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2. Por qué Cristo fue mártir

En el capítulo precedente, hemos contemplado a la luz de los Evangelios la pasión de Cristo, que comienza en Belén y se consuma en la Cruz. Jesús no vive «guardando su vida» cuidadosamente, sino que en todas sus palabras y acciones «entrega su vida», hasta consumar esa entrega en la Cena, en la Cruz: «éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros y por todos los hombres». Nuestro Salvador, en todas las fases de su vida, es el testigo-mártir de la verdad, que, en perfecta abnegación de sí mismo, entrega su vida a la muerte para darnos la verdad que va a darnos la vida. Y lo hace, como dice el poeta, con todo conocimiento y libertad.

«En plenitud de vida y de sendero,
dio el paso hacia la muerte porque Él quiso».

Tan altos y profundos misterios nos exigen una meditación teológica posterior. Y esta exigencia se hace más apremiante porque actualmente se difunden muchos errores en torno al misterio de la Cruz.


Errores sobre la identidad martirial de Cristo

Según algunos, ni Dios quiso la pasión de Cristo, ni éste conocía desde el principio su muerte sacrificial redentora, sino que fueron las decisiones adversas de los hombres las que produjeron el horror de la Cruz. Estos errores son hoy frecuentes en las cristologías nuevas, y son muy graves, pues falsean la vocación martirial de Cristo, y no solo la suya, sino también la nuestra, pues nuestra vocación en el mundo es la misma vocación y misión que Cristo recibe del Padre.

El profesor Olegario González de Cardedal, en su Cristología (B.A.C., Manuales de Teología Sapientia Fidei 24: BAC, Madrid 2001), dice así de la pasión de Cristo (los subrayados son míos):

«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la quisiera por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico, que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y personas en medio de las que él vivió... [...] Menos todavía fue [...] considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo [...] Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»... (94-95).

«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana [...] El proyecto de Dios está condicionado y modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna mente religiosa» (517; cf. ss).

Así pues, la pasión de Cristo no estaba en el plan de la Providencia divina, ni había sido anunciada por los profetas, y tampoco fue conocida por Jesús desde el principio. Estas afirmaciones, contrarias a la Biblia y a la Tradición, son inadmisibles.

Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». ¿Cómo la Voluntad divina providente va a establecer plan alguno en la historia de la salvación ignorando la condición pecadora de los hombres y el juego histórico de sus libertades? Nunca la Iglesia lo ha entendido así. Nunca se ha dado en la Iglesia «tal degradación, que asigna la muerte de Cristo a un Dios violento y masoquista» (517).

En ese falso planteamiento cristológico, Jesús no habría conocido desde el principio que estaba destinado a una muerte sacrificial redentora, sino que habría estimado durante un tiempo que podría instaurar el Reino en este mundo, es decir, que el mundo iba a recibirle; pero más tarde, al experimentar la creciente hostilidad de los judíos, habría ido conociendo y aceptando su pasión de modo progresivo.

Ni la Biblia ni la Tradición católica entiende así el caminar de Cristo hacia su Cruz. Por el contrario, la Iglesia predica, desde el principio y en forma universal, que «Dios quiso que su Hijo muriese en la cruz», que «Cristo quiso morir en la cruz para nuestra salvación», que «era necesario que el Mesías padeciera», y que por eso Jesús avanzó consciente y libremente hacia la Cruz, sin evitar aquellas palabras o acciones que a ella le conducían. Renunciar a este lenguaje, o estimarlo inducente a error, es contra-decir el lenguaje de la Revelación y de la fe católica. Es algo inadmisible en teología.


El lenguaje católico sobre el martirio de Cristo

Olegario González de Cardedal, en su Cristología, pone también en guardia acerca de los peligros de otros términos soteriológicos usados por la Biblia y por la Tradición católica constante. Dice así:

«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción]. Afirmar que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento... [...] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus servidores» (540-541).

El profesor González de Cardedal, tratando de purificar el sentido de estas palabras y de salvarlas, fracasa en su intento, pues lo que consigue más bien es transferir al campo católico –que pacíficamente lleva veinte siglos usando, amando y entendiendo rectamente esas palabras– ciertas alergias profundas del protestantismo liberal moderno, perfectamente ajenas a la tradición católica. ¿Qué católico, educado en la vida, en la liturgia, en la sensibilidad de la Madre Iglesia, y formado en la enseñanza de sus grandes maestros espirituales antiguos o modernos, siente rechazo por palabras como sacrificio o expiación, o las entiende mal?... González de Cardedal muestra con excesiva eficacia la peligrosidad de esas palabras, y afirma con insuficiente fuerza su indudable validez actual. El resultado es que, en la práctica, deja inservibles esas palabras que son tan preciosas para vivir la fe y la espiritualidad de la Iglesia.

«Ciertos términos han cambiado tanto su sentido originario que casi resultan impronunciables. Donde esto ocurra, el sentido común exige que se los traduzca en sus equivalentes reales [...] Quizá la categoría soteriológica más objetiva y cercana a la conciencia actual sea la de “reconciliación”» (543).

Lenguaje teológico extremadamente antropomórfico es aquel que habla de un «Dios masoquista», de «linchamiento», de «ídolo hambriento de carnes preparadas por sus servidores», etc. Hay que reconocer honradamente que los antropomorfismos de la Escritura sagrada resultan mucho menos peligrosos que estos antropomorfismos arbitrarios, hoy no poco frecuentes en teología.

Para no aumentar innecesariamente el disgusto de mis lectores, he preferido no hacer citas de otras nuevas cristologías de habla hispana, cuya novedad radica casi exclusivamente en el hecho de haber sido enseñadas en el campo católico, pues contienen errores ya bastante viejos en el campo protestante liberal: Jon Sobrino, S. J., Cristología desde América Latina, CRT, México 19772; Xabier Pikaza, Los orígenes de Jesús; ensayos de cristología bíblica, Sígueme, Salamanca 1976; José Ignacio González Faus, S. J., La humanidad nueva; ensayo de cristología, Sal Terræ, Santander 19847; Juan Luis Segundo, S. J., La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Sal Terrae, Santander 1991.

Dios «masoquista», «linchamiento», «ídolo hambriento»... La buena teología católica se ha expresado siempre con más mesura y exactitud, evitando este terrorismo verbal, que solo sirve para oscurecer la ratio fide illustrata, por la que se investigan y expresan los grandes misterios de la fe.

Y en cuanto al lenguaje de la Iglesia, que se dice usado «en los últimos tiempos», es el lenguaje del misterio de la redención tal como viene expresado por la Revelación desde los profetas de Israel hasta nuestros días, pasando por los evangelistas, Pablo, la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis. No es un lenguaje peligroso, proclive a interpretaciones falsas, ni tampoco es un lenguaje inconveniente para el hombre de hoy. Requiere, sin duda, ser explicado en la catequesis y en la misma predicación de la Iglesia. Pero ésta es una exigencia del lenguaje de la fe en todos los tiempos y culturas.

Por otra parte, esas renuncias verbales, sugeridas acerca de la expresión tradicional de la fe católica, llevan consigo necesariamente otras renuncias inadmisibles a no pocas expresiones claves de la Revelación, como, por ejemplo, «no se haga mi voluntad, sino la tuya», «obediente hasta la muerte», «para que se cumplan las Escrituras», y tantas otras.


Dos tendencias cristológicas

Para considerar más a fondo estas cuestiones, se hace preciso recordar que ya en la cristología de los primeros siglos se distinguen dos tendencias:

–la alejandrina, que partiendo del Verbo hacia el hombre, pone en la humanidad de Cristo cuantas perfecciones son compatibles con la condición humana y con su misión redentora; y
–la antioquena, que partiendo del hombre hacia el Verbo, admite en Jesús cuantas imperfecciones de la condición humana son compatibles con su santidad personal, ateniéndose al principio de encarnación humillada (kenosis; cf. Flp 2,7).

Las dos tendencias son ortodoxas y complementarias, y hallan su síntesis en el concilio de Calcedonia (451), que confiesa «un solo y el mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en dos naturalezas» (Dz 302). Pero las dos orientaciones doctrinales, cuando pierden la armoniosa síntesis de la fe católica, derivan necesariamente hacia grandes errores:

–la tendencia alejandrina, llevada al extremo, conduce al monofisismo, en el que la divinidad de Cristo hace desaparecer la realidad de su humanidad (herejía condenada en Calcedonia, 451); y

–la antioquena, indebidamente acentuada, lleva al nestorianismo, en el que de tal modo se afirma la humanidad de Cristo, que se oscurece su condición divina (herejía condenada en el concilio de Efeso, 431, y en el de Calcedonia, 451).

Para los nestorianos, Cristo, en realidad, es un hombre elegido, ciertamente, pero no más que un hombre. Hay en Cristo dos sujetos distintos, el Verbo divino y el Jesús humano, de tal modo que si aquél es Hijo eterno de Dios, éste es solo hijo de María en el tiempo. Esta teología trae consigo gravísimos errores en el entendimiento del misterio de Cristo. Uno de ellos –sin duda uno de los más odiosos– es el error de afirmar que, propiamente, María no es Madre de Dios, sino madre simplemente de Jesús, hombre perfectamente unido a Dios. Los arrianos y los adopcionistas derivan hacia errores semejantes.


Actualidad del nestorianismo

La conciencia que Cristo tiene, durante su vida mortal, tanto de su identidad personal divina como de su misión redentora sacrificial, viene atestiguada claramente por la sagrada Escritura y por la Tradición católica. Esa conciencia, sin embargo, ha sido negada desde el siglo XIX por el protestantismo crítico liberal, y hoy también, más o menos abiertamente, por los teólogos católicos progresistas. En efecto, es indudable que los errores cristológicos de nuestro tiempo se acercan mucho más al polo nestoriano que al polo monofisista.

La antigua posición nestoriana se refleja bien en este claro texto del antioqueno Teodoro de Mopsuestia (+428), cuya cristología fue condenada en el concilio II de Constantinopla (553): «Uno es el Dios Verbo y otro Cristo, el cual sufrió las molestias de las pasiones del alma y de los deseos de la carne, que poco a poco se fue apartando de lo malo y así mejoró por el progreso de sus obras, y por su conducta se hizo irreprochable, que como puro hombre fue bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y fue hecho digno de la filiación divina; y que a semejanza de una imagen imperial, es adorado como efigie de Dios Verbo, y que después de la resurrección se convirtió en inmutable en sus pensamientos y absolutamente impecable» (Dz 434).

