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El hombre y la gracia de Dios

Además de la triple perfección natural -humana, personal y ética-, el hombre puede tener una nueva perfección, al ser dotado de la gracia divina, realidad sobrenatural, conseguida por Cristo. La gracia de Dios es más importante que cualquier realidad del universo. Es más valiosa que el mismo hombre con su dignidad personal y moral. Afirma Santo Tomás que la gracia que recibe una persona es más perfecta que ella misma y que todo el conjunto del universo:

«El bien de la gracia de uno es mayor que el bien natural de todo el universo» ( STh I-II, 113, 9 ad 2).

El don de la gracia, sin embargo, es una realidad creada, distinta de Dios y de las personas divinas. El don maravilloso de la gracia es causado por Dios e inherente al hombre, que le redime y santifica, capacitándolole para obrar adecuadamente al fin sobrenatural que Dios le ha destinado.

Como realidad entitativa, la gracia no es una substancia, sino un accidente; concretamente, una cualidad espiritual. Esta cualidad, que trasciende todo lo natural, afecta vitalmente al alma espiritual del hombre, cualificándola interiormente, aunque respetando su substancia.

Es infundida como una cualidad permanente y, por tanto, como hábito, y se llama entonces gracia habitual, o como una cualidad transeúnte, que es así gracia actual.

Las gracias habituales son la gracia santificante, que reside en la esencia del alma, y es así un hábito entitativo; y las virtudes santificantes, que están en las facultades y que, junto con los dones del Espíritu Santo, son hábitos operativos. En las virtudes sobrenaturales, Dios es causa principal primera, y la criatura, causa principal segunda subordinada. En los dones, la causa principal es única, el Espíritu Santo y la criatura sólo causa instrumental.

A todas estas gracias habituales, llamadas también genéricamente santificantes, porque santifican al hombre y le unen con Dios, están ordenadas las gracias actuales. Éstas disponen al alma para recibir los hábitos infusos, cuando todavía no se poseen, o para ponerlos en movimiento, si se tienen.

La gracia proporciona la deificación o filiación divina del hombre y la renovación o restauración de la imagen sobrenatural de Dios.La gracia no comunica la naturaleza divina en su totalidad unívoca, sino en cierta medida o proporción, que origina una verdadera filiación, aunque no natural sino adoptiva. Sin embargo, es intrínseca y, por ello, es superior a las adopciones humanas, que son meramente jurídicas o externas.

También provoca la renovación sobrenatural de la imagen Dios, que el hombre ya tiene de un modo natural por su triple dignidad de naturaleza, persona y facultades, que implican racionalidad. El hombre es imagen espiritual de Dios. Además, con la gracia, es imagen de Dios sobrenaturalmente.

«En el hombre existe cierta semejanza imperfecta con Dios, en cuanto creado a su imagen y en cuanto es de nuevo creado según la semejanza de la gracia, por esto de uno y otro modo puede decirse el hombre hijo de Dios, por ser creado a imagen de Dios y porque, mediante la gracia, se asemeja a Él» (STh III, 32, 3 in c.).

Además, el hombre, o más concretamente el alma, que ha sufrido la transformación de la gracia, tiene una especial presencia de las Personas Divinas, por el misterio de la «inhabitación de la Santísima Trinidad». Dios está presente en las criaturas de un triple modo: por presencia o visión, por potencia o poder, y por esencia o substancia.

«Dios está en todas partes por potencia en cuanto que todos estan sometidos a su poder. Está por presencia en cuanto que todo está patente y como desnudo a sus ojos. Y está por esencia en cuanto está en todos como causa de su ser» (STh I, q. 8, a. 3, in c).

La inhabitación de Dios en el alma en gracia supone una mayor presencia divina. Esta última presencia de Dios no puede univocarse con ninguna humana. Se da en el ámbito de las facultades superiores del alma, porque según el Aquinate,

«hay un modo común por el cual está Dios en todas las cosas por esencia, presencia y potencia, como la causa en los efectos que participan de su bondad. Sobre este modo común hay otro especial, que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se halla Dios como lo conocido en el que conoce y lo amado en el que ama. Y puesto que la criatura racional, conociendo y amando, alcanza (attingit) por su operación hasta al mismo Dios, según este modo especial, no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino también que habita en ella como en su templo» (STh I, 43, 3 in c.).

