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Somos porque somos amados

«Dame almas y quítame todo lo demás». El lema, tan de Don Bosco, sintetiza bien el sentimiento que parece devorar al joven Rivera, tras su tiempo de preparación en Comillas y Salamanca. El recordatorio de su ordenación sacerdotal recoge esa petición: que se me comunique la ardorosa sed de almas que consumió a Cristo en su pasión. En el corazón de Rivera encuentra eco apasionado el «tengo sed» de Jesucristo en la cruz. Sed de que muchos conozcan al Señor. Sed de que muchos disfruten el amor de Dios. Sed de salvar muchedumbres.

Y eso desde una profunda humildad. La frase que él ha elegido para esa estampa de su ordenación es la de San Pablo a los efesios, en el versículo 8 del tercer capítulo. Con ella, José expresa su conciencia de ser el último entre todos los cristianos, y a la vez la certeza de haber sido escogido por pura gracia para algo grandioso, divino: ser presencia del misterio de Cristo, apóstol que anuncie a todos el amor de Dios.

Rivera, mendigo de la gracia, hará de su vida un canto al amor, a la misericordia, a la ternura de Cristo. Un canto tan bello que muchos, atraídos por él, experimentarán la certeza de que sólo hay una seguridad, la de ser los amados de Dios.


Días de gozo

La primavera de 1953 es portadora de intensas alegrías para José Rivera.

En una España en la que el catolicismo impregna la sociedad y en la que la Iglesia tiene un papel protagonista, el diácono Rivera, que cursa los últimos meses de Teología, decide pedir la ordenación presbiteral.

Aunque sigue sintiendo la desproporción entre su persona y el don que pide, ya dejó atrás los escrúpulos, y el 26 de febrero presenta formalmente su solicitud para ser ordenado. El 8 de marzo, siguiendo las normas canónicas, se hace pública esa petición. No hay nada en contra. Queda fijada la fecha de ordenación para el 4 de abril. Nuestro diácono ha cumplido en diciembre 27 años.

El día previsto es sábado santo. Todavía no se ha dado la reforma litúrgica que impide celebraciones ese día. La ceremonia tiene lugar en la capilla del palacio arzobispal de Toledo. Preside el Cardenal Pla y Deniel. Conforme a las costumbres de la época, asisten pocas personas a la celebración.

José ha entrado muy recogido en la capilla. Es consciente del acontecimiento: va a recibir la ordenación –¡qué simbólico el día!– para ser signo personal de la muerte y resurrección de Cristo. Su persona se hará portadora de este misterio de vida victoriosa que brota de una muerte de amor que llega hasta el extremo del descenso a los infiernos.

Cuando sale de la capilla, ya sacerdote, toda su persona expresa un gozo indecible. Su familia le lleva a comer a casa, pero a él –pletórico de alegría– le es muy difícil ingerir alimentos.

En ese clima de júbilo desbordante celebra al día siguiente su primera Misa solemne. Con la conciencia de que la Eucaristía y los pobres son dos modos de presencia de Jesús que se reclaman mutuamente, quiso que esta celebración tuviera lugar en la cárcel. La oposición de sus padres, y quizá la intervención de Don Anastasio, su director espiritual, le hicieron desistir de esta intención. Se avino a celebrarla en el Carmelo de Albacete, donde se encontraba Carmelina, su hermana y madrina, apoyando la fundación realizada dos años antes.

El día es una gran fiesta. Junto a su familia le acompañan sacerdotes muy significativos para él: su primer confesor, Don Francisco Vidal, el director espiritual de su juventud, Don Amado, y Don Anastasio Granados. Además se han desplazado hasta allí numerosos seminaristas de Salamanca y jóvenes de Acción Católica. Precisamente al final de la Misa, en un clima de entusiasmo vibrante, se canta el himno «Juventudes católicas de España», enardeciendo el ánimo de todos los presentes.

En el convento se ha preparado comida para todos los asistentes. Son momentos gratos de encuentro, de conversación, mientras se van tomando los alimentos servidos. De nuevo José, demasiado embargado por el gozo, es incapaz de ingerir nada.

