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Testigo de su ternura

«A mí [...] el testimonio del cura de Ars me viene confortando desde hace muchos años –digamos desde mis 17–, en que por primera vez leí su vida» (D. 13-VI-1989).

Antes y después de su ordenación sacerdotal José Rivera ha leído y releído muchas veces la biografía del cura de Ars, especialmente la escrita por Trochu. Para cuando llega a Totanés, su nuevo destino, es un experto conocedor de San Juan María Vianney. El pueblecito que recibe a Rivera le verá intentar, a su manera, los caminos del santo francés, patrono de los sacerdotes diocesanos.

Y si el ejemplo del santo cura de Ars influye decisivamente en Rivera, no menos lo hará una encíclica aparecida diez años antes de su ordenación: Mystici corporis. En ella el papa Pío XII había escrito: «Misterio verdaderamente tremendo que la salvación de muchos dependa de la oración y voluntaria mortificación de algunos». Rivera lleva esta frase grabada a fuego en su corazón. En Totanés parece haber hecho de ella norma de su sacerdocio. Y hasta el fin de su vida se le escuchará repetirla con frecuencia.


Ars soñado: Totanés

«Hay que cuidarse»... Así le despiden al joven sacerdote cuando parte de Toledo. En su corazón, mientras marcha hacia el nuevo destino que el Padre providente le encomienda, emerge otra certeza: «¿Cuidarse?... ¿Para cuándo?, ¿para qué?»... Años después conocerá esta formulación de Monseñor García Lahiguera.

Estamos en junio de 1955. José Rivera tiene 29 años y se dispone a iniciar su andadura como párroco de Totanés.

Situado a unos 40 kilómetros de Toledo, Totanés es un pueblo que en esta época cuenta aproximadamente con 500 habitantes, que llevan una vida sencilla, dedicada a la agricultura y a la ganadería. Aunque es parroquia, lleva años sin párroco. Poco antes de la guerra civil y durante ella, fueron asesinados muchos sacerdotes, y la diócesis todavía no ha podido cubrir todas sus necesidades. Al ser atendida desde fuera, la parroquia no tiene demasiada vitalidad. En todo caso, en la mente de los responsables diocesanos, éste es un lugar adecuado para que José pueda llevar una vida tranquila y así recupere su quebrantada salud. Además le han indicado que vaya con él su hermana Ana María, de manera que quede mejor asegurado su cuidado.

Según testimonio de ésta, José hizo el viaje un tanto nervioso, quizá por una cierta timidez al tener que afrontar una realidad nueva. Pero, a la vez, se le notaba muy contento.

En cuanto a la compañía de su hermana, él hubiera querido ir solo, pero la docilidad a sus superiores le llevó a acoger obedientemente la indicación de que ella le acompañara. Por lo demás, Ana María no sería dificultad en su ministerio, sino eficaz apoyo. Ella, en efecto, era sumamente cuidadosa de no interferir en el ministerio sacerdotal de su hermano, y, como compartía los ideales de éste, prestaba una discreta y valiosa ayuda a la vida parroquial.

La casa parroquial que les recibe, grande y destartalada, llevaba mucho tiempo deshabitada. Los deterioros eran evidentes y la incomodidad notoria. Contentos por tener párroco de nuevo, el alcalde y los concejales ofrecieron a Don José ayuda para arreglarla y acomodarla. La respuesta de él fue inmediata:

«No, no acepto. Mientras en el pueblo haya familias viviendo más pobremente que yo, la casa parroquial no debe mejorarse. Cuando se hayan arreglado todas las casas, entonces se podrá mejorar ésta».

En esta época España es un país en vías de desarrollo y, en las zonas rurales, la situación económica es todavía muy precaria. De hecho son muchos los hombres y mujeres que recurren al camino de la emigración a las ciudades o a países extranjeros para mejorar su condición de vida.

Y, vista la casa, en seguida a lo suyo. A buscar a las ovejas. La caridad pastoral no es amiga de lentitudes. Va al encuentro de un grupo de jóvenes para que le ayuden a conocer el pueblo y, de paso, empieza ya su apostolado con el muchacho que hace de guía, Ernesto. Dejémosle a él la palabra:

«Recién llegado se presentó en la plaza y nos dijo a los jóvenes que quién le podía acompañar a dar un paseo por el pueblo para ir conociéndolo. Yo le dije que le acompañaría. Comenzamos a pasear por el pueblo y pronto empezó a preguntarme por mi vida cristiana... hasta que me preguntó con toda claridad que desde cuándo no me confesaba y que si estaba dispuesto a confesar con él. La verdad es que no podré olvidar jamás aquel primer encuentro con Don José. Desde aquel momento comprendí que Don José sabía qué es lo que tenía que hacer con nosotros. Él venía a lo que venía, y no a perder el tiempo. Él no tenía tiempo para otra cosa más que para llevarnos a Dios y a vivir en gracia de Dios» (F. FERNÁNDEZ DE BOBADILLA, D. José Rivera, cura de Totanés, en AAVV, José Rivera Ramírez, un sacerdote diocesano, Toledo 2004, 360).