Precisa también que la inhabitación de la Santísima Trinidad se constituye formalmente por el conocimiento y el amor que brotan de la gracia.

«Sólo en los Santos habita Dios por la gracia. La razón es porque Dios está en todas las cosas por su acción, en cuanto se une a ellas, creándolas y conservándolas en el ser; más en los Santos está por la operación de los mismos Santos, mediante la cual tocan (attingunt) a Dios y lo comprenden en cierto modo, al amarlo y conocerlo, pues quien ama y conoce se dice que tiene las cosas conocidas y amadas» (Super II Cor., c. 6, lec. 3, n. 240).

La presencia de inhabitación solo se puede dar en las personas que poseen la gracia de Dios, con todos los dones sobrenaturales, virtudes y dones del Espíritu Santo. El conocimiento y amor sobrenaturales, que dimanan de la gracia, además de proporcionar la semejanza con Dios, ponen en comunicación directa e inmediata, en cierto sentido, con las divinas Personas, en cuanto distintas en su unidad.

Aunque «la persona divina no puede ser poseída (haberi) por nosotros, sino como fruto perfecto, por el don de la gloria; o como fruto imperfecto por el don de la gracia santificante, o más bien por aquello que nos une al bien fruible, esto es por el amor y la sabiduría» (I Sent., d. 14, q. 2, a. 2 ad 2.).

La gracia, aunque pertenezca al orden sobrenatural, tiene relación con el natural. Santo Tomás lo expresa con el principio capital, directivo de toda su síntesis filosófico-teológica. La tesis, que debe añadirse a las ocho anteriores sobre el bien, el ser, el ejemplarismo, los grados de ser, el conocimiento, la persona, la contemplación y la ley natural, que complementan a las XXIV Tesis tomistas, es la siguiente:

«La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona» (STh I, 1, 8 ad 2).

La proposición, claramente antimaniquea, formulada por Santo Tomás, siguiendo la doctrina de la gracia de san Agustín -que asumió y comprendió perfectamente-, de que la gracia no destruye la naturaleza sino que la lleva a su culminación, supone el reconocimiento de que lo natural en cuanto tal es de suyo bueno, pero ha sido herido por el pecado y necesita ser sanado por la gracia.

De ahí que todas las realidades pueden ser utilizadas legitimamente y tienen, además, la posibilidad de ser ordenadas al fin ültimo sobrenatural. El Aquinate nota que la gracia es armonizadora, unitiva. Su carácter distintivo es la suavidad.

De este primer principio de su síntesis, deriva Santo Tomás este otro, que permite comprender la primera función de la gracia señalada en el mismo: «La gracia presupone la naturaleza, al modo como una perfección presupone lo que es perfectible» (STh I, 2, 2 ad 1). La gracia no sólo no es opuesta a la naturaleza humana con sus bienes propios y sus imperfecciones, sino que las exige como sujeto al que perfeccionar. Al sanar y elevar la naturaleza, la gracia no la destruye, antes bien la supone y la perfecciona.

La gracia únicamente no se une con lo antinatural. Puede decirse que todo lo antinatural es anticristiano. Todo puede ser salvado por la gracia, e incluso ser apto para constituirse en instrumento de la salvación. No, en cambio, el mal en sí mismo, porque no es un valor humano, que asuma la gracia, sino una herida del pecado, que ésta tiene que sanar.

En un tercer principio, derivado del fundamental, aunque también se sigue del anterior, afirma, por ello, Santo Tomás: la gracia restaura a la naturaleza en su misma línea. En su situación actual, el hombre «necesita del auxilio de la gracia, que cure su naturaleza» (STh I-II, 109, 3 in c.).

De ahí que la gracia se conforme o amolde con la naturaleza, tanto en sentido específico como individual. La avenencia de la gracia con cada naturaleza individual, con la propia, única e irrepetible de cada hombre singular y concreto, explica que la gracia actue en cada individuo de modo diferente.

Estos tres principios, que la gracia no anula la naturaleza, que la presupone y que la perfecciona en su mismo orden, implican que, sin la acción sobrenatural de la gracia, que normalmente se distribuye en la religión cristiana, la perfección en todos los ámbitos de la vida humana sea de hecho imposible. Santo Tomás tiene siempre presente que la realidad humana es débil e inclinada al error y al mal.