Sin embargo, a la vez, parece intuirse un sentimiento de nostalgia en el rostro de Rivera. Alguno piensa que en un acontecimiento como éste añora al hermano querido y admirado, fallecido hace ya 17 años... No, no es así. José le experimenta intensamente cercano, más presente que los acompañantes visibles. Lo que añora el neo-sacerdote es la presencia de los pobres. ¡Ha pensado tantas veces que ellos han de ser los primeros...!

En la segunda Misa sí logra satisfacer este anhelo: celebra en Madrid, en el Hospital de ancianos e inválidos, donde es atendido un enfermo a quien él visitaba asiduamente en Toledo. La Misa con los que no cuentan. La Iglesia naciendo del costado abierto de Jesús en la Eucaristía y en los pobres... Ya están presentes las convicciones que acompañarán a Rivera toda su vida.

Terminados estos días de celebración, el neo-sacerdote regresa a Salamanca para terminar los estudios teológicos, si bien, a pesar de lo previsto, no se presentará en junio para su licenciatura.

Mientras tanto, Manuel Aparici, sacerdote después de un largo y fecundo período como laico impulsor de las juventudes católicas, sueña con un proyecto de santidad sacerdotal. El ve –y Rivera comparte esa apreciación– que sólo a los religiosos se les ofrece con seriedad una vida de aspiración a la santidad. En cambio, como planteamiento, del sacerdote diocesano sólo se espera que sea bueno, que cumpla con sus deberes, pero no se le ofrece el horizonte de una verdadera santidad. Ante esto, Aparici se propone reunir a algunos sacerdotes diocesanos deseosos de una vida según el Evangelio. Con ellos iniciaría una cierta vida comunitaria, con amplia dedicación al estudio y a la oración, y con un apostolado incisivo. No quiere fundar nada nuevo, sino revitalizar el sacerdocio diocesano. Para este proyecto cuenta con Rivera. Y habla de ello y de él al Cardenal toledano. José, recién ordenado, está a la expectativa de esta posibilidad, que parece muy en consonancia con sus propias convicciones. Finalmente el proyecto no se realizó y el joven Rivera tendrá destino pastoral en su diócesis toledana.

Sin embargo, algunas de estas líneas serán una constante en su modo de vivir el sacerdocio hasta el final de sus días. Parece resonar en ellas el estilo de san Juan de Ávila, de quien José era buen conocedor. En efecto, como en él, sus días estarán marcados por largos tiempos dedicados a la oración y al estudio, valorando enormemente el poder de la intercesión, la fecundidad del estudio, la austeridad de vida, el desprendimiento de todo, la huida de honores. Al modo del maestro Ávila, no querrá nunca fundar una congregación, sino vitalizar el sacerdocio estrictamente diocesano, convencido del carácter fontal de éste –unido y subordinado al obispo– para toda la Iglesia particular. No obstante, también como en el caso del apóstol de Andalucía, en su etapa final en esta tierra vio crecer junto a él un grupo de sacerdotes profundamente marcados por sus convicciones.

Ya desde estas semanas en las que estrena sacerdocio, José hace de la Eucaristía el centro de su ministerio. Le estimula el recuerdo de algo que aprendió en los días de su preparación a la primera comunión: el ejemplo de un santo que dedicaba media semana para prepararse a celebrar la Misa, y la otra media para dar gracias por la celebración. José celebra todos los días con disposiciones parecidas: su ritmo interior viene marcado por la preparación a la Misa que celebrará mañana y por la acción de gracias por la que ha celebrado hoy.

Y celebra con la conciencia de que el sacerdote ha de incorporarse existencialmente al sacrificio redentor de Cristo; lo cual implica compartir sus sufrimientos:

«La Misa –escribe en una carta estos días– se hace transparente cuando hay un dolor fuerte dentro del alma, y un dolor que no es por nada propio, sino por otras almas» (Cta. V-1953).