Se entrevé ya el estilo del joven Rivera, al que él mismo aludirá con frecuencia en su diario: ardiendo por ganar almas, «embestía» con fuerza (la expresión es suya; al igual que habla también de sus «arremetidas») a aquéllos que Dios le encomendaba. A la vez, urgido por la caridad pastoral, le vemos ir, raudo, a lo esencial: conquistar a cada persona para Cristo. Así lo expresa una de sus jóvenes feligresas:

«Tenía prisa. Desde el principio él sabía a lo que venía. Le veíamos andar con sus grandes zancadas y su paso firme, y le decíamos: parece que siempre lleva usted prisa. El respondía: «Es que mi oficio no es para perder el tiempo». No se entretenía en conversaciones inútiles ni con entretenimientos o cosas superficiales, pero cuando estaba con algún necesitado, fuese un pobre o un enfermo, parecía que se había parado el reloj. Para esas cosas no tenía prisas» (ibid. 359).


Un hombre que reza

A Don José se le para el reloj no sólo cuando está con pobres o con enfermos, sino también cuando entra en el templo. Allí pasa muchas horas sumergido en Dios, contemplando, intercediendo.

Al llegar a Totanés ha elaborado para sí mismo un lema que le sirve como programa de vida: «El sacerdote es un hombre que reza y que, en los ratos que le quedan, hace algunas tareas». Ya desde los inicios de su ministerio vive la oración no sólo como tiempo para llenarse de Dios, sino como instrumento apostólico. Entiende la intercesión como tarea principal (y él solía recordar que «principal» quiere decir «principio de otras cosas»), radical («raíz de»), estrictamente imprescindible. Una oración a la que vaca horas enteras en el templo, pero que intenta que sea continua.

En su plan personal incorpora un espacio de cinco horas diarias dedicadas exclusivamente a la oración. Muchas noches Ana María no sabe a qué hora ha regresado su hermano a casa. Después de atender a diversas personas ha ido al templo para quedarse con el Señor. Y, eso sí, al día siguiente estará indefectiblemente a las cinco de la mañana, de nuevo, en la iglesia. Por lo demás, no es extraño que pase noches enteras orando.

José reza sumamente absorto en Dios. Su modo de estar, muy recogido, sobrecoge a sus feligreses, que sienten en torno a él una atmósfera sagrada:

«Entrabas en la iglesia –atestigua una feligresa– y te encontrabas a Don José rezando. Solía estar sentado, algunas veces de rodillas; casi siempre sentado, con algunos libros junto a él en el banco, con los brazos cruzados sobre las rodillas y la cabeza baja, o con los codos en las rodillas y las manos sujetando la cabeza. De vez en cuando agarraba uno de los libros, lo abría, leía, lo rayaba, lo cerraba, y otra vez con la cabeza entre las manos... Se pasaba así horas y horas. Es una imagen que no olvidas. Entrabas en la iglesia y te gustaría no pisar el suelo, no hacer ningún ruido. Daba la impresión de que si hacías ruido se iba a romper algo» (F. FERNÁNDEZ DE BOBADILLA, op.cit, 363).

Y no importaba si hacía frío o calor. Don José, imperturbable, se consumía, adorante e intercesor, ante su Dios. De hecho el invierno de 1955, el único que él vive en Totanés, resultó extremadamente frío; tanto, que el agua bendita se queda helada en la pililla del templo. Pues bien, el párroco no ha rebajado ni un minuto su tiempo de oración ante Jesucristo presente en el sagrario.

Realmente cree en la oración y, junto con la mortificación, la usa como arma segura frente al Maligno, como instrumento de conquista. Por eso no se extraña ante determinados frutos: había en el pueblo un hombre de mala fama, ex presidiario, que antes de la guerra y durante ella, había sido un revolucionario comunista, ateo, que participó en el saqueo de la iglesia y en la quema de las imágenes sagradas. Don José buscó hablar con él y le convenció para asistir a un cursillo de cristiandad. Salió de éste transformado. El profanador de iglesias pasó a ser ferviente feligrés. Cuando otras personas de la parroquia expresaban su asombro, el párroco se limitó a comentar: «Hace meses que vengo orando por él».

Era muy consciente de que estaba en lucha contra poderes que no son de este mundo, y de que estas batallas sólo se podían afrontar adecuadamente con la oración y el ayuno. Sentía profundamente la necesidad de proteger a «los suyos» con la intercesión:

«Una noche en que había baile –nos cuenta una feligresa–, iba yo con una amiga. Pero al pasar por delante de la iglesia vimos que la puerta estaba medio abierta y que se veía algo de luz dentro. Se nos ocurrió que podíamos hacer una visita a Jesús sacramentado antes de irnos para el baile. Entramos despacito en la iglesia. Nos encontramos a Don José de rodillas, a la derecha del sagrario, rezando con los brazos en cruz. Las dos nos quedamos mudas. Comprendimos que él estaba allí rezando por los que íbamos al baile. Nos santiguamos y salimos en silencio. Pero ya no fuimos al baile. A los pocos días tuve ocasión de comentárselo, y él me dijo que así oraba Moisés cuando su pueblo estaba luchando contra el enemigo. No se me olvidará nunca» (F. FERNÁNDEZ DE BOBADILLA, op.cit, 366-367).

No se limita a orar él. También, con frecuencia, habla a sus feligreses de la importancia y necesidad de la oración, de cómo orar, de las diversas formas de oración... Y enseña personalmente a cada uno. Cuando, por ejemplo, da la comunión fuera de la Misa, no es infrecuente verle arrodillarse junto a la persona que ha comulgado y ayudarle a establecer un agradecido diálogo con Jesús. Además de hacerles gustar de la intimidad con el Señor, Don José va asociando a sus feligreses a su lucha orante en favor de toda la humanidad.