Hay que reconocer que las palabras de este nestoriano resuenan hoy con un acento muy moderno. En efecto, no pocos teólogos actuales vienen a decir lo mismo, aunque en términos más ambiguos y oscuros. Varios de ellos sugieren que en Cristo se unen de modo perfecto la persona divina del Verbo eterno y la persona humana de Jesús de Nazaret. Reiteran así el viejo error nestoriano, pues, como dice el Catecismo, «la herejía nestoriana veía en Cristo una persona [humana] junto a la persona divina del Hijo de Dios» (n. 466).

Esta renovación moderna del nestorianismo ya fue reprobada por Pío XI en 1931 (Lux veritatis 12) y por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1972 (Decl. Mysterium Filii Dei 3).

Juan Pablo II rechazando también ese «nuevo lenguaje» teológico, en el que «se ha llegado a hablar de la existencia de una persona humana en Jesucristo», insiste en que la humanidad de Cristo «ha servido para revelar la divinidad, su persona de Verbo-Hijo. Y al mismo tiempo, Él, como Dios-Hijo, no era por esto menos hombre. Más aún, por este hecho Él era plenamente hombre, o sea, en la asunción de la naturaleza humana en unidad con la Persona divina del Verbo, Él realizaba en plenitud la perfección humana» (Aud. general 23-III-1988).


La pasión del Verbo encarnado

A la hora de contemplar la identidad martirial de Jesucristo tiene suma importancia saber y creer que todo en Él ha de ser atribuido a una persona única y divina, no solo los milagros, también los sufrimientos y la misma muerte, pues «el que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad» (Constantinopla II: Dz 432; cf. 424).

El Verbo divino, para poder redimirnos con sus padecimientos, asumió una naturaleza humana, y en ella, Él mismo, experimentó penalidades, dolores y muerte, que tuvieron para nosotros infinita fuerza expiatoria y redentora:

Dice San Luis María Grignion de Montfort: «De lo anterior debemos inferir, con Santo Tomás [cf. p.ej., STh III,46,8] y los Santos Padres, que el buen Jesús padeció más que todos los mártires que han existido o existirán hasta el fin del mundo. Si, pues, el menor de los dolores del Hijo de Dios es más valioso y debe conmovernos más que si todos los ángeles y hombres hubieran muerto y sido aniquilados por nosotros, ¿cuál no debe ser nuestro dolor, agradecimiento y amor para con Él, ya que padeció por nosotros cuanto es posible y con tales excesos de amor, sin estar obligado a ello? “Por la dicha que le esperaba sobrellevó la cruz” (Heb 12,2). Es decir, que Jesucristo, la Sabiduría eterna, habiendo podido permanecer en la gloria del cielo, infinitamente alejado de nuestra indigencia, prefirió, por nuestro amor, bajar a la tierra, encarnarse y ser crucificado. Una vez hecho hombre, podía comunicar a su cuerpo el gozo, la inmortalidad y la alegría de que ahora goza. Pero no quiso obrar así para poder padecer» (El amor de la Sabiduría eterna 163).


Un Cristo que ignora su destino a la Cruz

Atribuir, pues, a Cristo una ignorancia más o menos duradera de su pasión solo es posible si de Él se tiene una visión teológica de corte nestoriano o arriano o adopcionista, en alguna de sus innumerables modalidades explícitas o implícitas.

Si González de Cardedal en su Cristología reconoce esa ignorancia en Cristo, que solo poco a poco fue «columbrando como inevitable» su pasión (95), esa posición es coherente con su teología acerca de la humanidad de Jesús. Considera este profesor, en efecto, un «malentendido» partir «del hecho de que Cristo es la gran excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y] que por tanto habría que pensarlo con otras categorías al margen de como pensamos la relación de Dios con cada hombre y la relación del hombre con Dios» (450).

¿Qué se quiere decir con esas palabras?... Los teólogos católicos, sin duda, pensamos la relación del Verbo divino con la humanidad de Jesús con «categorías distintas de las que nos valen para afirmar la relación de Dios con cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». Y si así no hiciéramos, no nos sería posible confesar la unión hipostática, es decir, permanecer en la fe católica, sino que solo podríamos afirmar en Cristo una unión de gracia con el Verbo divino, que por muy perfecta que fuere, no podría sacarnos de alguna de las innumerables variantes del arrianismo, del nestorianismo o del adopcionismo.


Un Cristo «muy humano»

Ese Cristo «muy humano», que ignora durante años su vocación a una muerte redentora, y que solo poco a poco la va conociendo, aceptando e integrando en su fidelidad a Dios, no es el Cristo de los evangelios, no es el Cristo de la fe católica. Es el Cristo nestoriano del protestantismo liberal decimonónico y del catolicismo progresista actual, que no reconocería como verdadera la humanidad de Jesús si no hubiera en ella concupiscencia –verdadera inclinación al mal–, aunque, de hecho, nunca Jesús se hubiera dejado llevar por ella.

El teólogo luterano Oscar Cullmann, por ejemplo, estima que Cristo, sin esa inclinación al mal y esa dificultad para el bien, aunque se reconozca que de hecho no pecó nunca (Jn 8,46), no hubiera sido «absolutamente humano», no se habría hecho por nosotros pecado (2Cor 5,21) y maldición (Gál 3,13), ni podría decirse que fue tentado de verdad.

Cuando vemos a Cristo, escribe Cullmann, «tentado en todo (kata panta) a semejanza nuestra» (Heb 4,15), «en realidad estas palabras aluden a la tentación general que está vinculada a nuestra debilidad humana y a la que estamos todos expuestos. La expresión como nosotros no se emplea por mera fórmula; tiene sentido profundo. Esta declaración de la Carta a los Hebreos, que va más allá del testimonio de los Sinópticos, es tal vez la afirmación más osada de todo el Nuevo Testamento sobre el carácter absolutamente humano de Jesús» (Cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1997, 152).

Estamos ante el Cristo del novelista griego Niko Kazantakis, cuya novela fue llevada recientemente al cine con el título de La última tentación de Cristo. Estamos ante un Jesús que solo tardíamente y con grandes luchas interiores acepta su propia muerte. Es un extraño Jesús que, según esos planteamientos cristológicos, en la mayor parte de su vida sufre aquella misma ignorancia que varias veces reprocha a sus discípulos, cuando los acusa de no haber entendido que todas las Escrituras antiguas anuncian la Pasión del Mesías, y que en todas ellas se afirma que «era necesario que el Mesías padeciera» la muerte para la salvación de todos.

Los errores de las cristologías católicas nuevas se difunden tanto en los últimos decenios que la Comisión Teológica Internacional, en 1985, estima conveniente reafirmar la fe católica impugnada. Cristo, afirma la Comisión, conoce durante su vida su propia identidad personal divina y es también plenamente consciente de su misión redentora sacrificial, claramente anunciada y revelada en las Escrituras (propos. 1 y 2).

Muy pesimistas son los que piensan que lo más humano es lo más defectuoso, o incluso pecaminoso. Esta visión les lleva a considerar «poco humanos» a los santos, al ser éstos tan perfectos. Los santos, al haberse despojado tan radicalmente de la condición pecadora, por obra del Espíritu Santo, son vistos por ellos como des-humanizados. Terrible error, según el cual los pecadores serían más humanos que los santos. Este error causa en la cristología estragos enormes y en toda la espiritualidad cristiana, especialmente en la «teología de la perfección» referente a la vida religiosa.


Visión católica de «lo humano»

La visión católica es justamente la contraria. La fe muestra que el hombre débil, vulnerable a la tentación, apenas libre, sujeto a su propia voluntad, al mundo y al diablo, es decir, el hombre pecador, viene a ser escasamente humano. En efecto, la verdad real del hombre es ser imagen de Dios y gozar de la libertad de los hijos de Dios. La visión católica estima, pues, muy al contrario de las versiones modernas del nestorianismo, que solo el santo es plenamente humano, pues solo él realiza, con la gracia de Dios, la verdad plena de su propia vocación originaria: ser «imagen y semejanza de Dios».

Es, por ejemplo, la perspectiva mental y terminológica de un San Ignacio de Antioquía (+110?), cuando entiende su próximo martirio como verificación total de su propia persona en la visión de Dios: «llegado allí seré de verdad hombre» (Romanos VI,2). Jesucristo es «el hombre perfecto», el Adán segundo que concede al hombre la posibilidad de ser plenamente humano, haciéndole hijo de Dios (Juan Pablo II, Redemptor hominis 1979, 23).

Jesucristo es perfectamente humano no a pesar de conocer su identidad personal divina, y a pesar de ser consciente de que toda su vida está destinada a consumarse en el sacrificio de la Cruz, sino a causa de ello precisamente.


Jesucristo quiso la Cruz

Jesús, en su vida pública, actúa y habla con la absoluta libertad propia de un hombre que se sabe condenado a muerte y que, por tanto, no tiene por qué proteger su vida. Él sabe que es el Cordero de Dios destinado al sacrificio redentor que va a traer la salvación del mundo.

Que esto es así lo hemos visto y comprobado claramente en el capítulo anterior. Jesús es siempre consciente de su vocación martirial, de la que su ciencia humana tiene un conocimiento progresivo, pero siempre cierto. Y si, además, anuncia a sus discípulos que en este mundo van a ser perseguidos como Él lo ha sido; y si les enseña que también ellos han de «dar su vida por perdida», si de verdad quieren ganarla (Lc 9,23), es porque, habiendo sido esa vocación martirial la actitud suya de toda su vida, quiere que ésa misma actitud martirial constante sea la de todos los suyos: «Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15).

Jesús, como hemos visto, con toda conciencia, se enfrenta duramente desde el principio de su vida pública con los tres estamentos de Israel más capaces de decidir su proscripción social y su muerte: se enfrenta con la clase sacerdotal, se enfrenta con los maestros de la Ley, escribas, fariseos y saduceos, y se enfrenta con los ricos, notables y poderosos. No choca hasta la muerte contra estos poderes mundanos por un vano espíritu de contradicción, que sería despreciable e injustificable. En absoluto. Jesús arriesga su vida hasta el extremo de perderla porque ama a los hombres pecadores, porque quiere salvarlos. Él no duda en perder su vida, predicando a los pecadores muertos aquella verdad que es capaz de vivificarles.

