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Capítulo 3. Espiritualidad y disciplina

Falsificaciones de la moral

La verdad moral procede de la verdad dogmática (operari sequitur esse); y, del mismo modo, los errores de la teología moral proceden necesariamente de los errores en la teología dogmática. Pues bien, como afirma Ratzinger, «muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía creíbles, se creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la sociedad y la disconformidad con la Iglesia... Pero este divorcio creciente entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca lastimosas consecuencias» (94-95), por ejemplo, en cuanto se refiere a la moral de la sexualidad: masturbación, relaciones prematrimoniales, anticoncepción, pastoral de divorciados, de homosexuales, etc. (95-96).

Veamos, pues, la repercusión que algunas desviaciones en la vida moral producen en la escasez de vocaciones. Voy a considerar sólamente cuatro cuestiones muy concretas a modo de ejemplo.

1. El precepto dominical

Hay muchas Iglesias en las que un 80 % de los bautizados se mantiene habitualmente lejos de la Eucaristía. Esto es un horror. Pero, fácilmente, cuando un horror perdura largamente en una Iglesia -y, más aún, si afecta también a muchas otras-, comenzamos por desdramatizarlo, y acabamos por verlo como casi normal, justificándolo hasta cierto punto. «Es normal que no vayan a una Misa anclada en formas arcaicas, hoy incomprensibles». Y después de todo, «no está el ser cristiano en ir o no a Misa, sino en mucho más que eso: concretamente en la vida de la caridad». Por otra parte, «de poco vale lo hecho por obligación legal: el cristiano ha de moverse siempre por amor». Así pues, «que los cristianos vayan a Misa cuando hayan captado su valor, y no por cumplimiento (cumplo y miento) de un precepto», etc.

Ante el panorama de una situación mental y práctica semejante, supongamos que un Obispo o un párroco escribiera a los fieles una Carta pastoral con este esquema aproximado de ideas:

«Queridos cristianos de N.:

«Como quizá habéis ya sabido estos días, la encuesta sobre la asistencia a la Eucaristía dominical nos informa que sólamente un 20 % de bautizados participa semanalmente en ella. Esto me hace pensar que entre nosotros un 80 % de los bautizados no conoce qué es la misa, ignora la verdad de su propia vocación de cristiano, y no tiene fe suficiente para entender hasta qué punto es necesaria la Eucaristía para vivir cristianamente en este mundo y para obtener después la salvación eterna. La fe de la Iglesia, sin embargo, es en todo esto sumamente cierta y luminosa.

«Fuente y cumbre.- El Concilio Vaticano II expresa una convicción ciertísima de la Iglesia cuando dice que "la liturgia es la cumbre a la que tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. De la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la que las demás obras de la iglesia tienden como a su fin" (SC 10). Cristianos: sabed, pues, que desde el bautismo sois en Cristo sacerdotes, y que, por tanto, vuestro fin principal en este mundo es proclamar la gloria de Dios y procurar la salvación vuestra y la del mundo.

«Gloria de Dios.- Sabed que "sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable" (1Pe 2,9). El que ni siquiera una vez por semana, en el Día del Señor, está dispuesto a congregarse con sus fieles hermanos para dar gloria al Creador y gracias al Redentor, sepa que no quiere ser cristiano. No podemos obligarle a serlo, pero debe saberlo.

«Salvación del mundo.- Todos los cristianos, como sacerdotes, tenéis que ser luz y sal del mundo, y en la Eucaristía -y en toda la vida- habéis de ofreceros con Cristo al Padre "por todos los hombres, para el perdón de los pecados". Por todos, y en primer lugar por vosotros mismos, por vuestros hijos y hermanos, por los más próximos. Cristo se ofrece al Padre en la cruz como "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29.36). Él, que no tenía pecado alguno. Nosotros, que somos pecadores, ¿nos negaremos a ofrecernos con Él, en el santo sacrificio de la Eucaristía? Alejándonos de la misa, ¿le dejaremos solo a Cristo en el Sacrificio de la redención?... Eso sería negarse a ser cristiano.

«Sacramento de la unidad de la Iglesia.- La Eucaristía es el sacramento -signo y causa- de la unidad de la Iglesia. "Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino" (Is 53,6). Pero el Padre nos envió para congregarnos a su Hijo, como Pastor. Y en efecto, Él "murió por el pueblo, para reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52). Hacéis, pues, vana la encarnación y la muerte de nuestro Señor Jesucristo si, despreciando su Sangre, no aceptáis reuniros eucarísticamente en la unidad de la Iglesia. Si no perseveráis en la Eucaristía, os alejáis de la Iglesia, y si os apartáis de la Iglesia, os alejáis de Cristo. No hay vida cristiana sin vida eclesial, ni vida eclesial sin vida eucarística.

