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3.-El amor

Como habéis visto, la sexualidad sin amor no es humana, o si se quiere, es una perversión deshumanizadora. Exploremos, pues, ahora algunos aspectos del mundo misterioso del amor humano.

La palabra amor

La palabra amor, como tantas otras del lenguaje humano, es equívoca, y puede significar muchas realidades diversas, incluso contradictorias entre sí. Por eso, si de verdad queremos saber qué es el amor, no podremos contentarnos con las cuatro tonterías que acerca de él se dicen muchas veces. Por el contrario, hemos de tomarnos la molestia de analizar atentamente lo que significa esa palabra tan preciosa, pues el amor designa la realidad más profunda de Dios y del hombre, y nos da la clave decisiva para entender el misterio natural del matrimonio.

La atracción

El atractivo está en el origen del amor. Viene a ser un amor naciente, ya en alguna medida amor, aunque imperfecto. En él se implican varios elementos:

-Conocer. Sin conocimiento, no hay amor. No puede amarse lo que no se conoce, ni puede amarse mucho lo que se conoce poco. Si una hermanita vuestra os dice que está locamente enamorada de un muchacho con el que todos los días se cruza en la calle al ir a la escuela, vosotros os reís y pensáis que sí, que está un poco loca. ¿Cómo va a haber un amor profundo si no le conoce personalmente, ni sabe su nombre, ni su modo de ser ni nada, como no sea su figura corporal?

-Querer. El atractivo implica el querer de la voluntad. Nadie puede atraernos (=traernos hacia sí) sin el querer, o el consentimiento al menos, de nuestra voluntad.

-Sentir. La esfera de la afectividad, el juego de los sentimientos, tiene parte muy importante en este amor naciente. Por la afectividad, más que conocer a una persona, la sentimos. Incluso una persona puede atraernos sin que sepamos bien por qué: tiene un no sé qué que nos atrae.

Pues bien, daos buena cuenta de esto: es una persona la que resulta atrayente. Una persona. Podrá atraernos sobre todo por su belleza, su cultura, su bondad, o aquello que nosotros más valoremos en ella, según nuestro modo de ser. Pero, al menos, no podría hablarse de amor si la atracción se produjera haciendo abstracción de la persona.

Y esto debe ser tenido muy en cuenta por las mujeres coquetas -o por sus equivalentes masculinos-, pues si ante todo procuran atraer por sus valores físicos, pondrán con ello un grave obstáculo para que pueda formarse el verdadero amor, que sólamente se afirma como una vinculación decididamente interpersonal.

Otra observación importante. Un fuerte componente afectivo puede falsear la atracción y debilitarla, al menos si se alza como factor predominante, pues tiende entonces a establecer ese amor inicial sobre bases falsas e inestables. La afectividad, cuando vibra desintegrada de la razón y de la voluntad, abandonada a sí misma, suele ser muy poco objetiva. Puede llevar a ver en la persona amada cualidades de las que carece. Por eso la atracción afectiva, cuando se constituye en impulso rector de la persona, puede conducir al desengaño, e incluso puede transformar el atractivo primero en una aversión profunda, nacida de un corazón decepcionado. Y aunque esto -yo creo que lo entendéis perfectamente- es así, sigue siendo opinión común que el amor consiste sobre todo en la verdad de los sentimientos. Eso es falso. Un amor no es verdadero cuando, desentendiéndose de la verdad de la persona, se afirma casi sólamente en la verdad de los sentimientos que ella nos inspira. Es éste un amor destinado al fracaso. Y si no, al tiempo.

Ésta es la verdad: si la atracción sensible y afectiva ha de hacerse pleno amor, ha de centrarse más y más en la persona. La misma persona amada ha de llegar a ser el valor supremamente atractivo, respecto del cual todos los otros valores en ella existentes han de cobrar una importancia accesoria, por grande que sea. Por eso os decía que quien pretende atraer sobre todo por su belleza corporal o por otras cualidades accesorias -dinero, saber, poder, prestigio social, etc.-, está procurando con infalible eficacia, sin saberlo, hacer vano y débil el amor que intenta suscitar en la otra persona.

El deseo

El amor-atracción está relacionado con el amor-deseo, que es un amor interesado, en el mejor sentido de la expresión. El hombre y la mujer son seres limitados, y por el amor interesado del deseo tienden a completarse en la unidad. No hablamos aquí del mal deseo de la concupiscencia, en el que una persona es deseada como un medio para apagar la propia sed. Hablamos de un amor verdadero, que no es sólo deseo sensual, aunque también lo incluya, sino que llega a la persona: «Te quiero, porque tú eres un bien para mí». También Dios debe ser amado por el hombre con este amor.