Jesús, desde el principio de su vida pública, choca frontalmente con los sacerdotes, teólogos y notables de su tiempo, y lo hace con palabras y acciones que perfectamente hubiera podido omitir o suavizar. Jesús, conociendo el corazón de estos hombres, consciente del odio que sus intervenciones van a ocasionar en ellos, conocedor del gran poder social que ellos tienen, sabiendo perfectamente por la Escritura, por sus conocimientos adquiridos y por sus iluminaciones interiores que «Israel mata a todos los profetas» y que «es necesario que el Mesías padezca hasta la muerte», camina desde el principio derechamente hacia su muerte, con toda conciencia y libertad.

–La sagrada Escritura, por lo demás, nos «dice» abiertamente que Jesús quiso morir por nosotros en la Cruz.

Cristo «sabía todo lo que iba sucederle» (Jn 18,4), lo anuncia con todo detalle en varias ocasiones, y hubiera podido evitarlo. Pero no, «entrega» su cuerpo en la Cena y «derrama» en ella su sangre. Jesús se acerca a su hora libremente, para dar su vida y para volverla a tomar (Jn 10,18). Él quiere que se cumplan en su muerte todas las predicciones de la Escritura (Lc 24,25-27). Nadie le quita la vida: es Él quien la entrega libremente (Jn 10,17-18). En la misma hora del prendimiento, Él sabe bien que legiones de ángeles podrían venir para evitar su muerte (Mt 26,53). Pero Él no pide esa ayuda, ni permite que lo defiendan sus discípulos (Jn 18,10-11). Tampoco se defiende a sí mismo ante sus acusadores, sino que permanece callado ante Caifás (Mt 26,63), Pilatos (27,14), Herodes (Lc 23,9) y otra vez ante Pilatos (Jn 19,9). Sí, Él «se entrega», se ofrece verdaderamente a la muerte, a una muerte sacrificial y redentora. Y nosotros hemos de confesar, como San Pablo, que el Hijo de Dios nos amó y, con plena libertad, se entregó hasta la muerte para salvarnos (Gál 2,20).

–La liturgia, que diariamente confiesa y celebra la fe de la Iglesia, «dice» una y otra vez lo mismo que la sagrada Escritura. Solo un ejemplo:

Cristo «con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar» (Pref. V Pascua).

–Los Padres y los santos «dicen» lo mismo:

Es el lenguaje, por ejemplo, que San Alfonso María de Ligorio emplea, con abundantes citas de la Biblia y de los Padres, en sus Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo: «Del amor que Jesucristo nos ha manifestado, queriendo satisfacer él mismo a la justicia divina por nuestros pecados» (I.p, cp.1); «Jesucristo quiso padecer tantos trabajos por nuestro amor para manifestarnos el grande amor que nos tiene» (ib. cp.2); «Jesucristo quiso por nuestro amor padecer desde el principio de su vida todas las penas de su Pasión» (ib. cp.3); «Del gran deseo que tuvo Jesucristo de padecer y morir por nuestro amor» (ib. cp.4); «Del amor que nos ha mostrado Jesucristo queriendo morir por nosotros» (ib. cp.16); etc. (Cito las Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo de Ligorio por la ed. de Palabra, Madrid 1996,18, en la que se reúnen varias obras suyas).

Si así «dicen», si así se expresan la Escritura, la liturgia, los Padres y la tradición, ¿cómo nos atreveremos nosotros a «contra-decirles»?

Cristo quiso la Cruz, y la quiso porque Dios quiso la Cruz, es decir, porque ésta era la eterna voluntad salvífica de Dios providente. Y los cristianos católicos están familiarizados desde niños con estas realidades de la fe y con los modos bíblicos y tradicionales de expresión –sacrificio, expiación, voluntad de Dios, plan de la Providencia divina, obediencia de Cristo, ofrenda sacrificial de su propia vida, etc.–, y no les producen, obviamente, ningún rechazo, sino amor al Señor, devoción y estímulo espiritual.

Los gravísimos errores de los protestantes sobre el misterio de la Cruz hicieron necesario que el Concilio de Trento (1545-1563) diera la luz católica de la Iglesia sobre tema tan alto. Poco después, el Catecismo de Trento (1566, también llamado de San Pío V o Catecismo Romano) difundió a toda la Iglesia, especialmente a los párrocos, la doctrina conciliar. En ese Catecismo se enseña:

«Cristo murió porque quiso morir por nuestro amor. Cristo Señor murió en aquel mismo tiempo que él dispuso morir, y recibió la muerte no tanto por fuerza ajena, cuanto por su misma voluntad. De suerte que no solamente dispuso Él su muerte, sino también el lugar y tiempo en que había de morir». El Catecismo cita seguidamente Jn 10,17-18 y Lc 13,32-33.

«Y así nada hizo él contra su voluntad o forzado, sino que Él mismo se ofreció voluntariamente, y saliendo al encuentro a sus enemigos, dijo: “Yo soy”, y padeció voluntariamente todas aquellas penas con que tan injusta y cruelmente le atormentaron». Y esto ha de provocar especialmente nuestro afecto agradecido, «porque cuando uno padece por nosotros todo género de dolores, si no los padece por su voluntad, sino porque no los puede evitar, no estimamos esto por grande beneficio; pero si por solo nuestro bien recibe gustosamente la muerte, pudiéndola evitar, esto es una altura de beneficio tan grande» que suscita el más alto agradecimiento. «En esto, pues, se manifiesta bien la suma e inmensa caridad de Jesucristo, y su divino e inmenso mérito para con nosotros» (I p., cp.V,82).


Dios quiso la Cruz de Cristo

Venimos ya con esto al tema principal. ¿Quiso Dios realmente la muerte espantosa de Jesús o ésta debe ser atribuida solamente a la maldad de Pilatos, del Sanedrín y del pueblo judío de entonces? La tradición católica, basándose en la Escritura y expresándose tantas veces en la Liturgia, da una respuesta absolutamente afirmativa. Quiso Dios que Cristo muriese para nuestra salvación, ofreciendo el sacrificio de su vida en la Cruz.

–Las Escrituras antiguas y nuevas lo «dicen» clara y frecuentemente:

La Escritura asegura que Jesús se acerca a la Cruz «para que se cumplan» en todo las predicciones de la Escritura, es decir, los planes eternos de Dios (Lc 24,25-27; 45-46). Es la verdad que, desde el principio mismo de la Iglesia, confiesa Simón Pedro predicando a los judíos, cuando les dice: Cristo «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2,23); «vosotros pedisteis la muerte para el Autor de la vida... Ya sé que por ignorancia lo hicisteis... Y Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Cristo. Arrepentíos, pues, y convertíos» (Hch 3,15-19). El hecho de que la Providencia divina quiera permitir tal crimen no elimina en forma alguna la culpabilidad de quienes entregan a la muerte al Autor de la vida, por lo que es necesario el arrepentimiento.

Según la voluntad de Dios, por el modo admirable de la Cruz, «hemos sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha, ya previsto antes de la creación del mundo, pero manifestado [ahora] al final de los tiempos» (1Pe 1,18-19). Y sigue diciendo el mismo Pedro, esta vez orando al Señor: «Herodes y Poncio Pilato se aliaron contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado» (Hch 4,27-28).

Es la misma fe de Juan evangelista: Dios «nos amó y envió a su Hijo, como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1Jn 4,10). Es la misma fe de San Pablo: el Siervo de Yavé, el Hijo fiel, el nuevo Adán obediente, realiza «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). Por eso Cristo fue «obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (Flp 2,8); obediente, por supuesto, a la voluntad del Padre (Jn 14,31), no a la de Pilatos o a la del Sanedrín. Y para obedecer ese maravilloso plan de Dios, para eso «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2).

–La Liturgia antigua y la actual de la Iglesia «dice» con frecuencia que quiso Dios la cruz redentora de Jesús. Solo dos ejemplos:

«Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad» (Or. colecta Dom. Ramos). «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz» (Or. colecta Miérc. Santo).

–La Tradición católica de los Padres, del Magisterio y de los grandes maestros espirituales «dice» una y otra vez que «Dios quiso» en su providencia el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz.

Es el lenguaje católico empleado, por ejemplo, por Luis de la Palma, S. J., en su obra Historia de la sagrada Pasión sacada de los cuatro Evangelios, en la que expresa maravillosamente la tradición teológica y espiritual de los Padres y de los santos. Es la fe que San Alfonso María de Ligorio profesa lleno de asombro: «La Iglesia [en el Exultet de la Vigilia Pascual], henchida de gozo, exclama: “¡Oh admirable dignación de tu piedad para con nosotros!, ¡oh inefable y nunca bastante ponderado amor!, ¡para rescatar al esclavo entregaste el Hijo a la muerte!”... ¡Oh Dios de infinito amor! ¿Cómo os llevó vuestro corazón a usar con nosotros de una piedad tan admirable? ¿Quién jamás acertará a sondear este profundo abismo de amor?» (Med. sobre la Pasión de Cristo, I p., cp.15).

El Catecismo de Trento «dice» lo mismo:

«No fue casualidad que Cristo muriese en la Cruz, sino disposición de Dios. El haber Cristo muerto en el madero de la Cruz, y no de otro modo, se ha de atribuir al consejo y ordenación de Dios, “para que en el árbol de la cruz, donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida” (Pref. Cruz).

«Ha de explicarse con frecuencia al pueblo cristiano la historia de la pasión de Cristo... Porque este artículo es como el fundamento en que descansa la fe y la religión cristiana. Y también porque, ciertamente, el misterio de la Cruz es lo más difícil que hay entre las cosas [de la fe] que hacen dificultad al entendimiento humano, en tal grado que apenas podemos acabar de entender cómo nuestra salvación dependa de una cruz, y de uno que fue clavado en ella por nosotros.

«Pero en esto mismo, como advierte el Apóstol, hemos de admirar la suma providencia de Dios: “ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación... y predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1Cor 1,21)... Y por esto también, viendo el Señor que el misterio de la Cruz era la cosa más extraña, según el modo de entender humano, después del pecado [primero] nunca cesó de manifestar la muerte de su Hijo, así por figuras como por los oráculos de los Profetas» (I p., V,79-81).


