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La libertad

Sobre la primera conclusión del carácter natural de la libertad, explica Santo Tomás en la Suma Teológica:

«Hay entes que obran sin juicio previo alguno; por ejemplo, una piedra que cae y cuantos entes carecen de conocimiento. Otros obran con un juicio previo, pero no libre; así los animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él; pero con un juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por instinto natural. De igual manera, son todos los juicios de los animales. El hombre, en cambio, obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva juzga sobre lo que debe evitar o procurarse; y como este juicio no proviene del instinto natural ante un caso práctico concreto, sino de una comparación hecha por la razón, síguese que obra con un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas».

Lo prueba con el siguiente argumento:

«Cuando se trata de lo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias, como se comprueba en los silogismos dialécticos y en las argumentaciones de la retórica. Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir direcciones diversas, no estando determinado en una sola dirección. Luego, es necesario que el hombre posea libre albedrío, por lo mismo que es racional» (STh I, 83, 1 in c.).

Según el Aquinate, la libertad o libre albedrío es el poder, radicado en la razón y más inmediatamente en la voluntad, de hacer o de no hacer, de hacer esto o aquello. Por ella, cada hombre ejerce el dominio de sus obras, dispone de sí mismo, se autoposee por su voluntad o se autodetermina. Según Aristóteles, «libre es lo que es causa de sí» (Metafísica, I, c. 2, n. 9, 982b26). Es, por tanto, un medio de perfección en la verdad y en la bondad, aunque frecuentemente se la entiende como la pura licencia para hacer cualquier cosa, sea buena o mala.

Afirma el Aquinate que el acto propio de la libertad del hombre es la elección. Por ella, tiene la posibilidad de hacer lo adecuado o no hacerlo. En la libertad intervienen así tres elementos: la voluntad, como principio intrínseco; el fin: el bien propio; y un acto: la elección.

A este acto de la elección se opone toda coacción externa o interna, como las pasiones y los hábitos, La elección, o este modo de posibilidad, lo es respecto a los medios para conseguir un fin. Sin embargo, en relación a los fines verdad y bondad, no se posee este libre albedrío, porque se quieren de un modo natural y necesario.

Siguiendo a San Agustín, Santo Tomás considera que este básico querer natural y necesario del bien supremo o fin último, en el que no hay elección, es un primer grado de libertad. Lo justifica indicando que

«la necesidad natural no es contraria a la voluntad. Por el contrario, es necesario que, así como el entendimiento asiente por necesidad a los primeros principios, así también es necesario que la voluntad se adhiera al fin último, que es la bienaventuranza. Pues el fin es en el orden práctico, lo que los principios en el orden especulativo» (STh I, 82, 1 in c.).

Por consiguiente, esta tendencia natural y necesaria, que San Agustín incluso denominaba «libre albedrío», da razón del «deseo natural de felicidad» de todo hombre, de la aspiración a la perfección o de máxima plenitud. El ser humano no puede, por ello, dejar de querer ser feliz, de querer el bien. La tendencia más básica, natural y necesaria, es la de la felicidad. Todo hombre quiere siempre ser feliz.

En cambio, el libre arbitrio, en sentido propio, es un querer racional y electivo. Este segundo grado de libertad tiene su raíz en la razón. Se eligen los medios que llevan al fin.

«La elección no siendo del fin, sino de los medios, no puede hacerse sobre el bien perfecto o la felicidad, sino sobre los bienes particulares. Por consiguiente, el hombre elige libremente y no por necesidad» (STh I-II, 13, 6 in c.).

Según Santo Tomás, la voluntad del fin último por sí mismo, de modo natural y necesario -el primer grado de libertad-, difiere, por tanto, del libre albedrío, la voluntad de los medios -segundo grado de la libertad-, en la racionalidad y en la elección. La primera libertad es querer el bien, la segunda es querer el bien elegido. Claramente dice el Aquinate: «El fin último de ningún modo puede ser objeto de elección» (STh I-II, 134, 3, in c.). Por consiguiente, «la elección difiere de la voluntad en que ésta tiene por objeto, hablando propiamente, el fin, mientras que la elección versa sobre los medios» (III, 18, 4, in c.).

Santo Tomás, sobre esta diferencia, establece la distinción entre dos modos de la voluntad.

«La voluntad (...) versa acerca del fin y de los medios relacionados con él, y a uno y a otro tiende con movimientos diferentes. Al fin tiende absolutamente por la bondad que encierra en sí mismo, mientras que a los medios relacionados con este fin tiende de una manera condicionada, en cuanto son buenos para alcanzar dicho fin. Y, por ello, al acto de la voluntad que tiende a un objeto querido por sí mismo (...) es simple voluntad (...) voluntad como naturaleza; que es de naturaleza distinta que el acto de la voluntad que tiende a un objeto querido por orden a otro (...) esto es voluntad consultiva (...) voluntad como razón» (STh III, 18, 3 in c.).