Explica que el hombre fue creado en estado de justicia original, con una naturaleza pura y una serie de dones, los sobrenaturales y los preternaturales.

«Que fue creado también en gracia (...) parece exigirlo la rectitud del estado primitivo, en el cual, según el Eclesiástico: "Dios hizo al hombre recto" (Eccle 7, 30). En efecto, esta rectitud consistía en que la razón estaba sometida a Dios; las facultades inferiores a la razón; y el cuerpo, al alma. La primera sujeción era causa de las otras dos, ya que, en cuanto que la razón permanecía sujeta a Dios, se le sometían a ella las facultades inferiores» (STh I, 95, 1 in c.).

A su vez la ordenación recta de la mente a Dios era el efecto per se o necesario de la gracia. La naturaleza humana fue elevada con los dones sobrenaturales en orden al fin sobrenatural. Los medios sobrenaturales, con los cuales el hombre adquiría la deificación o filiación divina y la renovación sobrenatural de la imagen de Dios, eran la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.

También poseía una serie de gracias actuales, que le disponía para recibir y poner en movimiento todas las gracias santificantes, entitativas y operativas. Como consecuencia, inhabitaba en su alma la Santísima Trinidad. Esta presencia especial le hacía templo de Dios.

Los dones preternaturales, que le fueron concedidos en razón del de la gracia, eran efectos per accidens o no necesarios de la gracia. En este estado de inocencia, Dios también proporcionó al hombre de un modo totalmente gratuito, no exigible por su naturaleza, otros dones, que se denominan preternaturales, porque no eran sobrenaturales, pero más elevados que los propios de la naturaleza humana.

Su función era la de completar las deficiencias de la naturaleza humana y en este sentido eran convenientes. De ahí que no fuesen sobrenaturales, porque éstos estan por encima de toda conveniencia.

Según Santo Tomás, las sujeciones de las facultades a la facultad de la razón y del cuerpo al alma, implicaban principalmente estos cuatro dones: inmortalidad, impasibilidad, integridad, y dominio perfecto.

El don preternatural de la inmortalidad removía el peligro de la muerte. El de la impasibilidad proporcionaba la exención de dolores y sufrimientos. Sin perturbación orgánica ni psicológica, el hombre gozaba de una felicidad perfecta. Nada turbaba su paz y tranquilidad.

El don preternatural de la integridad consistía en la inmunidad total y perfecta de concupiscencia o deseos desordenados. Por él, eran removidos los obtáculos de orden moral. Sentía la concupiscencia o deseos de las cosas necesarias para la conservación de su vida y para la propagación de la especie, pero no de modo desordenado. También el hombre recibió de Dios el don preternatural del dominio perfecto sobre los animales.

Debe advertise que se poseían pasiones, porque «la virtud moral perfecta no suprime, sino que ordena las pasiones» (STh I, 95, 2 ad 3). No se oponía la «carne» al «espíritu», porque

«la carne tiene tendencias contrarias al espíritu, en cuanto que las pasiones se oponen a la razón, lo cual no se daba en el estado de inocencia» (STh I, 95, 2 ad 1).

Sin embargo, el hombre se rebeló contra Dios y las pasiones se levantaron contra la razón. Con el mal, desapareció la armonía, y, además, apareció la «ley de la lucha». La armonía era propia del estado de naturaleza elevada por la gracia, con los dones que le acompañaban, y tal como fue creado el hombre.

Sin la gracia, el hombre se hubiera encontrado en un estado de naturaleza pura, ya sin armonía perfecta, porque las facultades inferiores y el cuerpo no hubieran estado sometidos totalmente a la razón. En el estado de «inocencia», o de justicia original, todos los dones sobrenaturales y preternaturales proporcionaban la completa y perfecta armonía,que el pecado rompió.

El pecado provocó la perdida de todos aquellos dones sobrenaturales y preternaturales que se poseían en este estado y que enriquecían la naturaleza del hombre. En este sentido se perdió un «bien de la naturaleza» y un gran bien. Sin embargo, ello no implicó la pérdida de la bondad de la naturaleza en cuanto su constitución.

La naturaleza humana no quedó substancialmente corrompida, incapaz de buenas obras, con pérdida total de la libertad y pecando siempre en lo que hace. Como efecto del pecado, no hubo corrupción ni debilitamiento intrínseco de los principios que constituyen la naturaleza humana, ni las propiedades que de ellos dimanan, como son las potencias del alma.

