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6ª Semana

Domingo

Entrada: «Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde me salve, tú, que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame» (Sal 30,3-4).

Colecta (Gelasiano): «Señor, tú que te complaces en habitar en los limpios y sinceros de corazón, concédenos vivir, por tu gracia, de tal manera que merezcamos tenerte siempre con nosotros».

Ofertorio (del Misal anterior, con retoques tomados del Veronense): «Señor, que esta oración nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna recompensa para los que cumplen tu voluntad».

Comunión: «Comieron y se hartaron; así el Señor satisfizo su avidez» (Sal 77,29-30). «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16).

Postcomunión (del Misal anterior, con retoques tomados del Gelasiano): «Alimentados con el manjar del cielo, te pedimos, Señor, que busquemos siempre las fuentes de donde brota la vida verdadera».



Ciclo A

La Encarnación del Verbo, con su palabra y su vida, compromete toda nuestra conducta moral. Tiene fuerza para cambiar radicalmente nuestra vida, renovándola por el Evangelio, por obra del Espíritu Santo.

–Eclesiástico 15,16-21: Delante del hombre están la muerte y la vida. Y él, libremente, se orienta hacia lo que elige. La libertad del hombre fundamenta su responsabilidad teológica ante Dios y ante su propia conciencia. Es una libertad que puede y debe ser sanada por la gracia divina, con la que puede y debe colaborar. Solo así podrá ser una libertad perfecta.

Esta antigua lectura es uno de los testimonios más claros de la libertad del hombre. Las consideraciones sapienciales que contiene meditan sobre el misterio del bien y del mal. ¿Cuál es la responsabilidad del hombre en el bien y en la culpa? El mal no proviene de Dios, sino del hombre, que, siendo dueño de su destino, usa mal de su libertad. Taciano enseña:

«No fuimos creados para la muerte, sino que morimos por nuestra culpa. La libertad [el mal uso de la libertad] nos perdió. Esclavos quedamos los que éramos libres; por el pecado fuimos vencidos. Nada malo fue hecho por Dios; fuimos nosotros los que produjimos la maldad. Pero los mismos que la produjimos somos también capaces de rechazarla» (Discurso contra los griegos 11).

–Con el Salmo 118 decimos: «Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor. Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor. Dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón».

–1 Corintios 2,6-10: Dios predestinó para nuestra gloria una Sabiduría que no es de este siglo. Cristo es, personalmente, la Luz de la Sabiduría divina, e ilumina amorosamente toda nuestra existencia. Sin Cristo, la vida del hombre permanece en las tinieblas, y corre el riesgo gravísimo de degradarse en el tiempo y para la eternidad.

Las discordias en la comunidad de Corinto nacen de una mentalidad y de una sabiduría meramente humana, que está contrapuesta a la Sabiduría de Dios, es decir, que se opone a su misterioso designio de salvación, fundamentado en la Cruz de Cristo. San Agustín comenta:

En Cristo «fue crucificada su humanidad. Dios no cambió ni murió y, sin embargo, en cuanto hombre, sufrió la muerte. “Si lo hubieran reconocido, dice el Apóstol, nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria” (1 Cor 2,8). Afirma que [Cristo] es “el Señor de la gloria”, y al mismo tiempo confiesa que fue crucificado... Él es el Señor, es el Hijo único del Padre, es nuestro Salvador, es el Señor de la gloria, y no obstante, fue crucificado, pero en la carne; y fue sepultado, pero en la carne» (Sermón 213,4).

La falsa sabiduría es la que pertenece a este mundo, a «los príncipes de este siglo», es decir, a los que en él están vigentes y prestigiados, y consecuentemente, a las oscuras fuerzas del mal y de la mentira.

–Mateo 5,17-37: Se dijo a los antiguos..., pero yo os digo. Cristo se nos manifiesta como expresión de la voluntad definitiva del Padre. No ha venido a abrogar esa Voluntad divina, manifestada en la Ley, sino para consumarla en la verdadera santidad y en el pleno amor de Dios. San Juan Crisóstomo dice:

«Imposible quede nada sin cumplirse, pues hasta la más leve parte [de la Ley] ha de cumplirse. Esto es exactamente lo que Él hizo, cumpliéndola con toda perfección. Pero aquí nos quiere dar a entender el Señor que el mundo entero ha de transformarse. Aquí pretende levantar a su oyentes, haciéndoles ver que Él viene a introducir en el mundo una nueva manera de vida, que la creación entera va a ser renovada, y que el género humano es llamado a otra patria y a una vida más elevada...

«Habiendo, pues, amenazado a los que infringen la ley, y propuesto grandes premios a los que la cumplen; habiendo además demostrado que con razón nos exige más de lo que pedían las antiguas medidas, pasa ya a establecer su propia ley, en parangón con la antigua. Con esto quiere hacernos ver dos cosas: primero, que no establece sus preceptos en pugna con los pasados, sino muy en consecuencia con ellos; y segundo, que muy razonable y oportunamente añade los nuevos» (Homilías sobre San Mateo 16,3 y 5).

Ciclo B

La realidad salvadora de Cristo se hace luz para nosotros por el don de la fe. Ella es la luz sobrenatural que nos infunde los mismos criterios y sentimientos propios del Corazón de Jesús, en su relación con el Padre y con los hombres. La santidad cristiana no depende, pues, del formalismo puritano de una fidelidad material a unos preceptos, sino de la fe y del amor a Dios que, a través de la fidelidad a esos preceptos, aseguran nuestra conducta de hijos y nos impulsan a buscar en cada momento su Voluntad amorosa, que está empeñada en perfeccionar la vida nuestra de cada día.

–Levítico 13,1-2.44-46: El leproso vivirá solo, y tendrá su morada fuera del campamento. La ley mosaica, además de proclamar la santidad trascendente del Señor, velaba también por el bien común del pueblo a Él consagrado. Ésta es la razón de sus preceptos sobre la pureza cultual y comunitaria. La lepra aquí aparece como símbolo del pecado y de sus consecuencias.