La Voluntad divina, lo que Dios quiere o quiere-permitir

El misterio de la voluntad de Dios pro-vidente, que quiere y que permite, es revelado desde muy antiguo, al menos en sus líneas esenciales, a Israel y a la Iglesia. Es uno de los misterios de la fe más pronto iluminados por la Revelación divina. Otras verdades fueron reveladas mucho más tarde. Pero estas verdades formidables han sido siempre conocidas por los creyentes.

–La voluntad de Dios es omnipotente: «el Señor todo lo que quiere lo hace: en el cielo y en la tierra» (Sal 134,6); «¿quién puede resistir Su voluntad?» (Rm 9,19). Y Dios no ama el mal: «tú no eres un Dios que ame la maldad» (Sal 5,5).

–Pero Dios ha querido crear al hombre libre, porque ha querido hacerlo a imagen suya: «Dios hizo al hombre desde el principio, y lo dejó en manos de su albedrío» (Eclo 15,14). Y Dios quiere respetar esa libertad del hombre, que es una libertad de criatura, y que, por tanto, puede fallar, y a veces falla en el pecado.

–Dios, por tanto, quiere-permitir el pecado, en la medida fijada por su amorosa providencia. Es decir, Él quiere-promover el bien y quiere-permitir el mal en la medida y el modo que su Sabiduría omnipotente y misericordiosa decide.

–Y Él sabe sacar bienes de los males, pues todo lo domina con una providencia bondadosa: «vosotros creíais hacerme mal –dice José a sus hermanos–, pero Dios ha hecho de él un bien» (Gén 50,20).

–Nada, pues, puede suceder en la historia humana que escape al dominio del Señor, que prevalezca en contra de la Voluntad divina providente. Es imposible. Es impensable.

La Revelación afirma una y otra vez que «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9). «Sí, lo que yo he decidido llegará, lo que yo he resuelto se cumplirá... Si Yavé Sebaot toma una decisión ¿quién la frustrará? Si él extiende su mano ¿quién la apartará?» (Is 14,24.27). «De antemano Yo anuncio el futuro; por adelantado, lo que aún no ha sucedido. Yo digo: “mi designio se cumplirá, mi voluntad la realizo”... Lo he dicho y haré que suceda, lo he dispuesto y lo realizaré» (46,10-11).

–Todo esto los fieles lo saben de siempre por la fe, y están perfectamente familiarizados con ese lenguaje: «lo ha dicho Él ¿y no lo hará? Lo ha prometido ¿y no lo mantendrá?» (Núm 23,9). La potencia irresistible y bondadosa de la Voluntad divina providente ha sido conocida siempre por los creyentes. Gracias a esa maravillosa eficacia de la Voluntad divina, estamos los fieles bien seguros de que «todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28; cf. Catecismo 309-314).

–Algunas distinciones teológicas se establecieron en la Iglesia muy pronto para ayudar a penetrar y a expresar este misterio. Ya Tertuliano (+220?) distingue en Dios una voluntas prior y una voluntas posterior (Adversus Marcionem 2,11); y San Juan Damasceno (+749), de modo semejante, distingue una voluntad divina primaria o antecedente y otra consecuente (De fide orthodoxa 2,29):

–la voluntad antecedente de Dios no es absoluta, sino condicionada: quiere Dios en principio, por ejemplo, la santidad de cada hombre, pero la quiere con voluntad antecedente, condicionada a otras disposiciones del mismo Dios, es decir, la quiere si no se opone a ello un bien mayor, por Él mismo querido; la quiere, pero queriendo al mismo tiempo respetar la libertad que Él mismo da al hombre. Por eso la voluntad antecedente de Dios no siempre se realiza.

–la voluntad consecuente de Dios, en cambio, es infalible y absolutamente eficaz: es lo que Dios quiere en concreto, aquí y ahora, dentro del orden maravilloso de su Providencia, llena de sabiduría y de bondad, de amor y de misericordia.

En referencia a la Cruz de Cristo, por supuesto, la voluntad divina no es en principio y antecedente, sino en concreto, providente y consecuente. Pero es una verdadera y real voluntad de Dios: Dios la quiso. Y los fieles de todas las épocas, educados en la atmósfera luminosa de la Iglesia católica, aunque no conozcan esas distinciones teológicas, enseñados por el Espíritu Santo, asumen con toda sencillez y confianza esos misterios, también el misterio de la Cruz de Cristo, un misterio, por cierto, que ellos mismos están viviendo en sus propias vidas.


El lenguaje de la fe católica

Quiso Dios que Cristo nos redimiera mediante la muerte en la Cruz. Quiso Cristo entregar su cuerpo y su sangre en la Cruz, como Cordero sacrificado, para quitar el pecado del mundo. Ésta es una verdad formalmente revelada en muchos textos de la Escritura, y que por tanto no puede ser discutida, ni aludida con reticencia por ningún teólogo, como si su expresión fuera equívoca. Podrán y deberán ser explicadas esas palabras, pero en forma alguna es admisible que sean contra-dichas.

Allí donde la Escritura dice que Dios quiso, no puede el teólogo decir que Dios no quiso. O allí donde la Escritura dice que Cristo es sacerdote, el teólogo no puede decir que Cristo no fue sacerdote, sino explicar que lo fue, en qué sentido lo fue, y en cuál no.

El teólogo niega su propia identidad si contra-dice la Palabra divina. No puede preferir sus modos personales de expresar el misterio de la fe a los modos elegidos por el mismo Dios en la Escritura y en la Tradición eclesial. No puede suscitar en los fieles alergias indebidas al lenguaje empleado por Dios en la Revelación de sus misterios. Puesto que Dios, para expresar realidades sobre-naturales, emplea el lenguaje humano, necesariamente usará de antropomorfismos. Pero en la misma necesidad ineludible se verá el teólogo: también su lenguaje se verá indefectiblemente afectado de antropomorfismos, pues emplea una lengua humana. La diferencia –bien decisiva– está en que el lenguaje de la Revelación, asistido siempre por el Espíritu Santo en la Tradición viva de la Iglesia, jamás induce a error, sino que lleva a la verdad completa. Mientras que un lenguaje contradictorio al de la Revelación, arbitrariamente producido por los teólogos, puede llevar y lleva a graves errores.
Los cristianos viven desde niños su fe en el sentido católico de la Madre Iglesia. Ella les ha enseñado no solo a hablar de los misterios de la fe, sino también a entenderlos rectamente, a la luz de una Tradición luminosa y viviente. Si los fieles «permanecen atentos a la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), esas limitaciones inevitables del lenguaje humano religioso jamás podrán inducirles a error.

Pero demos un paso más en nuestra meditación teológica.


¿Por qué quiso Dios que Cristo fuera mártir en su vida y en su muerte?

¿Por qué quiso Dios restaurar el mundo mediante el martirio de Jesús? ¿Por qué quiso Dios ese plan, al parecer tan cruel y absurdo, prefiriéndolo a otros posibles?

Recordaré las principales razones teológicas, que clásicamente responden esa pregunta. Algunas de ellas están enseñadas en la misma Revelación. Quiso Dios la pasión de Cristo porque quiso revelar así plenamente 1) el amor divino, 2) la verdad que salva, 3) el valor de la obediencia y de todas las virtudes, 4) el horror del pecado, 5) la necesidad de expiarlo con amor y dolor, y 6) la necesidad que el hombre tiene de cruz para alcanzar la salvación.


1.– para revelar el amor divino

«Dios es caridad... Y a Dios nunca lo vio nadie» (1Jn 4,8.12). La cruz de Cristo es la epifanía máxima de un Dios, que es amor eterno trinitario. La cruz es la máxima manifestación posible del Amor divino. Por eso quiso Dios la cruz de Cristo. Dios declara su amor por primera vez en la creación, sobre todo en la creación del hombre. Pero oscurecida la mente de éste por el pecado, esa revelación natural no basta. Se amplía, pues, cualitativa-mente en la encarnación del Verbo, en toda la vida y el ministerio profético de Cristo. Y llega al máximo en la cruz, donde el Verbo encarnado «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Si la misión de Cristo era revelar a Dios, que es amor, «necesitaba» Cristo llegar a la cruz para «finalizar» de expresarnos el Amor divino. Sin su muerte en la cruz, la revelación del Amor divino hubiera sido insuficiente, y no hubiera conmovido el corazón de los pecadores. Si expresando Dios su amor por los hombres en el dolor de la cruz, sin embargo, hay tantos que ni aun así se conmueven, ¿cómo los pecadores hubieran podido creer en el amor que Dios les tiene sin la elocuencia suprema de la Cruz?

–El amor que nos tiene el Padre se declara totalmente en la cruz, «epifanía de la bondad y del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4). Pues «Dios acreditó (demostró) su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores todavía [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Ef 2,4-5). «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» en Belén y en el Calvario, en la encarnación y en la cruz (Jn 3,16).

–El amor de Cristo al Padre, amor infinito, inefable, solo en la cruz alcanza su plena epifanía. «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). En la Cena, entiende Jesús su muerte sangrienta como la declaración suprema de su amor al Padre y como la proclamación plena del primer mandamiento: amar a Dios con todo el corazón. Así hay que amar a Dios, hasta la muerte, hasta dar la vida por Él.

–El amor que Cristo nos tiene se declara totalmente solo en la Cruz. Cuando uno ama a alguien, da pruebas de su amor comunicándole su ayuda, su tiempo, su compañía, su dinero, su casa. Pero, ciertamente, «nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ésa es la epifanía máxima del amor, la entrega hasta la muerte. Pues bien, Cristo es el buen Pastor, que entrega su vida por sus ovejas (10,11), que da su vida para congregar en un Cuerpo único a quienes andaban dispersos (12,51-52). Nadie, pues, podrá ya dudar del amor de Cristo. Él ha entregado su vida en la cruz por nosotros, pudiendo sin duda evitarla. Por eso cada uno de nosotros ha de decir como Pablo: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

–El amor que nosotros hemos de tener a Dios ha de ser como el de Cristo, hasta dar la vida por Su gloria. Sin la cruz de Cristo no hubiéramos llegado a conocer plenamente la profundidad total del primer mandamiento de la ley judía y cristiana.

–El amor que nosotros hemos de tener a los hombres, sin la cruz, tampoco hubiera podido ser conocido por nosotros, pues es en ella donde se nos revela plenamente. «Habéis de amaros los unos a los otros como yo os he amado», hasta la marginación total, el dolor, la ignominia, hasta la muerte (Jn 13,34). Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16). Sin la cruz, esta norma no hubiera quedado claramente promulgada.