En el estado de naturaleza caída, por el pecado, desapareció toda armonía y el hombre queda sometido a la lucha de sus facultades, que se rebelan contra la razón, porque el hombre continuó siendo hombre, con su misma naturaleza y facultades, pero éstas quedaron afectadas en su funcionamiento, disminuyendo su inclinación natural a su bien.

También, como consecuencia del pecado, la naturaleza humana sufrió la disminución parcial de las fuerzas naturales con relación a la práctica de la virtud. En este sentido perdió un «bien de la naturaleza» en cuanto lo es también la inclinación a la virtud, ya que, «como el hombre está inclinado a la virtud por su propia naturaleza, esa inclinación es un bien de la naturaleza». Sin embargo, este tercer «bien natural» no se perdió tampoco, únicamente se debilitó.

«La inclinación natural a la virtud sufrió disminución a causa del pecado. Por la repetición de actos humanos se adquiere cierta inclinación a actos semejantes, y se adquiere inclinación a un extremo, sufre menoscabo la inclinación hacia su contrario. Como el pecado es contrario a la virtud por el mismo hecho de pecar se disminuye el bien de la naturaleza, o sea la inclinación a la virtud» (STh I-II, 85, 1 in c.).

La reducción de este bien de la naturaleza, en cuanto inclinación a la virtud, es comparado por Santo Tomás con una «herida». Al igual que ésta produce la desorganización en el regular funcionamiento del cuerpo sano, el pecado rompe la armonía en las inclinaciones de las facultades del hombre. En este sentido, indica que

«el pecado original es un hábito: disposición desordenada que proviene de la ruptura de la armonía constitutiva de la justicia original, lo mismo que la enfermedad corporal es una disposición desordenada del cuerpo por la que se rompe la proporción en que consistía la salud. Por eso se llama al pecado original "enfermedad de la naturaleza"» (STh I-II, 82, 1, in c.).

En el estado de justicia original, explica Santo Tomás, «la razón dominaba las fuerzas inferiores y, al mismo tiempo, ella estaba sometida a Dios». Por su libertad participada y, por tanto, no absoluta ni omnímoda, el hombre, aún en este estado de completa armonía, tenía la posibilidad del pecado y es de fe que pecó.

Continúa exponiendo el Aquinate:

«Esta justicia original desapareció por el pecado original, y, como consecuencia lógica, todas esas fuerzas han quedado disgregadas, perdiendo su inclinación a la virtud. A esa falta de orden respecto del fin es a lo que llamamos herida de la naturaleza» (STh I-II, 85, 3 in c.).

Precisa también nuestro autor sobre esta herida o disminución de la virtud que

«la inclinación a la virtud es un término medio: se funda en la naturaleza como en su raíz y tiende al bien de la virtud como a su fin. Luego su disminución puede entenderse de dos maneras: primera, por parte de su raíz, segundo, por su término. Considerando el primer aspecto no cabe disminución, ya que el pecado no disminuye el ser de la naturaleza. Se da disminución en el segundo aspecto, por cuanto se interponen impedimentos que obstaculizan llegar al fin» (STh I-II, 85, 2 in c.).

Nunca queda destruida ni la naturaleza ni su inclinación a la virtud o al bien conforme a la razón, al bien honesto. A esta tesis, sin embargo, el mismo Santo Tomás presenta la siguiente objeción:

«El bien de la naturaleza que por el pecado se disminuye es la inclinación a la virtud. Pero se dan casos en que esa disposición ha sido totalmente aniquilada por el pecado, como sucede en los condenados, que son ya incapaces de volver a la virtud, lo mismo que el ciego es impotente para ver. Luego el pecado puede destruir totalmente el bien de la naturaleza» (STh I-II, 85, 2 ob. 3).

Teniendo en cuenta la distinción entre el principio y el fin de la inclinación al bien, la resuelve del siguiente modo:

«Incluso en los condenados permanece la natural inclinación a la virtud; de lo contrario no existiría en ellos el remordimiento de la conciencia. El que nunca pase al acto se debe a la carencia de la gracia divina, por obra de la divina justicia. Es como en el ciego: permanece la radical aptitud para ver, pero no se actualiza, porque falta la causa que puede formar el órgano que se requiere para ver» (STh I-II, 85, 3 ad 2 ad 3).