«La Iglesia es una unidad, una comunión, una común-unión, una congregación de gentes antes dispersas y contrapuestas: es una convocación, en la que cada cristiano tiene vocación a integrarse en esa unidad comunitaria. Sabedlo con toda claridad: al que no le interese reunirse semanalmente en la Eucaristía, al que no quiera "perseverar en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan [Eucaristía] y en la oración" (Hch 2,42), no le interesa mayormente ser cristiano. Tenga, pues, conciencia de ello. Conozca y reconozca la actitud en que está y la dirección que sigue.

«Un rebaño.- 80 % de bautizados habitualmente alejados de la Eucaristía... ¡Qué horror y qué dolor! ¡Cuántos sacrilegios van también implícitos en esas terribles cifras! Muchachos que reciben el sacramento de la confirmación, estando determinados a dejar la Misa, una vez que lo hayan recibido. Cristianos que, sin confesar primero el grave pecado de su alejamiento habitual, ni arrepentirse de él, se acercan de tarde en tarde, en señaladas celebraciones, a la comunión del cuerpo de Cristo, ¡que es el sacramento de la unidad de la Iglesia! Sabed, cristianos alejados de la Eucaristía, que apenas sois cristianos, pues apenas sois Iglesia... La Iglesia es eucarística, y no tiene ser ni vida al margen de la Eucaristía. Sabed que la Iglesia es un Rebaño, pero un rebaño reunido. Un rebaño disperso no es un rebaño; quizá lo fue o no llegó a serlo; pero lo que está claro es que, en la medida en que está disperso, en esa medida no es Iglesia.

«Un templo.- Vosotros, cristianos, formáis en este mundo, de entre todos los pueblos, un gran Templo de Dios, edificado sobre la roca de Cristo y el fundamento de los apóstoles. De ese Templo "sois piedras vivas, edificados en Casa Espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo" (1Pe 2,5). Si no permanecéis trabados en la edificación eclesial, sois como piedras caídas y muertas, desprendidas del edificio. Sois la parte ruinosa de un edificio espiritual que en parte se mantiene aún erguido.

«Permanecer en Cristo, cuestión de vida o muerte.- Cristianos no-practicantes -absurda expresión-, sabed que, alejándoos habitualmente de la Eucaristía, estáis arriesgando vuestra propia salvación eterna. Decidme, si no, cómo hemos de entender palabras de Cristo tan graves como éstas:

-«"Yo soy el pan vivo bajado del cielo... En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,51-54). Es en la Eucaristía donde, oyendo la Palabra de Cristo y comiendo su Cuerpo, y uniéndonos a los pastores y a los hermanos en la fe, recibimos la vida de la gracia, la vida eterna. Es así, fundamentalmente, como la Iglesia es y obra en cuanto "sacramento universal de salvación" (Vaticano II: LG 48, AG 1). ¿Te crees tú capaz de atravesar el desierto de este mundo temporal, en un Exodo que va del Egipto del mundo a la Tierra Prometida del cielo, sin alimentarte con el maná eucarístico? ¿Estás loco? ¿Has perdido el instinto de conservación de tu vida cristiana?

-«"Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan" (Jn 15,5-6). De muchos modos, es cierto, permanecemos en Cristo, en primer lugar "guardando sus preceptos" (15,10), y el principal de ellos es sin duda la caridad; pero uno de ellos, y bien principal, es precisamente "haced esto en memoria mía" (1Cor 24-25): celebrad la Eucaristía, el memorial de la Redención, "hasta que venga" (26). Es un mandato, no es un consejo dirigido a unos cuantos devotos. ¿Te atreves a desobedecer a Cristo, el Señor, el que "ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos"? ¿Te atreves tú a separarte habitualmente de la santa Vid, para quedar convertido en un sarmiento reseco, sin vida y sin fruto? ¿Conoces tú a qué destino lleva eso?