Celebra sin especial emotividad, pero sí dejando que la Eucaristía eduque en él actitudes de caridad sincera para con los demás:

«Yo no tengo nada de sensibilidad cuando celebro o administro la comunión, pero sí puedo deciros que es casi imposible tener ni siquiera sensiblemente rabia a una persona a quien se ha dado de comulgar o por quien se ha celebrado la misa; queda como un cariño hacia todos los hombres, y es que se ha hundido uno en el misterio tan cerca de la Caridad, que el alma queda necesariamente impregnada de ella. Pues si esto pasa al que medio distraído y sólo como ministro externo administra o celebra, ¿qué amor debe tener el que se entrega y el que ofrece libremente, el que murió de verdad en la primera Misa? Es seguro que ante esto pierden importancia todas las negruras, todas las debilidades humanas, todos los panoramas tristes, y se ve a los hombres tan queridos por Dios que se está seguro de que no hay problema alguno y que si no fuera porque deseamos participar del dolor del Amigo, la luz sería tan viva que hasta la pena sensible desaparecería por completo» (ibid.).

Vive profundamente su condición de mediador entre Dios y los hombres, por quienes va experimentando la ternura que Dios siente por ellos. Cada noche, en el silencio, los bendice con corazón de padre. Dejémosle de nuevo la palabra a él:

«¡Tengo tan vivo este sentido de mediador que trae continuamente gracia de Dios a los hombres! Cuando celebro, cuando doy la comunión, cuando bendigo... Todas las noches, al llegar al cuarto, antes de encender la luz, por la amplísima ventana abierta, bendigo esta ciudad de Salamanca donde a estas horas tanta gente estará resistiendo a la gracia del Padre. Y yo sé que mi bendición alcanzará de Dios muchas gracias eficaces y que habrá gente que iba a pecar y ya no pecará. Y lo creo porque es Dios mismo quien me ha hecho mediador entre Él y sus hijos y no puede menos de oírme cuando uso de su «nombramiento», un nombramiento no escrito en papel, sino grabado en el alma misma con un carácter sacramental que me asemeja a Jesucristo, el Hijo» (Cta. VI-1953).


Hundirse en el misterio

El verano trae destino pastoral para el neo-sacerdote. El día 7 del caluroso mes de julio, José Rivera es nombrado coadjutor de la parroquia de Santo Tomás Apóstol –popularmente conocida como Santo Tomé– de la ciudad de Toledo. Inicia su ministerio sacerdotal donde recibió el Bautismo y la Confirmación.

En esta época la parroquia contaba con 11.000 personas aproximadamente. El párroco, hombre de 70 años, lo primero que hace es mostrar al coadjutor los límites parroquiales. Este, asombrado por la extensión, pregunta:

–¿Cómo se llega a todas estas personas?
–Simplemente no se llega, responde el párroco.

A José le hierve el alma. Y no dudará en gastarse y desgastarse para que todos puedan escuchar el mensaje de la salvación. Por lo demás, dada la edad del párroco, será el coadjutor quien tendrá que cargar con muchas tareas, especialmente todas aquellas que impliquen salir a las zonas más alejadas.

Ahora bien, Rivera no se entrega desquiciadamente a la actividad. Con Pío XII, pontífice que dirige en este momento la Iglesia, entiende que el activismo es la herejía de nuestra época. Por eso, aunque trabajará muchísimo, dedicará tiempos largos a la oración. Su hermana le recuerda, por ejemplo, meditando las letanías del Corazón de Jesús, que se sabía de memoria. Buscó en la Escritura textos que iluminaran cada una de las invocaciones litánicas y oraba con ellos continuamente. Se le veía además muy fundamentado en la Eucaristía y en la confesión.

Haciendo de la Misa el centro de la jornada, vive la celebración como una inmersión en Dios, desde la cual transmitirá ese mismo Dios a los demás. Se repite a sí mismo a lo largo del día que celebrar es entrar en Dios, sumergirse en un Amor mayor, ser introducido en una Realidad que transciende todo:

«Hundirme en el misterio, como gustaba repetir el primer año de mi sacerdocio, cuando recorría las calles para ir a celebrar. El misterio del amor divino que desborda sus riquezas sobre mí» (D. 22-III-1977).