En efecto, cuando el hombre peca gravemente, se arruina para sí mismo y para Dios. Anda perdido, sin sentido y sin dirección, pues el pecado desorienta y extravía. El pecado es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. En unos pocos momentos de malicia ha negado a Dios y se ha negado también a sí mismo. Su vida honrada, su vocación, las promesas que un día hiciera él mismo o hicieron por él en el bautismo, las esperanzas que Dios había puesto en él, su pasado, su futuro, todo se ha venido abajo... Queda como un leproso, solo, fuera del campamento, sin participación en la vida de la Iglesia, de la que se ha excluido. Por eso dice San Juan Crisóstomo:

«El pecado no sólo es nocivo para el alma, sino también para el cuerpo, porque a causa de él el fuerte se hace débil, el sano enfermo, el ligero pesado, el hermoso deforme y viejo» (Homilía sobre 1 Corintios 99).

Pero toda esa ruina podrá ser restaurada, por la misericordia del Salvador, con el arrepentimiento y con el sacramento de la penitencia.

-Con el Salmo 31 proclamamos: «Tú, Señor, eres mi refugio; me rodeas de cantos de liberación. Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta su delito. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito. Propuse: “confesaré al Señor mi culpa”, y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado».

El sacramento de la penitencia nos hace pasar de la muerte a la vida, de la enfermedad a la salud espiritual.

–2 Corintios 10,31–11,1: Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo. En la ley nueva no basta la santidad legalista o cultual. La salvación evangélica es obra de la fe, que da siempre la primacía a la caridad interior y exterior (Gál 5,6). Es la santidad de un corazón nuevo. La ley fundamental de la convivencia entre cristianos es la caridad. En la medida en que nos amamos, encontramos los puntos de acuerdo y de fraternidad, sabiendo todos renunciar a cualquier cosa en favor de los hermanos. El criterio último de nuestra conducta es siempre imitar a Cristo, que en todo ha buscado la gloria del Padre y el bien de los hombres. La vida cristiana ha de ser en todas sus manifestaciones una fiel imitación de Cristo, abriéndose a la acción de su Espíritu. San Gregorio Magno afirma:

«Tanto los predicadores del Señor como los fieles deben estar en la Iglesia de tal manera que compadezcan al prójimo con caridad; pero sin separarse de la vía del Señor por una falsa compasión» (Homilía 37 sobre los Evangelios)

–Marcos 1,40-45: Le desapareció la lepra y quedó limpio. Jesús ha venido a perfeccionar la ley. Él no desprecia la fidelidad a los preceptos, pero supera el formalismo puritano con una caridad verdadera ante las necesidades de los hombres, sus hermanos. Cristo tiene compasión del leproso, no sólo por lo horrible de la enfermedad, sino también por el estado de muerte civil y religiosa que, según la ley, implicaba.

Nosotros podemos ver en el leproso del Evangelio no solo una imagen del pecador, sino también un símbolo de todos los marginados de la sociedad. A todos hemos de tender nuestra mano en una ayuda fraternal y verdadera. Pero hemos de tener siempre conciencia de que no seremos solidarios con los demás, sino en la medida en que seamos fieles al Padre. Nada frena tanto el buen desarrollo de la ciudad terrena como la pretensión del hombre de bastarse a sí mismo en su búsqueda personal y comunitaria de la felicidad. Siempre lleva a Dios el amor que procede de Él mismo. San Pedro Crisólogo elogia la fuerza transformadora de la verdadera caridad, aquella que participa de la fecundidad del amor divino:

«La fuerza del amor no mide las posibilidades, ignora las fronteras, no reflexiona, no conoce razones. El amor no se resigna ante la imposibilidad, no se intimida ante ninguna dificultad» (Sermón 147).

Ciclo C

El Corazón de Cristo Redentor proclamó un día las actitudes fundamentales de los corazones elegidos por el Padre para realizar en ellos sus designios de salvación. No se trata de cumplir simplemente los mandamientos del decálogo, como en el Antiguo Testamento. Se requiere en el Nuevo un modo de vivir y de obrar totalmente nuevo. Pero esto sólo es posible con la fuerza del Espíritu Santo, que nos comunica el espíritu evangélico de las bienaventuranzas.

–Jeremías 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre, y bendito aquel que confía en el Señor. Dos senderos se abren ante nuestra libertad: un camino de salvación divina, para cuantos confían en la Palabra y en el amor de Dios; y un camino de maldición, para cuantos ponen su confianza idolátrica en los bienes de la tierra. Comenta San Agustín:

«¿Qué es “negarse a sí mismo”? No presuma el hombre de sí mismo; advierta que es hombre y escuche el dicho profético: “¡maldito todo el que pone su esperanza en el hombre!”. Así pues, sea el hombre guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, pero para adherirse a Dios. Cuanto tiene de bueno atribúyalo a Aquél por quien ha sido hecho; y entienda que cuanto tiene de malo es de cosecha propia. No hizo Dios lo que de malo existe en él.

«Por tanto, pierda el hombre lo que hizo, si fue algo que le llevó a la ruina. “Niéguese a sí mismo, dice el Señor, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). ¿A dónde hay que seguir al Señor? Sabemos adónde fue... Resucitó y subió al cielo; allí hay que seguirle. No hay motivo alguno para perder la esperanza; no porque el hombre pueda algo, sino por la promesa de Dios. El cielo estaba lejos de nosotros, antes de que nuestra Cabeza subiese a él. ¿Por qué perder ahora la esperanza, si somos miembros de la Cabeza? Allí hemos de seguirle» (Sermón 96,2-3).

–Con el Salmo 1 proclamamos: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor, y no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia. Da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».

–1 Corintios 15,12.16-20: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido. Las bienaventuranzas de Cristo tienen su garantía plena en su Resurrección redentora. Por el contrario, las bienaventuranzas humanas quedan todas ahogadas en el sepulcro. La resurrección de Cristo es el tema fundamental de la predicación de San Pablo y de toda la Iglesia. En nuestro tiempo, en que todo se centra sobre el progreso técnico y el bienestar material del hombre, es preciso acentuar lo que está en el origen de nuestra fe: la Resurrección de Cristo y nuestra propia resurrección futura.