En su diario, veintidós años después, recuerda cómo la oración hizo enormemente fecundos estos tiempos:

«Acaso mi fecundidad pastoral de Totanés, en comparación con la esterilidad posterior, se encuentre en mi actitud ante la Eucaristía. Entonces pasaba yo muchas horas enteras, en el pobre templo del pueblecillo, y llamaba obstinadamente a mis feligreses a gozar de esta presencia» (D. 21-III-1977).

Evidentemente, no era sólo su largo estar ante el sagrario lo que llamaba poderosamente la atención de la gente del pueblo, sino también su modo de celebrar la Misa. Se preparaba largo rato, meditaba los textos litúrgicos, celebraba con indecible fervor y dedicaba un buen tiempo a la acción de gracias. Sin duda la Misa constituía el centro de sus jornadas y la fuerza de su sacerdocio. Recordando cómo celebraba, uno de sus feligreses tendrá esta lacónica, pero expresiva, afirmación: «Saltaba a la vista que él se creía que Jesucristo estaba allí».


Completar la pasión de Cristo

La salvación ha nacido de la Pascua redentora de Cristo. Don José sabe que ser sacerdote es injertarse profundamente en la cruz gloriosa del Señor para permitirle a Él donar hoy con abundancia el agua viva, el Espíritu Santo, que transforma los corazones desérticos en oasis de vida. Consciente de que la salvación de muchos depende de la oración y penitencia de otros, especialmente del sacerdote, el joven Rivera ha llegado a Totanés con hambre de cruz. No es aventurado suponer que por su mente han pasado las palabras de san Juan María Vianney cuando llegó a Ars: «Señor, dame cuantos sufrimientos quieras con tal de que todos se salven».

Empieza entregándose a las molestias, evitables pero no evitadas, de vivir en una casa muy deteriorada, donde se hace especialmente duro el frío del invierno. No acepta ninguna mejora, no mitiga ninguna molestia. Quiere compartir la suerte de los que viven en peores circunstancias.

Enviado a un lugar donde, teóricamente, pudiera llevar una vida tranquila, le veremos desgastándose en multitud de quehaceres, robando tiempo al descanso, dejándose «comer» por sus feligreses, inmolándose en el fuego pastoral.

A Totanés llegó con algún problema de salud, pero nunca se preocupó de ésta. Los dolores, que él no daba a conocer, fueron creciendo en intensidad. Finalmente la situación se hará insostenible y le veremos marchar del pueblo a causa de esta enfermedad de columna. Cada sufrimiento le abría un nuevo acceso a la intimidad del Crucificado:

«Estoy bastante habituado a sentir dolor físico [...]. Mi experiencia nítida es que la soledad, el abandono en circunstancias especialmente duras para el hombre como tal, me ha aportado conocimiento sabroso de su amistad, en grado mayor. Así en Totanés, con aquellos padecimientos, que no creo puedan superar otros, ni los del cáncer» (D. 16-VI-1972).

Padecimientos que, paradójicamente, son también fuente de un gozo que sólo puede venir del Señor:

«Yo he sentido, allá a los comienzos de mi vida pastoral en el pueblo, el gozo cristiano específico, el disfrutar sensiblemente también, de la asistencia de Jesús, cuando quedaba solo, en aquellas temporadas de dolores muy agudos y persistentes, en el inicio de mi enfermedad» (D. 13-VII-1972).

Asume, pues, las cruces tal como vienen, pero además va al encuentro de otras. Ya le hemos visto reducir el sueño para dedicarse a la oración. Y su hermana, que le trata de cerca, sabe que hace uso frecuente de la disciplina que guarda en su habitación. Y lo mismo de los cilicios, que ajusta tanto a su cintura como a su brazo.

Hay, en cambio, discrepancias en cuanto al tipo de lecho que usaba. Su hermana cree recordar que en esta época usaba cama con colchón; otro testigo, en cambio, habla de que dormía sobre una tabla. En lo que ambos coinciden es en subrayar que dedicaba pocas horas al sueño.

En años posteriores recordará muchas veces una frase del santo Cura de Ars, recogida en la encíclica Sacerdotii nostri primordia: a un sacerdote que se quejaba de que había poco fruto pastoral en su parroquia, san Juan María Vianney le respondió: «¿Ha orado usted?, ¿ha ayunado?, ¿se ha disciplinado?, ¿ha dormido sobre duro? Mientras no haga todo eso, no tiene derecho a quejarse». Evidentemente en esta fecha el documento de Juan XXIII todavía no existe, pero la frase probablemente ya la conocía Rivera. En todo caso, parece haber hecho de ella principio inspirador de su vivir sacerdotal.

De hecho, le veremos ayunando con frecuencia. Su hermana le preparaba las comidas, pero él hacía un uso muy libre de ellas, si bien aún está lejos de los intensos ayunos de la última época de su vida.