En cuanto al sacramento de la confesión, en primer lugar él es penitente asiduo, recibiéndolo cada cinco o seis días como máximo. Aunque no queda bien especificado en su diario, parece que de esta época data su voto privado de no diferir la recepción del sacramento:

«Ninguna de tales motivaciones debe ser bastante para retrasar la recepción del sacramento. Lo más eficiente, acaso, sea mantener, indefinidamente, el voto de no sobrepasar jamás un plazo de 10 días. En cuaresma, conservarlo tal como lo hice al comienzo: confesión cada 5 ó 6 días, a todo tirar...» (D. 18-III-1976).

Supuestas las convicciones normales que nacen de la fe, en él esta profunda devoción por el sacramento de la reconciliación está alimentada, también, por la experiencia transformante que vivió siendo adolescente, y a la que ya hemos aludido. Él constató en sí mismo que se puede nacer de nuevo al confesarse, que los obstáculos más insalvables pueden ser removidos por una absolución, que este sacramento es una pascua, un pasar Cristo poderosamente por un corazón pecador devolviéndole la vida:

«¿Ha pasado una vez más Cristo, como en aquella confesión de Santa Leocadia, que me cambió inexpresablemente durante tres o cuatro años –y cuyos efectos perduran de todas formas aún? Acaso la experiencia que Dios quiera otorgarme sea cabalmente –una vez más– la del poco esfuerzo necesario en la vida espiritual. Realmente, los logros alcanzados en mi vida, no se han manifestado nunca como productos de esfuerzos personales, sino como gracias eficaces y atracciones de Dios» (D. 1-XII-1969).

Rivera disfruta confesándose y confesando a otros. Para él –como escribirá dos años después a una joven que ahora comienza a frecuentar su dirección espiritual– «la confesión es una verdadera fiesta y no puede ser de otra manera» (Cta. 12-VIII-1955).

Vive ya ahora lo que después irá dejando reflejado en sus escritos:

El sacramento de la penitencia «es uno de los momentos situados en el nivel más alto objetivo de mi unión con Jesús, el Hijo de Dios. Una de las ocasiones más santificantes [...]. La apertura al influjo de Jesús, que ama actualmente al pecador, y le comunica la gracia. La conciencia y el sentimiento de afecto a aquel miserable que se confiesa; el deseo vivísimo de su conversión, la pena real honda, por sus pecados, el impulso a cumplir por él las penitencias que él se halla todavía incapaz de cumplir, y que yo voy, raudamente, sintiéndome capacitado a llevar a cabo por él [...]

Interacción de las actividades entre sí: si absuelvo mejor, seré más fructuosamente absuelto; si vivo en disposición penitente, alcanzaré gracias para la recepción propia y ajena de la absolución; y ambos aspectos me iluminan y confortan para vivir penitente... Entonces podré desgastarme, de verdad, por los hombres, para que superen la realidad humana y sean constituidos hijos de Dios, perfectos como el Padre celestial» (D. 6-III-1977).

Junto al confesionario del coadjutor comienzan a formarse colas de penitentes. Y muchos empiezan a buscarle no sólo para recibir el sacramento, sino también para pedirle dirección espiritual. Especialmente los jóvenes. A ellos, que sienten admiración por este joven sacerdote, les empieza a dedicar ratos largos, tanto en la sacristía como en su casa.

A José le gusta este ministerio, quiere tratar con cada uno como una madre hace con sus hijos; disfruta intuyendo el avance de la gracia en los corazones. Pero, a la vez, siente el peso de la responsabilidad y la sobrecarga de una tarea que se perfila desbordante.


