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Cristocentrismo

En el estado actual, como en cualquier otro, que se encuentre el hombre, necesita de la gracia para realizar todas y cada una de las obras, que llevan a la vida eterna, e incluso las que por sí mismo no llevan a la vida eterna, pero son disposición para ello, como el pensamiento y el deseo de creer, el deseo de salvación, la petición de perdón, etc.

Nada puede conducir a la vida eterna que no sea sobrenatural, ya que los medios para un fin, en este caso sobrenatural, deben guardar proporción o consonancia con él. Los medios y el fin tienen que estar en el mismo plano.

La gracia de Dios se necesita con necesidad absoluta, o sin restricción alguna, para para poder querer y cumplir el bien sobrenatural y divino en cualquier estado. No sólo porque, aún sin pecado, el hombre no tiene derecho a la gracia, sino también porque el hombre en el estado de naturaleza caída no puede salir del mismo sin la gracia. La iniciativa de la concesión de la gracia procede Dios.

El movimiento inicial de lo sobrenatural procede de la misma gracia. No se comienza por las solas fuerzas naturales. No hay, por consiguiente, ninguna preparación natural positiva para la primera gracia actual, y es ésta la que prepara para las demás gracias.

«Para que Dios infunda la gracia en el alma, ninguna preparación se exige que Él mismo no realice» (STh I-II, 112, 2 ad 3).

Tampoco cabe ninguna preparación natural negativa, en cuanto remoción del pecado, que es impedimento para la gracia. El hombre sin la gracia de Dios no puede, por tanto, prepararse de ningún modo para recibir la gracia inicial. Necesita la previa gracia actual para recibir la gracia santificante y las ulteriores gracias actuales. Al igual que la obtención de la vida natural no depende del hombre, tampoco la vida sobrenatural, en el primer momento, es una opción humana o efecto de alguno de sus actos; aunque como la anterior puede después el hombre aceptarla o rechazarla.

Ninguna obra meritoria es anterior a la gracia, sino que todas ellas son una consecuencia de la misma. Santo Tomás no ve ninguna oposición entre la afirmación de San Pablo, «juzgamos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley» (Rom 3, 28), y la de Santiago, «la fe sin las obras es muerta» ( Sant 2, 26). Sostiene que el hombre se salva

«por la fe, y esto sin las obras de la Ley (...) sin las obras de los preceptos morales; de tal manera, sin embargo, que se entienda, sin obras que precedan a la justicia: pero no sin obras que se sigan de la justicia, porque como se dice en Sant 2, "la fe sin las obras", quiere decir subsiguientes a la justicia, "es muerta"» (In Espistolam Pauli ad Romanos expositio, III, lec. IV, n. 317).

De un modo más preciso afirma Santo Tomás que «la justificación del pecador es efecto de la gracia operante», y el «mérito es efecto de la gracia cooperante» (STh I-II, 113, pról.). El ser justificado, o pasar del estado de pecado al estado de justicia o de orden, es un efecto de la gracia «operante», que es radicalmente anterior y fundante del mérito de las buenas obras. Éstas son efecto de la gracia «cooperante», que es fruto de la justificación.

Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, divide la gracia en operante y cooperante:

«En aquellos efectos en que nuestra mente es movida y no motor, sino que es Dios sólo el motor, la operación se atribuye a Dios, y en este sentido se llama "gracia operante"; más en aquel efecto en el cual nuestra mente mueve y es movida, la operación no sólo se atribuye a Dios, sino también al alma, y en este sentido se llama "gracia cooperante"» (STh I-II, 111, 2 in c.).

La justificación o salvación no proviene de la gracia y de las obras conjuntamente, sino que proviene de la sola gracia, raíz y fundamento, que produce buenas obras, y que tienen así mérito, porque son fruto de la justificación. Por tanto,

«es necesario que sea primeramente justificado internamente el corazón del hombre por Dios para que el hombre haga obras proporcionadas a la gloria divina» (In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, IV, lec. I, n. 325.); o bien que «después que el hombre ha sido justificado por la fe, es necesario que su fe obre por la caridad para conseguir la salvación» (In Espistolam Pauli ad Romanos expositio, X, lec. II, n. 831).

Todo ello, sin afectar a la libertad. Después de la previa moción divina de la gracia actual, el hombre puede aceptar la gracia o poner impedimento. De manera que

«está al alcance del libre albedrío el impedir o no impedir la recepción de la gracia». Por ello, «no sin razón se le imputa como culpa a quien obstaculiza la recepción de la gracia, pues Dios, en lo que de Él depende, está dispuesto a dar la gracia a todos, "quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad" (I Tim 2, 4). Y sólo son privados de la gracia quienes ofrecen en sí mismos obstáculos a la gracia; tal como se culpa al que cierra los ojos, cuando el sol ilumina al mundo, si de cerrar los ojos se sigue algún mal, aunque él no pueda ver sin contar con la luz del sol» (Summa Contra Gentes III, 159).