La gente del pueblo le iba queriendo cada vez más y se lo manifestaba, entre otras formas, regalándole alimentos que ellos cosechaban en sus tierras o sacaban de sus ganados. Así, por Navidad, le obsequiaron con «matanza»: las familias solían matar un cerdo, cuya carne les servía para sus comidas durante una temporada; parte de ella le regalaban a Don José. Durante bastante tiempo le estuvieron regalando habas. Él las aborrecía, pero no dejó de alimentarse de ellas mientras se las estuvieron dando. Sólo alguna vez, jocosamente, le preguntaba a su hermana: «¿Cuánto dura la cosecha de habas en este pueblo?» Por lo demás, sabía agradecer estos regalos que la gente sencilla le proporcionaba.

No podemos ignorar otra mortificación, desconocida por más profunda. Unas palabras de su diario nos dejan entrever algo:

«En Totanés no estudié apenas. Y salía de la enfermedad, y no me resentí. Y la vida era lo menos adaptada a mi estilo total, superlativamente intelectual» (D. 3-I-1974).

Don José es un hombre que disfruta en la soledad, entregándose a la contemplación y a una altísima tarea intelectual (recordemos al adolescente Rivera enfrascado en autores como san Juan de la Cruz o Aristóteles); tener que renunciar en gran parte a ese estilo de vida fue para él, tan hecho para la sabiduría, uno de sus mayores sacrificios. En todo caso, aunque no podía entregarse al estudio, nunca dejó sus tiempos de lectura.

Este talante de pobreza, de austeridad, de sacrificio, se iba haciendo cada vez más notorio, hasta ser un hecho conocido por todos. Tanto que él mismo, siempre jocosamente, preguntaba a los monaguillos:

–¿Quién es el que pasa más frío en el pueblo?
Ellos, al unísono y sonriendo, respondían: –El cura.
El, medio bromeando, volvía a preguntarles: –¿Quién es el que peor vive en el pueblo?
Y de nuevo, el coro de los chiquillos, alzando un poco el tono de su voz: –El cura.
Éste remataba su interrogatorio: –Entonces, vosotros, ¿qué queréis ser?
Casi vociferantes contestaban de nuevo: –Curas.
Don José, entonces, se animaba a lanzar otra pregunta: ¿Y para qué queréis ser curas?
La respuesta brotaba, asombrosa, en los labios de estos niños que vivían el estupor de esta sorprendente presencia que era el sacerdote que apenas acababan de estrenar: –Para ser como usted y así ganar gente para Cristo.

Y es que el ejemplo arrastraba. También el ejemplo del amor a la cruz. Incluso –así lo cuenta algún testigo– hubo jóvenes que empezaron a hacer algunas mortificaciones. Don José nunca les indicó nada; menos aún se lo mandó. Pero la fuerza de su testimonio provocaba la generosidad de quienes le iban tratando.

Leamos de nuevo algún texto suyo, donde recuerda, después de muchos años, su vivencia de la mortificación en Totanés. En el primero observa la relación entre mortificación física y crecimiento personal y pastoral:

«Me siento muy especialmente movido a insistir en la mortificación, incluso corporal. A llevarla con seriedad extrema, sin regateos ni compensaciones. Las vidas de los santos manifiestan su eficacia personal y apostólica, y mi experiencia, ya lejana, de Totanés, me indica sobradamente lo mismo» (D. 19-II-1978).

Junto a este aspecto de fecundidad, apunta su vivencia del sacrificio como fuente de alegría:

«Ya en Totanés, consideraba que mi vida era bastante más grata que las vidas de muchos, y pensaba ante todo en curas, precisamente porque era mucho más sacrificada en cuanto a comida, sueño, temperatura, diversiones, incluso renuncias a satisfacciones afectivas o intelectuales, teóricamente lícitas, que yo me dejaba imponer por la atención al pueblo» (D. 6-I-1980).

Don José quiere ser el servidor de la alegría para su pueblo. Consciente de que ésta brota del madero de la cruz, hace de estos meses de sacerdocio un camino decidido hacia el Calvario.


El gozo de evangelizar

El diario de Don José recuerda en bastantes ocasiones la época de Totanés, que él mira como paradigmática de lo que debe ser su vida sacerdotal, a la vez que, con cierta frecuencia, teme haber perdido aquel fervor inicial. Subrayamos sólo tres párrafos que apuntan algo muy característico del joven sacerdote: el ardor por la conversión de las personas:

«Los fuegos de la época de Totanés... Aquel deseo de convertir a quien quiera, al primero que me encontrara, ¡que, no pocas veces, resultaba inmediatamente fructuoso!» (D. 12-VIII-1979).

«Recuerdos de Totanés, cuando la mitad de las conversaciones remataban en genuina conversión...» (D. 20-VII-1980).

«Me ocurre que, cuando uno se deja a la gracia, incluso sin ser todavía notablemente espiritual, puede ser colaborador eficiente de Cristo. Recuerdo los tiempos de Totanés, en que sin duda era yo muy imperfecto, en ciertos aspectos mucho más que ahora. Sin embargo, mi palabra y mi testimonio resultaban eficacísimos. Luego vinieron las incesantes infidelidades, y he quedado medio inútil para convertir a nadie [...]. No podré volver a la fecundidad de entonces mientras no haya sido repuesto en aquella apertura a la gracia. Eso es el perdón...» (D. 3-III-1977).