El celo se acrisola en la obediencia

Al ser destinado a Toledo, cuya realidad le era bien conocida, José tenía intención de vivir en una casa pobre, cerca de la zona del río, donde habitaban familias en situación muy precaria. La otra alternativa era ocupar una habitación en la casa sacerdotal. Sus superiores, en cambio, a fin de que esté mejor cuidado, le mandan vivir en casa de sus padres. El entiende que la obediencia es actitud clave para realizar el sacerdocio. Así se lo dice a su madrina al comentarle esta decisión de sus superiores:

«Los hombres sólo conocerán el amor de Dios cuando Dios mismo se lo enseñe por dentro y para alcanzarlo no hay nada más derecho que obedecer» (Cta. otoño 1954).

Por eso, aunque esta decisión es contraria a lo que él hubiera deseado, se adapta a la situación. Hasta tal punto que se esfuerza por respetar los horarios familiares, e incluso busca momentos para estar con sus padres entreteniéndoles con su conversación o jugando a las cartas con ellos.

Experimenta ya desde el comienzo de su ministerio lo que escribirá más tarde: «Las empresas divinas usan –y abusan– de la contradicción» (D. 1-III-1989).

Además del tiempo dedicado al confesonario y a la dirección espiritual, ocupa muchas horas en la atención a los enfermos. Está convencido de que ellos, al hacer presente la cruz redentora de Cristo, son la prioridad de la acción pastoral. Los visita continuamente. Les lleva la comunión. Les dedica largos ratos...

Y quiere sintonizar con ellos:

–Don José, ¿por qué viene usted en el hueco más caluroso del día a traer la comunión, y, además, andando? Nosotros vivimos lejos, podemos pagarle un taxi...
–¿Cómo quieren que yo venga cómodamente si traigo entre mis manos al Crucificado, y se lo traigo a alguien que sufre...?

La gente empieza a acostumbrarse a este tipo de respuestas del joven coadjutor. Al igual que ya no les extraña verle caminando por el sol en los momentos más tórridos de los días veraniegos, y por la sombra cuando se experimentan las temperaturas más gélidas del invierno.

No escatima tiempo para estar con los que sufren. No antepone el plan o la comodidad propios. Especialmente cuando se trata de enfermos terminales. En efecto, cuando se diagnostica a alguien una enfermedad mortal o se ve que su vida se va apagando, José intenta llevarle la comunión diariamente para facilitarle la entrada en el cielo.

Los familiares se sorprendían y agradecían tanta solicitud. Más de una vez, ante el lecho de un moribundo, tras varias horas de presencia de Rivera, se ha repetido esta conversación:

–Usted tendría que irse a descansar, le decía alguien de la familia.
–¿Y usted, dónde va a ir?, respondía José.
–Hombre, yo... yo soy hijo; es mi madre la que está agonizando...
–Pues yo soy sacerdote. Por tanto, me quedo.

Y se quedaba. Muchas veces. Y luego explicaba que el amor del sacerdote ha de ser mayor que el de un familiar por otro, y que al sacerdote cada persona debe importarle más que a nadie... Él sabía que un moribundo necesita una presencia sacerdotal para dar el salto a la eternidad, y actuaba en coherencia con esa certeza. Quería protegerle con su sacerdocio en los momentos del combate final, como una madre protege a su niño en una situación difícil.

Cuando alguien atendido así fallecía, José comentaba que tenía un amigo más en el cielo y le pedía su ayuda.

Intentaba siempre acompañar el cadáver hasta el cementerio. Cuando algún sacerdote se quejaba por el tiempo que se gastaba en los entierros, Don José manifestaba su extrañeza y su desacuerdo: acompañamos lo que ha sido –y será gloriosamente después de la resurrección– un templo de Dios: ¿no es motivo suficiente para estar cuantas horas sean necesarias?

Eso sí, después de acompañar a alguien en su agonía, no podía comer. Por más que su familia le instara a ello, José era incapaz de hacerlo.

Su celo no se agota en los enfermos. Dedica también mucho tiempo a los jóvenes, con los que tiene semanalmente círculos de formación, y periódicamente retiros. Y además está disponible para todo aquello que el párroco le encarga.


¿Vivir mejor que los pobres?

Fotografiemos, precisamente con su párroco, una escena en el despacho parroquial: Una señora ha entrado a recoger una partida de bautismo para el hijo que se va a casar.