Sin la gracia, sin embargo, el hombre, en el estado actual de naturaleza caída, por sí mismo, no podrá, por mucho tiempo o en acciones difíciles, no poner impedimentos a la gracia. Como precisa el Aquinate,

«lo que se ha dicho, de que depende del poder del libre albedrío el no poner obstáculos a la gracia, corresponde a aquellos en quienes está íntegra la potencia natural. Más si por un desorden precedente se desviase hacia el mal, no dependería absolutamente de su voluntad el no poner ningún obstáculo a la gracia. Pues aunque en un momento pueda por su propia voluntad abstenerse de un acto particular de pecado, sin embargo, si se abandona a sí mismo por largo tiempo caerá en el pecado, con el cual se pone un obstáculo a la gracia. Así, pues, cuando se elige algo que es contrario al fin último, se pone un obstáculo a la gracia que conduce al fin. Por lo tanto, es manifiesto que, después del pecado, el hombre no puede abstenerse de todo pecado antes de ser reducido de nuevo por la gracia al orden debido» (Summa Contra Gentes, III, 160.).

La naturaleza caída tiene el poder de no resistir a la gracia, y no permanentemente, en los actos fáciles -aquellos que ni por su magnitud ni por la dificultad que requieren, no exigen todas las fuerzas de una naturaleza sana, sino que bastan algunas, como las que tiene un enfermo para realizar los actos que puede hacer en su estado-, y también el poder de resistir a la gracia en todos. El primer poder, a diferencia de este último, es una perfección, y como tal queda perfeccionado y aumentado por la gracia.

Puede decirse que el no poner resistencia a la acción de la gracia en los actos fáciles se debe a la naturaleza, aunque también a la gracia, cuando ésta le ayuda. En cambio, el no poner resistencia de manera perfecta a la acción de la gracia, o en los actos difíciles -los que por la magnitud de la obra o la dificultad que entrañan, necesitan de todas las fuerzas de la voluntad y que, por tanto, son imposibles para una naturaleza enferma-, se debe a la misma gracia.

La gracia en ambos casos es la que regenera al libre albedrío, de tal manera que es así capaz de cooperar activamente con la misma gracia, de consentir a su acción, y ello sin perder la libertad ya que, por el contrario, ésta ha quedado perfeccionada con la gracia, aunque el hombre siempre conserva el poder de resistirla. Además, Dios, si quiere, incluso puede quitar el impedimento que pone el hombre y hacer que continue el curso de la gracia, sin afectar tampoco a la libertad.

Explica Santo Tomás:

«Mas, aunque el que peca ofrece un obstáculo a la gracia y, en cuanto lo exige el orden de las cosas, no debiera recibir la gracia, sin embargo, como Dios puede obrar fuera del orden aplicado a las cosas, del mismo modo que da vista al ciego o resucita al muerto, algunas veces, como exceso de su bondad, se les anticipa con su auxilio a quienes ofrecen impedimento a la gracia, desviándolos del mal y convirtiéndolos al bien. Y del mismo modo que no da vista a todos los ciegos ni cura a todos los enfermos, para que en los que cura aparezca el efecto de su poder y en los otros se guarde el orden natural, así también no a todos los que resisten a la gracia los previene con su auxilio para que se desvíen del mal y se conviertan al bien, sino sólo a algunos, en los cuales quiere que aparezca su misericordia, así como en otros se manifiesta el orden de la justicia» (Summa contra Gentiles, III, 161).

Además, el hombre también necesita la gracia para lograr la perfección en cuanto a su naturaleza. No sólo es necesaria la gracia para la elevación de la naturaleza al orden sobrenatural, sino también para poder superar el mal, lograr la perfección natural adecuada al hombre.

Por una parte, para el conocimiento de las verdades prácticas es necesaría moralmente la gracia externa de la divina revelación, porque, como indica Santo Tomás,

«la razón humana no podía errar en sus juicios universales sobre los preceptos más comunes de la ley natural; pero con la costumbre de pecar hace que se obscurezca su juicio en los casos particulares. Más sobre los otros preceptos morales, que son a manera de conclusiones deducidas de los principios más comunes de la ley natural, muchos yerran reputando lícitas cosas que de suyo son malas. Fue, pues, conveniente que la ley divina proveyese a esta necesidad del hombre, a la manera que entre las cosas de fe se proponen no sólo las que superan la razón, como que Dios es trino, sino las que están al alcance de ella, como que Dios es uno, a fin de poner remedio a los errores en que muchos incurren» (STh I-II, 99, 2 ad 2).