La revelación nos pone en guardia para que no centremos nuestra atención en el mundo presente, porque esto podría perdernos, al hacernos olvidar la meta a la que nos dirigimos, y al sofocar en nosotros la esperanza de la patria celestial, la Jerusalén celeste. Hagamos nuestra la actitud de los santos, como San Ignacio de Antioquía, que escribe camino de su martirio:

«Mi amor está crucificado, y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos. Únicamente oigo en mí interior la voz de un agua viva, que me habla y me dice: “ven al Padre”» (Romanos 4, 1-2).

Y San Cipriano:

«¡Qué gran dignidad, salir glorioso en medio de la aflicción y de la angustia, cerrar los ojos, con los que vemos a los hombres y el mundo, para volverlos a abrir en seguida y contemplar a Dios!» (Tratado a Fortunato 13).

–Lucas 6,17.20-26: Dichosos los pobres; y ay de vosotros, los ricos. Cristo es personalmente la clave necesaria para interpretar sus bienaventuranzas. Son ellas un autorretrato fidelísimo de su Corazón ante el Padre y ante los hombres. Las comenta San Ambrosio:

«San Lucas no ha consignado más que cuatro bienaventuranzas del Señor; San Mateo, ocho; pero en las ocho se encuentran las cuatro, y en las cuatro las ocho... Ven, Señor Jesús, enséñanos el orden de tus bienaventuranzas. Pues, no sin un orden, has dicho Tú primero: bienaventurados los pobres de espíritu; en segundo lugar, bienaventurados los mansos y en tercer lugar, bienaventurados los que lloran.

«Aunque conozco algo, no lo conozco más que en parte; pues, si San Pablo conoció en parte (1 Cor 13,9), ¿qué puedo yo conocer, que soy inferior a él, tanto en la vida cuanto en las palabras?... ¡Cuánto es más sabio San Pablo que yo! Él se gloría en los peligros, yo en los buenos acontecimientos; él se gloría, porque no se exalta en las revelaciones; yo, si tuviese revelaciones, me gloriaría en ellas. Mas, Dios, sin embargo, puede “suscitar hombres de la piedras” (Mt 3,9), sacar palabras de las bocas cerradas, hacer hablar a los mudos; y si abrió los ojos de la borriquilla para que viese al ángel (Num 22,27), Él tiene poder también para abrir nuestros ojos, a fin de que podamos ver el misterio de Dios...

«Aunque la abundancia de riquezas implica no pocas solicitaciones al mal, también en ellas hay más de una invitación a la virtud. Sin duda alguna, la virtud no tiene necesidad de ayudas, y la contribución de los pobres es más digna de elogios que la liberalidad de los ricos; sin embargo, a los que Él condena por la autoridad de la sentencia celestial, no son aquéllos que tienen riquezas, sino aquéllos que no saben usarlas» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. V,49,52 y 69).

Lunes

Años impares

–Génesis 4,1-15.25: Caín atacó a su hermano Abel y lo mató. El mal se difunde por el mundo pecador y el primer homicida es una muestra de esa progresión. Caín obra el mal, tiene «el pecado a su puerta», envidia a su hermano, se enfurece y acaba matándolo. La ruptura del hombre con Dios provoca necesariamente la ruptura mutua entre los hombres. Y a la inversa, la reconciliación con Dios trae como consecuencia necesaria la reconciliación mutua y fraternal entre los hombres. El pecado de Caín comenzó por la envidia. Oigamos a San Juan Crisóstomo:

«La envidia es más lamentable que la guerra. El que hace la guerra, una vez suprimida la causa, depone su enemistad; el envidioso nunca puede ser amigo; aquél se empeña en una guerra abierta; éste, en una oculta; aquél puede aducir muchas y probables causas para emprender la guerra; éste, solo su ira y su satánica voluntad.

«¿A quién comparar un alma así? ¿A qué víbora? ¿A qué áspid? ¿A qué gusano? ¿A qué pez? Nada es más dañino, nada peor que un alma así. Lo diré: es esto lo que perturba las Iglesias, lo que da a luz las herejías; lo que arma la mano fraterna, y hace que quede manchada con la sangre del justo; la que abre las puertas de la muerte, llevando hasta la ejecución su propósito maldito; no deja que aquel desgraciado se acuerde de su nacimiento, ni de sus padres, ni de nadie, movido con ese delirio de ira y de locura. Ni siquiera cede ante la exhortación de Dios: el pecado “acecha a la puerta” y tiende su lazo hacia ti, aunque podrás dominarlo (Gén 4,7)» (Comentario a la Carta a los Romanos 6).

–Dios acepta el verdadero sacrificio de alabanza, el de Abel, pero rechaza el sacrificio de Caín porque es falso, porque su espíritu está enfermo de envidia fratricida. Oremos con el Salmo 49: «Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza. El Dios de los dioses, el Señor habla, convoca la tierra de Oriente a Occidente: “No te reprocho tus sacrificios, pues siempre están tus holocaustos ante Mí ¿Por qué recitas mis preceptos, tú que detestas mis enseñanzas, y te echas a la espalda mis mandatos? Te sientas a hablar contra tu hermano, deshonras al hijo de tu madre; esto haces, ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara”».

Años pares

–Santiago 1,1-11: Al ponerse a prueba vuestra fe, os dará aguante, y así seréis perfectos. Comenta San Agustín:

«Si es verdad que no hemos de temer que nos sobrevengan tentaciones, según dice el Apóstol Santiago (1,2), que eso sea porque nuestra esperanza está fundada en lo que dice el apóstol Pablo: “fiel es Dios, que no permite que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas” (1 Cor 10,13).

