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La Santísima Trinidad

Entrada: «Bendito sea Dios Padre y su Hijo unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros».

Colecta (del Misal anterior): «Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la Verdad y el Espíritu de la santificación, para revelar a los hombres tu admirable misterio; concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa».

Ofertorio (del Misal anterior): «Por la invocación de tu santo nombre, santifica, Señor, estos dones que te presentamos y transfórmanos en ofrenda perenne a su gloria».

Comunión: «Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá! Padre”» (Gál 4,6).

Postcomunión: «Al confesar nuestra fe en la Trinidad santa y eterna y en su unidad indivisible, concédenos, Señor y Dios nuestro, encontrar la salud del alma y del cuerpo en el sacramento que hemos recibido».

La fiesta de la Santísima Trinidad comenzó a celebrarse en algunos monasterios benedictinos ya en el siglo IX. Antes San Benito de Aniano había redactado un formulario litúrgico en honor de la Santísima Trinidad para el Suplemento del Sacramentario Gregoriano-Adriano. Esta fiesta se extendió a varias diócesis de Francia y Alemania. En 1334 Juan XXII la extendió a toda la Iglesia.

Ciclo A

La Santísima Trinidad es el misterio que, con amor infinito, Dios mismo nos ha revelado en la plenitud de los tiempos: El amor del Padre que nos eligió, predestinándonos desde la eternidad para ser hijos suyos adoptivos. El amor del Hijo, que se entregó hasta dar su vida por nosotros. El amor del Espíritu Santo, que se nos ha dado para que more en nosotros toda la Santísima Trinidad.

–Éxodo 34,4-6.8-9: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso. Somos el pueblo de Dios. Desde el comienzo de la Revelación, el Señor, único y eterno, se nos manifestó como el solo Dios verdadero, en medio de los dioses paganos. Comenta San Ambrosio:

«Donde está el corazón del hombre, allí está también su tesoro; pues el Señor no suele negar la dádiva buena a los que se la han pedido. Y ya que el Señor es bueno, y mucho más bueno todavía para los que son fieles, abracémonos a Él, estemos de su parte con toda nuestra alma, con todo el corazón, con todo el empuje de que somos capaces, para que permanezcamos en su luz, contemplemos su gloria y disfrutemos de la gracia del deleite sobrenatural. Elevemos, por tanto, nuestro espíritu hasta el Sumo Bien, estemos con Él y vivamos con Él, unámonos a Él, ya que su ser supera toda inteligencia y todo conocimiento y goza de paz y tranquilidad perpetuas, una vez que supera también toda inteligencia y toda percepción» (Sobre la huida del mundo 6,36).

–Como Salmo responsorial usamos el Himno de Daniel 3,52-56: «Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, a Ti gloria y alabanza por los siglos».

–2 Corintios 13,11-13: La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo. Llegada la plenitud de los tiempos, este único y eterno Dios nos reveló sus designios de amor, manifestándose como Padre, haciéndonos hijos por Cristo, su Hijo amado, otorgándonos su Espíritu de santificación.

Testimonio claro de la Santísima Trinidad, en el que, según Santo Tomás de Aquino, van incluidos todos los bienes sobrenaturales necesarios:

«La gracia de Cristo, por la que somos justificados y salvados; el amor de Dios Padre, por el que somos unidos a Él; y la comunión del Espíritu Santo, que nos distribuye los dones divinos» (Comentario a 2 Corintios).

–Juan 3,16-18: Dios mandó al mundo a su Hijo para que se salve por Él. Por la fe y el bautismo, todos formamos un nuevo pueblo de Dios, reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

«Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que indeficientemente santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu... Así se manifiesta toda la Iglesia como “una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”» (Lumen Gentium 4)

Comenta San Agustín:

«Pues el médico en cuanto tal viene a curar al enfermo, a sí mismo se da la muerte quien se niega a observar las prescripciones del médico. El Salvador ha venido al mundo para salvarlo, no para que condenarlo? ¿No quieres que Él te salve? Por tu conducta serás juzgado. Pero: ¿qué digo: “serás juzgado”? Mira lo que dice: “El que cree en Mí, no es juzgado; mas el que no cree”... ¿Qué esperas que se diga sino que será juzgado? “Ya –dice– está juzgado”. El juicio aún no se ha publicado, pero ya está hecho. Sabe el Señor quiénes son los suyos, sabe quiénes quedarán para la corona, quiénes para las llamas; conoce en su era cuál es el trigo y cuál es la paja, como cuál es la mies y cuál la cizaña. Ya está juzgado quien no cree. ¿Por qué juzgado ya? Porque no creyó en el nombre del Hijo unigénito de Dios (Tratado 12,12 sobre el Evangelio de San Juan).

El misterio trinitario que hoy hemos proclamado y celebrado es siempre centro de nuestra fe y debe constituir el punto de referencia de nuestra autenticidad cristiana.

Ciclo B

En profunda actitud de adoración y de amor responsable nos reunimos para vivir en común los lazos entrañables que nos vinculan al misterio insondable de la vida íntima de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, para cobrar conciencia de nuestra condición de criaturas suyas que, por el bautismo, fuimos elegidos y consagrados para ser testigos del amor del Padre, coherederos del Hijo y santificados por el don de Espíritu Santo.

–Deuteronomio 4,32-34.39-40: El Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra. No hay otro. Una amorosa iniciativa divina nos hizo Pueblo de Dios; más aún, nos hizo hijos suyos. No podemos degradarnos con el culto de dioses falsos, que son también el dinero, los honores, la fama, el poder, el orgullo... Oigamos a San Ireneo:

«Así, pues, según la condición natural, podemos decir que todos somos hijos de Dios, ya que todos hemos sido creados por Él. Pero, según la obediencia y la enseñanza seguida, no todos son hijos de Dios, sino sólo los que confían en Él y hacen su voluntad. Los que no se le confían ni hacen su voluntad son hijos del diablo, puesto que hacen las obras del diablo. Que esto sea así se deduce de Isaías: “Engendré hijos y los crié, pero ellos me despreciaron” (Is 1,2). Y en otro lugar: “Los hijos extraños me han defraudado” (Sal 17, 46)» (Tratado contra las herejías 4,41).

–Proclamamos con el Salmo 32: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. La palabra del Señor hizo el cielo, el aliento de su boca, sus ejércitos, porque Él lo dijo y existió, Él lo mandó y surgió. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de Ti».

–Romanos 8,14-17: Habéis recibido un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: ¡Abbá! Padre. Por el don de su Espíritu, Dios nos ha hecho además hijos suyos, coherederos con Cristo, su Hijo amado. Comenta San Basilio:

«Por el Espíritu se nos restituye el Paraíso, por Él podemos subir al Reino de los cielos, por Él obtenemos la adopción filial, por Él se nos da la confianza de llamar a Dios con el nombre de Padre, la participación de la gracia de Cristo, el derecho de ser llamados hijos de la luz, el ser partícipes de la gloria eterna y, para decirlo todo de una vez, la plenitud de toda la bendición, tanto en la vida presente como en la futura. Por Él podemos contemplar como en un espejo, cual si estuvieran ya presentes, los bienes prometidos que nos están preparados y que por la fe esperamos llegar a disfrutar» (Sobre el Espíritu Santo 15,35-36).

–Mateo 28,16-20: Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Por la fe y el bautismo todos hemos sido elegidos de Dios. San Ambrosio dice:

«Tú has sido bautizado en nombre de la Trinidad. Has profesado -no lo olvides- tu fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Vive conforme a lo que has hecho. Por esta fe has muerto para el mundo y has resucitado para Dios... Descendiste a la piscina bautismal. Recuerda tu profesión de fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. No significa esto que creas en uno que es el más grande, en otro que es menor, en otro que es el último, sino que el mismo tenor de tu profesión de fe te induce a que creas en el Hijo igual que en el Padre, en el Espíritu igual que en el Hijo, con la sola excepción de que profesas que tu fe en la Cruz se refiere únicamente a la Persona del Señor» (Sobre los Misterios 21 y 38).