Ya le hemos visto «abalanzarse», cual ave de presa, sobre el joven que, recién llegado Don José a la parroquia, le está enseñando el pueblo. Y ése será su estilo continuamente. No trae elaborado un plan previo, sino que procura vivir en docilidad al Espíritu para que éste le impulse a la conquista de cada persona según los tiempos y modos de Dios. Muy pronto comenzó a hacer un censo parroquial. Como buen pastor quería conocer a cada una de sus ovejas; y ahí le tenemos, de casa en casa, hablando, preguntando... y aprovechando la ocasión: indefectiblemente Don José acaba «arremetiendo». «Mire –solía decir a quien estaba censando– yo he venido para que usted sea amigo de Cristo...» Y se lanzaba a proponerle la realidad del amor del Señor y a ofrecerle la oportunidad de un encuentro con Él.

El joven párroco parecía vivir en ascuas mientras quedara alguien sin conocer a Cristo, sin vivir en gracia.

Los sacerdotes de las parroquias vecinas habían promovido también en Totanés algunos grupos de Acción Católica. Cuando Don José llega al pueblo les inyecta nueva vida y comienzan un intenso crecimiento en número y en calidad. En seguida les ofrece dirección espiritual, adaptándose a los horarios de ellos. Así, cuando los jóvenes vuelven de sus tareas en el campo, al caer la tarde, se inician turnos de dirección casi hasta la medianoche. También aprovechan estos tiempos para reuniones de formación, que generalmente se tienen en las escuelas, pues no había otros lugares de reunión. Estos mismos jóvenes de Acción Católica, espoleados por Don José, le van trayendo otras personas para que hablen con él. De hecho, por ejemplo, cuando todavía no lleva un año en el pueblo, casi la totalidad de jóvenes se han confesado o se confiesan ya de manera periódica. Hay incluso quien da cifras: de los treinta y siete varones jóvenes, sólo dos no han pasado por el confesionario.

Y, además, están los cursillos de cristiandad y los ejercicios espirituales. Don José, abrasado por el deseo de que sus feligreses se conviertan, empieza a enviar a algunos a vivir el cursillo de cristiandad. Hace tiempo él había conocido este instrumento apostólico y lo usaba cuanto podía. Comentaba jocosamente que le ahorraba tiempo: le convertían a las personas más rápidamente de lo que lo haría él.

En cuanto a los ejercicios espirituales, ve con claridad que son un medio muy valioso para el acrecentamiento de la vida espiritual. Por eso, va enviando a unos y otros a las diversas tandas que se ofrecen en la diócesis. Pero, además, también proyecta tenerlos en su propio pueblo; entre otras cosas para facilitar el acceso a ellos de más personas. Así, ya en 1956, organiza una tanda en Totanés, para chicas, que dirige Don Gabino Díaz Merchán.

Don José no se reserva. No se cuida. Vive en función del Evangelio. A las cinco de la mañana ya está en la iglesia. Ora, confiesa a los hombres, da la comunión a quienes salen temprano a trabajar en el campo, celebra la Misa, y, después, sigue disponible para más confesiones, ahora ya de mujeres. Cuando ha terminado en el templo sale a buscar a unos y otros. Afable en su trato, traba conversación con todos. Va a las escuelas a hablar a los colegiales, visita enfermos... ¡Y le habían dicho que Totanés era un pueblo con poco trabajo, muy a propósito para una vida tranquila!

Por lo demás, también él se da sus mañas para buscar a la gente y proponerles la vida de gracia. Así, por ejemplo, sabe que los días de lluvia intensa los hombres no pueden salir al campo. Indefectiblemente esos días Don José va a buscarlos a sus casas, uno por uno. Y, cuando va a visitar enfermos, aprovecha para establecer un diálogo, siempre orientado al anuncio de la salvación, con las personas que están en la casa.

A tiempo y a destiempo, haciéndose todo a todos, urgido por la salvación de todos.

Siempre jovial, la gente lo encuentra, mientras camina por las calles, con algún niño en brazos o jugueteando con ellos. ¡Qué facilidad para expresar el cariño a los pequeños! Con ellos, este hombre de rezos y penitencias, tiene siempre un estilo juguetón. A los que son ya escolares los visita en sus aulas, donde les habla de Jesús y les enseña catecismo. Y, además, organiza la catequesis en la parroquia. Él prepara bien a las catequistas y son ellas las encargadas de este ministerio.

Siempre disponible, nadie sentía que le molestaba cuando iba a hablar con él o a pedirle confesión u otro tipo de ayuda. Un día, por ejemplo, vino una persona de Toledo a verlo y a conversar con él. El asunto era importante y se quedan hablando hasta altas horas de la noche. Rivera, según su costumbre, el día siguiente está a las cinco en la iglesia. Durante toda la mañana continúa con quehaceres diversos. Al mediodía se reencuentra con el visitante, que ha visto su ritmo y la escasez de tiempo que ha dedicado al sueño. Acabada la comida Don José se va a descansar un rato. Apenas se ha marchado a su habitación, llaman a la puerta de la casa parroquial: una señora quiere hablar con el párroco... El visitante, que se ha apresurado a abrir, se esfuerza en explicarle que no es posible, que Don José casi no ha dormido esta noche... Pero se oye la voz del sacerdote, que aparece terminando de abrocharse la sotana:

«Señora, pase a la sala de visitas». Y le hace entrar a la habitación, austera, donde atiende a las personas que vienen a conversar con él. Acabada la entrevista, el huésped le reconviene: «José, así no puede ser, tienes que cuidarte un poco...» La respuesta de Rivera es vehemente: «Si tú fueras padre de familia, ¿no atenderías a tus hijos? Pues yo tengo quinientos. Y una madre no se pregunta cómo está ella, sino qué necesitan sus hijos...» Obviamente el huésped guardó silencio.