«Mantengámonos, pues, vigilantes, hermanos, y oremos para no que no vayamos a parar en una tentación que no seamos capaces de soportar; y para que con cualquiera de ellas en que nos veamos se nos dé salida para resistir o resistencia para poder salir, no sea que nos hallemos dentro sin salida, como los pies en un cepo, o como una fiera en la red, o como un pájaro en el lazo» (Sermón 223,1).

–La exhortación del apóstol Santiago a soportar las pruebas con aguante nos hace meditar en la función que tiene el sufrimiento en nuestra vida. En la escuela providencial del dolor aprendemos a afirmarnos en la voluntad de Dios y a guardar sus mandamientos. Estas penalidades presentes se nos muestran entonces leves y breves, comparadas con la felicidad eterna que el Señor promete a sus fieles.

–Con el Salmo 118 decimos: «Cuando me alcance tu compasión viviré, Señor. Antes de sufrir, yo andaba extraviado; pero ahora me ajusto a tus promesas. Tú eres bueno y haces el bien; instrúyeme en tus leyes. Me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus mandamientos. Más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata. Reconozco, Señor, que tus mandamientos son justos, que con razón me hiciste sufrir. Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo».

–Marcos 8,11-13: ¿Por qué esta generación reclama un signo? Los fariseos exigen a Cristo un signo, cuando ya los estaba haciendo, y grandes. Es una excusa para no aceptar su palabra; un signo evidente de su falta de fe. San Jerónimo dice que

«los milagros fueron precisos al principio, para confirmar con ellos la fe. Pero una vez que la fe de la Iglesia está confirmada, los milagros no son necesarios» (Comentario al Evangelio de San Marcos 8,12).

Y San Agustín:

«Aunque el Señor realizó muchos milagros, no todos se escribieron, como atestigua el mismo evangelista Juan. Cristo dijo e hizo innumerables cosas que no se escribieron (Jn 20,30). Se eligieron para ser escritos aquellos que parecían bastar para la salvación de los creyentes» (Tratado 49 sobre el Evangelio de San Juan).

Jesús sabe que sus enemigos no están dispuestos a creer, aunque vieran muchos signos admirables. Los milagros tienen un valor apologético indudable, pero pueden ser ignorados o mal interpretados. Sin buena voluntad, no se llega a la fe –«hombres de poca fe»–, no puede recibirse el don de la fe. Pero cuando ésta existe –«¿Crees?... Ten fe»–, Cristo obra sus prodigios. San Juan Crisóstomo dice:

«no se contenta el Señor con una fe solamente interna, sino que exige una confesión exterior de ella, urgiendo así a una mayor confianza y a un mayor amor» (Homilía 35 sobre San Mateo).

Martes

Años impares

–Génesis 6,5-8; 7,1-5.10: Borraré de la superficie de la tierra al hombre que he creado. Hay en Dios justicia y misericordia. El pecado exige una adecuada reparación. Su plena malicia nos es desconocida, porque no abarcamos con nuestra mente la dignidad infinita de Dios al que ofendemos. Por los castigos de Dios al pecador podemos conocer algo de la perversidad del pecado. Y en el último día lo entenderemos mejor, cuando se manifieste el Señor como juez de vivos y difuntos.

Hay, sin embargo, un resto, que permanece en Cristo Salvador, que guarda sus mandatos y le sigue fielmente, y que con Él será el origen de la renovación de toda la creación. Casiano escribe:

«En las cosas humanas lo único que merece ser tenido por bueno, en el pleno sentido de la palabra, es la virtud... Y a la inversa, nada hay que se haya de considerar malo en cuanto tal, es decir, intrínsecamente, más que el pecado. Es lo único que nos separa de Dios, que es el Bien supremo, y que nos une al demonio, que es el mal por antonomasia» (Colaciones 60).

–El dominio del Creador sobre todas las criaturas hace de ellas instrumentos o ministros para el cumplimiento de su voluntad. Las aguas del diluvio, por ejemplo, fueron perdición de los pecadores y salvación de los justos, de aquel pequeño resto formado por la familia de Noé.

Por eso cantamos con el Salmo 28: «El Señor bendice a su pueblo con la paz. Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor; postraos ante el Señor en el atrio sagrado. La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica. El Señor de la gloria ha tronado; en su templo un grito: “¡Gloria!” El Señor se sienta por encima del aguacero, el Señor se sienta como Rey eterno».

Años pares

–Santiago 1,12-18: Dios no tienta a nadie. No nos inclina al mal, que es lo propio de la tentación. Dios permite la tentación, y concede la vida eterna a los que, con la ayuda de su gracia, la superan. Teodoro de Mopsuestia dice:

«Ante todo, pedimos a Dios que la tentación no nos alcance; pero si entramos en ella, pedimos fuerza para soportarla heroicamente, y que termine cuanto antes. No es un secreto que en este mundo muchas y variadas tribulaciones turban nuestros corazones. La misma enfermedad corporal, en efecto, si se prolonga y agrava, turba profundamente a los enfermos. También las pasiones corporales nos reducen a veces, sin quererlo, y nos desvían de nuestro deber...

El Señor «por eso dijo: “no nos induzcas en la tentación”; y añadió: “mas líbranos del maligno”. Pues en todo esto nos procura un daño grande la malicia de Satanás, quien pone en obra varias y numerosas astucias para conseguir lo que –según él espera– le permitirá desviarnos del discernimiento y de la elección de lo debido» (Homilía 11,17).

–Dios nos educa de muchos modos, también a veces poniéndonos a prueba. Por eso con el Salmo 93 cantamos la dicha del hombre que es educado por Dios. Aunque a veces su providencia nos parezca dura, sabemos que en su misericordia hallamos siempre nuestro apoyo firmísimo: «Dichoso el hombre a quien Tú educas, Señor, al que enseñas tu ley, dándole descanso tras los años duros. Porque el Señor no rechaza a su pueblo, ni abandona su heredad; el justo obtendrá su derecho, un porvenir, los rectos de corazón. Cuando me parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene; cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos son mi delicia».