«Confesar a Jesucristo.- En la Eucaristía, en el Día del Señor, ya desde el mismo día de su resurrección, los cristianos nos reunimos con los sacerdotes de la Nueva Alianza y con la asamblea fraterna de los fieles, para glorificar a Cristo por su inmensa gloria, para pedirle "Señor, ten piedad de nosotros", en una palabra, para proclamar su grandeza de Salvador en un acto público, solemne y comunitario: para confesarle ante los ángeles y los santos, antes los creyentes y ante los incrédulos. Pues bien, aquellos cristianos que habitualmente os mantenéis alejados de la gloriosa Eucaristía -pudiendo asistir a ella, pero teniendo al parecer cosas más importantes que hacer-, recordad la palabra de Cristo: "a todo el que me confesare delante de los hombres, lo confesaré yo delante de mi Padre celestial. Y a quien me negare delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi Padre celestial" (Mt 10,32).

«¡Confesad, cristianos, a Cristo en esta vida pública y litúrgicamente, con todo entusiasmo, si queréis ser confesados por Cristo ante el Padre en la otra! ¡No despreciéis a Cristo, que quiere entregaros en la Eucaristía su Palabra y su Cuerpo, porque desea apasionadamente, hasta la muerte en Cruz, vuestra salvación! ¡No enseñéis a vuestros hijos a despreciar a Cristo! ¡No déis a la Eucaristía una importancia secundaria, que debe ceder, prácticamente, ante cualquier otra cosa! ¡Entrad en el gozo de la Cena del Señor! Y de este modo tendréis la felicidad de dar cumplimiento al mandato apostólico: "¡alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos!" (Flp 4,4).

«Cristiano que desprecias habitualmente la Eucaristía, viviendo normalmente alejado de ella, "¿piensas tú... que escaparás al juicio de Dios? ¿O es que desprecias las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, desconociendo que la bondad de Dios te atrae a conversión?" (Rm 2,3-4). ¿Quieres y eliges vivir tú y que vivan tu esposa y tus hijos "lejos de Cristo, excluídos de la ciudadanía de Israel y extraños a la Alianza de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef 2,12)? ¿O es que todavía piensas que es posible ser cristiano marginándose de la Eucaristía, es decir, de Cristo-Palabra, de Cristo-Cuerpo eucarístico, de Cristo-Cuerpo místico, congregado en su nombre, presidido por sus pastores?

«La Iglesia sabe que no pueden los fieles vivir la gracia sin la Palabra divina y el Cuerpo místico y eucarístico de Cristo. Y por esas razones profundísimas, no en forma arbitraria, establece en su tradición canónica secular, que hace falta una grave causa para que los fieles se vean lícitamente eximidos de la obligación que tienen de participar en la Misa los domingos y los demás días de precepto (Código 1247-1248). El precepto dominical, gloriosa obligación de amor, declara simplemente la verdad de las cosas: que sin relación habitual con la Eucaristía, el cristiano fallece -con ley o sin ley, es lo mismo-; se queda sin Cristo, que es la Vida; es decir, se muere.

«Cristianos, vosotros, sobre todo, los que sois padres de familia: lo mejor que suele haber en vosotros es el amor a vuestros hijos. Con la palabra y el ejemplo, ayudadles, pues, desde niños a centrarse con vosotros en la Eucaristía, de tal modo que, con la gracia de Dios y la intercesión de la Virgen y San José, forméis siempre una verdadera Familia Sagrada, abierta a todos los bienes de Dios en esta vida y en la otra».

Si alguno me dice: «no me gusta el tono», yo habré de decirle: «cámbiale, pues, el tono, pero di eso mismo». Así o de otra forma, en este tono o en otro diverso -o mejor, en todos los tonos y maneras, según personas y circunstancias-, padres y catequistas, Obispos y párrocos, habrán de llamar a la Eucaristía una y otra vez, sin cansarse, a lo largo de años y decenios, en formas tan insistentes como fuere necesario, con campañas y slogans, carteles y trípticos, visitas y cartas circulares, artículos y pastorales, sin reparar en trabajos y en gastos, con conferencias y congresos, libros y folletos sobre la Misa, en plazas, calles y templos. Siempre y en todo lugar, con oportunidad o sin ella.

Como dice el Vaticano II, «los trabajos apostólicos [todos los trabajos pastorales] se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el Sacrificio y coman la Cena del Señor» (SC 10). ¡La vida entera de la Iglesia tiene «su fuente y su fin» en ese encuentro dominical de todos los fieles en el Sacrificio de la Nueva Alianza! Todo lo demás tiene que venir de ahí, como de su fuente, y todo ha de ordenarse a eso, como a su fin.