Respecto a esta «herida» del pecado, termina concluyendo:

«Como son cuatro las potencias del alma que pueden ser sujeto de la virtud, a saber: la razón, en quien radica la prudencia; la voluntad, que sustenta a la justicia; el apetito irascible, que sostiene a la fortaleza; y el concupiscible, en que está la templanza; tenemos que, en cuanto que la razón pierde su trayectoria hacia la verdad, aparece la herida de la ignorancia; en cuanto que la voluntad es destituida de su dirección al bien, la herida de la malicia; en cuanto que el apetito irascible reniega de emprender una obra ardua, la herida de la flaqueza; y en cuanto que la concupiscencia se ve privada de su ordenación al bien deleitable, conforme a la ley de la razón, la herida de la concupiscencia».

Hay que sostener, por tanto:

«Son cuatro las heridas grabadas en la naturaleza a causa del pecado original. Pero, como la inclinación al bien de la virtud va disminuyendo en cada hombre a causa del pecado, estas mismas cuatro heridas son las que proceden de cualquier clase de pecados, ya que por el pecado la razón pierde agudeza, principalmente en el orden práctico, la voluntad se resiste a obrar el bien; la dificultad para el bien se hace cada vez mayor; y la concupiscencia se inflama sin cesar» (STh I-II, 85, 3 in c.).

La naturaleza humana en sí misma, con la ignorancia, la malicia, la debilidad y el deseo desordenado, provocadas por el pecado ha quedado en peores condiciones de lo que se hubiera encontrado en un estado de naturaleza pura. Por el pecado y por la inclinación al mismo, que persiste incluso con la vida de la gracia, la naturaleza humana está debilitada en sus propias fuerzas y, por ello, sin la necesaria armonía consigo mismo y con los demás.

Incluso, aunque en el estado de naturaleza reparada, en que se encuentra el hombre caído que recibe la gracia de Jesucristo, queda restablecido el orden de la razón con Dios, en la parte inferior del hombre, sigue reinando la «ley de lucha». Sólo desaparecerá, cuando, después de la resurrección final, el espíritu someta completamente al cuerpo y a sus apetitos, y dejen de estar inclinados al mal.

Indica Santo Tomás:

«Por el bautismo se limpia uno del pecado original en cuanto a la culpa, y el alma en su parte espiritual recupera la gracia. Pero continua el pecado original en cuanto al fomes, que es un desorden de las partes inferiores del alma y del cuerpo». Añade, por ello, que «los bautizados transmiten el pecado original, porque no engendran en cuanto que están renovados por el bautismo, sino en cuanto que les queda algo de la vejez del primer pecado» (STh I-II, 81, 3 ad 2).

Este pecado del primer hombre no fue de naturaleza sexual.

«Como en el estado de inocencia no podemos hablar de una primera rebelión de la carne contra el espíritu, es imposible que le primer desorden se produjera por el deseo de un bien finito que arrastrara a la carne contra el orden de la razón. Por consiguiente, ese primer apetito tuvo que ser de un bien espiritual, y como no habría desorden en el apetito de esos bienes si procediesen conforme a la medida establecida por la ley divina, no hay más remedio que concluir en la existencia de un apetito desordenado de bienes espirituales; éste es precisamente el objeto de la soberbia, luego el primer pecado del hombre fue la soberbia» (STh II-II, 163, 1 in c.).

El pecado original fue de soberbia, de una especie de concupiscencia espiritual. Concretamente consistió en desear ser semejante a Dios. Pero, como

«dos son las especies de semejanza aplicable a Dios. Una es de igualdad absoluta, y ésa no la buscaban los primeros padres, porque a nadie se le ocurre pensar en ella, y menos a los sabios. Otra es de imitación, mediante la participación de ciertas notas en el modo de ser. Todo el bien de las criaturas es una semejanza participada del primer bien. Por eso, al apetecer el hombre algún bien espiritual que lo supere, desea la semejanza con Dios de un modo desordenado».