Esa disponibilidad la extendía a todos y a todo. Pero muy especialmente a los moribundos y a la administración del sacramento de la penitencia. A cada joven, por ejemplo, le había dicho: «Si cometes un pecado mortal no dudes en venir inmediatamente a confesar, sea la hora que sea».

Disponibilidad –ya lo hemos visto– para que todos puedan acercarse a recibir la comunión. Bien conocía él que los hombres madrugaban mucho para ir a trabajar al campo y que, por ello, no podrían participar en la Misa. Pero, aún más madrugador, él los esperaba en la iglesia para que pudieran recibir el cuerpo eucarístico de Cristo antes de incorporarse a sus quehaceres.

Disponibilidad para explicarles la Misa e introducirles en su misterio. La Eucaristía, celebrada en latín, no era fácil de entender para aquellos sencillos fieles. Don José, individualmente o por grupos, les va explicando los ritos, el sentido de la celebración, la realidad que se conmemora... Va logrando así que ellos vivan cada vez mejor la Misa, que poco a poco deja de ser un rito vacío y se va convirtiendo en la experiencia de la Pascua del Señor.

Oración, penitencia, testimonio... de un sacerdote. Totanés comienza a cambiar notablemente. Hay conversiones. Muchos comienzan a visitar al Señor en el sagrario, se recomponen relaciones...

«¡Aquellos primeros tiempos, en Totanés, en que se multiplicaban continuamente las comuniones, las visitas a Cristo, las conversiones sinceras! ¿Qué hubiera sido de mis ambientes, si yo hubiera mantenido aquel ritmo de amor a Cristo y celo por las almas?» (D. 31-III-1972).

Se hace muy llamativo el incremento de asistentes a la Misa. Al final de la estancia de Don José en el pueblo, comulgan diariamente unas doscientas personas; de ellas, casi la mitad son varones.

Y, por supuesto, el domingo el templo está lleno. Don José predica gozoso. Lo hace sólo los domingos y las fiestas, excepto en el mes de noviembre, que predica todos los días sobre las «verdades eternas» (muerte, juicio, cielo...). Habla siempre con sencillez, usando ejemplos, e intenta no alargarse. Con su hermana, que se sitúa al final de la iglesia, ha convenido que le haga una seña cuando lleve diez minutos predicando, porque no quiere ir más allá de ese tiempo.

Eso sí, su palabra, predicada en el templo, dicha en la dirección espiritual, o dirigida a cualquier alejado, era fuego:

«Cuando le oía hablar de Cristo, que era constantemente porque no hablaba de otra cosa –dice una joven de aquella época–, a mí me dejaba en mis adentros la sensación de que Don José vivía con Él y hablaba con Él [...], me parecía que Cristo estaba vivo y que yo le importo» (F. FERNÁNDEZ DE BOBADILLA, op.cit, 361).

Un fuego que nace de la experiencia de vivir «viendo al Invisible». Leamos el testimonio de otra feligresa:

«No estábamos acostumbrados a escuchar hablar así de Dios y de las cosas de Dios. No parecía que nos estuviese predicando doctrinas, sino que parecía que nos estuviese contando lo que él veía con toda claridad y sin ninguna duda. Salíamos de la iglesia comentando lo que él había predicado, y pronto comenzó a acarrear a toda la gente a la iglesia. Primero era para escuchar las predicaciones; pero después para confesar y comulgar. En muy poco tiempo cambió todo el pueblo» (ibid. 360).

Y, siempre, en un tono sencillo, asequible, esperanzado. Veamos un testimonio más:

«La predicación de Don José era muy clara y muy sencilla. Siempre nos hablaba de Dios y de las cosas de Dios. Ponía ejemplos de la vida familiar, de cómo crían los buenos padres a los hijos, de cómo van creciendo los hijos sin darse cuenta bajo la mirada y el cuidado de los padres. Lo explicaba todo tan sencillamente que te contagiaba las ganas de vivirlo. Te convencía de que la vida cristiana tenía que ser mucho más fácil que lo que nosotros nos imaginábamos» (ibid. 360-361).

Y, en su palabra, siempre una propuesta apremiante, esperanzada, gozosa: la santidad. Adaptar el lenguaje no significaba rebajar el contenido. Don José, que siempre había tenido en su vida el horizonte de la santidad, ahora lo propone con convicción a sus feligreses, seguro de que Dios quiere conducirlos a todos a esa meta. Permítasenos otro testimonio:

«Siempre hablaba del amor que Dios nos tiene y del empeño que Él tiene en que lleguemos a ser santos. Eso lo repetía continuamente: «Tenéis que ser santos, pero no porque os lo propongáis vosotros, sino porque se lo ha propuesto Dios. Él os ha creado para que seáis santos». No se cansaba de repetirlo. También nos decía con frecuencia que Dios no se conformaba con que sus hijos fuesen buenas personas, sino que quería que fuésemos santos. Y nos explicaba que ser santos no era cosa de gente rara, ni que consistiese en hacer cosas raras o difíciles; sino que ser santos consiste en vivir como hijos de Dios, recibiendo la vida que Él nos va dando» (ibid. 361).