Pues bien, en las Iglesias sin vocaciones sacerdotales estas llamadas a la Eucaristía dominical apenas se producen nunca, al menos con insistencia, con fuerza solemne, pública, comprometedora. O a veces el mensaje se pronuncia con acento tan suave y discreto que no llega al corazón de nadie, y a nadie convierte. Se hacen campañas nacionales y diocesanas sobre la solidaridad, los pobres, el paro, la marginación, el hambre, la xenofobia, los enfermos, la ecología, la contribución económica a la Iglesia, la construcción o restauración de templos, y muchos otros temas de indudable importancia. Pero entre el apremio pastoral de esos importantes asuntos y la exhortación explícita a «permanecer en Cristo» por la Eucaristía dominical viene a haber una proporción como de noventa y nueve a uno. De ahí los fieles sacan la consecuencia de que la Eucaristía tiene su importancia, pero que lo que realmente importa para ser cristiano es todo lo referente a la vida moral, especialmente en cuanto ésta se refiere a cuestiones de justicia social.

> Vocaciones. ¿Se comprende, pues, cómo es posible que en esas Iglesias un 80 % de bautizados se mantenga lejos de la Eucaristía habitualmente, sin especiales problemas de conciencia? ¿Se comprende también que no haya en ese ambiente casi ningún cristiano que, ante todo y sobre todo, quiera ser «sacerdote de la Nueva Alianza», el hombre que, con la asamblea cristiana, actualiza en la Eucaristía el Sacrificio de la Redención, en el que «Dios está en Cristo, reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19)?

¿Cómo surgirán vocaciones al sacerdocio pastoral, es decir, vocaciones a la Eucaristía y a la congregación de los fieles, en una Iglesia que, de hecho, no da la prioridad absoluta de sus empeños al culto de Dios y a la redención del mundo en el Mysterium fidei -Cena, Cruz, Resurrección-, es decir, en una Iglesia que está descentrada de su centro absoluto?

2. El sacramento de la penitencia

Es evidente que la condición de ministro del perdón de Dios entre los hombres es uno de los aspectos más hermosos de la figura del sacerdote de la Nueva Alianza. El Cristo resucitado, acercándose a los apóstoles, sopló su aliento sobre ellos, y les dijo: «recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuviereis les serán retenidos» (Jn 20,22).

Antes he recordado cómo el Sínodo de Obispos de 1971 enseña que el ministerio sacerdotal «hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos», y lo hace, entre otros modos, «perdonando los pecados» (I,4). En este sentido, el ministro del perdón de Dios es para los cristianos un lugar privilegiado para encontrarse con Jesucristo.

>Vocaciones. Donde no hay confesiones, no hay vocaciones. Es una regla que no falla. Como tampoco falla la regla contraria: donde hay confesiones, hay vocaciones. Parece un principio muy sencillo; pero es que, en realidad, los misterios de la gracia son muy sencillos, pues son ante todo para los humildes. Es la soberbia la que complica las cosas, y la que introduce en callejones sin salida.

Pues bien, aquellas Iglesias en las que el sacramento de la penitencia ha sido prácticamente eliminado -mediante absoluciones generales ilícitas o determinadas ficciones- dan lugar a tales deformaciones de conciencia y a tales falsificaciones de la figura del sacerdote católico, que se condenan a sí mismas a no tener vocaciones.

3. La castidad y el celibato

-La castidad

Psicólogos, sociólogos y cualquier persona con buen sentido, todos están de acuerdo en que hoy se padece una erotización morbosa. Así las cosas, a no pocas Iglesias sin vocaciones se les podría decir aquello que San Pablo escribía a la Iglesia en Corinto: «es ya público que reina entre vosotros la fornicación» (1Cor 5,1).

El espíritu de la lujuria, propio de un mundo erotizado, enferma a muchos cristianos ya desde niños y adolescentes, y sigue haciendo estragos en los jóvenes, y también en los matrimonios que, sin usar de los lícitos métodos naturales para regular la natalidad, apenas tienen hijos.

Y sin embargo, siendo ésa la realidad en las Iglesias que no tienen vocaciones, apenas se da predicación y catequesis sobre la castidad, esa forma preciosa de la caridad y del respeto al prójimo -y a uno mismo-, ese espíritu de fortaleza, dominio y libertad.

A los que tantos elogios hacen de la Palabra del Señor habrá que preguntarles: «¿por qué no predicáis esta palabra evangélica?»... Y a los que, con toda justicia, encarecen la dignidad de los laicos y su llamada a la santidad, habrá también que decirles: «¿por qué no recordáis a los fieles, alguna vez al menos, la enseñanza del Apóstol: "no os engañéis: los fornicarios no poseerán el reino de Dios" (1Cor 6,9-10)?». ¿Es que el pueblo no está enfermo de lujuria y no está necesitado de la única medicina específica capaz de sanar al hombre, que es la Palabra de Cristo?