Seguidamente precisa Santo Tomás:

«El bien espiritual, conforme al cual la criatura puede imitar al Creador, es triple: Primero, imitación en el ser y naturaleza, y esta semejanza con Dios la poseemos desde el momento de la creación, pues fuimos hechos "a su imagen y semejanza" (Gén 1, 26-27), lo mismo que los ángeles. El segundo modo de imitación se encuentra en el pensamiento. Este modo le fue concedido al ángel desde su creación, por ser "sello de la divina imagen, lleno de sabiduría" (Ez 28, 12); el hombre la recibió solamente en potencia, como capacidad de adquisición. El tercer modo se halla en la actividad, y éste no lo tienen ni el ángel ni el hombre desde el momento de la creación, pues a ambos les falta un intermedio de laboriosidad para conseguir la bienaventuranza. Por tanto, el ángel y el hombre desearon ser semejantes a Dios; pero ninguno de ellos pecó por buscar esa semejanza en cuanto a la naturaleza».

Indica a continuación:

«El hombre la buscó en el orden del conocimiento, de acuerdo con la sugerencia de la serpiente; quiso determinar con las fuerzas naturales qué era bueno y qué era malo y qué cosas buenas o malas habían de acontecer». Secundariamente, pecó también deseando ser como Dios en su actividad, tratando de conseguir la bienaventuranza por sus propias energías».

En este último componente, su pecado de soberbia se parece al de los ángeles, aunque

«el diablo pecó buscando una semejanza con Dios directamente en cuanto a su poder». Sin embargo, «ambos quisieron ser iguales a Dios, en cuanto que despreciando la ley divina, trataron de constituirse en norma de sí mismos» (STh II-II, 163, 2 in c.).

Respecto al objeto de este mal de culpa de los ángeles malos escribe:

«No cabe duda que el ángel pecó apeteciendo ser como Dios. Pero esta expresión puede entenderse de dos maneras: o bien por modo de equiperancia o por modo de semejanza. Del primer modo no pudo apetecer ser igual a Dios, porque sabía por conocimiento natural que esto es imposible (...) Y aún cuando esto fuera posible, hubiera sido contrario a su deseo natural de conservar su ser, que no conservaría si se convirtiese en otra naturaleza, y de aquí que ningún ser perteneciente a un grado inferior de la naturaleza puede apetecer el grado de otra naturaleza superior, como no desea el asno ser caballo, porque, si pasase al grado de la naturaleza superior, ya no sería él mismo».

Advierte, a continuación:

«No obstante, aquí nos engaña la imaginación, porque, debido a que el hombre apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones accidentales, que pueden crecer sin que se destruya el sujeto, imaginamos que puede apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de dejar de ser lo que es».

Los ángeles rebeldes, por consiguiente, debieron apetecer ser como Dios por semejanza de imitación. Debe todavía distinguirse, en este deseo de imitar a Dios en cuanto a la actividad, dos modos.

Uno, «en cuanto a aquello en que es capaz una criatura de asemejarse a Dios, y el que de este modo apetece ser semejante a Dios no peca, con tal que aspire a la semejanza con Dios según el orden debido, esto es, a recibirla de Dios. Pero peca si aspira a ella por fuero de justicia, como si fuese debido a su esfuerzo y no a la acción divina». Tal como se creía en la herejía pelagiana. «Otra cosa es si alguno apeteciese ser semejante a Dios en lo que no es apto para semejarse a El, como, por ejemplo, el que apeteciese crear el cielo y la tierra, cosa que sólo pertenece a Dios, pues en este apetito hay pecado, y de esta manera es como el diablo apeteció ser como Dios».

Sobre este deseo de ser como Dios, especifica:

«Y no porque apeteciese ser semejante a Dios en cuanto a no estar sometido absolutamente a nadie, porque de este modo hubiera querido su propio no ser, ya que ninguna criatura puede existir sino en cuanto participa del ser que Dios le comunica, sino que su deseo de ser semejante a Dios consistió en apetecer como fin último de la bienaventuranza las cosas que podía conseguir por la virtud de su naturaleza, desviando, por ello, su apetito de la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios».

Rechazó el fin sobrenatural concedido por la gracia de Dios y quiso su fin natural.

Hay otra posibilidad, el que su deseo desordenado fuese este mismo fin sobrenatural, pero conseguido por su propio esfuerzo.

«Deseó como último fin la semejanza con Dios que tiene por causa de la gracia; quiso alcanzarla por la virtud de su naturaleza y no con el auxilio divino, según la disposición de Dios y esto concuerda con la opinión de San Anselmo, cuando dice que apeteció aquello mismo a que habría llegado si hubiese perseverado».