2.– para revelar la verdad

Cristo es enviado «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). En efecto, sabe Dios que el hombre, sujeto al Padre de la Mentira y engañado por el pecado, solamente podrá ser liberado de la mentira si halla el camino en la verdad. Y por eso nos envía a su Salvador, que es «camino, verdad y vida» (+Jn 14,6).

Pero si el testimonio de la verdad es la clave de la salvación de la humanidad, es preciso que Cristo lo dé con la máxima fuerza persuasiva, sellando con su sangre la veracidad de lo que dice. Es la manera más fidedigna de afirmar la verdad.

Aquél que para confirmar la veracidad de su testimonio acerca de una verdad o de un hecho está dispuesto a perder su trabajo, sus bienes, su casa, su salud, su prestigio, su familia, es indudablemente un testigo fidedigno de esa verdad. Pero nadie es tan creíble como aquél que llega a entregar la vida por afirmar la verdad que enseña.

Nótese bien que, ante todo, a Cristo lo matan por decir la verdad. En el último capítulo volveré sobre este tema. No mataron a Jesús tanto por lo que hizo, sino por lo que dijo. Jesucristo es mártir en cuanto testigo de la verdad de Dios en medio de un mundo sujeto al Padre de la Mentira (Jn 8,43-59. Él es «el Testigo (mártir) fidedigno y veraz» (Apoc 1,5; 3,14). Por eso lo matan.

En la Cruz, por tanto, nos enseña Cristo que la salvación del mundo está en la verdad, y que sus discípulos, por afirmarla, hemos de llegar hasta la muerte, si es preciso.


3.– para revelar todas las virtudes

Santo Tomás de Aquino, en una de su Conferencias, se plantea una cuestión clásica: ¿por qué Cristo hubo de sufrir tanto? Cur Christus tam doluit? Porque la muerte de Cristo en la Cruz, responde, es la enseñanza total del Evangelio.

«¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.

«Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado. La segunda razón es también importante, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció.

«En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.

«Si buscas un ejemplo de amor: “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.

«Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que “en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca” (Is 53,7; Hch 8,32). Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: “corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia” (Heb 12,1-2).

«Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.

«Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte: “Si por la desobediencia de uno [Adán] todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno [Cristo] todos se convertirán en justos” (Rm 5,19).

«Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 17,14), “en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,4), que está desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, y a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre. No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que “se repa­rtieron mis ropas” (Sal 21,19) ; ni a los honores, ya que él experi­mentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que “le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado” (Mt 27,29); ni a los placeres, ya que “para mi sed me dieron vinagre” (Sal 68,22)».

Cristo en la cruz nos revela que si a Dios hemos de amarle con todas nuestras fuerzas, eso significa que hemos de obedecerle con toda nuestra alma, sean cuales fueren las circunstancias y las consecuencias. Él obedece hasta la muerte al Padre, porque lo ama con todo su ser. Y quiere que su obediencia en la cruz sea entendida precisamente como la suprema manifestación de su amor y de su obediencia al Padre: «conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me ha dado el Padre, así hago» (Jn 14,31).


4.– para revelar el horror del pecado

¿Cómo pudo Dios querer-permitir la muerte de su Hijo encarnado? Porque quiso al mismo tiempo respetar la libertad que Él dio a los hombres y manifestar el horror del pecado, el horror de una libertad que se ejercita contra la voluntad divina.

En efecto, cuando el Santo entra en el mundo de los pecadores, el mundo lo mata; las tinieblas tratan de apagar la luz que las denuncia (+Jn 3,19-21; 7,7). Era esto perfectamente previsible, y no solo por el anuncio de los profetas. Por eso, para evitar el destino crucificado de la Encarnación hubiera tenido Dios que violentar con su omnipotencia las libertades de los pecadores, sujetándolas todas en el bien. Pero no quiso hacerlo. Quiso más bien que el horror del pecado se pusiera de manifiesto en la muerte de su Hijo, el Santo de Dios. El pecado del mundo exige la muerte del Justo y la consigue, y en esta muerte manifiesta todo el horror de su culpa. Y en esa misma muerte redentora de Cristo va a ser vencido el pecado, el demonio y la muerte.

Mirando la Cruz, podrán los pecadores descubrir el horror del pecado. Si pensaban que sus pecados eran cosa trivial, algo que no tenía gran importancia ni mayor trascendencia, conocerán lo que es el pecado mirando la Cruz de Cristo.

Pero al mismo tiempo, solo mirando la Cruz podrán conocer los pecadores el valor inmenso que tienen sus vidas ante Dios, ante el Amor divino. Allí, mirando al Crucificado, verán que el precio de su salvación no va a ser oro o plata, sino la sangre de Cristo, humana por su naturaleza, divina por su Persona (+1Pe 1,18; 1Cor 6,20). Por tanto, sin la Cruz redentora los hombres no hubiéramos conocido ni el horror del pecado, ni el precio de nuestra vida ante Dios.


5.– para expiar sobreabundantemente por el pecado

¿Y no hubiera bastado «una sola gota de sangre» de Cristo para expiar nuestros pecados? Por supuesto que sí. Santo Tomás, cuando considera cómo Cristo sufrió toda clase de penalidades, termina expresando la convicción común de los Padres antiguos:

«En cuanto a la suficiencia, una minima passio de Cristo hubiera bastado para redimir al género humano de todos sus pecados; pero en cuanto a la conveniencia, lo suficiente fue que padeciera omnia genera passionum (todo género de penalidades)» (STh III,46,5 ad3m; +6 ad3m).

Por tanto, si Cristo sufrió mucho más de lo que era preciso en estricta justicia para expiar por nuestros pecados, es porque, previendo nuestra miserable colaboración a la redención, quiso, por exigencia de su amor, redimirnos sobreabundantemente. En efecto, el buen Pastor quiso así conseguir para sus ovejas «vida y vida en abundancia» (Jn 10,10). Así realizó Dios lo que había anunciado en las Escrituras.


6.– para revelar a los hombres que solo por la cruz pueden salvarse

«Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Cristo se abraza con toda su alma a la Cruz para que el hombre también se abrace a ella, llegado el momento, y no la tema, no la rechace, sino que la reciba como medio necesario para llegar a la vida eterna. Él toma primero la amarga medicina que nosotros necesitamos beber para nuestra salvación. Él nos enseña la necesidad de la Cruz no solo de palabra, sino de obra.

El hombre pecador, en efecto, no puede salvarse sin Cruz. Y la razón es obvia. El hombre viejo, según Adán pecador, coexiste en cada uno de nosotros con el hombre nuevo, según Cristo; y entre los dos hay una absoluta contrariedad de pensamientos y deseos, de tal modo que no es posible vivir según Dios sin mortificar, a veces muy dolorosamente, al hombre viejo. Sin la cruz propia no llega el hombre a la vida. Por Jesús «decía a todos: el que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24).

Ahora bien, ¿cómo Cristo hubiera podido enseñar a sus discípulos el valor y la necesidad absoluta de la Cruz, si Él, valiéndose de sus especiales poderes, la hubiera eficazmente evitado? Desde el primer momento de la Iglesia, los cristianos se entendieron a sí mismos como discípulos del Crucificado.

San Pedro, por ejemplo, enseña a los siervos que sufrían bajo la autoridad de sus señores: «agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas. Pues ¿qué mérito tendríais si, delinquiendo y castigados por ello, lo soportáseis? Pero si por haber hecho el bien padecéis y lo lleváis con paciencia, esto es lo grato a Dios. Pues para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,19-21).

Así es. Fue conveniente, más aún, fue «necesario que el Mesías padeciera» tanto por nuestra salvación, para que los cristianos pudiésemos ser discípulos suyos, es decir, para que pudiéramos seguirle tomando la cruz de cada día, a veces extremadamente dolorosa. Por eso quiso el Señor ser para nosotros en la Cruz ejemplo perfecto de vida siempre crucificada, hasta la muerte. Por eso el Señor quiso ser para nosotros causa eficiente de su gracia vivificante, por la cual, muriendo Él, nos hace posible morir a nosotros mismos, y resucitando Él, nos da renacer día a día para la vida eterna.

La Iglesia, como he dicho, desde sus primeras generaciones, entiende perfectamente esta dimensión crucificada de toda vida cristiana, esta condición pascual de la vida nueva. Luego hemos de considerarlo en un capítulo propio.

San Ignacio de Antioquía: «permitid que [mediante el martirio] imite la pasión de mi Dios» (Romanos 6,3). Y San Fulgencio de Ruspe: «Suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [+Gál 5,14]» (Trat. contra Fabiano 28, 16-19).


La gloria suprema de la Cruz

La Iglesia ha entendido siempre que la Cruz de Jesús es la epifanía total del Amor, de la Sabiduría, de la Misericordia, de la Justicia de Dios. Es la obra más perfecta de Dios Salvador. La Liturgia ha educado siempre a los fieles en esta contemplación amorosa de la Cruz, en la que reconoce la victoria de Cristo.

Pange, lingua, gloriosi / Lauream certaminis / Et super Crucis trophæo / Dic triumphum nobilem... Canta, lengua, el glorioso combate de Cristo, y celebra el noble triunfo que tiene a la Cruz como trofeo...

Vexilla Regis prodeunt: / Fulget crucis mysterium... Los estandartes del Rey avanzan, y brilla misterioso el esplendor de la Cruz...

Quiere el Señor y quiere la Iglesia que la Cruz se alce en los campanarios, presida la liturgia, aparezca alzada en los cruces de los caminos, cuelgue del cuello de los cristianos, presida los dormitorios, las escuelas, las salas de reunión, sea pectoral de los obispos y de personas consagradas, se trace siempre en los ritos litúrgicos de bendición y de exorcismo. Que la Cruz sea besada por los niños, por los enfermos, por los moribundos, por todos, siempre y en todo lugar. Que una y otra vez sea trazada de la frente al pecho y de un hombro al otro. Que la devoción a la Cruz sea reconocida, como siempre lo ha sido, la más santa y santificante:

«Oh Dios, que hiciste a Santa Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la Pasión de tu Hijo»... (29 abril). «Te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz, al que se consagró San Francisco de Asís con el corazón abrasado en tu amor» (4 octubre). «Concédenos, Señor, que San Pablo de la Cruz, cuyo único amor fue Cristo Crucificado, nos alcance tu gracia, para que estimulados por su ejemplo, nos abracemos con fortaleza a la Cruz de cada día» (19 octubre)...