–Marcos 8,14-21: Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes. Los discípulos no han llevado consigo en la barca más que un pan, y se inquietan. Jesús conoce sus pensamientos, y los invita a reflexionar sobre la pasada multiplicación de los panes y de los peces, y les llama a tener confianza, al mismo tiempo que les recomienda la vigilancia para no contaminarse con el mal. La «levadura» aquí parece significar el principio radical de actuación. La levadura de los fariseos es el rechazo del mensaje salvífico de Cristo, y en Herodes, la corrupción moral. Unos y otros se cierran al mensaje evangélico. San Juan Crisóstomo afirma:

«Si eres obediente a la voz de Dios, ya sabes que te está llamando desde el cielo; y si eres desobediente y de voluntad torcida, no te bastaría aunque le oyeses físicamente. ¿Cuántas veces no oyeron Su voz los judíos? A los ninivitas les bastó la predicación de un profeta. Aquellos en cambio permanecieron más duros que piedras en medio de profetas y de milagros continuos. En la misma Cruz se convirtió un ladrón con solo ver a Cristo (Lc 23,42) y, al lado de ella, le insultaban aquellos que le habían visto resucitar muertos» (Homilía en honor de San Pablo).

Y Casiano:

«De nosotros depende corresponder o no al impulso de la gracia. Según esto merecemos el premio o el castigo en la medida en que hayamos cooperado al plan divino, que su paternal providencia ha concebido sobre nosotros» (Colaciones 3).

Miércoles

Años impares

–Génesis 8,6-13.20-22: Miró Noé y vio que la superficie estaba ya seca. Así contempla San Ambrosio el significado de ese suceso simbólico:

«El ramo de olivo traído por la paloma es el signo del final del castigo y el símbolo de la reconciliación entre Dios y la humanidad. Dios garantiza su protección a la nueva humanidad no obstante el pecado. El juicio de Dios tiene en la Biblia un doble aspecto: juicio de condenación para los impíos y de salvación para los justos. Toda carne había sido corrompida a causa de los vicios. “Mi espíritu, dijo Dios, no permanecerá en los hombres por siempre, porque ellos son carne” (Gén 6, 3). Dios manifiesta de este modo que por la impureza de la carne y por la mancha de un pecado tan grave se pierde la gracia espiritual. Por eso, queriendo Dios restaurar lo que había dado, hizo el diluvio y mandó al justo Noé subir al arca. Cuando cesó el diluvio, Noé soltó primero un cuervo, que no volvió. Después soltó una paloma que, según leemos, volvió con un ramo de olivo (Gén 8, 6-11). ¿Ves tú el agua, ves la madera, miras la paloma y dudas del misterio?

«El agua es en la que se sumerge la carne, para que se limpie todo pecado de la carne. En ella se sepulta toda la maldad. El madero es aquel en el que fue crucificado el Señor Jesús, cuando sufrió por nosotros. La paloma es aquella bajo cuya figura descendió el Espíritu Santo, como has aprendido en el Nuevo Testamento (Mt 3, 16), aquel que te inspira la paz del alma y la tranquilidad de tu espíritu. El cuervo es la imagen del pecado, que sale y no vuelve, con tal de que perseveres en la observancia y en el ejemplo del justo» (De los Misterios 10-11).

–El salmista acude al Señor y es salvado. Y compone el Salmo 115, que ahora rezamos nosotros: «¿Cómo pagaré al Señor por el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo. Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén».

Años pares

–Santiago 1,19-27: Llevad a la práctica la Palabra, y no os limitéis a escucharla. Escucha la Palabra de Dios con buenas disposiciones aquel que la pone en práctica. Este hombre, dice Cristo, tiene su casa cimentada sobre roca firme (Mt 7,24-27). Oye la Palabra, clama a Cristo, pidiendo su gracia para cumplirla, y pone en ello todo su empeño. Dice San Agustín:

«¿Qué significa el clamar a Cristo, hermanos míos, sino responder con buenas obras a la gracia de Cristo? Digo esto para que no seamos tal vez gritones para invocar y mudos para obrar... ¿Quién es el que clama a Cristo? Clama a Cristo el que desprecia al mundo, clama a Cristo el que desprecia los placeres del siglo, clama a Cristo el que dice: “el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gál 6,14); clama a Cristo quien distribuye y da a los pobres, para que permanezca su justicia por los siglos de los siglos» (Sermón 82,13).

–La Palabra de Dios tiene que dar fruto en nosotros, con el auxilio de su gracia. No es cuestión solo de escucharla. Así nos lo enseña el Salmo 14: «¿Quién puede habitar en tu monte santo, Señor? El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua, el que no hace mal al prójimo ni difama a su vecino... el que honra al que teme al Señor, el que no presta dinero a usura, ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará».

Jesús, al entregar su vida por amor a todos los hombres, da testimonio decisivo de la ley del Amor incondicional que viene a revelarnos. Esta caridad de Cristo ha de inspirar toda la vida moral de los cristianos que, por medio de la Eucaristía, se disponen más y más a escuchar la Palabra divina con toda fidelidad y a cumplirla en toda su vida.

–Marcos 8,22-26: El ciego quedó curado, y veía con toda claridad. Una vez más, hay que considerar el milagro de la curación del ciego de Betsaida como un signo de la gran misericordia de Cristo en favor de los miserables. San Jerónimo comenta la escena:

«El ciego es sacado de la casa de los judíos, de la aldea de los judíos, de la ley de los judíos, de las tradiciones de los judíos. El que no había podido ser sanado en la ley, es sanado en la gracia del Evangelio, y se le dice: “vuelve a tu casa, no a aquella de donde saliste, sino a la casa de donde fue también Abrahán, ya que Abrahán es el padre de los creyentes. Abrahán vio mi día y se alegró (Jn 8,56). Vuelve a tu casa, esto es, a la Iglesia”.

«“Has de ver, dice San Pablo, cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo” (1 Tim 3,15). La casa de Dios, en efecto, es la Iglesia. Por ello se le dice al ciego: “ve a tu casa”, es decir, a la casa de la fe, es decir, a la Iglesia, y no vuelvas a la aldea de los judíos» (Comentario a San Marcos 8,24).