Con esta distinción, puede explicar que, en Cristo, no hubo contrariedad de su voluntad humana con la divina, salvando el realismo de su pasión, la libertad de su voluntad humana y su obediencia a Dios.

«Era voluntad de Dios que Cristo padeciese dolores y también la pasión y la muerte; más estas cosas las quería Dios no por sí mismas, sino por orden a un fin, la salvación de los hombres. Por tanto, se ve claro que Cristo, con su voluntad racional considerada como naturaleza, podía querer algo distinto de lo que Dios quería. Sin embargo, con su voluntad como razón quería siempre lo mismo que Dios. Lo cual queda de manifiesto en el texto: "no se haga como yo quiero, sino como quieres tú". En efecto, con la voluntad como razón quería cumplir la voluntad de Dios, aunque con la otra voluntad quisiera algo distinto» (STh III, 18, 5 in c.).

No obstante, con respecto al fin último -con sus atributos de unidad, verdad, bondad y belleza, cuya posesión se identifica con la felicidad suprema-, también hay elección, en otro sentido. Debe quererse de modo racional y electivo la concreción o particularización del fin supremo, al que se tiende ya natural y necesariamente en su modo abstracto o general.

Según Santo Tomás,

«el fin último puede considerarse de dos modos; uno, refiriéndose a lo esencial del fin último, y otro, a aquello en lo que se encuentra este fin. En cuanto a la noción abstracta de fin último, todos concuerdan en desearlo, porque todos desean alcanzar su propia perfección y esto es lo esencial del fin último. Pero respecto a la realidad en que se encuentra el fin último no coinciden todos los hombres, pues unos desean riquezas como bien perfecto, otros desean los placeres y otros cualquier otras cosas» (STh I-II, 1, 7 in c.).

Debe tenerse en cuenta que la necesidad del fin último humano es más plena que la de los otros fines de su naturaleza. Por su carácter general, es querido siempre. Incluso cuando el hombre se aparta de su verdadero fin último concreto. A medida que los fines de la naturaleza humana son menos generales, van teniendo menor necesidad, en cuanto que pueden ser modificados accidentalmente por el hombre. En el desorden moral, el hombre desvía sus inclinaciones naturales, pervirtiendo su bondad, aunque únicamente de modo accidental.

De manera que el fin en general, o la tendencia a la felicidad abstracta, no es elegible por el libre albedrío, pero sí que lo es la determinación de esta finalidad última. El hombre debe querer a su fin último concreto, Dios, con libre albedrío. Este modo de la libertad, propia del hombre, implica, por tanto, la elección de los medios y del fin o bien supremo determinado, que, sin estar fijado, ya se desea por una tendencia natural y necesaria de una manera universal.

Para Santo Tomás, estos tres tipos de querer, por tener todos por objeto el bien -ya que son buenos los medios, que permiten alcanzar el fin, y el mismo fin, tanto en su modalidad universal como en la particular o ya fijada-, pueden denominarse libres. Incluso, al primero, porque el querer el bien necesariamente no remueve la libertad.

Necesidad y libertad no siempre se oponen. Lo opuesto de la libertad, en cuanto al fin general, no es la necesidad, sino la coacción externa, la fuerza exterior que violenta la voluntad del sujeto. En cambio, la necesidad se opone a la elección de los medios y del fin determinado, y, por tanto, al segundo grado de libertad, o al libre albedrío.

Sin embargo, tampoco la necesidad se opone absolutamente a la elección del fin concreto, porque puede darse en el hombre, un tercer grado de libertad, un nuevo modo de querer el bien. En este grado de libertad más perfecta, no hay posibilidad del bien y del mal, sino necesidad del bien y ya concretado. El libre albedrío del fin último concreto y el libre albedrío de los medios, viables por el deseo necesario del fin supremo o felicidad en general, tienden a querer necesariamente al auténtico fin particulizado, a reemplazar la posibilidad del bien por su necesidad.

En este tercer grado de libertad se querrá el fin concreto de modo necesario, pero también racional y electivamente, porque ha sido posibilitada por el libre albedrío humano. Por elección aparece una necesidad del bien concreto, que es así elegido, con la imposibilidad de elegir el mal. Es la síntesis integradora de los otros dos grados de libertad con respecto al fin último, una natural y necesaria y otra racional y electiva.

Durante su vida, el hombre puede siempre progresar en perfección de este querer racional, necesario y elegido del bien, acercándose a una necesidad absoluta, asemejándose así su libertad a la que tiene Dios, con respecto a su fin. Dios quiere el Bien supremo concreto, que es Él mismo, de forma natural, racional y necesaria. En cambio, en la vida humana, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y, por tanto, de crecer en perfección o de perderla.