–¿Esto cuesta algo?, dice ella.
–¡Vaya pregunta, señora! En todas las oficinas se cobra, responde el párroco.

José asiste mudo al diálogo. Le molesta. Después se desahogará: «La Iglesia no es una oficina; es una madre». Y él quiere que resplandezca esa realidad materna. Por eso en sus reflexiones y en algunas cartas y conversaciones privadas es muy crítico con la mediocridad de los cristianos, particularmente de los sacerdotes.

«¿Tenemos acaso derecho a alojarnos mejor, vestirnos mejor, alimentarnos mejor que los pobres del mundo?» José lleva en el alma este pensamiento de Chévrier. A diario visita las casas de los más pobres, junto al río. Ya que no puede vivir con ellos y como ellos, busca al menos estar cerca de ellos. Y sufre por no poder compartir su condición. Y por ver que no son tratados adecuadamente. El ha visto cómo el párroco distribuye bolsas de alimentos, pero a veces lo hace refunfuñando; y las señoras que las reciben se van cabizbajas, humilladas. Cuando él está solo, por ser coadjutor no puede dar nada, pero al recibir a estas personas las escucha, se interesa por sus cosas y, al final, tras alguna expresión llena de humor, se van contentas, habiendo hecho la experiencia de ser tratadas con dignidad. Y es que Rivera, sencillo, tiene un modo de tratar a los demás que no sólo no humilla, sino que dignifica, despertando en ellos la conciencia de ser personas infinitamente amadas.

Cuando alguien va a visitarle o a pedirle algo, no se siente juzgado. El ve personas y ayuda. Como cuando consigue un colchón para una pareja pobre que vive amancebada. Ante la objeción del párroco, que subraya la obvia situación de irregularidad moral, Rivera tan sólo responde: «Bien, pero de todas formas tendrán que dormir».

En cambio, es crítico con determinados modos con que proceden algunos miembros de la Iglesia. Y particularmente crítico cuando estos modos afectan a los sacerdotes. Le exaspera, por ejemplo, que haya entierros de diversas categorías, según el dinero que la familia pueda pagar. Sufre cuando ve la diferencia de recursos entre los sacerdotes y los pobres. Le molesta que no haya proporción entre las visitas de sacerdotes, numerosas, a la casa de sus padres, familia acomodada, y las que reciben, muy escasas, los pobres.

Todo esto procura llevarlo en silencio. A veces, no obstante, conversa confidencialmente de ello con alguna persona. Por ejemplo, con su hermana y madrina, que le sigue con afecto desde su convento de clausura, y con quien mantiene frecuente relación epistolar. Aunque un poco larga, transcribimos casi completa una de estas cartas, en las que se transparenta el alma de José.

«Lo que sí veo en el conjunto del movimiento sacerdotal es una mediocridad sobrenatural que asusta. Todo es contemplaciones a nuestra debilidad, apoyos humanos, estímulos a nuestro deseo de comprensión, y cuidados, muchos cuidados a la salud, a los nervios, y a todo lo nuestro. Y encima el descaro de hablar de pobreza y de humildad y de caridad y de todas las virtudes. Yo me divertiría mucho, si no me diese tanta pena, al pensar que el clero «pobre» necesita una casa «digna» donde hemos de pagar 25 pts. de pensión, que es igual o algo más de lo que emplea un obrero de mi parroquia para mantener a toda su familia. Nosotros no tenemos caridad suficiente para vivir en una casa peor, pero nos aterra pensar en la maldad del mundo si ese obrero decide eliminar al 4º o 5º hijo que va a llegar a comer de las mismas 25 pts. Yo creo en la facilidad de la elevación de todo el mundo, y en que esos obreros pueden ver fácilmente el amor de Dios en su pobreza, pero cuando nosotros hayamos creído primero y lo hayamos manifestado con nuestras obras. Mientras tanto creo que estamos obstruyendo una serie de gracias actuales que serían las que de hecho harían ver al pobre la vida sobrenaturalmente.