Ese anuncio de la llamada a la santidad nunca lo tradujo él en exigencias, normas, esquemas, modos concretos. Por el contrario, se limitaba a lanzar la propuesta, respetando los modos de la acción de la gracia en cada corazón. Una propuesta consistente en presentar el Misterio, convencido de que éste atrae y conmueve. De hecho se propuso hablar mucho de la persona de Jesucristo, bastante del Padre, y poco a poco del Espíritu Santo. Las cuestiones morales vendrían después.

Por otro lado, ese delicado respeto a cada uno no significaba transigir con situaciones de pecado. A los esposos, por ejemplo, les predicaba en su integridad el «evangelio de la vida», animándolos a acoger los hijos confiando en el Padre providente. Y, a veces, niega la absolución en el confesonario cuando le parece que no hay disposición para acoger la voluntad de Dios. También este ejercicio de fortaleza contribuyó a elevar la vida espiritual de sus feligreses:

«Recordar los tiempos de Totanés, en que la firmeza frente al pecado, la negación en bloque de absolución, ante ciertos pecados, contribuyó a una palpable mejoría del espíritu cristiano del pueblo entero» (D. 18-III-1977).

En conjunto, Don José está muy gozoso con la evolución de su parroquia. Disfruta con sus hijos espirituales. Y se goza incluso de sus gozos humanos. Se le ve contento cuando los jóvenes disfrutan sanamente de honradas diversiones. Se enorgullece viéndoles divertirse sin pecar. Vive la alegría de una madre feliz y sacrificada por su numerosa prole.

Pero el campo de evangelización se amplía. De las parroquias vecinas, sobre todo de Noez y de Gálvez, le piden ayuda para confesiones, predicaciones, cursillos de formación... Accede gustoso. En la medida en que va siendo conocido son más las personas que le buscan como confesor o director espiritual. Algunos comienzan a venir a Totanés... Crece la tarea pastoral.

Por su parte, él también invita a otros sacerdotes a colaborar en su parroquia, sobre todo en el ministerio de la confesión, de forma que los fieles puedan optar por otros confesores. Mensualmente comienzan a ir a Totanés dos sacerdotes. Sin embargo la fila más larga de penitentes se hace ante el confesonario del párroco: las ovejas buscan a su pastor.

Tampoco le han olvidado personas que trataron con él en Toledo o en otros sitios, o que le han ido conociendo en retiros o charlas que él ha ido dando en lugares diversos. Ello lleva consigo otro apostolado: la dirección espiritual por carta. También para esta labor encuentra tiempo el párroco de Totanés.

Terminemos leyendo un párrafo de una carta fechada el 20 de septiembre de 1955:

«Y para terminar, que no se preocupe nunca de nada. No esté triste por nada. Las cosas de la tierra no valen la pena de entristecer a un hijo de Dios. Y sus propias faltas no pueden dejar amargura en quien está segura de que Dios la ama. No piense en sus fallos, sino en el milagro continuo del amor del Padre que los cubre continuamente. Piense cómo todas sus faltas y pecados, al través de los años, van cayendo en ese abismo de la misericordia divina, donde desaparecen para siempre. Con usted no queda ya el pecado, la falta, el contagio del ambiente; con usted queda sólo la misericordia Paterna que la rodea, la penetra y la santifica, aunque usted misma no se dé cuenta. La alegría es una obligación cristiana. Pues la alegría nos ata con Dios como ninguna otra cosa y no hay pecado tan horrible como esta desorientación de nuestros cristianos, que los hace incapaces de encontrarse con Dios en medio de sus pequeñas alegrías. Cierto que el dolor vale más que los gozos humanos. Pero los hijos pequeños no son todavía capaces de regalos de valor y Dios da a cada uno aquel regalo que puede convenirle».


Entrañas maternales

Cuentan los evangelios que cuando Juan Bautista estaba en la cárcel, mandó a preguntar a Jesús si era Él quien tenía que venir o tenían que esperar a otro. Jesús se limitó a responder a los mensajeros que dijeran a Juan lo que ellos mismos estaban viendo: los ciegos recobraban la vista, los cojos comenzaban a caminar... (Mt 11, 2-6). Las obras del amor son los signos de la veracidad del mensaje predicado; ellas atestiguan la presencia del Reino; certifican la autenticidad del predicador y de lo predicado.

También en esto Don José quiere ser exquisitamente fiel al Evangelio. Cada pobre es Jesús y él quiere entregarle cuanto es y cuanto tiene. Esto será el signo de la veracidad de su predicación.

Ya hemos visto cómo estaba la casa parroquial y su negativa a mejorarla. Meses después su familia insiste y le envía dinero, que él empleará en mejorar la casa... de otros; de familias necesitadas.

Los pobres sabían dónde acudir. El párroco siempre terminaba encontrando algo que dar. A veces, la comida que su hermana ha cocinado, y que va a parar al estómago de algún menesteroso, a costa del ayuno de José y de Ana María. Suerte que ésta piensa igual que él, y no solamente no se molesta, sino que contribuye también en las obras de caridad que su hermano emprende.

Lo suyo no lo siente como suyo. Indefectiblemente pasa a otras manos. En Navidad, sus padres van a visitarle. Ven las numerosas necesidades que tiene la casa parroquial. De vuelta a Toledo le envían dinero para que acristale el patio y amortigüe el frío. José transforma este donativo en mantas para familias pobres de la parroquia.

