologías deicidas. El pensamiento de Juan Luis Segundo en su contexto, Madrid, Encuentro 2000).


Reprobación de estas teologías falsas

Las reprobaciones citadas de las doctrinas de Boff, De Mello, Dupuis, Haight y de otros autores afines a ellos, no citados aquí, así como la declaración Dominus Iesus, todas fueron firmadas por el Cardenal Joseph Ratzinger, cuando era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y aprobadas por el papa Juan Pablo II.

En España, gran parte de estos errores teológicos han sido rechazados por la Conferencia Episcopal en su notable instrucción pastoral Teología y secularización en España (30-III-2006), que en buena parte continúa y complementa la Dominus Iesus. Esta instrucción episcopal, al mismo tiempo que reafirma los fundamentos doctrinales de la acción misionera católica, rechaza muchos de los errores más específicamente anti-misionales, aquellos que hacen imposible no solo la misión ad gentes, sino también el mismo apostolado dentro de la Iglesia y, por supuesto, el surgimiento de vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras.

Afirman los Obispos concretamente que es «erróneo entender la Revelación como el desarrollo inmanente de la religiosidad de los pueblos, y considerar que todas las religiones son “reveladas”, según el grado alcanzado en su historia, y, en ese mismo sentido, verdaderas y salvíficas» (n.9).


La especial alegría de los verdaderos misioneros

Es un dato de experiencia: muchos de nosotros podríamos afirmar que la más perfecta alegría que hemos encontrado en la Iglesia la hemos hallado normalmente en los contemplativos –¡la alegría del Carmelo!– y en los misioneros. El mundo de las misiones vive cada día la alegría de extender el Reino de Cristo entre los pueblos.

Cuántos misioneros hoy, cuántos, que lejos a veces de sus familias y pueblos, inmunes por la gracia de Dios a todo ese cúmulo de errores paralizadores de la verdadera misión de la Iglesia, predican el Evangelio, fieles al mandato especial que Cristo les ha dado a ellos, y se están entregando un día y otro, a veces por tantos años, a suscitar entre los hombres, como enviados por Dios y por la Iglesia, la fe en Cristo, la conversión de los pecados, la filiación divina, la bienaventuranza inmensa de la vida en la Iglesia, con su doctrina cierta y luminosa, con su oración y liturgia, con su vida de comunión fraterna, unida siempre por los Pastores apostólicos.

Estos misioneros –unidos a aquellos que, dedicados a las obras benéficas del amor de Cristo y de la Iglesia, anuncian también el Evangelio y lo confirman con sus vidas–, alegran la oscuridad del mundo con la luz de Cristo, con la Buena Noticia de la encarnación del Verbo divino y de la salvación por su cruz y resurreción.

Todos los cristianos hemos de alegrarnos con su alegría y sufrir con sus penalidades. Le pedimos al Señor que todos ellos puedan decir como San Pablo, «como desbordan sobre nosotros los sufrimientos de Cristo, así también desborda nuestra consolación gracias a Cristo» (2Cor 1,5; cf. 7,4).

Que el Espíritu Santo avive en nosotros el celo misionero. Leamos con alegría los Evangelios, los Hechos de los apóstoles, las cartas de San Pablo, las cartas de San Francisco de Javier. Todos esos textos misioneros dicen lo mismo, expresan un mismo espíritu, a veces incluso con las mismas palabras.


La alegría de las misiones es la alegría de la Cruz de Cristo

La Iglesia martirial, centrada en la Cruz, es una Iglesia fuerte y alegre, clara y firme, unida y fecunda, irresistiblemente expansiva y apostólica, que arriesga continuamente su vida en el mundo, bien segura de que la gana perdiéndola. Es una Iglesia que «confiesa a Cristo» ante los hombres; y que por eso mismo, en consecuencia, prolonga en su propia vida el sacrificio que Él hizo de sí mismo en la cruz, para la salvación de todos.