Ayer, por ejemplo, estuve en una cueva. Es una habitación, algo así como la cuarta parte, o algo más, de una habitación de casa. En unas pieles o no sé qué, duerme una vieja que ocupaba la cueva desde hace tiempo: en otro lado, un matrimonio y un niño de unos meses. Fuera de la cueva están expuestos unos orinales, unas sartenes y otros utensilios de todas clases.

Desde luego hacemos muchas obras de caridad. Pero es que no hay nada tan absurdo como las obras de caridad. Porque la caridad es una tendencia total al amor, a entregarse, a unirse, y eso de dar de arriba abajo una limosna puede ser una obra de misericordia, pero no precisamente de caridad... ¿Te figuras a una madre haciendo obras de cariño con sus hijos? ¿Y la caridad debe ser menos totalitaria que el amor natural?

Yo no veo cómo se puede dejar a Cristo en una cueva comiendo mondas de naranja y marcharme yo a una buena casa, con buen brasero, a comer merluza. Resulta trágico [...]

Yo creo que hay que sensibilizar el amor de Dios y la vida de fe, viviéndola. Y para decir bienaventurados los pobres hay que ser pobre de verdad, como los pobres que piden y no como los que pueden dar, como los pobres que carecen de casi todo y se mueren de hambre y cuando llega una enfermedad saben que tendrán que morir, porque Dios ha dispuesto en su providencia que sean bienaventurados por todos conceptos y no encuentren ayudas, previsoramente arregladas, que les solucionen las enfermedades lo mismo que a los ricos. Pobres que no saben nada del día de mañana, sino que está en las manos del Padre. Y para decir bienaventurados los que sufren hace falta demostrar que no nos importan las enfermedades y que estamos dispuestos a morirnos donde sea el día que estemos gastados, porque cualquier sitio será la casa del Padre, y porque nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos, queremos darla por las almas y no guardarla para las almas […]

En fin no creas que estoy molesto con que hagan una cosa u otra conmigo, me da igual puesto que está perfectísimamente clara la voluntad de Dios. Todo esto son consideraciones generales. Pero yo sé por la fe que muchos sacerdotes vivirán así precisamente porque yo tengo suficiente vida para poder ver la voluntad de Dios en la realización de unas ideas totalmente opuestas a las mías.

Mientras tanto no falta tarea. Los enfermos son los que más me llevan, pues me he empeñado en llevarles comuniones a todo pasto y asistirles en la muerte. El otro día estuve más de dos horas con la abuela de N que murió muy bien. Me encanta pensar que voy teniendo en el cielo un montón de almas amigas. Y que la gente necesariamente comprende que yo les quiero y por tanto que los quiere Dios» (Cta. otoño 1954).


Certezas de un principiante

José Rivera ha iniciado su ministerio sacerdotal con ímpetu desbordante. Si, por carácter, fue siempre apasionado, ahora –con la pasión de Cristo latiendo en su corazón– el apasionamiento ha alcanzado límites que su natural apenas puede soportar. Se tomó en serio la sentencia de Antonio Chévrier: el sacerdote ha de ser un hombre comido.

Cuando lleva poco más de un año como coadjutor, José empieza a dar señales de agotamiento. Le cuesta dormir y retener los alimentos. El insomnio y los vómitos se hacen sus compañeros de camino.

Cuando una religiosa de la comunidad de su hermana Carmelina, con la que mantiene amistad y relación epistolar, abandona el convento, el joven sacerdote sufre indeciblemente y lo expresa, también, con incremento de insomnio y de vómitos.

Acude al doctor Zalba, hombre de confianza que tiene también una hija carmelita. Le aconseja descanso y le dirá que más adelante le conviene ser destinado a una tarea intelectual. Por ahora, se toma una temporada de tranquilidad en Fuenterrabía. Su descanso lleva consigo larguísimos tiempos de oración y de estudio.