La Justicia divina no es cruel

–Los primeros protestantes, Lutero y sus discípulos, dieron a la Pasión de Cristo una interpretación durísima, en la que la Justicia divina descargaba sobre Cristo su cólera, estrujándolo en la Cruz con todos los tormentos posibles, y haciendo de él un maldito, que desciende a los infiernos, y experimenta la más terrible reprobación de los condenados. Esta visión de la Pasión, que solo ve en ella una implacable compensación penal por los pecados, deja a la Misericordia divina absolutamente ausente del misterio de la Cruz.

En vano eran citados algunos textos de la Escritura para sustentar esta siniestra teología, como: «Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros maldición, pues está escrito: “maldito todo el que es colgado del madero”» (Gál 3,13). Pero en realidad nada tiene que ver esta teología de la Pasión con la tradición católica. Más relacionada está con las neurosis de Lutero y con su experiencia personal patológica del peso del pecado. Aunque también el tétrico Calvino participa de esa misma teología.

–Los protestantes liberales modernos, por el contrario, reaccionando contra el error de los primeros protestantes, vienen a caer en el extremo opuesto, error también gravísimo. La muerte de Cristo, dicen, no tiene propiamente un sentido de sacrificio, destinado a expiar nuestras culpas y alcanzarnos la gracia. Y por otra parte, la muerte de Cristo no ha de atribuirse a una predestinación misteriosa ni a un plan eterno de la Providencia divina, sino al libre juego maligno de las voluntades de los hombres pecadores.

Estas dos visiones teológicas, falsificando el misterio de la Cruz, desfiguran al mismo Dios, que en la Cruz tiene su más plena epifanía.


La Justicia y la Misericordia de Dios

La teología de la Iglesia católica, libre de esos dos errores, ha afirmado siempre la unión perfecta de la Justicia y de la Misericordia divinas en la Pasión del Salvador. Siguiendo la doctrina del Doctor Angélico, el dominico Garrigou-Lagrange, escribe:

«La Misericordia y la Justicia divinas, muy lejos de destruirse entre sí, se unen maravillosamente en la Cruz, y se apoyan la una en la otra, como los dos arcos que forman la curva de una ojiva, de modo que las exigencias de la Justicia aparecen en ella como las consecuencias del Amor. El Amor del bien exige que el mal sea reparado, y por eso nos da al Redentor, para que esta reparación se realice y nos sea devuelta la vida eterna» (Le Sauveur et son amour pour nous, Cerf 1933?, 240; cf. El Salvador y su amor por nosotros, Rialp, Madrid).

En la Cruz se revela de modo máximo la Justicia divina, pues Dios la ha dispuesto «para manifestación de su justicia», es decir, «para manifestar su justicia en el tiempo presente, y para probar que es justo y que justifica a todo el que cree en Jesús» (Rm 3,25-26). Pero la Cruz es, al mismo tiempo, la revelación máxima de la Misericordia divina y de su Amor hacia los hombres, pues en ella «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (5,8).

«Según Santo Tomás, continúa Garrigou-Lagrange, el sentido exacto del dogma de la Redención es éste: el amor de Cristo, que muere por nosotros en la Cruz, agrada más a Dios que lo que le desagradan todos los pecados reunidos de los hombres (STh III, 48,2 y 4).Y para penetrar más adentro en este misterio, es necesario considerar cómo en él se manifiesta el Amor divino increado hacia su Hijo y hacia nosotros» (ib. 241).

«Puede parecer a primera vista, como dicen hoy los protestantes liberales, en reacción al pensamiento de Lutero y Calvino, que Dios Padre se mostraría así cruel hacia su Hijo, castigando al inocente por los culpables. Podría parecer, según eso, que Dios Padre nos ama más que a su Hijo, pues lo entrega por nosotros. Pero no hay nada de esto. Ésa es una manera muy inferior de ver las cosas. Este misterio es incomparablemente superior (ib.).

«Dios ha querido para su Hijo la gloria de la Redención. De Santo Tomás son estas profundas palabras:

«“El amor increado de Dios es la causa de la bondad de todas las cosas, y consiguientemente ninguno sería mejor que otro si no hubiera sido más amado por Dios, es decir, si Dios no hubiera querido para él un bien más grande. Pues bien, Dios ama a Cristo no solamente más que a todo el género humano, sino más que a todas las criaturas del universo en su conjunto, pues ha querido para Él un bien mayor y “le ha dado un Nombre sobre todo nombre”, pues es el Hijo de Dios y verdadero Dios. La excelencia de Cristo en nada ha disminuido por el hecho de que Dios lo ha entregado a la muerte para la salvación del género humano, sino que, por el contrario, así ha venido a ser Cristo el vencedor glorioso [del pecado, del demonio y de la muerte], y por eso le ha sido dado todo poder [Mt 2818] (STh I, 20,4 in c. et ad1m)”.

«Esta altísima idea es desarrollada por Santo Tomás en su tratado sobre la Encarnación, cuando se pregunta Si el mismo Dios Padre entregó su Hijo a la pasión. Y da ahí la respuesta explicando aquellas palabras de San Pablo: “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm 8,32):

«“Dios Padre “entregó a su Hijo” de tres modos:

–Primero, queriendo desde toda la eternidad ordenar la Pasión del Señor para la liberación del género humano, según aquello de Isaías: “Dios cargó sobre él la iniquidad de todos... Quiso Dios quebrantarle con sufrimientos” (53,6-10).

–Segundo, Dios lo ha entregado [a la pasión] inspirándole la voluntad de sufrir por nosotros y dándole la plenitud de la caridad [de modo que ésta desbordara sobre nosotros]. Por eso “se ofreció a sí mismo porque quiso” (53, 7).

–Tercero, Dios ha entregado a su Hijo absteniéndose de protegerle de sus perseguidores durante la Pasión. Por eso Cristo decía pendiente de la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46), es decir, por qué me has abandonado al poder de los perseguidores, como explica San Agustín (Epist. 140 ad Honorat. 10)» (STh III, 47,3)”.

«Lo que es preciso considerar aquí –sigue diciendo Garrigou-Lagrange– es el amor de Dios Padre por su Hijo, en el mismo hecho por el que lo entrega por nosotros. Hay en ello una verdad altísima, que frecuentemente queda ignorada a causa de su misma elevación, y que debe ser contemplada...

«A pesar de todas las apariencias, la Cruz, en la que Cristo parece vencido, es el trofeo de su victoria. Jesús mismo dice: “cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Dios Padre, por amor a su Hijo, ha querido desde toda la eternidad para Él este triunfo doloroso, esta victoria sobre el pecado y sobre el espíritu del mal. Pero esto es algo que sobrepasa nuestros conceptos humanos, y por eso apenas hallamos aquí abajo un ejemplo para expresar estas sublimidades del Amor divino» (243).

«El Amor del bien exige la reparación del mal; y cuanto ese amor es más fuerte, más lo exige. El amor de Dios hacia el bien exige la reparación del pecado que arrasa las almas, que las desvía de su último fin, hundiéndolas en “la concupiscencia de la carne, de los ojos y del orgullo de la vida” [1Jn 2,16], y finalmente en la muerte eterna.

«Es verdad que Dios Padre, entregándonos a su Hijo para rescatarnos, hubiera podido contentarse con un mínimo acto de caridad del Verbo encarnado, pues al ser acto de la divina persona del Verbo hubiera tenido un valor infinito para satisfacer y merecer. Pero nosotros no hubiéramos comprendido el horror profundo del pecado, pues ni siquiera ahora lo entendemos del todo, aún después de todos los sufrimientos soportados por el Salvador en favor de nosotros...

«Yendo así hasta los últimos rigores de su Justicia, no experimenta Dios placer alguno en castigar. Por el contrario, es así como Él manifiesta hasta dónde llega su amor al bien y su santo odio contra el mal, que no es sino el reverso del amor. Nadie ama sinceramente el bien sin detestar el mal; y nadie puede amar la verdad sin detestar la mentira. Dios no puede tener un infinito amor del Bien sin tener este santo odio al mal. Es así, pues, como se nos revela que las exigencias de la Justicia divina se identifican con las del Amor, según aquello: “el amor es fuerte como la muerte, y es cruel la pasión como el abismo” (Cant 8,6).

«Es, pues, el Amor increado del bien, unido al santo odio del mal, quien ha exigido al Salvador el acto más heroico, enviándole a la muerte gloriosa de la Cruz... Allí se realiza el Consummatum est, el coronamiento de la vida de Cristo, la victoria sobre el pecado y sobre el espíritu del mal... Es, pues, por amor a su Hijo por lo que Dios Padre le ha mandado morir por nosotros. Él lo ha predestinado por amor a esta gloria de la redención. ¿Qué hubiera sido la vida de Jesús sin el Calvario? Y guardadas las proporciones, ¿que hubiera sido la vida de Santa Juan de Arco sin su martirio, y la de tantos otros que fueron llamados a derramar su sangre en testimonio de la verdad del Evangelio?... Sin esta coronación su vida ahora nos hubiera parecido truncada» (245-246).

«Estas profundidades del misterio de la Redención nos ayudan a entender por qué Dios envía por amor a ciertas personas sufrimientos tan grandes, para hacerles colaborar unidas a nuestro Señor, y un poco como Él, para la salvación de los pecadores. Es ésta la más alta de las vocaciones posibles, superior a la que se dedica a enseñar. Como también Jesús es más grande elevado en la Cruz que predicando el Sermón de la montaña. ¿Qué prueba del amor de Dios puede haber más grande que hacer de una persona una víctima de amor, unida al Crucificado? Lo mismo que la causa primera no hace inútil la causa segunda, sino que le comunica la dignidad de causar, así los méritos y sufrimientos del Salvador no hacen inútiles los nuestros, sino que los suscitan para hacernos participar de su vida» (247).

«Éste ha sido el objeto habitual de la contemplación de los santos. Las exigencias de la Justicia terminan identificándose con las del Amor, y es la Misericordia la que prevalece, pues es ella la expresión más diáfana y profunda del Amor de Dios por los pecadores. La terrible Justicia, que capta en un primer momento nuestra mirada, no es sino el aspecto secundario de la Redención. Ésta es ante todo obra del Amor y de la Misericordia. Así lo enseña Santo Tomás:

«“Toda obra de justicia supone en Dios una obra de misericordia o de pura bondad... La Misericordia divina es así como la raíz o el principio de todas las obras de Dios, y penetra su virtud, dominándolas. Y según esto, la Misericordia sobrepasa la Justicia, que viene solamente en un lugar segundo” (STh I, 21,4)» (249).