La simpatía

La simpatía es un amor puramente afectivo, que hace sintonizar sensiblemente con otra persona, predisponiendo el corazón a captar en ella ciertos valores reales o supuestos. Nace a veces la simpatía de una cierta homogeneidad de caracteres, o de heterogeneidades complementarias, o incluso de formas apenas comprensibles -cuando se da, por ejemplo, hacia un sinvergüenza-. Como comprenderéis, la simpatía, si sólo cuenta con sus propias fuerzas, establece un vínculo interpersonal bastante débil, a causa de su falta de objetividad.

La benevolencia

Si ha de llegarse al amor pleno, no basta la atracción, el deseo y la simpatía; es preciso además y sobre todo querer con todo empeño el bien de la persona amada («te amo y quiero el bien para ti»). A este amor altruísta de la voluntad y de los sentimientos se le ha llamado justamente amor benevolentiæ, o simplemente benevolentiæ (querer bien -se entiende, para el otro-).

Este es el amor más puro, y es al mismo tiempo el amor que más enriquece tanto al que ama como al amado. Es el amor que dilata el corazón de la persona, sacándola de sí misma (éxtasis), liberándola de su congénito egocentrismo, para unirla profundamente a otra persona.

Por lo demás, sólo cuando la atracción, el deseo y la simpatía se ven sellados por el amor benevolente, es cuando alcanzan dignidad plena, profundidad y estabilidad. Así es como tenéis que amaros vosotros, novios y esposos.

La amistad

La amistad, que normalmente incluye la simpatía, se fundamenta en el amor de la voluntad. Una persona se compromete en amistad con otra por medio de actos intensos de la voluntad, y de ahí provienen la firmeza y la persistencia que caracterizan toda amistad genuina. La amistad produce entre los amigos una gran unión («son inseparables»), lleva a compartir los bienes interiores y exteriores («lo mío es tuyo, lo tuyo es mío»), y se fundamenta en una clara benevolencia recíproca («yo quiero el bien para ti, como lo quiero para mí»).

Pues bien, el amor conyugal entre hombre y mujer es la forma más alta de amistad, la más profunda, la más duradera, la que lleva a compartirlo todo. Lo que quizá empezó en una simpatía -aunque no siempre-, ha llegado a ser un profundo amor de amistad personal. Y entonces, simpatía y amistad han de ir siempre de la mano. Error frecuente del amor humano es mantenerse en la mutua simpatía, sin llegar nunca a la verdadera amistad, o pretender una amistad que no cultiva suficientemente la simpatía. Y esto debéis saberlo los novios y los esposos, para que eduquéis así vuestro corazón en el verdadero arte del amor, ars amandi.

El amor matrimonial

El amor conyugal consiste en la recíproca donación de las personas. Incluye, pues, atracción y deseo, benevolencia, simpatía y amistad, pero va más allá que todo ello. Los esposos son entre sí mucho más que amigos. Darse a una persona para siempre es algo más que querer su bien. Recibir una persona para siempre, incorporándola a uno mismo como algo propio, es mucho más que experimentar hacia ella atracción, simpatía y amistad. Pues bien, en el matrimonio, tras una elección consciente y libre, un hombre y una mujer se entregan del todo mutuamente, y mutuamente se reciben, para siempre. Es algo realmente formidable...

Una objeción. Si la persona, como antes os decía, no ha de ser un objeto que pueda ser apropiado por otra ¿cómo será entonces posible y lícito el amor conyugal? ¿Es decente que él hable de «mi mujer» y que ella diga «mi marido»?... No sólamente es decente: es grandioso. Esa apropiación de la persona, que no es posible en un sentido físico, ni lícito en sentido jurídico, se hace posible en el orden moral del amor. En efecto, una persona puede darse a otra por amor, y de tal modo que ella no se pierda en la donación, sino que precisamente así se realice más plenamente. Y del mismo modo puede recibir a la otra persona, como cosa propia, en virtud del amor más genuino. Aquí, como en muchos otros casos, el habla ordinaria lo expresa muy bien: «Éste es mi marido, y yo soy su mujer».

Pues bien, tened en cuenta aquí que sólo puede darse aquello que se posee. Por eso cada uno de vosotros podrá darse de verdad al otro en la medida en que se posea a sí mismo, es decir, en la medida en que ttenga real dominio sobre sí mismo y sobre sus propios actos. Cuando véis que alguien es incapaz de darse realmente a la persona que ama ¿no se deberá esto -al menos entre otras causas- a que no tiene dominio sobre sí? ¿Y no habrá que explicar así la incapacidad de donación amorosa o la precariedad del amor entre ciertos novios o esposos?