Jueves

Años impares

–Génesis 9,1-13: Pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra. Dios bendice a Noé y a su descendencia, como si en él hubiera creado por segunda vez al hombre, y con él establece una alianza de alcance universal y cósmico. El arco iris queda establecido por Dios como un signo más de su misericordia hacia los hombres, y como una llamada para que éstos aprendan de Él a obrar siempre la paz en la misericordia. San León Magno exhorta:

«Reconoce, oh cristiano, la dignidad de tu sabiduría, y entiende cuál ha de ser tu conducta y a qué premios eres llamado. La misericordia quiere que seas misericordioso; la justicia, que seas justo, a fin de que en la misma criatura se manifieste el Creador, y en el espejo del corazón humano resplandezca expresada por la imitación la imagen de Dios» (Sermón 95,7).

–Dios jamás se desentiende de los hombres. Él se ha fijado y continúa fijándose en la tierra. Éste es el sentido del pacto que hace con Noé, cuya conducta debe ser en adelante un reflejo continuo de la misericordia del Omnipotente.

–Con el Salmo 101 proclamamos: «Los gentiles temerán su nombre, los reyes del mundo, su gloria... Quede esto escrito para la generación futura, y el pueblo que será creado alabará al Señor: que el Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar el gemido de los cautivos, y librar a los condenados a muerte».

Años pares

–Santiago 2,1-9: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres? Vosotros, en cambio, habéis afrentado a los pobres. Dios ha querido elegir lo pobre y lo pequeño. Y esa elección establece un camino para todos: pobres y ricos. Ninguno ha de estar apegado a los bienes de la tierra; todos hemos de ser siempre pobres de espíritu. San Gregorio Magno dice:

«Son engañosas las riquezas, porque no pueden permanecer siempre con nosotros, y porque no pueden satisfacer las necesidades del corazón. Las riquezas verdaderas son las que nos hacen ricos en las virtudes» (Homilía 15 sobre los Evangelio).

Y San Basilio:

«La virtud es la única de las riquezas que es inamovible, y que persiste en vida y en muerte» (Discurso a los jóvenes).

La Iglesia siempre ha tenido un cuidado especial de los pobres; siempre, ya desde su comienzo, cuando instituyó a los diáconos. Innumerables son los testimonios de esto que encontramos en la historia. Oigamos a San Agustín:

«No ocultaré a vuestra caridad por qué me vi obligado a pronunciar este sermón. Desde que estamos aquí, al ir para la iglesia y al volver de ella, los pobres vienen a mí para rogarme os diga que les deis algo. Ellos nos ruegan que os hablemos; y cuando después nada se les da, piensan que con vosotros estamos perdiendo el tiempo. También esperan algo de mí, y yo les doy cuanto tengo y puedo; con todo, ¿acaso puedo aliviar las necesidades de todos? No pudiendo, en consecuencia, subvenir a las necesidades de todos, me hago legado de ellos ante vosotros. ¿Qué menos?» (Sermón 61,13).

Leamos este magnífico texto de San Pedro Crisólogo:

«¿No es extraordinario y sublime escuchar que precisamente Aquel que viste el cielo está desnudo en el pobre? ¡La riqueza del universo tiene hambre en el hambriento, la fuente de las fuentes tiene sed en sediento! ¿ Cómo no nos hace dichosos el entender que sea tan pobre Aquel para quien resulta tan angosto el cielo; que sea pobre en el pobre quien enriquece el mundo; que suplique un pedazo de pan, un vaso de agua, Aquel que es dispensador de todos los bienes; que, por amor al pobre, Dios se humille hasta el punto de no socorrer al pobre, sino de ser pobre Él mismo?: “tuve hambre y me disteis de comer”, dice (Mt 25, 35). No dice: “tuvo hambre el pobre y le disteis de comer”, sino “yo tuve hambre y me disteis de comer”. Declara como dado a Él lo que recibe el pobre; dice que es Él quien come lo que ha comido el pobre, y afirma que lo que bebe el pobre se le ha dado a Él.

«¡De lo que es capaz el amor al pobre! Dios se gloría en el cielo de aquello que hace sonrojarse al pobre en la tierra, considerándose honrado con lo que es considerado como algo vergonzoso. Bastaría haber dicho: “me disteis de comer y me disteis de beber”; pero dice más bien: “tuve hambre, tuve sed”. Hubiera sido menor el amor al pobre si, después de haberlo acogido, no hubiese acogido también los sufrimientos del pobre. Cierto: el verdadero amor no se demuestra sino sufriendo. Amor verdadero es haber hecho propias las angustias del que está angustiado.

«Es extraordinario que agrade a Dios la comida del pobre. El que no tiene hambre de toda la creación se declara saciado con la comida del pobre en el reino de los cielos, delante de todos los ángeles, en la asamblea de los bienaventurados... Lo primero en el cielo es el cuidado al pobre, la limosna dada al pobre. Es lo primero que se trae a examen. Es la recompensa del pobre lo que, ante todo, está escrita en el Libro divino. ¡Dichoso aquel cuyo nombre es leído por Dios tantas veces cuantas en el cielo se respeta el derecho del pobre!» (Sermón 14).

–Afrentar al pobre es enfrentarse con Dios, despreciarlo, pues en toda la historia de la salvación ha mostrado su predilección por los pobres. Los pobres de Yavé son los que heredarán el Reino de los cielos. Y la comunidad mesiánica es una comunidad de pobres salvados por pura gracia de Dios.

–Bien expresa todo esto el Salmo 33: «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor; que los humildes lo escuchen y se alegren. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias».

No podemos afrentar a nadie. Con todos hemos de tener caridad y benevolencia, pero sobre todo con los más necesitados. Y muchas veces éstos son los ricos, pues, si están apegados a sus bienes, son unos verdaderos desgraciados.