La Iglesia verdaderamente misionera es madre fecunda y alegre. Causa continuamente con el Espíritu Santo innumerables conversiones, y se alegra siempre dando a luz en Cristo hombres nuevos, hombres celestiales, hombres divinizados por la gracia. Suscita numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas, apostólicas y misioneras.

El árbol de la cruz es hermoso, y su hoja es perenne. Es el único árbol cuyos frutos dan vida eterna. Bajo sus ramas se cobijan pueblos de toda raza, lengua, pueblo y nación.

Pero la Iglesia que no es fiel a la misión evangelizadora que le da Cristo es necesariamente estéril. Sufre la tristeza de algunas Iglesias locales que han ido derivando hacia una apostasía generalizada: ya no tienen apenas fe, ni culto, ni vida de gracia, ni vocaciones, ni misiones.


La renovación de las misiones católicas

Juan Pablo II, como ya vimos más arriba, en su encíclica Redemptoris missio, lamentaba un detenimiento notable del impulso misionero en el tiempo posterior al Concilio. Y concretaba:

«El número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado» (3).

El mismo Papa habló en muchas ocasiones de la necesidad de volver a evangelizar, es decir, de relanzar las misiones católicas hacia aquellas Iglesias locales en las que le fe casi se ha perdido, y hacia todos los pueblos paganos.

Pero eso exige, evidentemente, recuperar la fe en la verdad de los Evangelios y en las grandes certezas de la doctrina católica. En la medida en que una Iglesia local no supere el «confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica» (J. Ratzinger, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 198510,114), no puede tener vocaciones, ni fuerza apostólica para evangelizar y extender el Reino de Cristo por las misiones. Lo estamos viendo.

El Evangelio de Mateo y de Juan, de Pedro y Pablo, puede ser predicado y, con la fuerza del Espíritu Santo, ha sido y es predicado en todo el mundo, produciendo innumerables conversiones. Por el contrario, el Evangelio de Teilhard, Rahner, De Mello y de otros teólogos afines es absolutamente impredicable. Si los mismos fieles católicos apenas logran entenderles ¿cómo les entenderán los paganos? Pero es que además, de hecho, todos aquellos que han asimilado sus teorías sobre el sentido de la Encarnación, de los milagros de Cristo, de la historicidad de las palabras y de los hechos narrados en el Evangelio, han quedado mudos. Éstos no pueden predicar el Evangelio a los infieles, pero tampoco están siquiera en condiciones de dialogar con ellos.

No serán estos teólogos –a pesar de lo que ellos piensan y dicen– los renovadores de la predicación evangélica en el mundo de hoy. En absoluto. Hoy el Evangelio es y será predicado, como siempre, en el Espíritu Santo, el único que puede renovar la faz de la tierra, en la Palabra divina tal como viene expresada en el Nuevo Testamento, en la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica, es decir, en el espíritu y en las palabras del Bautista y de nuestro Señor Jesucristo, de Esteban y de Santiago, de Pedro y Pablo, en el espíritu y en las palabras de San Francisco Javier, Patrono de las misiones católicas.

Los países pobres ansían, quizá sin saberlo, el Evangelio de Cristo Salvador. Y aún más lo necesitan los pueblos ricos, en su mayoría apóstatas del cristianismo. A unos y a otros han de llegar las misiones católicas. Y cuanto peor sea su situación espiritual, aunque estén viviendo como en aquel Corinto griego, ciudad consagrada al dinero y a la sexualidad, más necesitan el Evangelio de la salvación.

El Señor le dice a San Pablo, cuando estaba en Corinto, rechazado allí por los judíos, y agobiado por la degradación de los paganos: «No temas; al contrario, habla y no calles, porque yo estoy contigo, y nadie te maltratará, porque en esta ciudad tengo yo un pueblo numeroso» (Hch 18,9-10).

San Francisco de Javier, ruega por nosotros.