A la donación personal corresponde la posesión -la posesión, por supuesto, no sólo corporal, sino personal-. Efectivamente, los esposos se dan y se poseen mutuamente. Pero no hay peligro alguno de que la posesión reduzca al cónyuge a la condición de objeto poseído por un sujeto, si de verdad la donación es mutua, y por tanto es también recíproca la posesión: «Yo soy al mismo tiempo tu esclavo y tu señor». Esto, sin embargo, no quita que en la unión sexual el don de sí sea experimentado psicológicamente de un modo en el hombre, que conquista a la mujer, y de otro en la mujer, que se entrega al hombre. Pero la sustancia del acto es la misma en uno y otra: también la mujer posee al hombre, y éste se le entrega.

La monogamia

Según lo visto, ya podéis comprender con evidencia que el amor conyugal exige la monogamia. Ésta no es, pues, una exigencia impuesta por Cristo y por su Iglesia: es una condición propia de la naturaleza humana verdadera, no falsificada. En efecto, la donación de sí mismos que mutuamente se hacen los esposos excluye, si ha de ser plena -moralmente hablando- que puedan darse al mismo tiempo o más tarde a otra persona. Lo que ya fue dado a uno, no puede ser dado a otro, a no ser que sea quitado injustamente al primero. Y además, en la poliginia (un hombre con varias mujeres) ¿dónde queda la dignidad de la mujer -y la del hombre-? Y en la poliandría (una mujer con varios hombres) ¿a qué se reduce la dignidad del hombre -y la de la mujer-?

Lo donación conyugal recíproca rechaza, pues, la poligamia, el adulterio, y del mismo modo el divorcio, es decir, la disolubilidad del vínculo matrimonial, que viene a ser una forma de poligamia sucesiva. En la unión que admite posibilidad de divorcio, la persona no llega a hacer de verdad una donación real de sí misma, sino que se entrega al otro como en préstamo, o mejor, en depósito, que puede ser recuperado en cualquier momento. Pero el matrimonio no es eso. Es algo mucho más grande y hermoso: es una amor total , exclusivo, para siempre.

Vosotros, los novios y esposos, si estáis enamorados de verdad ¿no sois los primeros en dar testimonio de que ésa es la verdad? Si un día llegáis a pensar de otro modo, entonces estaríais equivocados: lo verdadero es lo que estáis pensando y queriendo ahora.

La reciprocidad en el amor

El amor de una persona, en fin, puede ser unilateral y no verse correspondido. Y a veces, penosamente, este amor enfermizo, ansioso de una excluiva totalidad imposible, llega a mantenerse durante largo tiempo, cuando la persona lo sigue fomentando, en una especie de obstinación morbosa, que acaba deformando el amor, y condenándolo a vegetar, y finalmente a morir. En estos casos, cuando «la enfermedad del corazón» va haciéndose crónica, sólo un distanciamiento discreto, pero eficaz, suele ser un tratamiento adecuado. Podrá parecer algo cruel, pero en este tipo de dolencias los remedios más duros suelen ser los más suaves, pues de otro modo el mal puede afligir a la persona indefinidamente. Y por otra parte, ese elegante distanciamiento es el último y gentil homenaje que la persona rechazada ofrece a aquella otra que no correspondió a su amor.

Por el contrario, cuando el amor es recíproco, sale la persona del aislamiento originario de su yo, uniéndose al tú del otro, para formar un nosotros nuevo en el mundo. Ahora bien, como ya habéis visto, lo que califica este amor mutuo es la calidad del bien en que se funda. Por muy recíproco que sea, no hay amor verdadero sino cuando la atracción, el deseo y la simpatía se ven sellados por el genuino amor personal de la benevolencia, a un tiempo abnegada y oblativa. Es evidente que la reciprocidad amorosa no puede nacer ni vivir del encuentro de dos egoísmos. Pronto manifestaría su carácter ilusorio.

La declaración de amor

Con lo dicho hasta aquí, yo espero que habréis llegado ya, entre otras, a esta conclusión: el amor es algo muy grande, y la persona, antes de declarar su amor a alguien o de aceptarlo, debe verificar cuidadosamente la calidad de su amor. ¿Es el mío, debe preguntarse, un amor capaz de darse al otro totalmente y sin vuelta, y de aceptar al otro para siempre? ¿Es el nuestro un amor recíproco y auténtico, capaz de fundamentar un nosotros profundo y duradero? ¿O se pretende más bien hacer una conquista, procurarse una diversión pasajera, que alague los sentidos y el amor propio?

Mucha atención en esto: precisamente porque el amor es algo óptimo, su falsificación es algo pésimo.