Ciclo C

La solemnidad de la Santísima Trinidad nos recuerda la total identidad de las tres divinas Personas, a las que estamos consagrados por nuestro bautismo y cuyo amor multiforme sigue realizando la obra de nuestra salvación y santificación. En Dios confesamos tres Personas distintas, que son idénticas en su esencia.

–Proverbios 8,22-31: Antes de comenzar la tierra, la Sabiduría ya había sido engendrada y se nos mostró en sombras y figuras como un eco de la presencia vi-va del Verbo, el Hijo muy amado, en el seno del Padre. San Agustín, comentando el prólogo del Evangelio de San Juan, dice:

«Él es la Sabiduría de Dios y en el salmo se lee: “todo lo hiciste en la Sabiduría”. Si Cristo es la Sabiduría de Dios y el Salmo dice que lo hiciste todo en la Sabiduría, se sigue que todo ha sido hecho en Él y por Él... La tierra es hechura suya, pero no es criatura que tenga vida. Lo que es vida es la forma espiritual, según la cual la tierra ha sido hecha y existe en la misma Sabiduría... Esta Sabiduría contiene en Sí la forma de todo antes que salga al exterior, y por eso todo lo producido según esta forma tiene vida en el Verbo, aunque en sí mismo no la tenga. La tierra, el cielo, la luna y el sol, que vuestra vista contempla, existen primero en su arquetipo y en Él son vida y fuera de Él son cuerpos sin alma» (Tratado 1,16-17 sobre el Evangelio de San Juan).

–Con el Salmo 8 cantamos al Señor, Dueño nuestro, cuyo nombre es admirable en toda la tierra: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado: ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar que trazan sendas por el mar».

–Romanos 5,1-5: Caminamos hacia Dios, por medio de Cristo, en el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu. En la plenitud de los tiempos, Dios ha querido revelarnos su intimidad divina, para hacernos hijos de Dios-Padre, por la redención de Dios-Hijo, en virtud de la gracia de Dios-Espíritu Santo que se nos ha dado. Comenta San León Magno:

«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Esta bienaventuranza, amadísimos, no se refiere a cualquier concordia y armonía, sino a aquélla de la cual dice el Apóstol: “Tened paz para con Dios ” (Rom 5,1) y de la que habla el profeta David (Sal 118,16). Esta paz no se la apropian los lazos estrechísimos de la amistad ni las indiferentes semejanzas de ánimo si no están en completa armonía con la voluntad de Dios. Fuera de la dignidad de esta paz están las consideraciones de las apetencias mundanas, las federaciones de los pecados y los pactos de los vicios.

«El amor del mundo no concuerda con el amor de Dios ni llega a la sociedad de los hijos de Dios el que no se aparta de la generación carnal. Mas los que están siempre solícitos de conservar la unidad con el vínculo de la paz (Ef 4,3), por la unidad de su mente con Dios, jamás se apartan de la ley eterna, diciendo fielmente la oración: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10). Estos son los pacíficos. Estos son los que están perfectamente unánimes y santamente concordes» (Sermón 95, sobre las Bienaventuranzas).

El Espíritu Santo se nos ha dado y con Él el amor de Dios para que seamos verdaderamente pacíficos.

–Juan 16,12-15: Todo lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu recibirá de lo mío y os lo anunciará. Jesús, revelador del Padre, nos envió a su Espíritu para santificarnos y hacernos vivir su propia vida divina y los sentimientos más profundos de su Corazón de Hijo muy amado del Padre. Comenta San Agustín:

«El Espíritu Santo, que el Señor prometió enviar a sus discípulos para que les enseñase toda la verdad, que ellos no podían soportar en el momento en que les hablaba y del cual dice el Apóstol que hemos recibido ahora en prenda para darnos a entender que su plenitud nos está reservada para la otra vida, ese mismo Espíritu Santo enseña ahora a los fieles todas las cosas espirituales de que cada uno es capaz, mas también enciende en sus pechos un deseo más vivo de crecer en aquella caridad que los hace amar lo conocido y desear lo que no conocen» (Tratado 97,1 Sobre el Evangelio de San Juan).