–Marcos 8,27-33: Tú eres el Mesías. El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho. Después de que Pedro hace la profesión de fe, Jesús habla por primera vez de su pasión. Pedro, entonces, muestra sus sentimientos de reprobación, y el Señor le reprende con gran severidad.

El reconocimiento de la mesianidad de Cristo implica aceptarle en toda su integridad, también en la pasión que va a sufrir por voluntad del Padre. Esta voluntad nos parece incomprensible, porque incomprensible nos resulta el Amor de Dios. San Juan Crisóstomo pone estas palabras en labios de Jesús:

«Yo te serviré, porque vine a servir y no a ser servido. Yo soy amigo, y miembro, y cabeza, y hermano, y hermana y madre. Todo lo soy, y solo quiero contigo una amistad íntima. Yo, pobre por ti, mendigo por ti, crucificado por ti, sepultado por ti. En el cielo, por ti ante Dios Padre; y en la tierra, soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para Mí, hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres?» (Homilía 76 sobre San Mateo).

Y San Agustín:

«Ningún pecador, en cuanto tal, es digno de amor; pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios» (Sobre la doctrina cristiana 1).

Viernes

Años impares

–Génesis 11,1-9: Voy a bajar y a confundir su lengua. El pecado de orgullo trae consigo en la Torre de Babel la confusión de lenguas y la división de la humanidad. Solamente el Espíritu Santo de Pentecostés, con su fuerza divina, podrá restablecer la unidad. Una vez más vemos que la ruptura del hombre con Dios trae consigo la ruptura con los demás hombres. San Agustín comenta:

«Después del diluvio, la impía soberbia de los hombres construyó una torre muy alta contra Dios. A consecuencia de lo cual, el género humano mereció la división por la diversificación de las lenguas, de forma que cada pueblo hablaba la suya, sin que la entendiesen los demás.

«De idéntica manera, la humilde piedad de los fieles aporta a la unidad de la Iglesia la diversidad de lenguas, de modo que la caridad reúne lo que la discordia había dispersado, y los miembros dispersos del género humano, como si fuera un solo cuerpo, son restituidos y unidos a Cristo, única Cabeza, y se fusionan en la unidad del Cuerpo santo gracias al fuego del Amor. De este don del Espíritu Santo están totalmente alejados los que odian la gracia de la paz, aquellos que no perseveran en la comunión de la unidad» (Sermón 27, Pentecostés).

–El plan de salvación querido por Dios culmina en Cristo. Dios tiene que deshacer muchas veces los planes de los hombres, que intentan salvarse por sí mismos, y que solo son capaces de construir la torre de Babel. Así lo confesamos en el Salmo 32: «El Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos; pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón, de edad en edad. Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que Él se escogió como heredad».

Años pares

–Santiago 2,14-24.26: Así como un cuerpo que no respira es un cadáver, también la fe sin obras. Comenta San Agustín:

«Lo que voy a decir se encuentra en la Carta del apóstol Santiago: “tú crees que hay un solo Dios y haces bien. También los demonios creen y tiemblan”. Quien esto escribió había dicho en la misma Carta: “si uno tiene fe, pero no tiene obras, ¿puede acaso salvarle la fe?”...

«Si nos distinguimos en la fe, distingámonos de igual manera en las costumbres y en las obras, inflamándonos de caridad, de la que están privados los demonios. Ése es el fuego que hacía arder el corazón de aquellos dos en el camino [de Emaús]... Arded en el fuego de la caridad, para que os distingáis de los demonios. Este ardor os empuja, os lleva hacia arriba, os levanta al cielo... Sea cualquiera que sea la dirección que tome la antorcha, la llama no conoce más que una: tiende hacia el cielo. Que el fuego de la caridad inflame vuestro espíritu y lo llene de ardor. Hervid en alabanzas a Dios y en santas costumbres» (Sermón 234,3).

–La fe viva es «la fe operante por la caridad» (Gál 5,6). Contra todo idealismo puramente teórico se ha alzado la voz del apóstol Santiago. Y con el Salmo 111 cantamos la dicha de la buena conducta, fundamentada en la unión con el Señor y en el amor a sus mandatos: «Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia, su caridad es constante, sin falta. En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo».

Así escribe San Juan Clímaco:

«No se entiende el amor a Dios si no lleva consigo el amor al prójimo. Es como si yo soñase que estaba caminando. Sería sólo un sueño: no caminaría. Quien no ama al prójimo no ama a Dios» (Escala del paraíso 33).

Y San Gregorio Magno:

«Así como todas las ramas de un árbol reciben su vida de la raíz, así también las virtudes, siendo muchas, proceden todas de la caridad. Y no tiene verdor alguno la rama de las buenas obras, si no están enraizadas en la caridad» (Homilía 27 sobre los Evangelios).–

Marcos 8,34-39: El que pierde su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará. El discípulo no es de mejor condición que su Maestro. Le sigue de cerca, ha de imitarlo, y para eso es necesario tomar cada día la propia cruz. Los apóstoles vieron en la Transfiguración un adelanto de la gloria futura. Aprendieron que por la Cruz se llega a la resurrección y a la vida. Comenta San Agustín:

«Tal fue la determinación y el empeño común de todos los mártires: despreciar lo pasajero para adquirir lo que permanece; morir para vivir, para no morir por vivir; vivir siempre a cambio de una sola muerte... Esto lo aprendieron de quien es, al mismo tiempo, su Maestro, Redentor y Señor, puesto que a todos dijo: “quien ama su alma la perderá, pero quien la pierde por Mí la hallará en la vida eterna” (Mc 8,35).

«Así, pues, cuando se ama el alma, ella perece, y se la gana cuando se la pierde. Piérdala, pues, si la amas, para no perderla cuando la amas. Lo dicho puede entenderse de dos maneras: “quien ama a su alma en este mundo la perderá en el mundo futuro”. O también: “quien ama su alma para el mundo futuro la perderá en éste”. Según la primera forma de entenderlo, quien ama su alma, temiendo morir por Cristo, la perderá y no vivirá con Cristo; y quien la ama para vivir en Cristo, la perderá, muriendo por Cristo... Y advierte que quien dijo “por Mí” es el Dios verdadero y la vida eterna» (Sermón 313,C,1).