La devoción católica a la Pasión de Cristo

Esta consideración de la Pasión de Cristo, en la que la contemplación del divino Amor misericordioso integra la majestad de su Justicia, es la visión católica tradicional, la que cantan San Pablo, San Juan, los Padres antiguos, la que expresa Santo Tomás en su gran síntesis especulativa o la que halla expresión lírica en la Liturgia.

San Juan de Ávila, en su plática 4 a los padres de la Compañía de Jesús, dice: «Los que predican reformación de Iglesia, por predicación e imitación de Cristo crucificado lo han de hacer. Pues dos hombres escogió Dios para esto, Santo Domingo y San Francisco. El uno mandó a sus frailes que tuviesen en sus celdas la imagen de Jesucristo crucificado, por lo cual parece que lo tenía él en su corazón, y que quería que lo tuviesen todos. Y el otro fue San Francisco: su vida fue una imitación de Jesucristo, y en testimonio de ello fue sellado con sus llagas».

«La pasión se ha de imitar, lo primero, con compasión y sentimiento, aun de la parte sensitiva y con lágrimas... Allende de la compasión de Jesucristo crucificado, debemos tener imitación, porque cosa de sueño parece llorar por Jesucristo trabajado y afrentado y huir el hombre de los trabajos y afrentas; y así debemos imitar los trabajos de su cuerpo con trabajar nosotros el nuestro con ayunos, disciplinas y otros santos trabajos... Y también lo hemos de imitar en la mortificación de nuestras pasiones... Lo postrero, hemos de juntarnos [con Él] en amor, y débesele más al Señor crucificado amor, y hase de atender más al amor con que padece que a lo que padece, porque de su corazón salen rayos amorosos a todos los hombres» (+Modo de meditar la Pasión, en Audi filia de 1556).

Esta devoción al crucificado, tan profunda en la antigüedad y en la Edad Media, es popularizada después por todas las escuelas espirituales, por franciscanos y dominicos, también por jesuitas, como Luis de la Palma, por San Pablo de la Cruz y los pasionistas, por San Luis María Grignion de Montfort (Carta a los Amigos de la Cruz) y sus misioneros de la Compañía de María, por los redentoristas y su fundador San Alfonso María de Ligorio. Éste escribe:

«El padre Baltasar Álvarez [jesuita] exhortaba a sus penitentes a que meditasen a menudo la Pasión del Redentor, diciéndoles que no creyesen haber hecho cosa de provecho si no llegaban a grabar en su corazón la imagen de Jesús Crucificado.

«“Si quieres, alma devota, crecer siempre de virtud en virtud y de gracia en gracia, procura meditar todos los días en la Pasión de Jesucristo”. Esto lo dice San Buenaventura, y añade: “ no hay ejercicio más a propósito para santificar tu alma que la meditación de los padecimientos de Jesucristo”. Y ya antes había dicho San Agustín que vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión, que ayunar una semana a pan y agua...

«Meditando San Francisco de Asís los dolores de Jesucristo, llegó a trocarse en serafín de amor. Tantas lágrimas derramó meditando las amarguras de Jesucristo, que estuvo a punto de perder la vista. Lo encontraron un día hechos fuentes los ojos y lamentándose a grandes voces. Cuando le preguntaron qué tenía respondió: “¡qué he de tener!... Lloro los dolores y las ignominias de mi Señor, y lo que me causa mayor tormento, añadió, es ver la ingratitud de los hombres que no lo aman y viven de Él olvidados”» (Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo I p., cp. preliminar).

Lo mismo enseña San Pablo de la Cruz: por la devoción a «la Pasión de Jesucristo, su Divina Majestad hará llover en los corazones de todos las más abundantes bendiciones del cielo, y les hará gustar la dulzura de los frutos que produce la tierna, devota, constante, fiel y perseverante devoción a la divina santísima Pasión.

«Por tanto, este pobrecito que les escribe desea que quede bien arraigada esta devoción, y que no pase día sin que se medite alguno de sus misterios, al menos por un cuarto de hora, y que ese misterio lo lleven todo el día en el oratorio interior de su corazón y que a menudo, en medio de sus ocupaciones, con una mirada intelectual, vean al dulce Jesús [...] ¡Un Dios que suda sangre por mí! ¡Oh amor, oh caridad infinita! ¡Un Dios azotado por mí! ¡Oh entrañable caridad! ¿Cuándo me veré todo abrasado de santo amor? Estos afectos enriquecen el alma con tesoros de vida y de gracia» (Carta a doña Agueda Frattini 25-III-1770).

El Dios sádico y cruel, hambriento de sacrificios humanos, que los exige implacablemente para calmar el furor de su cólera, nada tiene que ver con la Escritura y la tradición de la Iglesia católica. Habrá podido introducirse algo de esa interpretación morbosa de la Pasión en ciertos libros católicos de teología o de espiritualidad. Pero el antecedente de esas teologías morbosas de la Cruz no habrá de buscarse en la tradición católica, sino sobre todo en Lutero y Calvino.

Completaremos nuestra meditación teológica sobre el misterio de la Cruz con algunas consideraciones sobre el dolor que sentía Cristo en el mundo por el pecado, su agonía en Getsemaní, y los dolores de la Virgen María.


El dolor de Cristo por el pecado del mundo

En el capítulo primero, antes de adentrarnos en el estudio de la vocación martirial de Cristo, comencé por afirmar que Jesús es el más feliz de los hombres. Ahora bien, al mismo tiempo que esa afirmación verdadera, hay que hacer otra igualmente cierta: Cristo sufre la pasión durante toda su vida. Esta doble y simultánea experiencia de Jesús, enseñada por la teología y la tradición espiritual de la Iglesia, es lógicamente, decisiva para conocer el misterio de Cristo y para la orientación de toda espiritualidad católica.

Ésta ha sido en la tradición de la Iglesia, a lo largo de los siglos, una convicción común. En su introducción magistral a los escritos de Santa Gema Galgani, el padre Antonio María Artola, haciendo honor a su condición de pasionista, escribe: «es evidente que en el Cristo histórico se dio un verdadero dolor expiatorio a lo largo de toda su vida. Y ese dolor culminó en la pasión» (La gloria de la Cruz, BAC, Madrid 2002, XVII). Hoy, en cambio, muchos ignoran esta realidad, y algunos la niegan.

El pecado del mundo, ese pecado multiforme e innumerable, es la Cruz en la que Cristo vive permanentemente crucificado. En otro escrito he estudiado el «horror de Cristo ante el pecado del mundo» (De Cristo o del mundo, Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1997,17-18). Es preciso advertir en esto que los pecadores no ven el pecado del mundo en toda su terrible realidad –abortos, guerras, hambres, injusticias y violencias, mentiras y homicidios, desfiguraciones del ser humano, terrorismo, falsificaciones masivas del matrimonio, y sobre todo olvido o negación de Dios y de la vida eterna, etc–. En todo caso, si en algún momento les es dado a los pecadores ver estos pecados, no se afligen mayormente por ellos, al menos mientras no se trate de males que hagan caer sobre ellos su peso bien concreto.

Por el contrario, Cristo, durante toda su vida, ve ese abismo de mal con absoluta lucidez, y por él se duele de un modo indecible, pues Él es quien de verdad ama al Padre, al hombre y al mundo. Esta pasión continua del Salvador en medio del pecado del mundo, esta pasión que dura en él desde que tiene uso de razón, esta pasión dolorosa que halla su culminación en Getsemaní y en la Cruz, es la que hace de su vida un via crucis permanente.

La profundidad amorosa de ese dolor apenas puede ser imaginada por nosotros; pero sí ha sido contemplada por los místicos. Ellos entienden que Cristo no sufre tanto por su Cruz, sino por el pecado del mundo, por el mal pasado, presente y futuro de los pecadores. En este sentido, Santa Teresa, por ejemplo, comentando la frase de Jesús «ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), afirma que Cristo sufrió más por el pecado del mundo que por la misma Cruz en la que agonizó y murió. Santa Teresa, por obra del Espíritu Santo en ella, lo entendió perfectamente:

–«Pues ¡cómo, Señor!, ¿no se os puso delante la trabajosa muerte que habéis de morir, tan penosa y espantosa?

–«No; porque el grande amor que tengo y deseo de que se salven las almas sobrepuja sin comparación a esas penas, y las muy grandísimas que he padecido y padezco después que estoy en el mundo, son bastantes para no tener ésas en nada en su comparación.

«Es así que muchas veces he considerado en esto y sabiendo yo el tormento que pasa y ha pasado cierta alma que conozco [se refiere a ella misma] de ver ofender a nuestro Señor, tan insufridero que se quisiera mucho más morir que sufrirla, y pensando si una alma con tan poquísima caridad, comparada a la de Cristo –que se puede decir casi ninguna en esta comparación– que sentía este tormento tan insufridero, ¿qué sería el sentimiento de nuestro Señor Jesucristo y qué vida debía pasar, pues todas las cosas le eran presentes y estaba siempre viendo las grandes ofensas que se hacían a su Padre?

«Sin duda creo yo que [estas penas] fueron muy mayores que las de su sacratísima Pasión; porque entonces [en la cruz] ya veía el fin de estos trabajos, y con esto y con el contento de ver nuestro remedio con su muerte y de mostrar el amor que tenía a su Padre en padecer tanto por Él, moderaría los dolores; como acaece acá a los que con fuerza de amor hacen grandes penitencias, que no las sienten casi, antes querrían hacer más y más, y todo se les hace poco. Pues ¿qué sería a Su Majestad, viéndose en tan gran ocasión, para mostrar a su Padre cuán cumplidamente cumplía el obedecerle, y con el amor del prójimo? ¡Oh, gran deleite, padecer en hacer la voluntad de Dios! Mas en ver tan continuo tantas ofensas a Su Majestad hechas e ir tantas almas al infierno, téngolo por cosa tan recia, que creo, si no fuera más de hombre, un día de aquella pena bastaba para acabar muchas vidas, cuánto más una» (V Moradas 2,13-14).