Dirá alguno: «hoy conviene silenciar la castidad, pues hace unos decenios la Iglesia hablaba de ella demasiado». Reitero el argumento que ya di a una objeción semejante: el que predica la castidad con excesiva insistencia da la verdad al pueblo, aunque en forma imprudente; mientras que el que calla la castidad, miente, engaña, falsea el Evangelio con su silencio, y deja que la gente se muera en sus pecados. El presunto exceso del pasado en forma alguna excusa el silencio presente.

¿Cómo va a ser casto un pueblo al que no se le predica la castidad, y más aún si vive en un mundo hundido en la impureza? Si el cristiano «vive de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), cómo va a vivir una Palabra divina que no se le da? Las nuevas generaciones no han de ser privadas de aquellas verdades que quizá se dieron en exceso... a sus abuelos.

Recordemos cómo habla San Pablo de aquellos hombres del mundo antiguo que tiene ante sí: a éstos hombres viciosos «los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos, pues trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador... Por eso los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío... Conocían la enseñanza de Dios, que los que tales cosas hacen son dignos de muerte, y sin embargo, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (Rom 1,24...32). ¿Está viva esta predicación apostólica en las Iglesias que no tienen vocaciones?

> Vocaciones. Allí donde la castidad es una virtud escasamente predicada, apenas habrá, lógicamente, vocaciones sacerdotales y religiosas.

-El celibato

Como es sabido, la virginidad-celibato es un valor netamente evangélico, no conocido apenas por el hombre adámico, y ni siquiera por el Israel antiguo. Y es que sólamente se reveló en plenitud cuando Cristo-Esposo se unió con la humanidad-Iglesia en alianza de amor indisoluble. Entonces es cuando Dios abrió este camino de gracia a muchos hombres y mujeres creyentes: un camino, de suyo, aún «mejor», «más feliz», y «más excelente» que el del matrimonio sacramental cristiano; que ya es decir (+1Cor 7,35.40; Trento, 1563: Dz 1810). Pero es un camino precioso que ni los mismos cristianos conocen si no les es iluminado por la predicación.

Pues bien, en las Iglesia sin vocaciones, en las que apenas se predica la castidad, menos aún se hace el elogio de la virginidad. Y si alguna vez se habla de ella, no se afirma tanto su valor en función de Cristo Esposo, sino en función sólamente de una mayor capacidad para servir al prójimo en caridad -argumento muy débil: como si un taxista casado, por serlo, rindiese menos en su trabajo que otro soltero-. No va por ahí el sentido principal del celibato sacerdotal, no. Por él, antes de nada, el sacerdote está llamado «a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa» (Juan Pablo II, 1992, Pastores dabo 22).

> Vocaciones. El valor del celibato y de la virginidad no es captado muchas veces por los mismos cristianos, allí donde no es objeto de una predicación suficiente. Por eso, las Iglesias locales que no predican y no veneran la sagrada virginidad no tienen vocaciones apostólicas.

4. La obediencia

La Escritura sagrada -hace un momento lo veíamos- enseña que estar «abandonado a los deseos del propio corazón» es la mayor desgracia que puede darse en un hombre: verse dejado a la propia voluntad. Es una fórmula de perdición: «los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos» (Sal 80,13); «los entregó Dios a los deseos de su corazón» (Rom 1,24; +28). Por el contrario, conocer y realizar la voluntad de Dios es la suprema felicidad del hombre (Sal 118). Todos los cristianos verdaderos lo entienden. Y a todos ellos, a cada uno según su estado de vida, inculca Cristo la amorosa virtud filial de la obediencia.

La obediencia evangélica, fecunda y liberadora, es la que guarda a los hombres en el amor, la unidad y la paz. Es, concretamente, esa obediencia que ha de prestarse no sólamente a la ley de Dios, sino también a los padres, maestros, pastores y jefes, «como al Señor», «en el Señor», porque «es grato al Señor» (Hch 20,28; Rm 1,30; 13,1-7; 1Cor 11,3; Ef 5,22-24; 6,1.5-8; Col 3,20.22-24; 1Tes 5,12; 1Tim 2,1-2; 5,1-2; 6,1-2; 2Tim 3,2; Tit 2,5; 3,1-3; Heb 13,17; 1Pe 2,13-18; 3,1-6; 5,5). Es ésta una doctrina muy frecuente en la Revelación nueva, como también en la antigua (+Ex 20,12; Dt 5,16). Todo cristiano ha de conocerla y vivirla.