Este tiempo le aporta luces sobre sí mismo. Su carácter es apropiado para una vida con gran dedicación al estudio o bien para una parroquia pequeña. Y en todo caso sus tensiones estarán muy aliviadas si se le permite llevar una vida dura, entregado a un profundo radicalismo evangélico.

Si bien en sus insomnios el médico ha detectado una secuela de las tensiones vividas durante la guerra civil, cuando su padre tenía que esconderse en un habitáculo mínimo, construido en el rincón de una habitación, por el temor de que lo buscaran para fusilarle, también ha descubierto otra fuente de conflicto interior: Rivera quiere vivir con radicalidad el Evangelio y se siente constreñido por la obediencia, que le indica modos más suaves de vida. Es un águila poderosa encerrada en una estrecha jaula.

Tras examinar diversas posibilidades, sus superiores, con fecha de 28 de junio de 1955, le dan el nombramiento de ecónomo de Totanés, un pueblo de unos 500 habitantes. Ecónomo es el responsable de una parroquia, pero sin el título jurídico de párroco. En la práctica el ecónomo hace las veces de párroco.

Dos años de sacerdocio. Unos meses terminando los estudios en Salamanca. Poco más de un año como coadjutor en Santo Tomé. Una temporada de descanso en Fuenterrabía. Dos años intensos que han afianzado en el novel sacerdote convicciones que latían ya en el corazón del joven militante de Acción Católica y en el inquieto seminarista.

Entre ellas, la necesidad de que el sacerdote viva pobremente, cercano a los más débiles, empeñado en mostrarles a ellos de modo preferencial el amor de Dios, llegando también a la solución de sus problemas laborales, económicos y educacionales. Siente ya en su corazón lo que resumidamente dirá al final de su vida: «La expresión de la caridad ardiente debe ser abrasadora» (D. 21-XI-1989).

Junto a la pasión por los pobres, la confianza en la acción de Dios. A cada persona le comunicaba la certeza de que Dios vela por sus hijos. Poco después de abandonar Santo Tomé escribe estas líneas a una persona que se dirigía con él:

«Le dije el otro día que su único peligro era no confiar bastante, no dejarse, hacerse cargo de usted misma, preocuparse como si usted fuera su propia santificadora» (Cta. 17-VIII-1955).

Es la misma confianza que vive para sí mismo. La gracia es fuerza de Dios capaz de allanar obstáculos y de hacer fácil y gozoso el camino. En el caso del sacerdote, esa gracia es participación de la paternidad divina y, por ello, capacidad de generar vida sobrenatural y de expresar un amor mayor:

«Y por de pronto creo que el ser testigo es espontáneo cuando se viven un poco las cosas. La vida sacerdotal me parece extremadamente fácil y santificadora. Es embalarse en una obra de Dios, en que Dios mismo te mueve, es actuar la fe y la caridad, y la esperanza en un movimiento continuo sin esfuerzo. Escuchar a todas horas la voz del Padre que te cuenta el amor que tiene a sus hijos y contárselo suavemente a ellos» (Cta. IX-1977).

En fin, el joven Rivera está sólidamente afianzado en una certeza: cada persona es absolutamente preferida por Dios; el amor de Dios es la única –pero absoluta– seguridad de nuestras vidas. Sus dos primeros años de sacerdocio han sido un intento de ayudar a cada persona a abrir los ojos a esa realidad, la de ser gratuitamente amada por Cristo. Somos porque somos amados por Él.

«Esto es precisamente lo que empece a muchas gentes para entender el amor de Cristo, que es único, absolutamente único; que no presupone la cualidad del amado, sino que la crea; que tan sólo precisa que el amado reconozca su impotencia total, de una totalidad también absoluta, por lo menos inexperimentable en los niveles naturales. Y que aún este mismo reconocimiento pacífico es don suyo. Un amor que crea totalmente al amado. A decir verdad, esta misma operación amorosa es un milagro estricto, pues naturalmente el hombre queda sumido en unas realizaciones superlativamente misteriosas por sobrenaturales. Pero momento por momento, nuestra sola tarea es humillarnos ante Él y creer en su amor» (D. 16-XII-1974).