La agonía de Getsemaní

Es un misterio, sin duda, que el mismo Cristo que «desea ardientemente» cumplir su Pascua, el mismo que, «adelantándose» a sus discípulos, camina y sube con toda decisión hacia Jerusalén, es decir, hacia su muerte, el mismo que en la turbación ha confirmado «¡para esto he venido yo a esta hora!» (Jn 12,27), ese mismo Cristo, al hacerse inminente esta hora terrible, pida agónicamente al Padre: «¡pase de mí este cáliz!»... ¿Es que el miedo al dolor, a la humillación y a la muerte ha ofuscado la mente de Cristo y hace temblar su voluntad? Así parece que piensan algunos:

«Jesús se muestra profundamente humano y perfectamente fiel –escribe Pere Franquesa (subrayados míos)–. Es el conflicto entre la voluntad de Jesús y la del Padre. Es el Hijo que protesta ante una decisión que no entiende en cuanto hombre como tampoco la entienden hoy los que sufren. ¿Cómo podía Dios-Amor pedir la muerte de un hombre y que debía morir para que fuera una satisfacción digna de Dios?» (El sufrimiento, Barcelona 2000, 322).

«Algunas mentes, saturadas de teología, hacen intervenir convicciones dogmáticas para justificar el hecho, diciendo que Jesús sabía de antemano que su sangre no impediría la condenación de muchos. De ahí su tristeza. Pero esto no satisface a quien se ciñe al texto que refleja la humanidad de Jesús y no su seguridad ni su divinidad» (324).

Por el contrario, no parece creíble que quien ha asumido la naturaleza humana justamente para morir por nosotros, en sacrificio de sobreabundante expiación, llegada la hora de entregar su vida, ofuscado por el terror, pida al Padre «¡pase de mí este cáliz!» y lo pida en el mismo sentido de Simón Pedro, ante el anuncio de la cruz: «¡no quiera Dios que esto suceda!» (Mt 16,22). No, en absoluto. No incurre Cristo en Getsemaní en el error espantoso que tan duramente rechazó en Pedro: «¡apártate de mí, Satanás!». Y esta perfección maravillosa de la humanidad de Cristo en modo alguno le quita ser profundamente humano, sino que se lo da.

En otro lugar he escrito que «el cáliz que abruma a Jesús es el conocimiento de los pecados, con sus terribles consecuencias, que a pesar del Evangelio y de la Cruz, van a darse en el mundo: ese océano de mentiras y maldades en el que tantos hombres van a ahogarse, paganos o bautizados, por rechazar su Palabra y por menospreciar su Sangre» (Síntesis de la Eucaristía, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1995, 19-20).

El testimonio de los santos místicos, los más lúcidos intérpretes del misterio de Cristo, es unánime. Sin estar ellos saturados de teología, han entendido a esa luz la pasión de Getsemaní y la del Calvario. Ellos han escuchado el grito de Jesús en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Ha llegado a los oídos de su corazón la voz del Crucificado, que «ofrece en su vida mortal oraciones y súplicas, con poderosos clamores y lágrimas, al que era poderoso para librarle de la muerte» (Heb 5,7). Pero han sabido entender, como ya hemos visto en Santa Teresa, que también en la hora de las tinieblas Cristo sufre más por los pecados del mundo que por su propia Cruz, ya inminente.

Sor María de Jesús de Ágreda, por ejemplo, escribe en su Mística Ciudad de Dios estas impresionantes meditaciones:

1212. «Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz. Esta oración hizo Cristo nuestro bien después que bajó del cielo con voluntad eficaz de morir y padecer por los hombres, después que despreciando la confusión de su pasión [Heb 12,2] la abrazó de voluntad y no admitió el gozo de su humanidad, después que con ardentísimo amor corrió a la muerte, a las afrentas, dolores y aflicciones, después que hizo tanto aprecio de los hombres que determinó redimirlos con el precio de su sangre. Y cuando con su divina y humana sabiduría y con su inextinguible caridad sobrepujaba tanto al temor natural de la muerte, no parece que solo él pudo dar motivo a esta petición. Así lo he conocido en la luz que se me ha dado de los ocultos misterios que tuvo esta oración de nuestro Salvador.

1213. «... aunque el morir por los amigos y predestinados era agradable y como apetecible para nuestro Salvador, pero morir y padecer por la parte de los réprobos era muy amargo y penoso, porque de parte de ellos no había razón final para sufrir el Señor la muerte. A este dolor llamó Su Majestad cáliz, que era el nombre con que los hebreos significaban lo que era muy trabajoso y grande pena, como lo significó el mismo Señor hablando con los hijos de Zebedeo [Mt 20,22]... Y este cáliz fue tanto más amargo para Cristo nuestro bien, cuanto conoció que su pasión y muerte para los réprobos no solo sería sin fruto, sino que sería ocasión de escándalo [1Cor 1,23] y redundaría en mayor pena y castigo para ellos, por haberla despreciado y malogrado.

1214. «Entendí, pues, que la oración de Cristo nuestro Señor fue pedir al Padre pasase de él aquel cáliz amarguísimo de morir por los réprobos, y que siendo ya inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se perdiese, pues la redención que ofrecía era superabundante para todos y, cuanto era de su voluntad, a todos la aplicaba para que a todos aprovechase, si era posible, eficazmente y, si no lo era, resignaba su voluntad santísima en la de su eterno Padre.

«Esta oración repitió nuestro Salvador tres veces por intervalos orando prolijamente con agonía, como dice San Lucas [22,43], según lo pedía la grandeza y peso de la causa que se trataba. Y, a nuestro modo de entender, en ella intervino una como altercación y contienda entre la humanidad santísima de Cristo y la divinidad. Porque la humanidad, con íntimo amor que tenía a los hombres de su misma naturaleza, deseaba que todos por su pasión consiguieran la salud eterna, y la divinidad representaba que por sus juicios altísimos estaba fijo el número de los predestinados y, conforme a la equidad de su justicia, no se debía conceder el beneficio a quien tanto le despreciaba y de su voluntad libre se hacían indignos de la vida de las almas, resistiendo a quien se la procuraba y ofrecía. Y de este conflicto resultó la agonía de Cristo y la prolija oración que hizo, alegando el poder de su eterno Padre, y que todas las cosas le eran posible a su infinita majestad y grandeza.

1215. «Creció esta agonía en nuestro Salvador con la fuerza de la caridad y con la resistencia que conocía de parte de los hombres para lograr en todos su pasión y muerte, y entonces llegó a sudar sangre, con tanta abundancia de gotas muy gruesas que corrían hasta llegar al suelo» (lib. VI, cp.12).


El martirio de la Virgen

La visión nestoriana de Cristo, antes aludida, que entiende a Cristo profundamente humano, en el sentido más peyorativo, a la hora de contemplar a la Virgen María como profundamente humana alcanza extremos delirantes. María, la Llena-de-gracia, la Madre del Hijo del Altísimo, no es para ellos más que una pobre mujer de pueblo, ignorante, llena de preocupaciones y ansiedades, que en referencia a la vida de Jesús, y mucho más en lo que mira a su muerte y resurrección, no entiende nada y se retuerce en una angustia total, inmoderada y sin consuelo.

La Virgen María, en La última tentación de Cristo, novela ya citada de Kazantzakis, es una mujer tan profundamente humana que, en cierta ocasión, nos es presentada «con expresión feroz», a punto de maldecir a su hijo. Estos atrevimientos literarios extasían a los progresistas: «por fin, suspiran, se ha recuperado la condición humana de María, despojándola de disfraces celestiales».

La verdad, sin embargo, es muy diferente, y desde luego, mucho más hermosa. A la Madre dolorosa, es cierto, «una espada de dolor le atraviesa el corazón». Sufre ella todo lo que se puede sufrir conociendo perfecta y continuamente el pecado espantoso del mundo, la posible condenación temporal y eterna de los pecadores, y los dolores indecibles de su Hijo amado en toda su vida y especialmente en su Cruz. Pero Ella –vida, dulzura, esperanza nuestra– sufre sostenida por el amor inmenso a Dios, expresado en la infinita e incondicional obediencia de la cruz. Ella sufre sostenida por su amor maternal a los hombres, cuya salvación contempla en el Crucificado.

Y además Ella, la Virgen fiel, sufre sostenida por la roca de la Palabra divina: es decir, confortada siempre por las antiguas profecías y por las mismas palabras que Jesús ha dicho a los discípulos y probablemente a Ella misma. Su Hijo, en efecto, ha asegurado varias veces que va a ser muerto y que va a resucitar al tercer día. Y cuando ninguno de los discípulos entiende ni lo uno ni lo otro –«no entendían nada», confiesan los evangelistas–, Ella sí cree con firmísima fe que su Hijo va a morir y va a resucitar. ¿Cómo ella, la Virgen fiel, no va a creer y esperar lo que Cristo ha afirmado «con toda claridad»?... María bendita, «¡feliz tú, que [siempre] has creído que se cumplirá lo que se te ha prometido de parte del Señor!» (Lc 1,45). Dice San Bernardo:

«El martirio de María queda atestiguado por la profecía de Simeón:... “una espada te atravesará el alma”... No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma... Quizá alguno dirá: “¿es que María no sabía que su Hijo había de morir?”. Sí, y con toda certeza. “¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?” Sí, y con toda seguridad. “¿Y a pesar de ello, sufría por el Crucificado?” Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Éste murió en su cuerpo ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquella muerte fue motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquel, no tiene semejante» (Sermón dom. infraoctava Asunción 14-15).


La Cruz gloriosa

Gran error es afirmar que la Cruz no es providencia eterna de Dios, realizada por Cristo en la plenitud de los tiempos. Gran error es atribuir solo o principalmente a decisiones criminales de los hombres la Obra más gloriosa de todas las Obras divinas.

La Iglesia canta la gloria de Dios por todos los misterios de Cristo, pero muy especialmente la canta por el misterio de su Pasión en la Cruz. Ésta es la fe de la Iglesia. Ésta es la enseñanza de la Iglesia antigua, la que los Padres transmitían a los fieles en sus Catequesis más elementales. Es la catequesis del obispo San Cirilo de Jerusalén (+386), doctor de la Iglesia:

«Cualquier acción de Cristo es motivo de gloria para la Iglesia universal; pero el máximo motivo de gloria es la Cruz. Así lo expresa con acierto Pablo, que tan bien sabía de ello: “en cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Cristo” [Gál 6,14]» (Catequesis 13,1).