Por otra parte, es necesaria la gracia interna para querer y obrar bien, incluso más que en el entendimiento, porque como también explica el Aquinate,

«la naturaleza humana quedó más corrompida por el pecado en cuanto al apetito del bien que en cuanto al conocimiento de la verdad» (STh I-II, 109, 3 ad 3). La razón que aporta es la siguiente: «La infección del pecado original (...) mira primariamente a las potencias del alma. Luego, debe fijarse, ante todo, en aquella que nos da la primera inclinación al pecado. Como ésta es la voluntad, síguese que el pecado original se fija, ante todo, en la voluntad» (STh I-II, 83, 3 in c.).

Sin embargo, en el orden del querer y obrar el bien honesto natural, en el estado de naturaleza humana caída, caben, sin la gracia de Dios, acciones morales honestas. En el estado actual de naturaleza caída, el hombre conserva la potencia física o natural de querer y obrar el bien natural honesto, aunque no así toda la potencia moral o libre de obstáculos. El pecado no ha disminuido ni destruido la potencia física de querer y obrar el bien honesto. Es como una enfermedad, que no extingue la vida, pero atenua las fuerzas o la debilita. Impide, por tanto, la potencia moral, pero no para todo bien.

El hombre ahora puede hacer algún bien, pero no todo el bien honesto proporcionado a su naturaleza, ya que ello exige todas sus fuerzas sanas. En la situación actual del hombre, aunque esté afectado por el pecado,

«en un momento puede por su propia voluntad abstenerse de un acto particular de pecado, sin embargo, si se abandona a sí mismo por largo tiempo caerá en el pecado, con el cual se pone un obstáculo a la gracia» (Summa contra Gentiles, III, c. 160).

No puede dejar de poner impedimentos a la gracia en cosas difíciles, ni fáciles que duren mucho tiempo, pero si puede hacer cosas fáciles y por algún tiempo, como amar a Dios, aunque con amor ineficaz o imperfecto; cumplir algún precepto de la ley natural, e incluso evitar algún vicio, e incluso todos los vicios por poco tiempo. En cambio, le es imposible no sucumbir en tentaciones graves. En definitiva, no puede hacer todo el bien, ni perseverar en el mismo.

Dirá, por ello, Santo Tomás que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnase, asumiendo una naturaleza humana en toda su integridad, con todas sus limitaciones e incluso con los efectos del pecado, como el dolor y la muerte, a pesar de no tener pecado, fue necesaria principalmente para la salvación eterna, pero también conveniente en el mismo orden de la naturaleza. Sin la Encarnación, afirma, como se ha indicado más arriba al tratarse de la existencia de Dios, que

«hubiesen desaparecido totalmentede la Tierra el conocimiento de Dios, la reverencia a el debida y la honestidad de las costumbres» (STh III, 1, 6 in c.).

Estos beneficios, y otros muchos que «exceden la comprensión humana» se siguen de la Encarnación. Todo ello, sostiene Santo Tomás «nos es conferido por la humanidad de Cristo» (STh III, 1, 2 in c.). Atribuye, por tanto, a la humana naturaleza individual de Cristo el carácter de fuente de toda gracia.

Además afirma incluso que «Cristo (...), en cuanto hombre, es nuestro camino para ir a Dios» (STh I, 2, pról.). Lo que puede considerarse uno de los principios más fundamentos y esenciales de la síntesis filosófico-teológica de Santo Tomás. Podría también agregarse, a pesar de no ser filosófica, a las XXIV Tesis tomistas -junto con las otras nueve que se han propuesto como complementarias por ser también nucleares-, por su continuidad con todas las anteriores.

Igualmente esta décima tesis, por su carácter fundamental en la síntesis tomista, permite una comprensión más profunda de la filosofía tomista, guiada por la fe y puesta a su servicio.

Debe advertirse sobre esta tesis teológica que no implica que todo ello competa a aquella humanidad individual de Cristo en virtud de una fuerza propia de lo humano. No hay nada humano que sea salvador. Ni aunque tuviese toda la perfección que le corresponde según su misma naturaleza, podría salvar al hombre.

Manteniendo siempre la primacia de la gracia, Santo Tomás afirma la bondad de la naturaleza y al mismo tiempo la necesidad de la gracia en el orden natural para ser restaurado en su perfección propia. Todo lo humano puede ser salvado, e incluso, regenerado por la gracia, contribuir a la salvación, pero por sí mismo carece capacidad redentora ni meritoria de la salvación sobrenatural. De manera que

«Cristo, en cuanto Dios, por su propia autoridad puede comunicar la gracia o el Espíritu Santo; como hombre la comunica sólo instrumentalmente, pues su humanidad fue instrumento de su divinidad» (STh III, 8, 1 ad 19).