No obstante, nota Santo Tomás:

«Estas dos explicaciones vienen a coincidir, porque, en realidad, lo que una y otra dicen es que apeteció obtener la bienaventuranza final por su virtud, lo que es propio de Dios» (STh I, 63, 3 in c.).

Tanto si la soberbia angélica consistió en buscar su bienaventuranza en el orden de su naturaleza o en el de lo sobrenatural, en ambas posibilidades rechazó la bienaventuranza divina que procede de su gracia.

Aunque el primer pecado de los ángeles rebeldes fue principalmente de soberbia en la actividad, no fue de este género secundariamente, como en el hombre -que primero fue de soberbia en el conocimiento, y después también de soberbia, pero en la actividad-, sino que pudo ser de envidia:

«Solamente puede haber en los ángeles malos aquellos pecados a que puede inclinarse la naturaleza espiritual. Pero la naturaleza espiritual no se inclina a los bienes propios del cuerpo, sino a los que pueden hallarse en las cosas espirituales, ya que nada se inclina si no es a lo que de algún modo puede convenir a su naturaleza. Ahora bien, en los bienes espirituales, cuando alguien se aficiona a ellos, no puede haber pecado, a menos que en tal afecto no se observe la regla del superior. Pero no someterse a la regla del superior en lo debido es precisamente lo que constituye el pecado de soberbia. Luego, el primer pecado del ángel no pudo ser más que el de soberbia» (STh I, 63, 2 in c.).

Al pecado de soberbia, pudo seguir el de la envidia, porque este vicio, también de orden espiritual, consiste en «entristecerse de los bienes de los otros en cuanto exceden de los propios» (STh II-II, 36, 2 in c.). El motivo es el siguiente:

«La misma razón que el apetito tiene para inclinarse a una cosa, la tiene para rechazar la contraria, y por esto ocurre que el envidioso se duele del bien de otro, por cuanto estima que el bien ajeno, es un obstáculo para el propio».

En el caso de la envidia angélica, «el bien de otro no pudo ser estimado como impedimento del bien a que se aficionó el ángel malo, sino en cuanto apeteció una excelencia singular que quedaba eclipsada por la excelencia de otro. De aquí que, tras el pecado de soberbia, apareciese en el ángel prevaricador el mal de la envidia, porque se dolió del bien del hombre y también de la excelencia divina, por cuanto Dios se sirve del hombre para su gloria en contra de la voluntad del demonio» (STh I, 63, 2 in c.).

Igualmente, como consecuencia de la soberbia, de querer ser semejantes a Dios en tener por sí la felicidad eterna, los ángeles rebeldes quisieron también poseer el poder de Dios sobre las cosas.

«Como lo que es de por sí es principio y causa de lo que es por otro, de aquella apetencia se siguió, que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios» (STh I, 63, 3 in c.).

El pecado de la soberbia, o el deseo desordenado de la propia excelencia al margen del orden querido por Dios, es el vicio más grave en cuanto a la aversión o huída de Dios que implica.

«La aversión es la parte formal del pecado, y este elemento lo posee la soberbia directamente, mientras que en los demás pecados es algo como derivado» (STh II-II, 162, 7, in c.).

En cuanto al alejamiento de Dios, elemento formal del pecado, la soberbia revela una mayor gravedad con respecto a todos los demás pecados. En éstos la huída de Dios se da por ignorancia, flaqueza o por el deseo de otro bien. Tal evasión de Dios y de su ley es, en realidad, una consecuencia.

«En los demás males, el apartarse de Dios es algo que sigue a la conversión a las criaturas, mientras que la soberbia le dirige inmediatamente a Dios despreciándolo» (STh II-II, 162, 6 in c).

La soberbia, aunque busque la excelencia del propio sujeto, siempre se opone a Dios y hasta al prójimo.

«Todo acto de soberbia contraria a la ley divina, pues reniega de someterse como debe. Y a veces contraria incluso al amor del prójimo, porque se antepone a todos los demás y se niega a reconocer a sus superiores, viniendo a oponerse nuevamente por este camino a la ley de Dios, que manda acatar la autoridad de los mayores» (STh II-II, 162, 5 ad 2).

En este peligrosísimo mal moral «se intenta suprimir la sumisión del hombre a Dios, en cuanto el ser humano se eleva sobre las propias fuerzas y sobre la línea señalada por la ley de Dios (...) o no someterse a la regla por Él señalada» (Ib., 5 in c)».