Mantas ya había pedido con anterioridad a sus padres. Cuando su madre le preguntó cómo las quería, él respondió: «Como si fueran para tu hijo». Y es que en Don José la caridad siempre tuvo acentos maternales.

Y a manos de algún otro pobre fue a parar también el abrigo nuevo que su madre, al verle poco protegido frente al frío, le envía desde Toledo.

Él busca dar, sin medida, sin defenderse frente a los posibles engaños. La gente no entiende esta postura, y a veces se lo reprocha. Así, cuando un señor le pidió que comprase un burro para él, Don José buscó el dinero y lo hizo. Algunos pensaban que no lo necesitaba, y así se lo hicieron saber al «ingenuo» párroco. Pero éste les repitió, como en otras ocasiones, que lo que importa es ejercitar la caridad, que el Señor nos da más a nosotros y no lo usamos bien, que en los evangelios Jesús aparece dando, ayudando, sin controlar si se usará bien esa ayuda que él presta... Y es que la caridad es el arte de amar como Cristo, no la habilidad para evitar ser engañados.

Son multitud de ayudas las que, con toda sencillez, va prestando. E intenta resolver los casos a fondo. Como cuando encuentra un vagabundo y no para hasta, con la colaboración de una familia de Toledo, dejar arreglada su situación.

Poco a poco, la gente del pueblo va empezando a hacer sus ensayos de caridad. El nunca exigió, nunca obligó... era su testimonio lo que suscitaba esos impulsos de amor. Tanto era su respeto a cada persona y tal su convicción de que sólo la caridad construye, que no hacía colecta en la Misa:

«La haré –les decía a sus feligreses– cuando realmente estéis preparados para dar por caridad, pues lo que no nace de ésta no sirve para nada».

Los ancianos, necesitados de escucha y de atenciones cariñosas, le veían pararse tranquilamente con ellos; dedicaba ratos simplemente a estar, a interesarse por sus vidas, a conocerlos...

¿Y qué decir de los enfermos? Visitaba a cada uno varias veces por semana, le escuchaba, le hablaba de Dios, le confesaba... ¡Cuánto tiempo empleaba en cada enfermo! Y no sólo con los que vivían en el pueblo. Hacía largas caminatas para visitar con el mismo empeño a aquéllos que vivían en algún lejano caserío. Los enfermos ya no se extrañaban de la visita del sacerdote; no era ésta la señal fatídica de la cercanía de la muerte. ¡Estaban tan acostumbrados a verle en sus casas! Si el enfermo se agravaba, él estaba horas enteras, acompañándole en su agonía, confortándole con los últimos sacramentos... Le llevaba de la mano, como una madre a su hijo pequeño, a la vida eterna. Durante el tiempo que estuvo en Totanés, ninguna persona pasó al otro mundo sin haber recibido el sacramento de la unción de los enfermos.

Tampoco es ajeno a la llamada «cuestión social». Le preocupan las injusticias. Ve que los obreros ganan poco y decide afrontar la cuestión abordando a aquéllos que les emplean. Pero aquí son los mismos trabajadores quienes intervienen haciéndole entender que en realidad estos patronos rurales tampoco pueden pagar más. Don José comprende y no insiste.


Ars ya no es Ars

Cuando san Juan María Vianney llevaba dos o tres años en su parroquia, después de una peregrinación en la que participó fervorosamente casi todo el pueblo, dejó brotar de sus labios esta afirmación: «Ars ya no es Ars». El pueblo poco religioso que había encontrado se había convertido en un foco de fervor.

Estamos en 1957. El párroco de Totanés está contento. Dios le ha ido regalando numerosas conversiones. Casi la mitad de los feligreses comulga diariamente, aumentan las horas de confesionario y de dirección espiritual, muchos hacen ejercicios espirituales, los pobres son atendidos... Dios ha estado muy grande durante este año, y Don José está alegre.

Está alegre, pero cree que se debe ser aún más coherente con el Evangelio. Escribe a Don Anastasio Granados, su director espiritual, expresándole sus razones para dejar el pueblo a fin de buscar un destino peor. En todo caso, está en perfecta disponibilidad para quedarse o marchar. Se le indica que se quede y que se presente a los exámenes para obtener la parroquia de Totanés «en propiedad». Así lo hace y, sin dificultades, lo consigue.

Pero Dios tiene otros planes. La conversión de Totanés ha tenido precio: José Rivera, sin alardes, con sencillez, ha puesto en juego toda su vida, y ahora su cuerpo pasa factura. Durante este verano ya no puede ocultar su verdadero estado de salud. Los dolores crecen. Una pierna apenas puede moverla... Las circunstancias, signos del querer de Dios, hablan de cambio. En octubre el pueblo entero llora su partida.

¿Qué ha pasado en Totanés? Quizá la respuesta es sencilla: ha habido un hombre, un sacerdote, que ha creído en la ternura del Señor. Y este acto de fe ha hecho que el pueblo quede anegado de ese amor fuerte y delicado de Dios.

¿Ha triunfado José Rivera? ¿Ha fracasado?... ¡Qué importa!... Ha sido testigo de un amor mayor.

«Hay una sola cosa en que no he fracasado y en que espero triunfar en toda la línea: desde hace al menos 25 años, me tengo propuesto como resumen de todo ser testigo, no más, de la ternura de Cristo» (D. 16-IV-1972).