Más aún, a algunos cristianos les da Dios la gracia especialísima de profesar el consejo evangélico de la obediencia, obligándose por él libremente a vivir en la continua obediencia a una Regla y a un Superior, para de este modo librarse del propio juicio y voluntad, y adherirse así con más facilidad y certeza a la gloriosa voluntad de Dios.

Desde el comienzo de la vida religiosa, la Iglesia siempre ha sabido que «el voto de obedecer es el principal, porque por el voto de obediencia el hombre ofrece a Dios lo mayor que posee, su misma voluntad, que es más que su propio cuerpo, ofrecido a Dios por la continencia, y que es más que los bienes exteriores, ofrecidos a Dios por el voto de pobreza» (Santo Tomás, STh II-II,186,8; +Juan XXII, bula Quorundam exigit: 7-X-1317).

Pues bien, la soberbia propia de los países ricos descristianizados de Occidente ignora en gran medida la espiritualidad de la obediencia, tanto en sus formas generales, como más aún en el camino de la vida religiosa. Y esto sucede, como siempre, porque no se vive y predica suficientemente el Evangelio de la obediencia, y porque incluso se enseñan doctrinas contrarias.

> Vocaciones. ¿Cómo surgirán vocaciones a la vida religiosa, allí donde se ignora -o incluso se rechaza- la obediencia evangélica, si ésta es una de las claves principales de esa vida?

Han sido sólo unos ejemplos

Hemos visto hasta aquí cómo la escasez de vocaciones ha de atribuirse principalmente a la falsificación o silenciamiento de importantes verdades de la fe (ejemplos: el demonio; salvación o condenación; secularización), y a la insuficiente suscitación y vida de valores evangélicos principales (ejemplos: eucaristía dominical; sacramento de la penitencia; castidad y celibato; obediencia).

Se trata, como se ve, sólamente de unos pocos temas bien concretos, a mi juicio suficientes. Sin embargo, para explicar adecuadamente la carencia de vocaciones apostólicas sería preciso hacer análisis mucho más amplios sobre la gnosis teológica que la está causando -así lo hace en su obra Manaranche-. Pero eso requeriría un estudio mucho más extenso. Y yo he preferido tratar aquí de la cuestión en un escrito más breve, que pueda ser leído por mayor número de personas.

Seguir a Cristo: amor, oración

He dejado para el final la causa principal de la escasez de vocaciones, la más importante. No puede haber vocaciones si no hay una presentación suficiente de Cristo mismo, y si no se estimula lo bastante una relación íntima y amistosa con Él por la oración y la frecuencia de los sacramentos.

Tres motivaciones principales pueden darse para dejarlo todo y seguir a Jesucristo: 1, la fascinación atractiva del mismo Cristo; 2, la valoración de su doctrina; 3, el atractivo de la misión apostólica. Y las tres, en uno u otro grado, suelen darse en todos aquellos que siguen la vocación apostólica. Pero la motivación principal de las vocaciones es siempre el amor atractivo del mismo Cristo. Y este amor íntimo y personal -«yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20)- ha de ser suscitado en la predicación, y vivido sobre todo en la oración y los sacramentos.

Observemos el ejemplo decisivo de la vocación de los Doce. Cuando ellos «dejaron todo y siguieron a Jesús», fue en el comienzo mismo de la vida pública del Maestro. No le siguieron, pues, admirados de su doctrina: aún no había comenzado apenas a predicar su Evangelio. No dejaron sus trabajos profesionales atraídos por la grandeza y belleza de los trabajos al servicio del Reino: apenas tenían entonces una idea de cuál y cómo iba a ser su ministerio apostólico. Es evidente: lo dejaron todo y siguieron a Jesús, atraídos y fascinados por Él, queriendo ser sus amigos y compañeros.

Por eso las vocaciones apostólicas florecen únicamente en aquellas familias cristianas, parroquias o movimientos, que centran todo el cristianismo en la persona de Cristo, en su amor, en la vinculación íntima de los hombres con Él. Partiendo de esta unión personal con Cristo, suscitan todos los demás valores de la vocación: la difusión del Evangelio, la liturgia, la causa de la justicia, la promoción de los pobres, la salvación de hombres y pueblos, etc. Ese amor personal a Jesucristo es lo único que, cuando Él llama, puede dar fuerzas para decirle que sí, dejarlo todo y seguirle.