Con respecto al fin último y a los medios que conducen a él, la libertad, es esencialmente querer el bien, y su perfección es quererlo sin posibilidad de apartarse de él, quererlo de modo necesario. Lejos de oponerse aquí la libertad y la necesidad, ésta ultima viene exigida en la voluntad del fin último y de los medios que conducen a él. En cualquier grado de libertad, se encuentra alguna necesidad. En el libre albedrío humano, junto con la elección y la posibilidad del mal, que lo constituyen, se da la inclinación natural y necesaria al fin último.

Hay que advertir que si la necesidad no fuese constitutivo esencial de la libertad con respecto al último fin, no podría decirse que Dios es libre con respecto al suyo. Por ello, afirma el Aquinate:

«La voluntad libremente apetece la felicidad, aunque necesariamente la apetezca. Y así Dios se ama a sí mismo con su voluntad libre, aunque necesariamente se ama a sí mismo» (De potentia, q. 10, a. 2 ad 5).

En Dios se cumple plenamente la esencia de la libertad con respecto al fin y no hay elección del bien último, sino necesidad.

«La voluntad divina tiene una relación necesaria con su bondad, como nuestra voluntad quiere por necesidad el bien» (STh I, 19, 3 in c).

Cuando el hombre hace el mal, no obra, en sentido propio, con libertad. Si elige entre los diversos medios apropiados que conducen a su fin concreto, que ha sido también elegido, actúa con libre albedrío, con un cierto grado de libertad. En cambio, si no elige su verdadero fin último o toma los medios inadecuados, pierde en realidad la misma libertad del libre albedrío humano, que no es plena por incluir esta posibilidad de apartarse del fin supremo. De ahí que la elección, que otorga tal posibilidad de bien y de mal, no constituye esencialmente a la libertad del fin último en sí misma. El alma humana ocupa el lugar inferior de los espíritus en la escala de los seres. Su libertad es también la mínima de las libertades.

Declara Santo Tomás: «Querer el mal no es libertad, ni parte de la libertad, sino un cierto signo de ella» (De veritate, q. 22, a. 6, in c.). El libre albedrío humano conlleva imperfección, que no está en su libertad, sino en su limitación, que comporta una carencia de la misma. Además, si se remueve la posibilidad del mal, desaparece la imperfección del libre albedrío. En la medida en que el hombre va eligiendo el bien, se va haciendo también más libre. La elección del mal es un desorden de la libertad y conduce a su pérdida. El mal quita la libertad y perjudica siempre a su autor. Optar por el mal es ir contra sí mismo y contra Dios.

La libertad humana no supone la indiferencia ante el bien y el mal. Por ser una participación de la libertad, es siempre un querer el bien y una aversión al mal. Incluso cuando elige el mal, busca el bien. En la mala elección, el mal es visto como un bien, aunque sólo sea aparente o parcial. Sin embargo, en este caso se obra contra la libertad. En cambio, con la buena elección, se pueder conseguir la liberación de la posibilidad de mal, el llegar a una casi necesidad del bien supremo y de los bienes que llevan a él y acercarse al ideal de quererlos necesariamente.

El grado de libertad humana, que implica la posibilidad del mal no es el propio de Dios. Si «el libre albedrío es una facultad de la razón y de la voluntad por la que se elige el bien y el mal» (STh I, q. 19, a. 10, ob. 2), no se puede atribuir a Dios.

No obstante, si se remueve esta limitación, que conlleva la potencialidad y la posibilidad de querer el mal, hay que decir que el libre albedrío es un atributo divino. Declara explícitamente Santo Tomás:

«Dios quiere necesariamente su bondad, pero no así las otras cosas, respecto a lo que no quiere por necesidad tiene libre albedrío» (STh I, 19, 10, in c.).

También Dios tiene libertad electiva, o no necesaria, porque

«se predica el libre albedrío respecto de lo que uno quiere sin necesidad y espontáneamente. En nosotros, por ejemplo, hay libre albedrío respecto de querer correr o pasear. Dios quiere sin necesidad los seres distintos de Él, por ello a Dios le compete tener libre albedrío» (Summa Contra Gentiles, I, c. 88.).

Por consiguiente, Dios no quiere de modo necesario lo que no es su propio fin. Tiene libre albedrío respecto a todo lo demás. Dios elige entre «cosas opuestas, en cuanto puede querer que una cosa sea o no sea, igual que nosotros, sin pecar, podemos querer o no querer estar sentados» (STh I, 19, 10 ad. 2), ya que ello es indiferente respecto al fin último.

Tan esencial es la elección, o el acto del libre albedrío, en el sujeto libre, que la tiene Cristo y también la poseen los bienaventurados, aunque ya no elijan entre el bien y el mal, sino siempre entre bienes, independientes del último fin. A la pregunta de sí Cristo gozó de libre albedrío, no pudiendo, no obstante, no pecar, contesta el Aquinate:

«Aunque la voluntad de Cristo está determinada al bien, no lo está, sin embargo, a este bien en concreto. Por tanto, Cristo, como los bienaventurados, podía elegir por su libre albedrío, ya confirmado en el bien» (STh III, 18, 4 ad 3).