Sábado

Años impares

–Hebreos 11,1-7: Por la fe sabemos que la palabra de Dios configuró el universo. Las primeras páginas del Génesis son interpretadas por el autor de la Carta a los Hebreos desde el punto de vista de la fe. Solo la fe proporciona en este mundo el verdadero conocimiento de Dios. La fe no es meramente un argumento racional que afirma la vida futura, sino una garantía absoluta, un posesión anticipada y segura de la misma.

Ésa es la fe que guió la vida de los Patriarcas del Antiguo Testamento y por ella fueron agradables a Dios. El creyente está convencido de que Dios está presente en la historia, y que sus planes se van manifestando en los acontecimientos de la misma. Las Escrituras nos muestran que el antagonismo actual entre fe e incredulidad es tan viejo como el hombre, y solo tendrá fin al término de la historia humana. Entre tanto, al paso de los siglos, la Iglesia se fundamenta sobre la roca de la fe. San Ireneo dice:

«Por diversos que sean los lugares, los miembros de la Iglesia profesan una misma y única fe: la que fue transmitida por los Apóstoles a sus discípulos» (Tratado sobre las herejías 1,10).

–Las hazañas de Dios hay que contemplarlas a la luz de la fe, pues de otro modo pasan inadvertidas. El Autor de la Carta a los Hebreos contempla esas maravillas de Dios en el Antiguo Testamento, que alcanzan su plenitud en el Nuevo. De esa gozosa contemplación nace el Salmo 144: «Día tras día te bendeciré, y alabaré tu nombre por siempre jamás. Grande es el Señor y merece toda alabanza, es incalculable su grandeza. Una generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus hazañas; alaban ellos la gloria de tu majestad, y yo repito tus maravillas. Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas».

Años pares

–Santiago 3,1-10: Ningún hombre es capaz de domar la lengua. Ésta es capaz de provocar grandes estragos. Debe servir para alabar a Dios, y no para maldecirlo ni blasfemarlo; debe servir para hacer el bien a los hombres, y no para injuriarlos. La importancia de la lengua radica en el poder grande que la palabra tiene, y en el sentido que se le da en la Biblia: expresa lo más íntimo y profundo de la persona. Dice San Ambrosio:

«Recibe de Cristo para que puedas hablar a los demás. Acoge en ti el agua de Cristo... Llena, pues, de esta agua tu interior, y tu razón quede humedecida y regada por su propia fuente» (Carta 2,1-2).

–La verdad es de Dios, la mentira es del Diablo, padre de la mentira. El Salmo 11 describe el poder maléfico de la lengua cuando dice la mentira. En contraste con esa posible mendacidad humana, la Palabra divina es siempre sincera y auténtica. Ella nos protege contra toda lengua mala y perversa: «Sálvanos, Señor, que se acaban los buenos, que desaparece la lealtad entre los hombres; no hacen más que mentir a su prójimo, hablan con labios embusteros y con doblez de corazón. Extirpe el Señor los labios embusteros y la lengua fanfarrona de los que dicen: “la lengua es nuestra fuerza, nuestros labios nos defienden, ¿quién será nuestro amo?” Las palabras del Señor son palabras auténticas, como plata limpia de ganga, refinada siete veces. Tú nos guardarás, Señor, nos librarás para siempre de esa gente».

–Marcos 9,1-12: Se transfiguró ante ellos. La Transfiguración es el anticipo del retorno glorioso de Cristo. De ella fueron testigos de excepción Pedro, Santiago y Juan. La teofanía del Salvador en la soledad de la montaña no aparece con poder y fuerza, como en las teofanías del Antiguo Testamento, sino en una atmósfera de luz y de amor. San Jerónimo dice:

«Observad que Jesús no se transfigura mientras está abajo: sube, y entonces se transfigura. Y los lleva a ellos solos aparte, a un monte alto, y se transfigura delante de ellos, y sus vestidos se vuelven resplandecientes y blanquísimos (Mc 9,2-3). Incluso hoy en día Jesús está abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús, y son las turbas que no pueden subir al monte –al monte suben tan solo los discípulos, las turbas se quedan abajo–. Si alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en vestidos blancos, sino en vestidos sucios»...

Y los tres apóstoles, «si no hubiesen visto a Jesús transfigurado, si no hubiesen visto sus vestidos blancos, no hubieran podido ver a Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Mientras pensemos como los judíos y sigamos con la letra que mata, Moisés y Elías no hablan con Jesús y desconocen el Evangelio. Ahora bien, si ellos [los judíos] hubieran seguido a Jesús, hubieran merecido ver al Señor transfigurado y ver sus vestidos blancos, y entender espiritualmente todas las Escrituras, y entonces hubieran venido inmediatamente Moisés y Elías, esto es, la ley y los profetas, y hubieran conversado con el Evangelio...

«“Éste es mi hijo amadísimo, escuchadle”. Lo que viene a decir el Evangelio es esto: “oh Pedro, que dices: os haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, ¡no quiero que hagas tres tiendas! He aquí que yo os he dado la tienda, que os protege. No hagas tiendas igualmente para el Señor y para los siervos. Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle. Éste es mi Hijo. No Moisés. No Elías. Ellos son siervos. Éste es Hijo, es decir de mi naturaleza, de mi sustancia, Hijo, que permanece en Mí y es totalmente lo que yo soy. Éste es mi hijo amadísimo. También aquéllos son amados, pero Éste es amadísimo: a Éste, por tanto, escuchadle. Aquéllos lo anuncian, pero vosotros tenéis que escuchar a Éste: Él es el Señor, aquéllos son siervos, como vosotros. Moisés y Elías hablan de Cristo, son siervos como vosotros. Él es el Señor, escuchadle. No honréis a los siervos del mismo modo que al Señor: escuchad sólo al Hijo de Dios”» (Comentario al Evangelio de San Marcos 9,7-8).